SUMARIO: 1.
Presentación. — 2. Mi salida de Nazaret:
a) Primer acercamiento a Juan el Bautista. b) La teofanía bautismal. c)
Comparación explícita con Juan. — 3. Plenitud de Dios: a) El Reino y el
Evangelio. b) La cercanía del Reino se hace presencia. c) El Reino y el
Evangelio en audiovisuales. d) La salvación vinculada al Reino. -4. Paradoja
inevitable: a) Llamada de urgencia. b) Dos mundos contrapuestos. c)
Obligatoriedad de la decisión. d) Parábolas de crecimiento. e) Narraciones
ejemplares. f) Nueva jerarquía de valores. g) Responsabilidad personal. h) Una
nueva familia. i) Encarnación de las parábolas. -5. Los exorcismos
avalan mi autoridad. -6. La conciencia como principio de mi actuación. -7. Los "Yo soy".
El intento de
reconstruir el autorretrato de Jesús se estrella inevitablemente ante el
reconocimiento unánime de la imposiblidad de llegar hasta sus mismas palabras,
salvo en rarísimas ocasiones. Nos ocurre con su retrato lo que comprobamos en
los talleres de restauración en relación con las imágenes antiguas en las que
fueron plasmados sus diversos pensamientos, sentimientos y acciones. El original
ha sido retocado por tantas manos y de tal manera que resulta sumamente difícil,
incluso imposible a veces, recuperar su forma primera. Esto es absolutamente
cierto. Pero no lo es menos que, una vez eliminadas las distintas capas de
pintura añadidas con poca fortuna en circunstancias de diversos tipos, la figura
de Jesús y su personalidad única, su representación auténtica, su verdadera
identidad y su mensaje de permanente actualidad puede llegar hasta nosotros con
toda su figura trascendente.
A él le concedemos
la palabra, conscientes de que si no salieron así de su boca, incluso cuando
son pronunciadas en primera persona, ellas reflejan su ser, querer y quehacer, y
que las avalaría con toda su autoridad. Incluso no tendría inconveniente en
reconocer que sus portavoces le han interpretado mejor de lo que lo hubiese
hecho él mismo.
1. Presentación
Me llamo, Joshúa
ben Joseph (= Jesús hijo de José). Con este nombre figuro en el registro
civil de mi pequeña ciudad, llamada Nazaret, situada en la Baja Galilea. La
intervención extraordinaria del autor de la vida para mi llegada a este mundo
trasciende el saber histórico y pertenece al campo del misterio. De ello se han
ocupado los teólogos y siguen haciéndolo hasta el día de hoy.
Nací en el seno de
una familia, humilde, numerosa (no tengo por qué renunciar a los cuatro hermanos
y, al menos, dos hermanas, que mis portavoces me atribuyen, Mc 6,3), trabajadora
y muy religiosa. Asistí a la escuela primaria, la betha-sefer o "escuela del
libro". En ella se enseñaba una especie de introducción a la lectura de la
Biblia. Allí aprendí el hebreo, que "repasaba" en mi asistencia habitual a la
sinagoga y que me sirvió, a veces, en mis discusiones sobre la Escritura con los
escribas y fariseos. Cuando me dirigía a los campesinos judíos corrientes debía
hacerlo en su propia lengua, que era el arameo. Tuve necesidad de iniciarme
también en el griego por razones profesionales y para comunicarme con los
gentiles, aunque pudiese servirme de intérpretes, como eran los dos discípulos
que únicamente tienen nombre griego, Felipe y Andrés. No aprendí el latín porque
no me interesaba para nada. Pero en un país cuatrilingüe, que yo fuese un judío
trilingüe no está nada mal.
Por ser yo el
primogénito, José, el padre de familia, se interesó cuanto pudo para inculcarme
todo su saber religioso centrado en la Biblia. Incluso se las arregló para que
pudiese ampliar mis estudios en la escuela
superior, la bet-ha-Midrash, bajo la dirección de algún maestro especializado, y
a la que asistí mientras pude.
Sin esta formación
bíblica no hubiese adquirido la competencia requerida para intervenir en la
sinagoga interpretando determinados textos de la Biblia, sosteniendo discusiones
con los maestros o rabinos sobre la forma en que era y debía ser interpretada,
estableciendo el recto camino de la revelación divina que había sido
tergiversado mediante la manipulación de la Biblia hebrea haciéndola decir
aquello que convenía a los dirigentes espirituales del pueblo.
Mi presentación en
el templo a los doce años escuchando a los maestros de la Ley y haciéndoles
preguntas es una hipérbole lucana (Lc 2,4651), justificada desde la convicción y
el reconocimiento del que, después de su resurrección, fue constituido en su
Señor. Por entonces, mis conocimientos eran, y lo fueron siempre, muy limitados
y estaban centrados en el campo de mi especialización religiosa. El mismo Lucas
me descendió de esa hipérbole alucinante afirmando mi crecimiento en todos los
sentidos
El mismo Lucas
afirma que yo iba desarrollándome en todos los aspectos del ser humano con la
normalidad habitual (Lc 2,52).
Como ya he dicho yo
soy Jesús de Nazaret. Pretender atribuirme un conocimiento ilimitado partiendo
de mi identificación con la segunda persona de la Stma. Trinidad es propio de
especulaciones de otros tiempos, inaceptables hoy.
El pensamiento
teológico serio se desarrolla en otra dirección. "Si en Jesucristo no hay otro
conocimiento que el divino, entonces no conoce nada. El conocimiento divino no
es un acto del alma humana, pertenece a otra naturaleza". Así se expresó ya
santo Tomás. Para los escolásticos el conocimiento se adquiere por la
naturaleza, y Dios y el ser humano conocen por distintos medios: Dios conoce
inmediatamente y no conceptual mente; el conocimiento humano se hace por abstracción y es
conceptual. Por tanto, el conocimiento divino no es transferible al ser humano.
Precisamente por su limitación. Algunos escolásticos intentan "arreglarlo" -por
lo que a mí se refiere- recurriendo a la visión beatífica, a un conocimiento
infuso. K. Rahner, U. von Balthasar, J. Galot... lo niegan. Su afirmación es
terminante: Jesús no tuvo un conocimiento ilimitado.
