Etimología y características. El
vocablo, recibido del latín, ha conservado la significación y las
acepciones clásicas: crédito, prestigio, estimación, jurisdicción,
poder, garantía, influjo, reputación. A la filosofía compete depurar la
suposición semántica del término, entre las distintas apelaciones de que
es susceptible. El Diccionario del lenguaje filosófico (BarcelonaMadrid
1967), de Foulquié y SaintJean, registra, con unEt cita de Jaspers, la
derivación de la noción de a. del pensamiento romano: auctoritas, la
fuerza que sirve para sostener y acrecentar; auctor, el que sostiene una
cosa y la desarrolla. Tal acepción supone que la a. es la consecuencia
derivada de ser autor, y que auctor procede de augere (aumentar, hacer
crecer). En las notas esenciales de la noción de a. se encuentran: a) la
específica de autor, es decir, la expresión personal de una capacidad;
b) la acción que se ejerce sobre personas o cosas que entran en el área
de influencia del autor; c) la finalidad de ejercer esa acción; d) el
reconocimiento de la acción ejercida. En restricción filosófica la a. es
aquella virtud que permite a una persona imponer unos criterios, una
doctrina, una sumisión o una obediencia, sin que intervenga como
elemento determinante para el acatamiento la evidencia intrínseca de la
proposición que se enuncia o la bondad del comportamiento que se ordena,
aunque esa bondad o esa evidencia puedan darse como supuestos objetivos.
La problemática filosófica de la a. se extiende a la justificación de la misma, a su origen, y a las relaciones con la fe, la libertad, la razón o el poder. La a. en su origen aparece como la dimensión de algunos seres humanos y como la peculiaridad entitativa de algunos entes sobre otros. Esta dimensión humana personal y esta peculiaridad entitativa se imponen en el orden natural de las cosas como unas propiedades o virtudes que dimanan de su propia naturaleza. A la filosofía concierne estudiar la noción de a. entendida como superioridad reconocida por otras personas a las que impone, aconseja, determina u obliga a una obediencia, a un respeto, a una creencia o a la aceptación de unos enunciados, órdenes, criterios u opiniones.
Justificación de la autoridad. El constitutivo metafísico de la a. reside en la credibilidad real que merece el que la ostenta o ejerce. Cuando esta credibilidad falla, la habida como a. o es meramente presunta, o se subvierte, confundiéndose con el poder. La justificación de la a. pretende establecer el fundamento en que se sostiene y las razones que la avalan. El pensamiento griego, representado por Platón y Aristóteles, cifró la a. y su justificación en la propia naturaleza. La naturaleza de las cosas y de las personas es desigual, y esta desigualdad presenta grados de subalternancia entre ellos, que son los que determinan la a. en unos, y la sumisión, obediencia o dependencia enotros. La a. que no tiene en cuenta este carácter de la naturaleza es, para el pensamiento griego, una depravación o una degradación. El título de la a. es, en ésta concepción, la selección natural originaria, sin que la educación, la manumisión u otras consideraciones culturales o políticas desvirtúen el rango originario con el que se nace, sino que, a lo sumo, le perfeccionan, le acentúan o le rebajan. Aunque los estoicos patrocinan la igualdad de los hombres, el pensamiento griego mantiene como una constante que esta supuesta igualdad no alcanza a la raíz del alma, que en algunos hombres contiene oro, en otros plata, y en otros es de hierro y bronce, según la conocida alegoría de Platón en su República (415a y 547a). Son los primeros, es decir, los teleioi, los arcontes, las autoridades por naturaleza, ya que en ellos la racionalidad es el componente fundamental del alma, y por tanto la apta para mandar y ordenar lo conveniente. La isonomía, o igualdad ante la ley, no es una igualdad que consienta a todos el poder constituirse en a. (Aristóteles, Política, VII, 1, 1301a).
La filosofía descubre que la a. esconde siempre en los enunciados que se proponen o en las órdenes que se imparten, si no el criterio supremo, al menos valiosas razones para ser aceptada. En el autos efe (61 lo dijo) con que los discípulos de Pitágoras descansaban en místico silencio para la aceptación de las doctrinas del maestro, se da por supuesto que la enseñanza atesora la verdad, ~ que la inevidencia es debida a la deficiencia humana o a la excelsitud sublime de la doctrina. Y algo análogo cabe decir de todo magisterio o enseñanza (v. IV). En el orden político la cuestión presenta matices diversos, pero en parte relacionados, ya que no hay a. sin razón.
