Tras
la muerte de Salomón, en 931 a.e.c., el territorio se dividió entre sus
dos hijos. Al sur estaba el reino de Judá en torno a Jerusalén, y al
norte, el reino de Israel con capital en Samaria.
El
reino del sur fue más estable, mientras que el del norte presentó
mayores problemas de convivencia interna y con las naciones vecinas. En
estos momentos surgió un fenómeno que se fortaleció a lo largo de los
siglos: el profetismo.
Los
profetas usaron la religión para dar una explicación del malestar y de
los problemas. La causa para ellos era que el pueblo y sus dirigentes se
habían apartado de Dios, y la solución estaba en volver al cumplimiento
estricto de lo que Dios mandaba, según ellos lo interpretaban.
En
721 a.e.c. los asirios acabaron con el reino de Israel, y más de siglo y
medio después, en 587 a.e.c., Jerusalén y el reino de Judá cayeron en
manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia.
El
templo de Salomón fue destruido y su clase dirigente, deportada a
Babilonia. Los profetas plantearon que los extranjeros habían sido un
instrumento de Dios para castigar a los judíos por haberse apartado del
buen camino. Cuando los babilonios fueron vencidos por Ciro, rey de
Persia, en 539 y este permitió a los judíos reconstruir el templo y
volver a Palestina, consideraron que se trataba de una nueva oportunidad
para cumplir de forma más estricta lo que la religión mandaba.
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