No disponíamos de
libros para nuestro aprendizaje. La enseñanza religiosa recibida por vía oral
debía ser memorizada. Yo me considero entre los privilegiados porque tuve acceso
a la lectura de los textos sagrados; en mi asistencia habitual a la sinagoga de
Nazaret fui familiarizándome con la utilización "oficial" de la Biblia, y cuando
los conocimientos de José no sabían responder mis preguntas pedía auxilio a
algún amigo suyo más preparado que él para resolver mis problemas. Esto me llevó
a adquirir un dinamismo bíblico y una interpretación de la Escritura que
chocaría posteriormente a aquellos que desconocían mi "curriculum vitae": ¿Cómo
es posible que este hombre sepa tanto sin haber estudiado? (Jn 7,17).
En el aspecto
profesional fui iniciado en la "carpintería para todo" en la que José se hacía
cargo de los problemas que inevitablemente surgen en toda sociedad campesina.
Incluso llegamos a "trabajar para fuera". A cinco kilómetros de Nazaret, con sus
escasos 2000 habitantes, estaba la gran ciudad Séforis que buscaba determinada
actividad artesanal fuera de ella. Los encargos recibidos eran atendidos con la
celeridad debida. Por otra parte contábamos con los productos agrícolas de un
pequeño cultivo de propiedad familiar. De todo ello puede deducirse fácilmente
que nosotros vivíamos con cierta holgura en aquella sociedad campesina precaria.
No éramos más pobres que la mayoría, ni mucho menos.
El ser del linaje
de David no influyó en absoluto para mejorar nuestra situación económica. Y
tanto esa atribución como mi nacimiento en
Belén, creencia derivada de la anterior, pueden ser consideradas muy bien con lo
que hoy los doctores en la materia llaman un "teologúmeno", es decir, una
afirmación que pretende poner de relieve una enseñanza teológica. Cierto que se
me aplicó el título de "hijo de David". Y me agradaba que lo hicieran. De este
modo me recordaban lo que esperaban de mí: que fuese como David, liberador y
superador de las influencias nefastas que pesaban sobre aquellas pobres gentes.
Mi familia poseía
un orgullo religioso encomiable. Los nombres impuestos a sus miembros evocan sus
orígenes gloriosos, los del pueblo elegido, y son, al mismo tiempo, una
esperanza y anticipo de la novedad esperada para el futuro. José se llamaba uno
de los hijos del patriarca Jacob; el nombre de mí madre, María, Miryam en
hebreo, era el de la hermana de Moisés; el mío coincide con el que llevaba la
persona que sucedió a Moisés al frente del pueblo de Dios al que introdujo en la
tierra prometida; mis cuatro hermanos, Santiago, José, Simón y Judas, están en
estrecha relación con el origen de las tribus de Israel: Jacob (= Santiago) y
con tres de esos doce hijos tribus (José, Simón = Simeón y Judas =Judá).
En cuanto a mi
estado civil fui célibe. Opté por el celibato por motivos religiosos, por mi
vida itinerante impulsada por una misión profética absorbente, por exigencias
del Reino "me hice eunuco por su causa" (Mt 19,12). Nada de particular, por
tanto, que mi autorretrato, incluyendo en él las ampliaciones e interpretaciones
añadidas, no hable para nada de mi mujer ni de mis hijos...
El celibato era un
estilo de vida extremadamente inusitado, pero suficientemente conocido. En el
siglo primero de nuestra era Josefo y Filón de Alejandría hablan y elogian su
práctica entre algunos grupos judíos marginales (esenios y terapeutas) y lo
mismo hace Plinio. En el A. T. se halla encarnado en la gigantesca figura del profeta
Jeremías, que lo interpreta como su mensaje profético, anunciador de un destino
funesto inminente como castigo por las apostasías del pueblo de Dios. El
judaísmo consideró como célibe a Moisés a partir del momento en que entró en
contacto directo con Dios para ser su instrumento en el campo de la revelación.
Los rabinos no veían como laudable este género de vida, aunque reconocían las
excepciones que eran motivadas por "amor a la Torá".
Nací y viví toda mi
vida como laico. No podía encajar en las categorías contemporáneas de un
sacerdocio levítico hereditario, clasista y ambicioso. Mi oposición más radical
la tuve con los saduceos, en su mayor parte sacerdotes y miembros de la
aristocracia laica de Jerusalén. Ya antes de desenmascarar su indignante parodia
sobre la resurrección (Mt 12,18-27 y par.) les eché en cara su error en la
interpretación de la Escritura. A veces mantuve un diálogo relativamente
distendido con los fariseos, escribas y con los dirigentes en general. Mi
relación con el sacerdocio siempre se movió en una mutua hostilidad manifiesta.
Para ellos yo era un laico religiosamente comprometido que parecía una amenaza
para el poder de un grupo de sacerdotes encastillados.
La visión y
exaltación de mi sacerdocio eterno, siendo un laico, es fruto de las
especulaciones cristianas posteriores a mi muerte, que cristalizaron de manera
singular en la carta a los Hebreos. Sólo en ella, dentro de todo el N. T. soy
llamado sacerdote y sumo sacerdote. Pero, junto a esta afirmación, quiso salvar
la auténtica realidad subrayando las frases siguientes: "Ahora bien, si viviese
en la tierra, ni siquiera sería sacerdote, porque ya hay quienes ofrezcan dones
según la Ley". "Porque es sabido que nuestro Señor nació de la tribu de Judá, de
la cual nada dijo Moisés acerca de los sacerdotes" (Heb 8,4; 7,14). Ambos textos
demuestran que, mientras viví en la tierra, incluso para el autor de la carta a
los Hebreos, yo fui un judío laico, no un sacerdote.
