La
expresión "conocimiento de Jesucristo" utilizada en este artículo no se
refiere a un compendio de lo que conocemos sobre Jesucristo, sino a un
análisis de la dotación intelectual de Cristo.
Poseyendo
Cristo dos naturalezas, y por lo tanto dos inteligencias, la humana y
la divina, el problema sobre el conocimiento encontrado en su
inteligencia divina es idéntico al problema acerca del conocimiento de
Dios. Los arrianos, ciertamente, sostenían que el Verbo mismo ignoraba
muchas cosas, por ejemplo, el día del juicio; en esto eran consistentes
con su negación de que el Verbo es consustancial con el Dios
omnisciente.
Los
agnoetas, también, atribuían ignorancia no solamente al alma humana de
Cristo, sino al Verbo eterno. Suicer, s.v. Agnoetai, I, p. 65, dice: "Hi
docebant divinam Christi naturam... quaedam ignorasse, ut horam extremi
judicii". Pero los agnoetas eran una secta de los monofisitas, e
imaginaban una confusión de naturalezas en Cristo, siguiendo modelo
eutiquiano, atribuyendo ignorancia a aquella naturaleza divina en la que
su naturaleza humana (como sostenían) estaba absorbida. Una honesta
profesión de la divinidad de Cristo requiere la admisión de la
omnisciencia en su inteligencia divina.
I. Clases de Conocimiento en la inteligencia humana de Cristo
(1) La Visión Beatífica (2) Conocimiento Infuso de Cristo (3) Conocimiento Adquirido de Cristo
II. Alcance del conocimiento de Cristo
I. CLASES DE CONOCIMIENTO EN LA INTELIGENCIA HUMANA DE CRISTO
El Hombre-Dios poseía no solo una naturaleza divina sino también una naturaleza humana, y por lo tanto una inteligencia humana, y es el conocimiento propio de esta naturaleza el que nos interesa aquí. La integridad de su naturaleza humana implica la cognición intelectual por actos de su inteligencia humana. Jesucristo puede ser sabio por la sabiduría de Dios; sin embargo, la humanidad de Cristo conoce por su propio acto mental. Si exceptuamos a Hugo de San Víctor, todos los teólogos enseñan que el alma de Cristo es elevada a la participación en la sabiduría divina por una infusión de luz divina. Pues el alma de Cristo gozó desde el principio de la visión beatífica, estaba dotada de ciencia infusa, y adquirió en el curso del tiempo conocimiento experimental. (1) La Visión Beatífica
Petavio (De Incarnatione, I, xii, c. 4) mantiene que no hay controversia entre los teólogos, o incluso entre los cristianos, acerca del hecho de que el alma de Jesucristo disfrutó de la visión beatífica (ver CIELO) desde el comienzo de su existencia. Él conocía a Dios en su esencia, o, en otras palabras, lo veía cara a cara como los bienaventurados en el cielo. Los grandes teólogos conceden abiertamente que esta doctrina no está expuesta explícitamente en los libros de la Sagrada Escritura, ni siquiera en los escritos de los primeros Padres; pero incluso modernos maestros en teología no dudan en considerar la opinión contraria como imprudente, aunque fue sostenida por la falsa escuela católica de Günther. La raíz del privilegio de la visión beatífica de que goza el alma humana de Cristo es su unión hipostática con el Verbo. Esta unión implica una plenitud de gracia y de dones en la inteligencia y la voluntad. Tal repleción no existe sin la visión beatífica. De nuevo, en virtud de su unión hipostática la naturaleza humana de Cristo es asumida en la unidad de la persona divina; no se manifiesta cómo una alma tal podría al mismo tiempo permanecer excluida de la visión de Dios que los seres humanos corrientes esperan alcanzar solo cuando su estadía en la tierra haya culminado. Una vez más, en virtud de la unión hipostática, Jesús, incluso como hombre, era el hijo natural de Dios, no solamente hijo adoptivo. Ahora bien, no sería correcto privar de contemplar el rostro de su padre a un hijo que lo merece —una incongruencia que habría tenido lugar en el caso de Cristo si su alma hubiera estado despojada de la visión beatífica. Todas estas razones demuestran que el alma humana de Cristo debe haber visto a Dios cara a cara desde el primer momento de su creación.