Para el cristianismo, la a. procede de Dios. El apotegma se lee en S. Pablo (Rom 13, 1), y es un principio evangélico. Sin embargo, la tesis paulina, doctrina común en los Padres de la Iglesia y en los teólogos y Magisterio eclesiástico, río pretende esclarecer o dirimir el problema de la justificación inmediata de una a. o el título originario de su validez, sino únicamente el fundamento último de la obediencia o sumisión de los cristianos al poder o a la a. política. El problema filosófico de la a., como título para la credibilidad, o de prestigio o garantía, no parece que entre en el propósito abrigado por S. Pablo o S. Pedro (1 Pet 2, 13 ss.), ni en el de los glosadores o comentaristas de la Iglesia católica. Cuando Tomás de Aquino (De Reg. Princ., III, 1), y antes S. Agustín (De civit. Dei, 5, 1921: PL 41, 165168) hablan de la derivación divina de la a., lo hacen en un contexto restrictivamente filosóficosocial, que es el atendido en los pasajes. Esta restricción temática y semántica es también fácilmente observable en la mayoría de los estudiosos del tema, desde Cicerón a la enc. Pacem in terris de Juan XXIII. No hay a. donde no hay superioridad o poder, por lo que toda a. se deriva del poder increado, que réside en Dios, dice a la letra Tomás de Aquino (ib., 1, 111, 1). En la concepción cristiana la a. encuentra su único fundamento válido en el autor de la naturaleza, y no en sí misma como naturaleza. La igualdad de los seres humanos se desarrolla en régimen de obediencia, sumisión, respeto o acatamiento, permanentes o alternantes, en unos, y de a. en otros, por necesidad de convivencia, supervivencia y progreso. La razón de la a. y su justificación es Dios, pero la titularidad no es siempre discernible en la voluntad expresa y nominativa de Dios, sino que descansa en propiedades personales, ingénitas, naturales o adquiridas, o en el consentimiento pactado de los miembros de la comunidad, o en otros factores análogos.
Criterios justificantes de la a., supuesto el primario, son muchos los aceptables como válidos, en consecuencia con la naturaleza de los enunciados, o con la de las personas que la ejercen o personas sobre las que se ejerce, sin que con ello la libertad sufra quebranto. Bergson aduce «la autoridad de la experiencia» para desautorizar a quienes, en su época, afirmaban o negaban la posibilidad absoluta de que alguna vez pudiera producirse químicamente un organismo elemental (L'évolution créatrice, 36). La a. pedagógica es un requisito esencial de la educación, sin que el naturalismo de Rousseau (v.), o la pedagogía revolucionaria de Elena Key o de G. Wyneken del s. xx, hayan conseguido desvirtuar su exigencia. La a. paterna es constitutiva de la relación paternofilial. La a. científica reside en la racionalidad demostrada y en la experiencia acumulada. La a. moral se basa en el recoconocimiento del prestigio. En el orden natural la a. precede a la razón, con precedencia cronológica inexorable.
Fundamento de la autoridad. El fundamento supremo de la a. requiere la infalibilidad del que la ejerce. Este supuesto se da únicamente en Dios revelante, con expresa manifestación intencional en lo revelado para ser creído. La a. no proviene en este caso de la evidencia intrínseca de la revelación, o de la comprensión intelectual de los enunciados, sino de la garantía que ofrece ser Dios el revelante o el garante de la revelación. A la a. del Dios revelante corresponde la fe. Una fe que encuentra en el Dios revelador apoyo eficaz, pero sin que la libertad del que ejerce el acto de fe sufra mengua con la aceptación de la gracia. Dios revelante no actúa nunca como poder, al revelar, si usamos los vocablos con rigor, sino como a., ya que la aceptación de los enunciados requiere el libre ejercicio de la voluntad por parte del hombre. Otra a., por prestigiosa que la supongamos, está siempre sujeta a la potior ratio, de que habla Melchor Cano (v.) en el proemio a De locis theologicis, y que es una constante en la historia de la filosofía. Acaso una de las afirmaciones más significativas en este sentido haya sido De la reeherche de la vérité, de Malebranche (v.), en la que llega a escribir (1, V, cap. 7): «Las verdades lo son en todos los tiempos. Si Aristóteles ha descubierto algunas, también nosotros podemos descubrirlas hoy. Hay que probar sus opiniones con razones que sean hoy también válidas. Si eran sólidas en su tiempo, lo serán ahora igualmente. Es una equivocación, o una ilusión, pretender probar por autoridades humanas las verdades de la naturaleza». Y continúa el autor con una serie de párrafos que constituyen un consejo de moderación sobre la a. en filosofía.