2. Mi salida de
Nazaret
La cuestión
religiosa me tenía seriamente preocupado. Era evidente que la trayectoria
marcada por los "dirigentes espirituales" del pueblo judío no era la que Dios
quería. Afortunadamente llegaron a Nazaret los ecos de un movimiento penitencial
que había surgido en torno a la predicación, junto al Jordán, de Juan el
Bautista. Por lo visto, él hablaba de un juicio inminente y exhortaba a recibir
un bautismo para el perdón de los pecados. Un grupo de personas nos decidimos a
comprobar personalmente los comentarios percibidos. Y, efectivamente,
comprobamos que la información recibida no solamente era exacta sino que se
había quedado corta.
a) Primer
acercamiento a Juan el Bautista
La voz del Bautista
sonaba como un trueno amenazador cuando hablaba de la ira divina que se cernía
sobre todos por igual. La intervención divina aplicaría el mismo rasero para
todos. La "élite espiritual" del pueblo no tenía ningún derecho especial
reconocido por Dios. Serían tratados incluso con mayor dureza que "las gentes de
la tierra", consideradas como malditas por su desconocimiento de la Ley, la
gente sencilla del pueblo (Jn 7,49), precisamente por su "mejor" conocimiento de
Dios y su mayor responsabilidad en la dirección equivocada de su pueblo (Mt
3,7-10). Era un inevitable e incontenible regocijo el oír la voz de aquel
profeta singular que trataba a los más piadosas y devotos en apariencia con
mayor rigor que a los que nos encontrábamos en el grupo de los pecadores.
La ira de Dios se
aplacaría únicamente mediante la aplicación de su poder salvador. Y éste suponía
la decisión de aceptar la gracia salvadora manifestada en el bautismo de
penitencia que el Bautista administraba y el consiguiente cambio de vida y de
conducta que exigía a cada persona teniendo en cuenta la profesión de cada uno.
Además, esto era urgente. La predicación de Juan, en vuestras categorías de hoy, sería
calificada de escatología inminente: Ya está puesta el hacha a la raíz de los
árboles y todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego: (Mt
3, 10). Es Dios mismo quien tiene puesta el hacha en la raíz de los árboles.
Lo que más me
impresionó al oír aquella predicación tan objetiva, interpelante y
comprometedora fue la sinceridad de una persona que era consciente de su papel
anunciador del drama escatológico, pero que se consideraba como una figura de
transición hacia alguien o hacia algo que sería el que o lo que llevase a la
perfección aquello que él anunciaba. ¿Quién sería aquella persona "más fuerte
que él"? Debo afirmar, antes de seguir adelante, que los lectores del evangelio
no tienen dificultad alguna para establecer la identificación cuestionada. El
"más fuerte" sería yo mismo. Pero entonces yo no lo sabía y, por supuesto, la
ignorancia del Bautista sobre el particular era patente. Juan únicamente sabía
que él no era la persona elegida por Dios para llevar a su término la acción que
había iniciado por su medio. Y, entre sus cálculos, figuraban los que eran
presentados como los candidatos más probables en otros niveles culturales más
elevados. Podría ser Elías, el apocalíptico Hijo del hombre, Moisés, Melquisedec,
alguna de las figuras sacerdotales de las que se hablaba en Qumrán y que, por lo
mismo, eran conocidas por el Bautista.
Esa persona "más
fuerte" debía administrar dos bautismos: uno "con Espíritu Santo" y el otro "con
fuego". El primero sería salvífico y el segundo punitivo o castigador. La gente
discutía la diferencia existente entre ellos y, por lo que veo, sigue haciéndolo
hasta el momento presente. La verdad es que yo no oí lo relativo al bautismo "de
fuego"; sólo entendí el anuncio de un bautismo con el Espíritu Santo. Y así es
como lo formula mi primer portavoz, cuando lo hizo por escrito (Mc 1,8: él os
bautizará con Espíritu Santo, sin hacer referencia alguna al fuego). Y me
pareció lo más lógico: el bautismo de Juan, realizado con agua, sería inferior
al bautismo con el Espíritu Santo. Y éste sería un buen
argumento para calificar de "más fuerte" al que lo administrase.
Quisiera aclarar,
en la medida de lo posible, por qué yo me dirigí al Jordán para recibir "el
bautismo de penitencia para el perdón de los pecados". Yo no tenía conciencia de
pecado. Pero el complejo de la culpa moral no es el único motivo para buscar a
Dios. En mi caso había otros varios: quería oír de aquel profeta extraordinario
su valoración del desvío, de la apostasía y de la idolatría en que había caído
el pueblo de Dios, al que yo pertenecía y del que no podía considerarme
desligado. ¿No era un motivo más que suficiente insertarme todo lo posible en la
realidad de mi pueblo pecador, aunque personalmente no fuese consciente de
ninguna transgresión moral? Y, a fe, que lo que deseaba escuchar lo oí con gran
claridad. Dios estaba disgustado, había montado en cólera y "su ira" significaba
que había, sido conculcada su santidad por la conducta inadecuada de su pueblo.
Evidentemente, esta ira suele ser descrita mediante las metáforas del fuego o
del calor y del viento abrasadores...
Estas acusaciones
proféticas deben ser entendidas como procedentes de un buen israelita que
intenta avisar a la comunidad de la alianza de lo que él ve como un peligro
inminente para ella. El oyente se aplica a sí mismo aquello que le puede afectar
de lo que ha oído al profeta.
Finalmente, yo
entendí el bautismo de Juan como una invitación al compromiso de una vida nueva
y como un acto simbólico que proclamaba, anticipaba y aseguraba la purificación
del pecado que, por medio del "más fuerte", el Espíritu Santo llevaría a cabo el
último día cuando fuese derramado como agua sobre el pecador arrepentido. Mi
presencia en el Jordán y el bautismo recibido fueron una iniciación profunda en
la dialéctica de la alianza. Por eso dice alguno de los intérpretes modernos que
yo convertí al Bautista en una especie de parábola, de enigma, de adivinanza (J.
A. MEIER, Un judío marginal, 11/1, p. 187).
b) La teofanía
bautismal
¿Qué fue lo que
realmente ocurrió cuando recibiste el bautismo de Juan? Mi versión de aquel
acontecimiento excepciohal difiere profundamente de la que habéis dado vosotros,
comenzando por mis primeros portavoces (Mc 1, 10-11: "vi el cielo abierto, al
Espíritu descendiendo sobre mí en forma de paloma y oí la voz del Padre que me
presentaba como su Hijo predilecto").