Aunque la Escritura no declara en términos explícitos que Jesús fue privilegiado con la visión beatífica, contiene pasajes que implican este prerrogativa: Jesús habla de cosas divinas como un testigo ocular (Juan 3, 11 ss.; 1, 18; 1, 31 s.); cualquier conocimiento de Dios inferior a la visión inmediata es imperfecto e indigno de Cristo (1 Cor. 13, 9-12); Jesús afirma repetidamente que Él conoce al Padre y es conocido por Él, que Él conoce lo que el Padre conoce. Existe una dificultad en conciliar los sufrimientos e incomparable aflicción de Cristo con la beatitud implicada en su visión beatífica. Pero si el Verbo pudo estar unido a la naturaleza humana de Cristo sin permitir que su gloria se efundiera en su cuerpo sagrado, la felicidad de la visión beatífica también podría haber estado en el alma humana de nuestro Señor sin efundirse en sus facultades menores y sin absorberlas, a fin de que pudiera sentir los aguijones del pesar y el sufrimiento. Una misma facultad puede ser afectada simultáneamente por la pena y el gozo, lo que resulta de la percepción de objetos diferentes (cf. Sto. Tomás III, Q. xiii, a. 5, ad 3; San Buenaventura in III, dist. xvi, a. 2, q. 2); los mártires han testificado con frecuencia la felicidad extática con que Dios colmaba sus almas, al mismo tiempo que sus cuerpos sufrían los tormentos extremos.
(2) Conocimiento Infuso de Cristo
La existencia de una ciencia infusa en el alma humana de Jesucristo puede tal vez ser menos incontestable, desde un punto de vista teológico, que su continua y singular complacencia en la visión de Dios; sin embargo, se admite casi universalmente que Dios infundió en la inteligencia humana de Cristo una ciencia similar en su tipo a la de los ángeles. Este es un conocimiento que no se adquiere gradualmente por la experiencia, sino que es comunicado al alma en una sola efusión. Esta doctrina se asienta sobre bases teológicas: el Hombre-Dios debió haber poseído todas las perfecciones —como fe o esperanza— excepto aquellas que serían incompatibles con su visión beatífica, o con su inocencia —como contrición—, o con su carácter de Redentor, lo que sería incompatible con la consumación de su gloria. Ahora bien, la ciencia infusa no es incompatible con la visión beatífica de Cristo, con su inocencia, ni con su carácter de Redentor. Además, el alma humana de Cristo es el primero y más perfecto de todos los espíritus creados, y no puede serle vedado un privilegio concedido a los ángeles. Más aún, una inteligencia creada es perfecta solo cuando, además de la visión de las cosas en Dios, tiene una visión de las cosas en ellas mismas; Dios únicamente ve todas las cosas comprensivamente en Él mismo. El Hombre-Dios, además de verlas en Dios, también las percibiría y conocería por su inteligencia humana. Por último, la Sagrada Escritura apoya la existencia de tal ciencia infusa en la inteligencia humana de Cristo: San Pablo habla de todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios ocultos en Cristo (Col. 2, 3); Isaías habla del espíritu de sabiduría y consejo, de ciencia y entendimiento, reposando sobre Jesús (Is. 11, 2); San Juan señala que Dios ha dado su Espíritu sin medida a su enviado divino (Juan 3, 34); San Mateo presenta a Cristo como nuestro Maestro supremo (Mt. 23, 10). Además del conocimiento divino y angélico, la mayoría de los teólogos admite en la inteligencia humana de Jesucristo una ciencia infusa per accidens, es decir, una comprensión extraordinaria de las cosas que podrían ser aprendidas del modo ordinario, similar a aquella otorgada a Adán y Eva (cf. Sto. Tomás III., Q. i, a. 2; QQ. viii-xii; Q. xv, a. 2).
(3) Conocimiento Adquirido de Cristo
Jesucristo tiene también, sin duda, un conocimiento experimental adquirido por el uso natural de sus facultades, a través de sus sentidos e ideación, tal como sucede en el caso del conocimiento humano común. Decir que sus facultades humanas estaban totalmente inactivas parecería una profesión ya sea de monotelismo o de docetismo. Este conocimiento creció naturalmente en Jesucristo en el curso del tiempo, de acuerdo con las palabras de Lucas 2, 52: "Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres". Entendido de este modo, el Evangelista habla no solo de una manifestación cada vez mayor de la ciencia infusa y divina de Cristo, no solo de un incremento en su conocimiento en cuanto a efectos externos, sino de un adelanto real en su conocimiento adquirido. No es que este tipo de conocimiento implicara un objeto mayor de su ciencia, sino que significa que Él llegó a conocer gradualmente, según un modo meramente humano, algunas de las cosas que había conocido desde el principio por su ciencia divina e infusa.
