I.
EXPOSICIÓN HISTÓRICO-SISTEMÁTICA. Según el planteamiento de Max Scheler, se
dan en la ->persona tres notas axiológicas que hacen de ella un valor
peculiar, distinto de los valores morales y, en general, de las esencias
valiosas reconocibles objetivamente: tales son la singularidad, la actualidad y
la estabilidad. Estos rasgos fenomenológicos son también la base para que
pueda caracterizarse a la persona como ->valor de valores, sin la cual
no cabría la identificación axiológica en los otros dominios.
La
singularidad de la persona es la del agente unitario que agrupa y da
concreción a las esencias abstractas de los actos (el ver, el preferir, el
estimar, el admirar...). La persona no es, en efecto, una noción genérica, ni
un ->sujeto trascendental, sino el quién al que hay que referir los valores
genéricos que realiza para la adecuada comprensión de estos. La actualidad es
la propia de quien vive todo él en cada uno de sus actos. Pues la persona no es
una colección de actos, al modo empirista, sino su agente común, que no es
fuera de su realización. En cuanto a la estabilidad, es necesaria en la
persona para que no se limite a cumplir los actos, sino que estos reviertan
sobre ella y la provean de sus energías morales o ->virtudes. También se
advierte su ser estable, en tanto que hay direcciones afectivas y morales que se
orientan centralmente por la persona, tales como el amor y la simpatía; son fenómenos
que no dependen de propiedades más o menos variables en el otro, sino que
apuntan a su ser personal, mantenido idéntico a lo largo de los cambios en sus
cualidades.
La
dificultad que plantea esta caracterización es que sólo se aplica en rigor a
la Persona divina. En la persona humana hay una naturaleza específica, una
potencialidad y una creatividad moral que restringen respectivamente la
singularidad, actualidad y estabilidad subsistente que Scheler le atribuye. Por
ser la persona humana inseparable de unas cualidades poseídas, el amor no
termina en ella independientemente de sus
dotaciones singulares -frente a lo que Scheler concluye, coherentemente con la
concepción de persona que mantiene-, sino a través de estas y mediado por su
conocimiento. Tal es la objeción básica que le dirige D. von Hildebrand.
Para
el axiólogo muniqués, el amor se halla entre las respuestas afectivas,
requeridas por algún valor aprehendido, con la doble peculiaridad de que hace
temática a la propia persona portadora del valor y de que posee un carácter
sobreactual, por el que sobrepasa los actos particulares en los que se expresa.
Coincide con Scheler en que el amor desvela en su propio decurso los valores
efectivos o posibles, propios de la persona, pero discrepa de él en que el amor
sea en el hombre un movimiento espontáneo e inmotivado, entendiendo, más bien,
que surge como respuesta sobreabundante a ciertas cualidades (el talento, la
gracia, las dotes...) una vez captadas como pertinentes a alguien. En función
del amor a la persona se sitúa el índice moral que poseen actitudes como la
misericordia, el perdón, la indulgencia... En cambio, cuando se responde a
algún valor, pero sin ponerlo en conexión con su depositario personal (cuando
uno se compadece de otro sin ninguna dirección amorosa hacia él, por ejemplo),
el carácter incompleto de la actitud correspondiente resulta hiriente para el
otro. Según la caracterización de Hildebrand, por tanto, la singularidad de la
persona humana no lo es al margen de sus cualidades naturales específicas.
La
axiología de la persona de N. Hartmann, por su parte, no suscribe el
actualismo scheleriano. En vez de identificarse toda ella con sus actos
axiológicos, los objeta previamente a su realización cada vez que los pretende
(ser veraz, ser leal, etc). Y al proponérselos advierte que ha de prestarles la
energía que los haga efectivos. Así pues, antes que realizadora en acto, la
persona es sujeto potencial de los actos que todavía no ha realizado. Su lugar
ontológico se sitúa en el punto de intersección entre las determinaciones
causales del mundo de la naturaleza, al que ella misma como sujeto pertenece, y
las determinaciones valiosas objetivas que la motivan. Y su valor propio como
persona se cifra en su aptitud para convertir los valores que ha captado en
fines de su actuación, así como para abrir a los valores las nuevas
determinaciones que reciben con la acción. Ambas características son posibles
por la autodeterminación.