En tu colaboración
en el libro sobre Dios Padre (Teología en diálogo, p. 90-91) tú mismo lo
describes así: "Lo que da a Jesús su sentido y dimensión únicos es la presencia
y acción de Dios en él. El cielo ha roto su silencio, el Espíritu ha vuelto a
moverse sobre las aguas, la voz de Dios se ha dejado oír de nuevo. Ha tenido
lugar la revelación que la voz del cielo le ha dirigido presentándolo como el
Hijo del Padre. Se ha producido la invasión del Espíritu que penetró sus
interioridades más profundas. Ha tenido lugar el descubrimiento, la toma de
conciencia o el afloramiento al campo de la misma de su peculiarísima relación
con el Padre. Los únicos protagonistas de la escena son el Padre y el Hijo. Lo
único interesante es lo que ocurre entre ellos. Lo verdaderamente decisivo es el
misterio invisible, hecho visible a Jesús desde su nueva relación descubierta, y
que sigue siendo invisible para los demás hombres.
La escena del
bautismo de Jesús es la coronación de la acción escatológica de Dios iniciada
con el Bautista y llevada a su culminación con Jesús. De ahí que la primitiva
comunidad cristiana llamase a Juan "el precursor". Lo que distingue a Jesús de
la predicación del Bautista es que el consumador divino es también el hombre
Jesús.
Lo dije y lo
sostengo, porque creo que teológicamente es correcto. Más aún, creo que es una
versión que ha roto los moldes de un literalismo inservible. Estoy de acuerdo
contigo, pero como soy yo quien está intentando hacer su autorretrato debo
precisarlo cuanto pueda. Es cierto que el
descubrimiento de todo lo contenido en esa descripción teofánica afloró en un
momento dado al campo de mi conciencia. Es cierto que el bautismo de Juan
constituyó un buen punto de partida. Pero no es cierto que todo el
acontecimiento estuviese tan perfectamente enmarcado en aquel lugar y en aquel
momento.
El medio para la
revelación de todo el significado de mi persona fue la teofanía, no el mero
bautismo administrado por Juan (A. Vógtle). Por tanto, no se trata de descifrar
una experiencia interna que yo tuviera en aquel momento; se nos cuenta una
visión interpretativa de la categoría e importancia de mi persona y de mi misión
frente a la de Juan. Aquel momento me impulsó a iniciar una misión religiosa que
cambió mi conducta y el sentido de mi vida. Mi familia no lo comprendió y se
opuso cuanto pudo a mi proyecto (Mc 3,21. 3135; Jn 7,3-5). Me cercioré de que
Juan era un verdadero profeta y yo compartía con él su anuncio de una
escatología inminente entreverada de apocalíptica así como el pensamiento de un
bautismo penitencial.
Sin embargo, no
podía compartir con Juan el radicalismo de su predicación escatológica. La
creencia en el Dios con el hacha en la mano y la mecha para encender el fuego
devastador debía ser sustituida por la de estar o no en el reino de Dios (J. D.
CROSSAN, Jesús, vida de un campesino judío, p. 284). No obstante, yo no
podía prescindir por completo ni de la escatología de Juan ni introducir
personaje alguno mediador ante el juicio de Dios (J. P. METER, Un judío
marginal. Nueva visión del Jesús histórico", 11/1, 1997, p. 150).
c) Comparación
explícita con Juan
El segundo bloque
sobre el Bautista (Mt 11,2-19 y par.) comprende tres unidades literarias en las
que se desarrollan los temas siguientes: La respuesta de Jesús a los enviados de
Juan (Mt 11,2-6); el elogio que Jesús hace del Bautista (Mt 11,7-11) y la
parábola de los niños sentados en la plaza (Mt 11, 16-19).
A mí me corresponde
ahora la interpretación personal de estos tres episodios, cuya secuencia no
ocurrió durante mi actividad; es fruto de la sistematización llevada a cabo por
mis portavoces.
La primera unidad (Mt
11, 2-6) responde a lo prometido de forma imprecisa por el Bautista sobre el que
había de venir. -Yo no había perdido de vista a Juan, pero él tampoco me había
perdido de vista a mí. ¿Sería yo, el discípulo de antaño, la persona de su
imprecisa referencia para el futuro? Tenía buenas razones para pensarlo. Aunque
continuaba su práctica bautismal y su anuncio escatológico, había aparecido en
mi actividad algo radicalmente nuevo: la buena noticia del reino de Dios avalada
por los exorcismos, curaciones y acogida a los pecadores y publicanos, así como
el hecho de compartir con ellos la comensalidad.
En mi respuesta me
referí a los puntos en los que mi predicación difería profundamente de la suya.
Con ello pretendía que Juan aceptase e introdujese en su programa la noticia
gozosa y liberadora que veía en mí. Desplacé el acento de aquello que constituía
el centro de gravedad de su predicación hacia lo que Dios estaba realizando por
mi medio: la amenaza y el castigo se veían sustituidos por la misericordia y la
gracia. Finalmente añadí, para que mi información fuese más directa hacia su
persona, una bienaventuranza "Dichoso aquel que no encuentre en mí motivo para
escandalizarse" (Mt 11,6). Iba dirigida directamente a Juan y a sus seguidores.
Yo les decía con dicha bienaventuranza que debían aceptar lo nuevo si querían
participar en la dicha escatológica de la que yo hablaba con tonos muy
diferentes a los utilizados por Juan.
En la segunda
unidad (Mt 11,7-11) yo puse a Juan por las nubes: Era más que un profeta. ¿Qué
podría ser, entonces? Con mis palabras pretendía hacer referencia al personaje
que Yahvé enviaría como su mensajero (Mal 3,1) y que yo me apliqué a mí mismo.
El elogio extraordinario que había brindado al Bautista se ve limitado" y como
restringido por unas palabras verdaderamente desconcertantes: sin embargo, el
más pequeño en el reino de los cielos, es mayor que Juan (Mt 11,11). Estaba
afirmando con estas palabras que la grandeza "del más pequeño" estaba adquirida
no por su calidad y categoría personales, sino por su pertenencia al Reino. Yo
no me comparé con Juan, sino que comparé a Juan con el nuevo estado de cosas que
se había iniciado con mi predicación, con mis exorcismos y curaciones. Yo
predicaba el reino de Dios, no me predicaba a mí mismo. Lo mismo que había hecho
Juan, aunque desde distinta perspectiva.
