Los
primeros siglos del cristianismo se caracterizaron por la gran cantidad
de grupos que planteaban interpretaciones diferentes de la figura de
Jesús y de su mensaje. Por ejemplo, algunos pensaban que solo era un ser
humano, aunque excepcional; otros, sin embargo, consideraban que era
Dios; y otros creían que las dos naturalezas formaban parte de él.
Estas
diferencias escondían en ocasiones enfrentamientos entre grupos y
personas, que intentaban solucionarse en reuniones de obispos, llamadas
concilios.
Poco
a poco se fueron estableciendo las opiniones que la mayoría estimó
correctas y se criticó a los que defendían puntos de vista diferentes.
Estos últimos recibieron el nombre de herejes y fueron perseguidos.
Por
otra parte, también los cristianos sufrieron persecuciones por parte de
los no cristianos. Las más sangrientas fueron ordenadas por emperadores
romanos como Nerón, Decio o Diocleciano. Acusaban a los cristianos de
traición a Roma, porque se negaban a realizar el culto imperial.
Algunos
cristianos murieron en las persecuciones y se les llama mártires, que
en griego significa «testigos». Algunos de los santos que se representan
en las iglesias católicas actuales se dice que fueron mártires, y por
ello se venera su memoria. A pesar de estas persecuciones, el
cristianismo fue creciendo y ganando seguidores en todo el mundo romano,
y en el siglo IV era el grupo religioso más activo y organizado.
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