II. ALCANCE DEL CONOCIMIENTO DE JESUCRISTO
Ya se ha dicho que el conocimiento en la naturaleza divina de Cristo es coextensivo a la omnisciencia de Dios. En cuanto al conocimiento experimental adquirido por Cristo, debe haber sido por lo menos igual a la ciencia de los más dotados de los hombres; nos parece totalmente impropio de la dignidad de Cristo que sus poderes de observación y penetración naturales debieran haber sido menores que aquellos de otros hombres naturalmente perfectos. Pero la dificultad principal proviene de la cuestión sobre el grado del conocimiento de Cristo que fluye de su visión beatífica, y de su medida de conocimiento infuso.
(1) El Concilio de Basilea (Sesión XXII) condenó la proposición de un cierto Agustino de Roma: "Anima Christi videt Deum tam clare et intense quam clare et intense Deus videt seipsum" (El alma de Cristo ve a Dios tan clara e íntimamente como Dios se percibe a sí mismo). Es bastante claro que, no obstante cuán perfecta sea el alma de Cristo, siempre queda finita y limitada; de aquí que su conocimiento no pueda ser ilimitado e infinito.
(2) Aunque la ciencia en el alma humana de Cristo no era infinita, era de lo más perfecta y abarcaba el mayor rango, extendiéndose a las ideas divinas ya consumadas, o aún por ser consumadas. La nesciencia de cualquiera de ellas denotaría ignorancia positiva en Cristo, como la ignorancia de la ley en un juez. Pues Cristo no es solamente nuestro Maestro infalible, sino también el mediador universal, el supremo juez, el rey soberano de toda la creación.
(3) Se citan dos importantes textos contra esta perfección del conocimiento de Cristo: Lucas 2, 52 requiere de un progreso en el conocimiento de Cristo; este texto ya ha sido considerado en el parágrafo anterior. El otro texto es Marcos 13, 32: "Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre." Después de todo lo que se ha escrito en los últimos años, no vemos la necesidad de agregar algo a las explicaciones tradicionales: el Hijo no tiene conocimiento del día del juicio que pueda comunicar; o el Hijo no tiene conocimiento de este evento, lo que resulta de su naturaleza humana como tal, o, de nuevo, el Hijo no tiene conocimiento del día ni la hora que no le haya sido comunicado por su Padre. (Ver Mangenot in Vigouroux, "Dict. de la Bible", II, Paris, 1899, 2268 ss.)
Desde los tiempos de las controversias nestorianas, la tradición católica ha sido prácticamente unánime en cuanto a la doctrina concerniente al conocimiento de Cristo (cf. Leporio, "Libellus Emendationis", n. 40; Eulogio Alej., "in Phot.", cod. 230, n. 10; San Gregorio Magno, lib. X, ep. xxxv, xxxix; Sofronio, "Ep. Syn. ad Sergium"; Damasceno, "De Haer.," n. 85; Nat. Alex., "Hist. Eccl. in saec. sext.", n. 85). En cuanto a los Padres anteriores a la controversia nestoriana, Leoncio de Bizancio hace resignar su autoridad ante los opositores de nuestra doctrina sobre el conocimiento de Cristo; Petavio la presenta como parcialmente irresuelta; pero los primeros Padres pueden ser excusados porque escribieron en la mayoría de los casos contra la herejía arriana, de manera tal que se aplicaron a establecer la divinidad de Cristo extirpando toda ignorancia de su naturaleza divina, y no se preocuparon por adentrar en una investigación ex professo del conocimiento propio de su naturaleza humana. En aquel tiempo no había razón para tal estudio. Después del período patrístico, Fulgencio (Resp. ad quaest. tert. Ferrandi) y Hugo de San Víctor exageraron el conocimiento humano de Cristo, así que los primeros Escolásticos preguntaron por qué la omnisciencia de Dios era incomunicable (Lomb., "Liber Sent.", III, d. 14). Pero incluso en este período se admitía por lo menos una diferencia modal entre la omnisciencia de Dios y el conocimiento humano de Cristo (cf. Buenav. in III., dist. 13, a. 2). Pronto, sin embargo, los teólogos comenzaron a limitar el conocimiento humano de Cristo al rango de la scientia visionis o de todo lo que en acto ha sido, es, o será, mientras que la omnisciencia de Dios comprende también el rango de las posibilidades.
