Para san Agustín, la historia es universal porque afecta a todo el género humano como un bloque o massa,
aunque de ella se haya elegido «el vaso de misericordia», el cuerpo
místico de Cristo como objeto propio; es, sobre todo, una historia de la
redención, en realidad, una teología de la historia, porque su
verdadero sujeto es Dios, que lleva a cabo la salvación de los santos
por medio del ejercicio de su providencia, desplegada en sucesivos
acontecimientos históricos que marcan el progreso o avance hacia la meta
final; estos acontecimientos son: pacto de Dios con su pueblo, entrega
de la ley, envío de los profetas, encarnación del Verbo como momento
central y sacrificio redentor en la cruz.
En
conexión con el relato bíblico de la creación, san Agustín distribuye la
historia de la «ciudad de Dios» en seis edades, caracterizando el
momento contemporáneo como la sexta edad del mundo, que habrá de durar
hasta la segunda venida de Cristo, el Juicio y la consiguiente
separación definitiva de las dos ciudades para dirigirse cada una a su
destino eterno.
De
este modo, la sucesión del tiempo es lineal, progresiva y escatológica,
es decir, tendente a un fin último, y «quedan rotos los círculos», esto
es, queda abandonada la concepción cíclica del tiempo y de la historia
propia del pensamiento griego. En la Baja Edad Media y Renacimiento,
esta concepción cíclica retornará de la mano de la filosofía y en
estrecha relación con la cosmología, con el gobierno del mundo sublunar
por el movimiento circular de los cielos y con una concepción
naturalista del hombre.
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