La tercera unidad (Mt
11,16-19) está centrada en la parábola de los niños sentados en la plaza.
Evidentemente, los músicos que, con sus cantos invitaban a la tristeza o a la
alegría, éramos Juan y yo. - Esta "generación", con toda su carga de perversidad
moral que tiene dicha palabra, hacía referencia a nuestro auditorio. Juan había
sido rechazado por su ascetismo riguroso; yo lo fui por haberme sentado en la
mesa con los pecadores y publicanos. Desde su postura intransigente su
puritanismo les llevó a rechazar mi invitación y mensaje.
3. Plenitud de Dios
Mis inquietudes
religiosas se vieron satisfechas. No sé muy bien cómo ocurrió, pero, de pronto,
me sentí lleno de Dios, del Dios escatológico pasado por el tamiz de su
presencia amistosa y de su gracia salvadora. ¿Fue como resultado de las aguas
subterráneas que brotan con fuerza incontenible al abrirse con acierto un pozo
artesiano? ¿Habría aflorado al campo de mi conciencia la realidad divina hecha
palabra en mí en el momento de la encarnación (Jn 1,14) o había tenido lugar
como el resultado de una invasión procedente del exterior que la había hecho
revivir a partir del momento de mi encuentro y asimilación del mensaje de Juan
en el desierto? ¿Se dieron cita simultánea la presencia de Dios en
mí, la acción del profeta del desierto y mi apasionada búsqueda personal?
a) El Reino y el
Evangelio
El caso es que me
había encontrado con la buena noticia esperada, con el evangelio, con el reino
de Dios. Son expresiones significativas de la misma realidad. El evangelio y el
reino designan la misma realidad. Expresan la justicia divina que, entendida
bíblicamente, significa su actividad salvífica. La actividad salvadora de Dios
es su poder puesto al servicio de la salvación del hombre. Así lo definieron los
dos primeros grandes teólogos del cristianismo, Pablo y Juan (Rom 1,16; Jn 132).
Me interpretaron a la perfección.
La justicia divina
así explicitada sitúa al Reino y al Evangelio en el plano de la vida. Por
supuesto, de la vida divina. Por fin, en ellos, le ha sido concedido al hombre
el permiso e incluso la invitación apremiante para que extienda su mano y
alcance el fruto del árbol de la vida (Gén 2,9). Por cierto que el mito del
árbol de la vida fue personificado en mí mismo, que fui presentado como la vida
y cuya misión fue brindar al hombre la vida sin ningún tipo de limitaciones (Jn
10, 10). (Pero de esto hablaremos más tarde. Repitamos aquí que aquel mito que
nunca existió y que, como todo mito, existe siempre, se ha convertido en una
realidad gozosa. Al miedo y repulsa a la muerte ha sido contrapuesto por mi
Padre el gozo de la vida inextinguible, la posibilidad de participar en su
propia vida. Para eso aterricé en vuestra tierra (Hch 3,15: "aunque me distéis
muerte, Dios me resucitó", para convertirme en el primogénito de entre los
muertos, Rom 8,29; Col 1, 1-5ss).
Es la gran noticia
que, desde que fue comunicada, estaba destinada a producir una gran alegría (Lc
2,1-1). El Evangelio anunciado (Is 61,1-3), como respuesta a las necesidades
humanas, había adquirido un nombre y un rostro humanos. Desde mi concepción
hasta mi resurrección yo mismo me había convertido en el evangelio proclamado.
Para mí se hizo
claro que el reino de Dios, que yo había comenzado a anunciar, tenía un aspecto
innegable de futuridad. Y así lo enseñé en varias ocasiones: en la petición del
padrenuestro: venga a nosotros tu reino (Mt 6,10 y par.); en la tradición de la
última Cena, cuando me negué a beber del vino hasta la llegada del Reino (Mc 14,
25 y par.); cuando anuncié la promesa de la venida de las gentes de oriente y de
occidente para sentarse con los patriarcas en el reino (Mt 8,11-12); en las
varias promesas de las bienaventuranzas (Mt 5,3-13); en el sumario-síntesis más
importante lo exprese anunciando su "cercanía" y la necesidad que imponía de la
conversión y de la fe de los destinatarios del mismo (Mc 1,14-15). Sin embargo,
el acento en la futuridad del Reino no era, ni mucho menos, el único aspecto que
yo ponía de relieve cuando lo anunciaba (J. D. Crossan; M. J. Borg).
El Reino que debía
subsanar todos los quebrantos y eliminar las angustias purificando las aguas
pútridas de la corrupción humana se había hecho presente en mí. El Reino, el
reino de Dios o de los cielos, está cerca, cerca de vosotros, dentro de vosotros
(Mc 1,15; Lc 10,9; 17,21). Vosotros tenéis el triste privilegio de hacer
inoperante una realidad eficaz por sí misma, como la semilla sembrada en el
campo (Mc 4,26-29). Teniendo como punto de partida la eficacia de la semilla, su
productividad depende del cultivo humano, de la decisión necesaria del hombre,
de la vigilancia constante para que no sea devorada por las plagas del campo.
Algunos críticos de
nuestros días han intentado demostrar la incompatibilidad entre ambos aspectos,
el de la futuridad y el de la presencia. Sería una contradicción insuperable.
Cabe replicar que la mentalidad semítica subyacente a buena parte de los libros
bíblicos no se habría dejado impresionar demasiado por el principio filosófico
occidental de la no contradicción. Pero, más pertinentemente, el reino de Dios
es un símbolo en tensión que encierra un acontecimiento dinámico, toda una representación
mítica de la llegada de Dios en poder para vencer a sus enemigos e instaurar
definitivamente su imperio en Israel. Un reino de Dios estático, entendido como
un lugar determinado o una situación establecida, no podría ser a la vez
presente y futuro. Pero el reino de Dios como representación mítica- de carácter
dinámico permite una realización por etapas, con batallas estratégicas ya
ganadas, pero cuya victoria final está aún por llegar (J. P. Meier, 11/1, p.