PEDRO LOMBARDO, Liber Sent., III, dist. 13-14, y STO. TOMÁS, SAN BUENAVENTURA, ESCOTO, DIONISIO EL CARTUJO acerca de este pasaje; Summa, III, QQ. viii-xii, y sv, a. 2, y VALENT., SUÁREZ, SALMERON sobre estos capítulos; MELCHOR CANO, De Locis, XII, xiii; PETAVIO, I, i ss.; THOMASSIN, VII; LEGRAND, De Incarn., dissert. ix, c. ii; MALDONADO, A LÁPIDE, KNABENBAUER, etc., sobre Lucas 3, 52 y Marcos 23, 32; FRANZELIN, De Verb. Incarn., p. 426. Ciertas obras han sido ya citadas en el cuerpo del artículo.
(1) La Visión Beatífica (2) Conocimiento Infuso de Cristo (3) Conocimiento Adquirido de Cristo
II. Alcance del conocimiento de Cristo
I. CLASES DE CONOCIMIENTO EN LA INTELIGENCIA HUMANA DE CRISTO
El Hombre-Dios poseía no solo una naturaleza divina sino también una naturaleza humana, y por lo tanto una inteligencia humana, y es el conocimiento propio de esta naturaleza el que nos interesa aquí. La integridad de su naturaleza humana implica la cognición intelectual por actos de su inteligencia humana. Jesucristo puede ser sabio por la sabiduría de Dios; sin embargo, la humanidad de Cristo conoce por su propio acto mental. Si exceptuamos a Hugo de San Víctor, todos los teólogos enseñan que el alma de Cristo es elevada a la participación en la sabiduría divina por una infusión de luz divina. Pues el alma de Cristo gozó desde el principio de la visión beatífica, estaba dotada de ciencia infusa, y adquirió en el curso del tiempo conocimiento experimental. (1) La Visión Beatífica
Petavio (De Incarnatione, I, xii, c. 4) mantiene que no hay controversia entre los teólogos, o incluso entre los cristianos, acerca del hecho de que el alma de Jesucristo disfrutó de la visión beatífica (ver CIELO) desde el comienzo de su existencia. Él conocía a Dios en su esencia, o, en otras palabras, lo veía cara a cara como los bienaventurados en el cielo. Los grandes teólogos conceden abiertamente que esta doctrina no está expuesta explícitamente en los libros de la Sagrada Escritura, ni siquiera en los escritos de los primeros Padres; pero incluso modernos maestros en teología no dudan en considerar la opinión contraria como imprudente, aunque fue sostenida por la falsa escuela católica de Günther. La raíz del privilegio de la visión beatífica de que goza el alma humana de Cristo es su unión hipostática con el Verbo. Esta unión implica una plenitud de gracia y de dones en la inteligencia y la voluntad. Tal repleción no existe sin la visión beatífica. De nuevo, en virtud de su unión hipostática la naturaleza humana de Cristo es asumida en la unidad de la persona divina; no se manifiesta cómo una alma tal podría al mismo tiempo permanecer excluida de la visión de Dios que los seres humanos corrientes esperan alcanzar solo cuando su estadía en la tierra haya culminado. Una vez más, en virtud de la unión hipostática, Jesús, incluso como hombre, era el hijo natural de Dios, no solamente hijo adoptivo. Ahora bien, no sería correcto privar de contemplar el rostro de su padre a un hijo que lo merece —una incongruencia que habría tenido lugar en el caso de Cristo si su alma hubiera estado despojada de la visión beatífica. Todas estas razones demuestran que el alma humana de Cristo debe haber visto a Dios cara a cara desde el primer momento de su creación.
Aunque la Escritura no declara en términos explícitos que Jesús fue privilegiado con la visión beatífica, contiene pasajes que implican este prerrogativa: Jesús habla de cosas divinas como un testigo ocular (Juan 3, 11 ss.; 1, 18; 1, 31 s.); cualquier conocimiento de Dios inferior a la visión inmediata es imperfecto e indigno de Cristo (1 Cor. 13, 9-12); Jesús afirma repetidamente que Él conoce al Padre y es conocido por Él, que Él conoce lo que el Padre conoce. Existe una dificultad en conciliar los sufrimientos e incomparable aflicción de Cristo con la beatitud implicada en su visión beatífica. Pero si el Verbo pudo estar unido a la naturaleza humana de Cristo sin permitir que su gloria se efundiera en su cuerpo sagrado, la felicidad de la visión beatífica también podría haber estado en el alma humana de nuestro Señor sin efundirse en sus facultades menores y sin absorberlas, a fin de que pudiera sentir los aguijones del pesar y el sufrimiento. Una misma facultad puede ser afectada simultáneamente por la pena y el gozo, lo que resulta de la percepción de objetos diferentes (cf. Sto. Tomás III, Q. xiii, a. 5, ad 3; San Buenaventura in III, dist. xvi, a. 2, q. 2); los mártires han testificado con frecuencia la felicidad extática con que Dios colmaba sus almas, al mismo tiempo que sus cuerpos sufrían los tormentos extremos.