Tampoco
la estabilidad equivale en la persona humana a su autoposesión plena, ya que
cada vez que actúa moralmente se sobrepasa a sí misma, al introducir un novum
creativo, no derivable de sus capacidades ni de sus tendencias. H. E.
Hengstenberg lo designa con la fórmula paradójica de que la persona, es más
que ella misma. Con las realizaciones morales se convierte el sentido (Sinn) en
directivo de la intención (Gesinnung) a favor de las pre-tensiones
constitutivas que provienen de los entes. Al consistir la decisión originaria
en el abrirse o cerrarse correlativo a estas pretensiones, trasciende todo
motivo determinado y presta su creatividad a los actos morales particulares y
motivados, en los que la decisión anterior se prolonga inseparablemente.
Así,
por ejemplo, para poder dar un consejo a alguien (acción moral particular) es
preciso que la persona esté abierta originariamente hacia el ,"bien del
,'otro (predecisión creadora orientativa).
II.
EL VALOR DE LA PERSONA: SER FIN EN Sí. Se tomará en lo que sigue la noción de
fin como hilo conductor para destacar el valor de la persona. Cabe distinguir
tres sentidos básicos en el fin: la actuación natural finalista, el objetivo o
meta de una actuación y el fin en sí mismo. Se verá a lo largo de la
exposición que en la persona humana las dos primeras acepciones tienen un
carácter derivado y la tercera, en cambio, es el reverso de su rango
axiológico.
El
primer sentido se aplica al viviente en sus orientaciones tendenciales y en sus
operaciones específicas. No es que primero exista y luego realice actividades
finalizadas, sino que el fin es indisociable de su constitución como viviente.
El valor de la ,vida reside justo en su constitución finalista, en tanto que
revela un sentido interno que se impone al hombre como objeto de respeto,
admiración, atención... Pero este sentido es incompleto mientras no se haga
patente la dirección que lo identifica y, en último término, lo funda como
valor.
En
segundo lugar, los fines u objetivos determinados que la persona se propone
conscientemente no están dados con la naturaleza, sino que implican el
ejercicio de la "libertad, tanto para darles realización como ya antes
para configurarlos. Sin embargo, sólo son posibles contando con una doble
limitación: la tendencialidad natural en la que se inscriben, dándole una
especificación más completa, y el valor de fin en sí que ciertos actos tienen
de suyo (el finis operis). Un eventual fin que contradijera una u otra
ordenación final (por ejemplo, la acción de engañar, en tanto que contraria a
la tendencia natural a la verdad y al respeto al fin consistente en manifestar
la ->verdad) estaría viciado por naturaleza.
El
tercer sentido de fin es el más propio, convertible con valor, y apunta ya a la
condición personal. Comprende a la vez el fin objetivo especificador de la
acción humana y la ->dignidad del hombre. Ambas dimensiones, en efecto, se
implican mutuamente. Pues si la persona se dirige por sí misma hacia ciertos
fines, es porque posee un cierto dominio sobre sí, patente en el tener las
acciones como suyas; e, inversamente, si se vive reflexivamente como un todo,
puede proyectar desde sí sus acciones y merecer el respeto por parte de las
acciones ajenas que se dirigen a ella. ¿En qué consisten una y otra vertiente
de la finalidad?