39).
b) La cercanía
del Reino se hace presencia
Para comenzar este
apartado se me ocurre hacerlo recurriendo al terreno de la comparación. El reino
de Dios es un acontecimiento presente y cercano, como una bellísima catedral
construida hace siglos y en cuya contemplación nunca nos hemos detenido con la
pausa requerida por su excepcional belleza. Pronuncié muchas parábolas que
tienen la finalidad de explicar a los lectores u oyentes de las mismas la
cercanía, la venida del reino de Dios y la forma de la misma. En ellas habla de
la aportación del evangelio a un mundo necesitado de renovación, de ideales y de
esperanzas nuevas. Y lo hacen llamando vuestra atención sobre algo que puede
pasar desapercibido, como es el mismo reino de Dios o como algo de lo que hemos
oído hablar, pero de lo que podemos pasar. Mis parábolas tenían la finalidad de
amonestar al lector sobre la peligrosidad de tales actitudes. Quería inculcar
que en la actitud. ante el reino, ante el mensaje de las parábolas, se juega el
ser o no ser del hombre, su auténtica comprensión, la suerte última de su vida.
Hay cosas cercanas
a nosotros y a las que nosotros no nos hemos acercado nunca. Esto hace que,
aunque ellas estén cerca de nosotros, no podamos hablar de su cercanía porque
nosotros estamos lejos de ellas. El Reino y el Evangelio significan un proceso
incesante en el que lo anunciado y lo ocurrido -perteneciente teóricamente a un
tiempo muy remoto- se convierte en objeto
de constante realización y anuncio. El suceso que yo protagonicé en una época
pasada y lejana tiene tal capacidad de expansión que rompe todos los moldes
habidos y por haber del tiempo y del espacio y llega hasta el momento presente
produciendo los mismos efectos que lleva ocultos en sus entrañas. La realidad
ocurrida en mi tiempo se convierte en la realidad ocurrente en todos los
tiempos.
El reino de Dios y
su evangelio, que son mi reino y mi evangelio, iniciaron el tiempo último de la
historia, el tiempo escatológico. Mi aparición en vuestra historia se convirtió
en el Ésjaton por excelencia. Por eso puedo manifestar el misterio de Dios, su
ser, su querer y su quehacer. Mi presencia con sus palabras y hechos os
manifiestan un reino cuyo Rey es el Dios bueno, tan bueno como un padre o como
una madre o como ambas realidades a la vez: un Dios que se alegra de que el
hombre se encuentre con él, de que vuelva a su casa siempre que se haya alejado
de ella y desee hacerlo; únicamente le repugna la autosuficiencia petulante de
quien cree bastarse a sí mismo y no necesitar de nadie, ni siquiera de Dios; un
Dios que está siempre dispuesto a escuchar, que recoge siempre personalmente
nuestras llamadas sin en comentarlas a ningún contestador automático (Lc
11,5-8). Así se manifestó por mi medio y no se ha retractado, porque en nuestro
Dios no hay cambios. Es como si la bella catedral construida en el siglo XIII
siguiese su proceso de construcción cuando nos detenemos ante ella para
contemplar su grandeza y su belleza. Está haciéndose cuando yo la admiro y quedo
extasiado ante su arte singular.
c) El Reino y el
Evangelio en audiovisuales
Los evangelios, el
N. T. en su totalidad, constituyen el mayor esfuerzo que nunca se repitió con
tanta intensidad e interés a lo largo de la historia para haceros comprensible,
amable, atractiva e incluso seductora la fuerza interna del misterio que el evangelio o
el reino llevan escondido en su misma entraña. Yo pusf todas mis posibilidades
pedagógicas al servicio de esta causa, que los autores del N. T. continuaron
después de mí. Y ahí tenéis las narraciones evangélicas históricas,
historificadas e incluso legendarizadas, los relatos encantadores de milagros,
mis discursos y discusiones, las sentencias o proverbios pronunciados
separadamente unos de otros y que los evangelistas se han preocupado por
sistematizar en pequeñas secciones o unidades literarias, mis "palabras
enmarcadas" en historias o historietas reales o ficticias que recogen en frases
quintaesenciadas los elementos constitutivos del Reino, sus exigencias en el
seguimiento del Fundador. Y, naturalmente, las parábolas.
Mi inteligencia
pedagógica descubrió en ellas el medio más adecuado para hacer llegar mis
enseñanzas y mi mensaje evangélico a los oyentes, que me escuchaban embelesados
al oír aquellas bellísimas historias tomadas de nuestra vida diaria y a las que
la imaginación del Parabolista añadía aún mayor encanto. Creo que siguen
teniendo la misma vigencia y atractivo que cuando yo las pronuncié. Y es lógico
y natural. Porque, en el fondo, vosotros seguís viviendo, tal vez hoy más que
nunca, en la cultura de la imagen. Y las parábolas son unos audiovisuales
difícilmente superables. Porque estos visuales evangélicos captan las imágenes
del hombre en sus apariencias engañosas y en sus realidades más profundas, que
penetran más allá de ellas revelando su propio ser, su naturaleza y quehacer,
sus aspiraciones y fracasos, su frivolidad y falta de responsabilidad, su
seriedad y la coherencia con sus principios inconmovibles. Un audiovisual
perfecto sobre el misterio del hombre y sobre el misterio de Dios en su relación
inevitable y en su confrontación constante.
El audiovisual que
son las parábolas que salieron de mi boca no nos ofrecen tomas separadas de cada
uno de los misterios mencionados. Las tomas se hacen de conjunto. Las
vistas de uno de los misterios independizado del otro pierden objetividad y
atractivo. La separación los desfigura, los difumina, los aleja, los coloca en
compartimentos estancos, los vasos comunicantes se atascan. La belleza y
explicación de cada uno de los misterios está precisamente en su enmarcamiento
en el otro. Recordad la frase agustiniana, Dios se halla más cercano, más íntimo
a mí que yo mismo. A partir de un momento inolvidable de mi vida yo tuve la
experiencia más íntima y profunda posible de mi inseparable unión con Dios. Y el
hombre, en general, en sus deseos y esperanzas, en sus anhelos y aspiraciones,
en sus logros y fracasos, se halla mucho más cerca de Dios de lo que él mismo se
imagina.
d) La salvación
vinculada al Reino
El reino
escatológico que oí predicar a Juan el Bautista, y que en aquel momento inicial
me entusiasmó, se hizo inseparable de mi predicación. Pero tuve que "desescatologizarlo".