La a. no sólo no es identificable o confundible con el poder, sino que a. y poder son dos nociones complementarias, si no opuestas. Desde una perspectiva filosófica, el poder reside en la fuerza, que puede tener un origen racional, razonable o irracional, mientras que la a. se funda siempre en el reconocimiento voluntario, querido, consentido racionalmente, implícito o expreso.
Con una anticipación sorprendente, S. Ambrosio distingue entre el munus y la actio de la a. El munus procede de Dios, pero el ejercicio es humano, sujeto a las vicisitudes y titularidades más diversas, según afirma S. Cotta. La a., resuelta como poder, sigue siendo formalmente de origen divino, como munus, pero puede no serlo como actio. Esta distinción es la que consiente dentro de la doctrina católica las opiniones sobre la resistencia a la a., es decir, al poder desautorizado. La a. sólo existe cuando la libertad la reconoce como válida, reconocimiento que no se da en la sumisión al poder, en cuanto distinto de la a., y que desde Maquiavelo a Nietzsche aparecen confundidos.
La a. no sólo no se opone a la libertad, sino que la supone. Una oposición entre los dos conceptos implica una idea equívoca de a., subentendida como poder, o una falsa idea de libertad, entendida como indeterminación radical fundante. Entre las cosas o bienes que la a., por serlo, ha de acrecentar, en gracia de su misma etimología o derivación de augere, se encuentra la libertad, su ejercicio y sus posibilidades reales. Cabalmente la a., en sentido propio y riguroso, se ejerce en función de la libertad, y es la a. la que favorece, de suyo, que la libertad individual no coarte las libCrtades, ni que la libertad de unos haga imposible o inviable la libertad de otros, para que la libertad no se use como poder o presión indirectos u ocultos. La a. es siempre, si es a. y se ejerce como tal, un servicio a la libertad, ya que se supone que la a. es aceptada libremente para este fin.
La intradependencia de la libertad y la a. se aprecia claramente en la tesis tomista. La raíz de toda libertad reside en la razón, y es la razón la que exige la a., una a. conforme a la razón.
La problemática filosófica de la a. se extiende a la justificación de la misma, a su origen, y a las relaciones con la fe, la libertad, la razón o el poder. La a. en su origen aparece como la dimensión de algunos seres humanos y como la peculiaridad entitativa de algunos entes sobre otros. Esta dimensión humana personal y esta peculiaridad entitativa se imponen en el orden natural de las cosas como unas propiedades o virtudes que dimanan de su propia naturaleza. A la filosofía concierne estudiar la noción de a. entendida como superioridad reconocida por otras personas a las que impone, aconseja, determina u obliga a una obediencia, a un respeto, a una creencia o a la aceptación de unos enunciados, órdenes, criterios u opiniones.
Justificación de la autoridad. El constitutivo metafísico de la a. reside en la credibilidad real que merece el que la ostenta o ejerce. Cuando esta credibilidad falla, la habida como a. o es meramente presunta, o se subvierte, confundiéndose con el poder. La justificación de la a. pretende establecer el fundamento en que se sostiene y las razones que la avalan. El pensamiento griego, representado por Platón y Aristóteles, cifró la a. y su justificación en la propia naturaleza. La naturaleza de las cosas y de las personas es desigual, y esta desigualdad presenta grados de subalternancia entre ellos, que son los que determinan la a. en unos, y la sumisión, obediencia o dependencia enotros. La a. que no tiene en cuenta este carácter de la naturaleza es, para el pensamiento griego, una depravación o una degradación. El título de la a. es, en ésta concepción, la selección natural originaria, sin que la educación, la manumisión u otras consideraciones culturales o políticas desvirtúen el rango originario con el que se nace, sino que, a lo sumo, le perfeccionan, le acentúan o le rebajan. Aunque los estoicos patrocinan la igualdad de los hombres, el pensamiento griego mantiene como una constante que esta supuesta igualdad no alcanza a la raíz del alma, que en algunos hombres contiene oro, en otros plata, y en otros es de hierro y bronce, según la conocida alegoría de Platón en su República (415a y 547a). Son los primeros, es decir, los teleioi, los arcontes, las autoridades por naturaleza, ya que en ellos la racionalidad es el componente fundamental del alma, y por tanto la apta para mandar y ordenar lo conveniente. La isonomía, o igualdad ante la ley, no es una igualdad que consienta a todos el poder constituirse en a. (Aristóteles, Política, VII, 1, 1301a).