El
fin de la acción es lo que la delimita como unidad, ya antes de su
realización. Evita que se la pueda recomponer de un modo atomista a través de
las diversas fases de su puesta en práctica. Pero no por ello consiste en una
intención más o menos arbitraria que el agente asociara a lo que hace. Es un
fin ya adscrito objetivamente a la acción, o bien fijado y aceptado
institucionalmente. Al hacerlo suyo, la persona, convirtiéndolo de finis
operis en finis operantis, cualifica moralmente el comportamiento
correspondiente. También la unidad de la persona se revela éticamente como
fin, en la medida en que no consiente ser tratada como mero medio. Por esto, en
los casos en que nos valemos de los servicios de otra persona, su índole de fin
en sí exige simultáneamente el reconocimiento hacia ella, que impida tratarla
como un simple instrumento.
La
implicación de la persona en sus diversas acciones se refleja en la
unificación finalista de estas. Hay un fin personal latente, o sentido
unitario, que congrega series de actos que individualmente ya están
finalizados. La prolongación de unos fines en otros, más o menos remotamente
proyectados, no se agota hasta que la persona no reconoce como guía un fin
último que sea proporcionado a ella. Traducido al orden moral, los
,"deberes no se acumulan ni yuxtaponen, sino que, al realizar cualquiera de
ellos, se responde diversificadamente a un mismo bien que se presenta como
obligatorio para la persona (Kierkegaard decía gráficamente que los deberes no
se pueden contar con los dedos).
El
valor de la ->vida -que se señaló al comienzo- es soporte para la
realización de los valores propios o fines en sí. Una vida no se logra
mientras no oriente sus energías finalistas hacia los fines de la persona. Y
los fines subjetivos variables o máximas de acción son los depositarios que,
albergan a los fines de suyo: hasta que no se contrastan los primeros con los
segundos no se les puede dar cualificación axiológica.
Tanto
el fin objetivo de la acción como la persona finalizada poseen inmediatas
implicaciones prácticas. El primero, por su entrecruzamiento con las
consecuencias o trasformaciones de hecho que se siguen de la acción; el
segundo, porque la persona posee un componente corpóreo, en el que se basa su
hábitat natural. Esto es lo que nos ocupará en el siguiente apartado.
III.
IMPLICACIONES PARA LA PRAXIS. El fin no se realiza sin unas consecuencias
externas previsibles de las que sería irresponsable desentenderse. En la
sociedad posindustrial han adquirido una magnitud antes inimaginable, tanto por
la mayor interdependencia entre unas y otras acciones, como por su inscripción
en sistemas tecnológicos (->técnica) y burocráticos que se autorregulan. A
veces parece como si amenazaran con desdibujar la unidad finalista de la acción
singular. Sin embargo, cualquier criterio axiológico aplicable a la actuación
supone más o menos subrepticiamente la noción de fin, ya que las consecuencias
por sí solas no suministran pautas valorativas para preferir entre ellas. Por
ejemplo, una agencia de viajes, perfectamente equipada, no funciona al servicio
de la persona mientras esta no elige uno u otro destino. Tampoco desde las
consecuencias se puede diferenciar entre lo que es bueno o malo en absoluto para
la persona, sino únicamente entre lo que es proporcionadamente mejor o peor, a
la vista de los resultados globales. El problema práctico reside en cómo
integrar la valoración relativa y funcional de las consecuencias en la
perspectiva axiológica del fin de la acción.
Para
afrontar esta cuestión hay que tomar en todo su alcance la noción de fin, de
modo que los efectos secundarios no se dispersen hasta hacerse irreconocibles
a partir de las acciones que los han provocado. En este sentido comprensivo se
insertan tanto las conexiones naturales finalistas como el fin común que
congrega las actuaciones ciudadanas. Desde la primera consideración, la tarea
urgente es administrar los recursos naturales limitados con vistas al 'bien del
hombre, incluyendo desde luego a quienes en el presente malviven en condiciones
de infradesarrollo y a las futuras generaciones. El criterio axiológico que
preside la ordenación de la naturaleza externa al hombre, y que lleva a asumir
los costes impuestos a corto plazo, es la solidaridad. Por ejemplo, los bienes
de la tierra están para ser usados por los hombres; pero ese fin primario
general se prolonga en los cultivos adecuados, en evitar los excedentes de
producción, en no reducir el trabajo a un instrumento más...