Aquella escatología presentaba a un Dios excesivamente violento, con el hacha en
la mano y la mecha incendiaria. Pronto descubrí que la realidad escatológica
debía cambiar las cosas profundamente, pero no violentamente: la injusticia
debía ser superada, la recompensa estaba garantizada por Dios a sus fieles (las
bienaventuranzas), al banquete mesiánico acudirían incluso las gentes de fuera
de Israel, el Reino se universalizaba y se cargaba de esperanzas gozosas en las
que podían participar todos aquellos que aceptasen dicho Reino (Mt 8,11-12 y
par.). Todos podrán rezar el padrenuestro. Todos podrán acudir al banquete
instituido por Jesús y a consecuencia del cual él mismo pasó a disfrutar del
banquete celestial.
El símbolo del
banquete contiene distintas imágenes consoladoras, como la satisfacción del
hambre, la herencia de la tierra y la visión de Dios, así como metáforas cuya
finalidad es sugerir y evocar lo que no puede ser expresado debidamente con
palabras: la plenitud de la salvación
llevada a cabo por
Dios más allá del mundo presente, Esta realidad futura era evidente para mí y yo
la expresé con múltiples imágenes y actitudes.
Esta vinculación de
la salvación más allá de este mundo al Reino es inseparable de lo que yo
predicaba y así consta en los evangelios allí donde podéis tener la garantía de
ser yo quien está en el uso de la palabra, sin las interferencias que mis
intérpretes han podido añadir a ellas. Y en este momento será conveniente e
incluso necesario conceder la palabra a uno de los intérpretes modernos de la
palabra de Dios y, lógicamente, de la mía:
"Radicalmente
unidas en la predicación de Jesús, las afirmaciones relacionadas con el futuro y
las que tratan del presente no deben ser separadas. La irrupción ya actual del
reino de Dios es expresada siempre como un presente que abre el futuro en cuanto
que es salvación y juicio y, por tanto, no lo anticipa. Se habla siempre del
futuro como de lo que procede del presente, lo que le aclara, y que así revela
el hoy como el momento de la decisión. Si las palabras escatológicas de Jesús no
describen el porvenir como un estadio de felicidad paradisíaca y no se
entretienen en pintar un terrible cuadro del juicio final, hay en ello,
podríamos decir, algo más que una diferencia superficial, que no sería más que
una cuestión de colores o de matices más o menos vivos en la paleta del pintor
del apocalipsis. En el anuncio que Jesús hace del Reino, hablar del presente es
hablar al mismo tiempo del futuro, y viceversa.
El futuro de Dios
es salvación para quien sepa tomar el ahora como el presente de Dios y
como la hora de la salvación. El es juicio para quien no acepte el hoy de
Dios y se aferre a su propio presente, lo mismo que a su pasado y a sus sueños
personales con respecto al futuro". (G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret,
Sígueme, 1975, p. 98-99).
Esta futuridad del
reino escatológico es inseparable de la predicación de Jesús. Nos lo ha dicho él
con toda claridad. Una cuestión que queda
pendiente es si en el paso del mundo presente al futuro o de la escatología
existencial o en vais de realización a la consumación de la misma es lícito
situar la figura de Jesús en cuando Hijo del hombre. El lo afirmó con la
suficiente claridad, pero algunos intérpretes modernos no atribuyen la
utilización de esta figura y del nombre correspondiente del Hijo del hombre a
Jesús. Me siento más cerca de lo que el mismo Jesús dijo, tal como nos lo
ofrecen los evangelios. No veo suficiente consistencia en los argumentos que se
aducen en contra.
Naturalmente que yo
pienso que la figura del Hijo del hombre debe ser "desapocaliptizada", despojada
de la imaginería en que ha sido envuelta desde el principio a la hora de
realizar el juicio, viniendo sobre las nubes del cielo, acompañado de sus
ángeles, sentado en un tribunal visible desde todos los rincones posibles donde
pudiera esconderse alguno de los examinandos y colocando a los elegidos a la
derecha y a los proscritos a la izquierda. Pensamos que el mismo Jesús estaría
de acuerdo en "desapocaliptizar" esta imagen suya y existencializarla en la
línea que, en la mayoría de los textos del cuarto evangelio, ha sido hecho.
Nuestra insistencia
en la futuridad del Reino debe ser contrapesada, tal como Jesús lo hizo,
poniendo de relieve la actualidad del mismo: ya desde ahora sus discípulos deben
dirigirse a Dios llamándolo Padre, pedirle que venga su reino, perdonar a
aquellos que estén endeudados con ellos para, a su vez, poder tener el derecho a
recibir el perdón. La oferta que hace Jesús de su comensalidad sin establecer
clases de invitantes e invitados, subrayando el protagonismo de un único
Invitante, que no hace distinción entre aquellos que aceptan sentarse a su mesa,
es una acentuación difícilmente superable de la actualidad de su reino. La
participación en la misma mesa es el gran símbolo y la promesa inquebrantable,
la mejor anticipación de la comunión definitiva con Dios en el banquete eterno.
La sala de los invitados, ya en el momento presente, se llena con los pobres,
los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia... de todos aquellos que
esperan de Dios sin ningún atisbo de revanchaaquello que de él esperan y que los
hombres no han podido o no han sabido dárselo. (J. R Meier, II/1,p. 424-425).