(2) Conocimiento Infuso de Cristo
La existencia de una ciencia infusa en el alma humana de Jesucristo puede tal vez ser menos incontestable, desde un punto de vista teológico, que su continua y singular complacencia en la visión de Dios; sin embargo, se admite casi universalmente que Dios infundió en la inteligencia humana de Cristo una ciencia similar en su tipo a la de los ángeles. Este es un conocimiento que no se adquiere gradualmente por la experiencia, sino que es comunicado al alma en una sola efusión. Esta doctrina se asienta sobre bases teológicas: el Hombre-Dios debió haber poseído todas las perfecciones —como fe o esperanza— excepto aquellas que serían incompatibles con su visión beatífica, o con su inocencia —como contrición—, o con su carácter de Redentor, lo que sería incompatible con la consumación de su gloria. Ahora bien, la ciencia infusa no es incompatible con la visión beatífica de Cristo, con su inocencia, ni con su carácter de Redentor. Además, el alma humana de Cristo es el primero y más perfecto de todos los espíritus creados, y no puede serle vedado un privilegio concedido a los ángeles. Más aún, una inteligencia creada es perfecta solo cuando, además de la visión de las cosas en Dios, tiene una visión de las cosas en ellas mismas; Dios únicamente ve todas las cosas comprensivamente en Él mismo. El Hombre-Dios, además de verlas en Dios, también las percibiría y conocería por su inteligencia humana. Por último, la Sagrada Escritura apoya la existencia de tal ciencia infusa en la inteligencia humana de Cristo: San Pablo habla de todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios ocultos en Cristo (Col. 2, 3); Isaías habla del espíritu de sabiduría y consejo, de ciencia y entendimiento, reposando sobre Jesús (Is. 11, 2); San Juan señala que Dios ha dado su Espíritu sin medida a su enviado divino (Juan 3, 34); San Mateo presenta a Cristo como nuestro Maestro supremo (Mt. 23, 10). Además del conocimiento divino y angélico, la mayoría de los teólogos admite en la inteligencia humana de Jesucristo una ciencia infusa per accidens, es decir, una comprensión extraordinaria de las cosas que podrían ser aprendidas del modo ordinario, similar a aquella otorgada a Adán y Eva (cf. Sto. Tomás III., Q. i, a. 2; QQ. viii-xii; Q. xv, a. 2).
(3) Conocimiento Adquirido de Cristo
Jesucristo tiene también, sin duda, un conocimiento experimental adquirido por el uso natural de sus facultades, a través de sus sentidos e ideación, tal como sucede en el caso del conocimiento humano común. Decir que sus facultades humanas estaban totalmente inactivas parecería una profesión ya sea de monotelismo o de docetismo. Este conocimiento creció naturalmente en Jesucristo en el curso del tiempo, de acuerdo con las palabras de Lucas 2, 52: "Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres". Entendido de este modo, el Evangelista habla no solo de una manifestación cada vez mayor de la ciencia infusa y divina de Cristo, no solo de un incremento en su conocimiento en cuanto a efectos externos, sino de un adelanto real en su conocimiento adquirido. No es que este tipo de conocimiento implicara un objeto mayor de su ciencia, sino que significa que Él llegó a conocer gradualmente, según un modo meramente humano, algunas de las cosas que había conocido desde el principio por su ciencia divina e infusa.
II. ALCANCE DEL CONOCIMIENTO DE JESUCRISTO
Ya se ha dicho que el conocimiento en la naturaleza divina de Cristo es coextensivo a la omnisciencia de Dios. En cuanto al conocimiento experimental adquirido por Cristo, debe haber sido por lo menos igual a la ciencia de los más dotados de los hombres; nos parece totalmente impropio de la dignidad de Cristo que sus poderes de observación y penetración naturales debieran haber sido menores que aquellos de otros hombres naturalmente perfectos. Pero la dificultad principal proviene de la cuestión sobre el grado del conocimiento de Cristo que fluye de su visión beatífica, y de su medida de conocimiento infuso.