También
el fin personal ha de extenderse como guía a la acción ciudadana, aglutinando
en él la pluralidad de situaciones y grupos de intereses en concurrencia. Igual
que antes, es un fin abierto, no definido de antemano, y que se determina en
concreto mediante la puesta en común de los argumentos de los afectados por las
decisiones públicas y la deliberación subsiguiente. Con todo, existe un
elemento ético invariable en los debates públicos, a saber, los ->derechos
legítimos e irrenunciables de los ciudadanos, que ejercen como sentido orientativo
de la acción comunicativa. Sería un procedimiento circular pretender fundar en
la comunicación abierta la validez de estos derechos, incluido el derecho a la
"comunicación.
Pero,
¿cómo se abre paso en la acción la consideración incondicionada de la
dignidad de la persona, que está latente en el reconocimiento de sus derechos?
Sin duda, en la medida en que la actuación por un fin consciente particular
implica, simultáneamente, la noción indeterminada de fin, al que restringe.
Pues aquí, en la amplitud del fin en sí, es donde se enmarca la dignidad
personal. Cada vez que la voluntad se dirige a un bien determinado connota
indirectamente el bien incondicional, desde el cual advierte las limitaciones de
cada uno de los bienes particulares. Ciertamente, el centro indefinido e
incondicionado desde el que se proyecta la actuación hace posible que la
persona se distancie de sus necesidades e intereses inmediatos, objetivándolos;
pero el reverso positivo de este distanciamiento está en que le es posible
asimismo adoptar la perspectiva universal de la dignidad del hombre como
criterio de actuación.
La
->huella del valor de la persona en su ambiente es lo que convierte a este en
un hábitat, en vez de ser un simple medio circundante. Existe, en efecto, un
conjunto de remisiones significativas entre los objetos que se concentran en
torno al proyecto existencial: así, el martillo sirve para clavar un clavo, el
clavo para apuntalar una mesa, la mesa para sostener unos instrumentos..., y
entre todos configuran la morada adecuada para el hombre. Como Heidegger ha
destacado, la técnica cumple su función humana como fondo estable (Bestand) de
requerimientos para la acción singular; y, de modo inverso, la técnica se
deshumaniza cuando se pierde de vista la dimensión de inhabitación debida a
ella.
VER:
Bien y bien común,
Deber, Persona, Personalismo alemán, Valor.
BIBL.:
BUBNER R., Handlung, Spracheund Vernunft, Suhrkamp, Frankfurt 1982;
HART'hfANN N., Ethik, Walter de Gruyter, Berlín 1962; HEIDEGGER M., La
pregunta por la técnica, Revista Época de Filosofía 1 (1985) 7-29;
HENGSTENBERG H. E., Seinsüberschreitung und Kreativitdt, Anton Pustet,
Salzburgo 1979; ID, Grundlegung der Ethik, Ktinigshauserl/Neumann,
Würzburgo 1989; HILDEBRAND D. VON, Vom Wesen der Liebe, Obras III, J.
Habbel, Regensburgo 1971; KLUXEN W., Philo óphische Ethik be¡ Thomas van
Aquin, Felix Meiner, Hamburgo 1980; LEONARDY H., Liebe und Person. Max
Schelers Versuch eines nPhünomenologischeno Personalismus, Martinus Nijboff,
La Haya 1976; $CHELER M., El resentimiento en la moral, Caparrós, Madrid
1993; ID, Ética, 2 vols., Revista de Occidente, Madrid 1941; ID, Esencia
y formas de la simpatía, Losada, Buenos Aires 1957; SPAEMANN R., Acción
y función sistémica, en Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid
1990, 214-231; ID, Los efectos secundarios de la acción como problema moral,
en Crítica de las utopías políticas, Eunsa, Pamplona 1979,
289-313.
U.
Ferrer Santos
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