La filosofía descubre que la a. esconde siempre en los enunciados que se proponen o en las órdenes que se imparten, si no el criterio supremo, al menos valiosas razones para ser aceptada. En el autos efe (61 lo dijo) con que los discípulos de Pitágoras descansaban en místico silencio para la aceptación de las doctrinas del maestro, se da por supuesto que la enseñanza atesora la verdad, ~ que la inevidencia es debida a la deficiencia humana o a la excelsitud sublime de la doctrina. Y algo análogo cabe decir de todo magisterio o enseñanza (v. IV). En el orden político la cuestión presenta matices diversos, pero en parte relacionados, ya que no hay a. sin razón.
Para el cristianismo, la a. procede de Dios. El apotegma se lee en S. Pablo (Rom 13, 1), y es un principio evangélico. Sin embargo, la tesis paulina, doctrina común en los Padres de la Iglesia y en los teólogos y Magisterio eclesiástico, río pretende esclarecer o dirimir el problema de la justificación inmediata de una a. o el título originario de su validez, sino únicamente el fundamento último de la obediencia o sumisión de los cristianos al poder o a la a. política. El problema filosófico de la a., como título para la credibilidad, o de prestigio o garantía, no parece que entre en el propósito abrigado por S. Pablo o S. Pedro (1 Pet 2, 13 ss.), ni en el de los glosadores o comentaristas de la Iglesia católica. Cuando Tomás de Aquino (De Reg. Princ., III, 1), y antes S. Agustín (De civit. Dei, 5, 1921: PL 41, 165168) hablan de la derivación divina de la a., lo hacen en un contexto restrictivamente filosóficosocial, que es el atendido en los pasajes. Esta restricción temática y semántica es también fácilmente observable en la mayoría de los estudiosos del tema, desde Cicerón a la enc. Pacem in terris de Juan XXIII. No hay a. donde no hay superioridad o poder, por lo que toda a. se deriva del poder increado, que réside en Dios, dice a la letra Tomás de Aquino (ib., 1, 111, 1). En la concepción cristiana la a. encuentra su único fundamento válido en el autor de la naturaleza, y no en sí misma como naturaleza. La igualdad de los seres humanos se desarrolla en régimen de obediencia, sumisión, respeto o acatamiento, permanentes o alternantes, en unos, y de a. en otros, por necesidad de convivencia, supervivencia y progreso. La razón de la a. y su justificación es Dios, pero la titularidad no es siempre discernible en la voluntad expresa y nominativa de Dios, sino que descansa en propiedades personales, ingénitas, naturales o adquiridas, o en el consentimiento pactado de los miembros de la comunidad, o en otros factores análogos.
Criterios justificantes de la a., supuesto el primario, son muchos los aceptables como válidos, en consecuencia con la naturaleza de los enunciados, o con la de las personas que la ejercen o personas sobre las que se ejerce, sin que con ello la libertad sufra quebranto. Bergson aduce «la autoridad de la experiencia» para desautorizar a quienes, en su época, afirmaban o negaban la posibilidad absoluta de que alguna vez pudiera producirse químicamente un organismo elemental (L'évolution créatrice, 36). La a. pedagógica es un requisito esencial de la educación, sin que el naturalismo de Rousseau (v.), o la pedagogía revolucionaria de Elena Key o de G. Wyneken del s. xx, hayan conseguido desvirtuar su exigencia. La a. paterna es constitutiva de la relación paternofilial. La a. científica reside en la racionalidad demostrada y en la experiencia acumulada. La a. moral se basa en el recoconocimiento del prestigio. En el orden natural la a. precede a la razón, con precedencia cronológica inexorable.