(1) El Concilio de Basilea (Sesión XXII) condenó la proposición de un cierto Agustino de Roma: "Anima Christi videt Deum tam clare et intense quam clare et intense Deus videt seipsum" (El alma de Cristo ve a Dios tan clara e íntimamente como Dios se percibe a sí mismo). Es bastante claro que, no obstante cuán perfecta sea el alma de Cristo, siempre queda finita y limitada; de aquí que su conocimiento no pueda ser ilimitado e infinito.
(2) Aunque la ciencia en el alma humana de Cristo no era infinita, era de lo más perfecta y abarcaba el mayor rango, extendiéndose a las ideas divinas ya consumadas, o aún por ser consumadas. La nesciencia de cualquiera de ellas denotaría ignorancia positiva en Cristo, como la ignorancia de la ley en un juez. Pues Cristo no es solamente nuestro Maestro infalible, sino también el mediador universal, el supremo juez, el rey soberano de toda la creación.
(3) Se citan dos importantes textos contra esta perfección del conocimiento de Cristo: Lucas 2, 52 requiere de un progreso en el conocimiento de Cristo; este texto ya ha sido considerado en el parágrafo anterior. El otro texto es Marcos 13, 32: "Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre." Después de todo lo que se ha escrito en los últimos años, no vemos la necesidad de agregar algo a las explicaciones tradicionales: el Hijo no tiene conocimiento del día del juicio que pueda comunicar; o el Hijo no tiene conocimiento de este evento, lo que resulta de su naturaleza humana como tal, o, de nuevo, el Hijo no tiene conocimiento del día ni la hora que no le haya sido comunicado por su Padre. (Ver Mangenot in Vigouroux, "Dict. de la Bible", II, Paris, 1899, 2268 ss.)
Desde los tiempos de las controversias nestorianas, la tradición católica ha sido prácticamente unánime en cuanto a la doctrina concerniente al conocimiento de Cristo (cf. Leporio, "Libellus Emendationis", n. 40; Eulogio Alej., "in Phot.", cod. 230, n. 10; San Gregorio Magno, lib. X, ep. xxxv, xxxix; Sofronio, "Ep. Syn. ad Sergium"; Damasceno, "De Haer.," n. 85; Nat. Alex., "Hist. Eccl. in saec. sext.", n. 85). En cuanto a los Padres anteriores a la controversia nestoriana, Leoncio de Bizancio hace resignar su autoridad ante los opositores de nuestra doctrina sobre el conocimiento de Cristo; Petavio la presenta como parcialmente irresuelta; pero los primeros Padres pueden ser excusados porque escribieron en la mayoría de los casos contra la herejía arriana, de manera tal que se aplicaron a establecer la divinidad de Cristo extirpando toda ignorancia de su naturaleza divina, y no se preocuparon por adentrar en una investigación ex professo del conocimiento propio de su naturaleza humana. En aquel tiempo no había razón para tal estudio. Después del período patrístico, Fulgencio (Resp. ad quaest. tert. Ferrandi) y Hugo de San Víctor exageraron el conocimiento humano de Cristo, así que los primeros Escolásticos preguntaron por qué la omnisciencia de Dios era incomunicable (Lomb., "Liber Sent.", III, d. 14). Pero incluso en este período se admitía por lo menos una diferencia modal entre la omnisciencia de Dios y el conocimiento humano de Cristo (cf. Buenav. in III., dist. 13, a. 2). Pronto, sin embargo, los teólogos comenzaron a limitar el conocimiento humano de Cristo al rango de la scientia visionis o de todo lo que en acto ha sido, es, o será, mientras que la omnisciencia de Dios comprende también el rango de las posibilidades.
PEDRO LOMBARDO, Liber Sent., III, dist. 13-14, y STO. TOMÁS, SAN BUENAVENTURA, ESCOTO, DIONISIO EL CARTUJO acerca de este pasaje; Summa, III, QQ. viii-xii, y sv, a. 2, y VALENT., SUÁREZ, SALMERON sobre estos capítulos; MELCHOR CANO, De Locis, XII, xiii; PETAVIO, I, i ss.; THOMASSIN, VII; LEGRAND, De Incarn., dissert. ix, c. ii; MALDONADO, A LÁPIDE, KNABENBAUER, etc., sobre Lucas 3, 52 y Marcos 23, 32; FRANZELIN, De Verb. Incarn., p. 426. Ciertas obras han sido ya citadas en el cuerpo del artículo.
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