En el
384, instalado en Milán como maestro de retórica, Agustín encuentra en
san Ambrosio, obispo de la ciudad, la lectura alegórica del Antiguo
Testamento que le reconcilia con la Escritura. Poco después, la lectura
de «algunos libros de los platónicos, traducidos del griego al latín»
(sin duda, algunas de las Enéadas de Plotino) le demostró la
existencia, frente a su anterior identificación del espíritu con la
extensión corpórea, de una entidad inteligible incorpórea y de la bondad
del mundo. Estas eran las premisas para una explicación del mal que
permitía refutar ese maniqueísmo del que ya se había apartado, una vez
que lo absurdo de sus mitos había quedado desacreditado ante la
sabiduría de los filósofos.
Además,
la teoría neoplatónica de las hipóstasis, según la cual el intelecto o
verbo generado del padre, eterna e inmutablemente unido a él, actúa como
instrumento en la producción del mundo visible, le pareció un vestigio
pagano de la Trinidad, un punto que, con otros muchos, confirmaba la
afinidad de la filosofía platónica con la doctrina cristiana revelada en
las Escrituras (Juan 1,1-5). Como dirá más tarde y repetirán los
platónicos del Renacimiento, «cambiadas pocas cosas, los platónicos
serían cristianos».
No
obstante, san Agustín señala también que el misterio cristiano de la
encarnación del Verbo divino en Jesús y su sacrificio en la cruz por la
redención de los hombres estaba ausente de aquellos libros, marcando así
la distancia radical entre platonismo y cristianismo, entre el saber
humano y la sabiduría cristiana fundada en la revelación divina en las
Escrituras.
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