Fundamento de la autoridad. El fundamento supremo de la a. requiere la infalibilidad del que la ejerce. Este supuesto se da únicamente en Dios revelante, con expresa manifestación intencional en lo revelado para ser creído. La a. no proviene en este caso de la evidencia intrínseca de la revelación, o de la comprensión intelectual de los enunciados, sino de la garantía que ofrece ser Dios el revelante o el garante de la revelación. A la a. del Dios revelante corresponde la fe. Una fe que encuentra en el Dios revelador apoyo eficaz, pero sin que la libertad del que ejerce el acto de fe sufra mengua con la aceptación de la gracia. Dios revelante no actúa nunca como poder, al revelar, si usamos los vocablos con rigor, sino como a., ya que la aceptación de los enunciados requiere el libre ejercicio de la voluntad por parte del hombre. Otra a., por prestigiosa que la supongamos, está siempre sujeta a la potior ratio, de que habla Melchor Cano (v.) en el proemio a De locis theologicis, y que es una constante en la historia de la filosofía. Acaso una de las afirmaciones más significativas en este sentido haya sido De la reeherche de la vérité, de Malebranche (v.), en la que llega a escribir (1, V, cap. 7): «Las verdades lo son en todos los tiempos. Si Aristóteles ha descubierto algunas, también nosotros podemos descubrirlas hoy. Hay que probar sus opiniones con razones que sean hoy también válidas. Si eran sólidas en su tiempo, lo serán ahora igualmente. Es una equivocación, o una ilusión, pretender probar por autoridades humanas las verdades de la naturaleza». Y continúa el autor con una serie de párrafos que constituyen un consejo de moderación sobre la a. en filosofía.
La a. no sólo no es identificable o confundible con el poder, sino que a. y poder son dos nociones complementarias, si no opuestas. Desde una perspectiva filosófica, el poder reside en la fuerza, que puede tener un origen racional, razonable o irracional, mientras que la a. se funda siempre en el reconocimiento voluntario, querido, consentido racionalmente, implícito o expreso.
Con una anticipación sorprendente, S. Ambrosio distingue entre el munus y la actio de la a. El munus procede de Dios, pero el ejercicio es humano, sujeto a las vicisitudes y titularidades más diversas, según afirma S. Cotta. La a., resuelta como poder, sigue siendo formalmente de origen divino, como munus, pero puede no serlo como actio. Esta distinción es la que consiente dentro de la doctrina católica las opiniones sobre la resistencia a la a., es decir, al poder desautorizado. La a. sólo existe cuando la libertad la reconoce como válida, reconocimiento que no se da en la sumisión al poder, en cuanto distinto de la a., y que desde Maquiavelo a Nietzsche aparecen confundidos.
La a. no sólo no se opone a la libertad, sino que la supone. Una oposición entre los dos conceptos implica una idea equívoca de a., subentendida como poder, o una falsa idea de libertad, entendida como indeterminación radical fundante. Entre las cosas o bienes que la a., por serlo, ha de acrecentar, en gracia de su misma etimología o derivación de augere, se encuentra la libertad, su ejercicio y sus posibilidades reales. Cabalmente la a., en sentido propio y riguroso, se ejerce en función de la libertad, y es la a. la que favorece, de suyo, que la libertad individual no coarte las libCrtades, ni que la libertad de unos haga imposible o inviable la libertad de otros, para que la libertad no se use como poder o presión indirectos u ocultos. La a. es siempre, si es a. y se ejerce como tal, un servicio a la libertad, ya que se supone que la a. es aceptada libremente para este fin.
La intradependencia de la libertad y la a. se aprecia claramente en la tesis tomista. La raíz de toda libertad reside en la razón, y es la razón la que exige la a., una a. conforme a la razón.
A. MUÑOZ ALONSO.
BIBL.: L. LABERTHONNI$RE,
La notion chrétienne de l'autorité, París 1955; G. Rossi, La filosofía
de la autoridad, Madrid 1930 (es una exposición personal con excesivas
motivaciones políticas, escrita en un periodo escéptico de su vida y de
su pensamiento); ACTAS DEL XVII CONGRESO DE GALLARATE, Potere e
responsabilitá, Brescia 1963; íD, XVIII, 11 problema del potere politico,
Brescia 1964; ACTAS DEL Iv ENCUENTRO INTERNACIONAL DE BOLZANo, Autorité
et liberté, Bolzano 1961 (comprenden una serie de estudios, algunos de
ellos valiosísimos, para el esclarecimiento filosófico de la a.); VARIOs,
Libertd e responsabilitd, Padua 1967; R. GUARDINI, El Poder, Buenos
Aires 1959; H. BERGSON, Oeuvres, París 1959, 525.
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