Casi
1.500 años antes del surgimiento del islam, existían prósperos reinos en
el sur de Arabia, productores y exportadores del incienso y la mirra
que se empleaban para perfumar los templos de los dioses de todo el
Mediterráneo oriental y Mesopotamia. El más famoso fue el reino de Saba,
cuyo centro se encontraba en la ciudad de Marib. Allí adoraban a
dioses, entre los que destacan Almaqá, su divinidad nacional, y Attar.
En
el norte de Arabia, una región que limita con los reinos de Mesopotamia,
pero también con Siria y con los judíos, se sintió la influencia de
estas sociedades y de sus múltiples dioses en la religión. Nacieron
grandes ciudades pobladas por árabes, como Petra o Palmira, con ricos
templos y monumentos funerarios.
En
el centro de Arabia, ocupado por el desierto, las poblaciones nómadas
tenían múltiples dioses: de la naturaleza, de los árboles, los astros,
los lugares y también de los grupos humanos, por lo que fueron muy
importantes los dioses de las tribus. Creían que les daban prosperidad y
protección, y sus imágenes de culto podían transportarse y servían en
cualquier lugar para identificarse.
Por
Arabia pasaban las rutas comerciales que unían África con Europa y Asia,
y con el comercio llegaron influencias de muchas culturas y religiones.
En este mundo de intercambios, surgió el islam.
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