JOSÉ GABRIEL BROCHERO. El “Cura Gaucho”
El cura “gaucho” José Gabriel Brochero fue oficialmente beatificado el 15 de septiembre de 2013, en una ceremonia que presidió el enviado del Vaticano, el cardenal Angelo Amato, y que se desarrolla en la localidad cordobesa que lleva su nombre.
Muchos lo llamaban “el Cura Gaucho” y él siempre se comportó como tal, sin abandonar su condición de sacerdote pero hablándole a la gente como uno más, recorriendo los 120 kilometros cuadrados de su parroquia a lomo de burro, tomando mate con ellos y demostrando un carácter lleno de fe pero tan bien encarador y corajudo.
El padre José Gabriel Brochero evangelizó a poncho toda la zona, creó escuelas, organizó casas de ejercicios espirituales que aún hoy existen y —a la semana de haber sido nombrado canónigo de la Catedral de la ciudad de Córdoba— volvió a su parroquia diciendo:
—Este apero no es para mi lomo ni mi mula para este corral.
Se le adjudican muchísimas conversiones y también curaciones milagrosas que realizaba sin hacer ostentación. Toda Córdoba lo amaba y lo ama como un hijo dilecto. Murió en 1914, después de haberse contagiado lepra al haber visitado a dos personas que sufrían ese mal y con quienes tomó mate toda una tarde para que no se sintieran tan solas.
Debido al mal estaba ciego, además no tenía un centavo y apenas podía hablar en sus últimos momentos, pero no estaba solo. Dicen que quien lo acompañó hasta el final, cuando el ángel vino a buscarlo, fue otro ángel, aquel bandido temible que lo tomó de la mano y lloró al despedirlo. En 1974 fue admitida en Roma la causa para su beatificación, para lo que se requiere un milagro realizado por él o en su nombre y eso existe: un bebé nació prematuramente a sus cinco meses de gestación y no tenía probabilidades de vivir desde la ciencia, sin embargo la invocación y el pedido al Cura Gaucho obraron la maravilla.
El chico tiene hoy veintitrés años y vive en Córdoba, en Traslasierra, en un pueblo que merecidamente se llama Villa Cura Brochero. Aún sin ser nombrado oficialmente como santo, el pueblo lo considera aún hoy como tal y le piden cosas en sus oraciones. Cosas que, según cuentan, suelen cumplirse.
UNA ANÉCDOTA QUE MUESTRA SU CARÁCTER Y SUS AMOR A CRISTO
En una ocasión había un temible bandido que se escondía en los montes cordobeses y al cual ni los más aguerridos policías se atrevían a ir a buscar a su guarida. Brochero fue. Cabalgó largo rato internándose en la espesura y, al fin, halló al bandido en un pequeño claro.
El hombre estaba en cuclillas frente a un fogón por él mismo construido y se cebaba mate con toda tranquilidad. Ni siquiera levantó la vista cuando Brochero detuvo su muía a pocos pasos de él. Con seguridad lo estaba observando desde hacía largo rato y dejó llegar sin inmutarse a ese fulano de sotana que debía estar loco. No podía imaginar que ese cura llevaba un arma mucho más poderosa que las que él estaba acostumbrado a enfrentar. Brochero saludó, desmontó y se sentó a su lado. El hombre, nada. El cura le dijo que había ido a buscarlo y —sin vueltas— agregó:
—¿Por qué no se deja de joder con esta estúpida vida de bandido que está llevando”?
Recién entonces el otro levantó la vista y le clavó con fijeza esos ojos que tantas veces habían reflejado odio, fulminándolo con la mirada, sin pronunciar palabra. El Cura Gaucho no se asustó. Con la mayor naturalidad tomó la pava, se cebó un mate y le dijo mientras lo hacía:
—Mire, don; vengo a convidarlo pá que se venga conmigo a los ejercicios espirituales…
El hombre, que ni siquiera sabía qué cosa eran los ejercicios espirituales, le manoteó el mate sacándoselo de la mano y arrojándolo a unos metros. Se paró de golpe, como un animal en alerta, y comenzó a insultar al cura con las peores palabras que le llegaban a la boca. Parecía que iba a sacar su cuchillo para terminar con el sacerdote allí mismo, pero Brochero, sin abandonar su posición en cuclillas y sin que se le moviera un pelo, sacó de entre sus ropas el crucifijo que siempre lo acompañaba y mostrándoselo al bandido le dijo:
—Oiga, no soy yo el que quiere que usté venga… El que lo convida es éste… ¿A ver si se anima a insultarlo a El”?
El bandolero buscado en toda la provincia quedó como petrificado. Lo miró largamente sin decir palabra, después se volvió a sentar y hablaron. Hablaron todo ese día y parte de la noche. Con las primeras luces del amanecer los dos partieron para el pueblo.
El hombre asistió a los ejercicios espirituales y, poco después, se transformó en uno de los vecinos más honrados y trabajadores de la zona. Y cuidadito con que alguien llegara a decir algo malo del Cura Gaucho.
De todos los que han repetido esta conocida anécdota real, nadie se atrevió nunca a arriesgar qué hubiera pasado si el bandido se le hubiese ocurrido insultar, también, al crucifijo. Pero en voz baja aventuraban hipótesis que —de cumplirse— no dejarían en buenas condiciones a la anatomía del hombre.
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