4. Paradoja
inevitable
La razón de haberme
manifestado de forma ambivalente hablando de la futuridad, cercanía y presencia
del Reino se halla en su misma naturaleza. No puede hacerse de otro modo. El
Reino es un símbolo en tensión, una realidad polifacética, todo un relato mítico
en miniatura que no puede ser expresado adecuadamente con una sola fórmula o
definición. De ahí que yo hable de un reino futuro y, sin embargo, presente
(remitimos a J. P. Meier, al que acabamos de citar). Os daréis cuenta de esta
paradoja inevitable cuando hayamos hecho un recorrido breve por los distintos
bloques en los que pueden ser agrupadas mis parábolas.
a) Llamada de
urgencia
Las parábolas que
agrupamos en este bloque son llamadas por otros autores "parábolas de crisis" Y
tienen buenas razones para ello. La crisis en la que sitúan al oyente-lector se
produce al obligarle a revisar la conducta de su vida, la valoración de aquella
realidad en la que vive, la situación de cambio ante la que es situado. Las
imágenes utilizadas justifican nuestro título, porque se convierten en llamadas
de urgencia. Llevan a la conciencia del hombre la convicción de que el juicio,
el discernimiento, la suerte definitiva, se realiza en la vida y en el quehacer
de cada día. Es Jesús mismo quien se encuentra detrás de cada una de estas
parábolas. Ofrecemos a continuación el título de las mismas: El tiempo nuevo (Lc
12,54-56); el portero y demás servidumbre (Mc 13,34-36); el ladrón (Mt
24,43-44); el camino hacia el juez (Lc 12,58-59); los siervos vigilantes (Lc
12,35-38); la puerta estrecha (Lc 13,22-30); la higuera estéril (Lc 13,6-9); el
administrador infiel (Lc 16,1-8): las diez jóvenes (Mt 25,1-13); los viñadores
homicidas (Mc 12,1-11); el médico y los enfermos (Mc 2,16-17); la oveja perdida
(Lc 15, 3-7); la dracma perdida (Lc 15,8-10).
Todas las parábolas
mencionadas nos hablan de que el hombre debe decidirse ante una realidad
presente, pero la urgencia de la llamada presupone la importancia de la misma,
teniendo en cuenta que la actualidad de la decisión tiene su justificación y
consecuencias últimas en su futuridad permanente.
b) Dos
mundos contrapuestos
Jesús manifiesta la
originalidad de su pensamiento afirmando que el mundo en el que irrumpe el Reino
no pertenece a un tiempo lejano imprevisible vinculado al "fin de los tiempos".
El reino de Dios se realiza en medio de los reinos humanos; la ciudad de Dios se
halla situada en el centro de la ciudad terrena y enraizada en ella; el más
fuerte logra sus victorias en el marco donde domina el fuerte. La novedad del
Reino se hace presente en el mundo de cada día en aquellos que la han captado y
viven al ritmo de sus exigencias. Es el incesante proceso de "desmundanización"
dentro del mundo en el que vivimos. He pretendido desarrollar estos pensamientos
en las parábolas siguientes: el tesoro y la perla (Mt 13,44-46); el amigo
inoportuno. (Lc 11. 5-8): el juez inicuo y la viuda (Lc 18,1-8); el pan y el pez
(Mt 7,9-11; Lc 11,9-13); construcción de una torre y defensa del Reino (Lc
14,28-32); la sal de la tierra (Mt 5,13); la luz del mundo (Mt 5,14-16).
Desde su esencial
claro-oscuro, las parábolas se convierten en el lenguaje adecuado para describir
esta realidad nueva que, como el Reino, como Dios mismo, es una realidad oscura,
velada, enigmática, movilizante. Comprendida su naturaleza y atisbadas sus
posibilidades cautivan al hombre y lo impulsan hacia su búsqueda y posesión.
c) Obligatoriedad de
la decisión
Podía haber
cobijado este nuevo bloque de parábolas bajo el título siguiente: "La
comunicación mediante la implicación". La razón está en que las parábolas son
una invitación. Quien la recibe se ve directamente implicado en ella. Debe
aceptarla o rechazarla. En uno u otro caso el oyente-lector debe tomar una
decisión. Se convierte en dialogante con los interlocutores de las parábolas
y, en última instancia, con el Parabolista. Yo las pensé como invitaciones
abiertas. Y, como todas, sólo son eficaces en la respuesta, afirmativa o
negativa, que debe dar el invitado. Así lo ponen de manifiesto los dos
deudores (Lc 7,36-50); la desobediencia obediente o la obediencia desobediente
(Mt 21,28-32); el siervo y los siervos (Lc 17,7-10); el trigo y la cizaña (Mt
13,24-30. 36-43); la red barredera (Mt 13,47-50); el paño nuevo (Mc 2,21-22);
el vino nuevo y los odres nuevos (Mc 2,22); la construcción de la casa (Mt
7,24-27); los niños sentados en la plaza (Mt 11,16-19); el fuerte, el más
fuerte y el fortalecido (Mc 3,27; Lc 11,24-26).
d) Parábolas de
crecimiento
Las he llamado
así porque tienen como base y punto de partida su poder interno de germinación
y de crecimiento. Quiero que el lector-oyente de las mismas se fije en "el
poder transformante de las parábolas". Éstas son, fundamentalmente,
"palabra-acontecimiento". El hombre que las escucha o lee es situado ante su
poder transformante, tiene que decidirse ante la posibilidad que le abre el
Reino en relación con la nueva comprensión del mundo y del hombre o quedarse
en su propia cosmovisión. Con esta finalidad pronuncié la semilla en sí misma
(Mc 4,26-29); el sembrador y su sementera (Mc 4,3-9. 13-20); el grano de
mostaza (Mc 4,30-32); el fermento (Mt 13,33).
Estas parábolas
no se imaginan el reino de Dios como un proceso evolutivo interno al mundo, y
destinado a progresar irresistiblemente. Suponen siempre la mentalidad
antigua según la cual "es Dios el que hace crecer" (1 Cor 3,7); la germinación
y el crecimiento manifiestan la acción del Dios creador y es un signo de su
bendición (Gén 8,22; Jer 5,24).
e) Narraciones
ejemplares
En lugar de
parábolas he llamado narraciones ejemplares a cuatro relatos bellísimos en los
que no es necesario dar el salto de lo observable y cotidiano al terreno
religioso. La enseñanza teológico-moral se halla dentro del relato mismo, sin
necesidad de hacer transposiciones. En estas narraciones ejemplares, por muy
ficticias que sean, he intentado ofrecer una imagen del Dios de la Biblia, de
un Dios auténtico que actúa soberanamente para llevar a cabo su plan de
salvación. Era necesario hacerlo así, porque los dirigentes espirituales del
pueblo habían desfigurado la verdadera imagen de Dios, lo habían domesticado
haciéndole a su imagen y semejanza. Yo me manifesté directamente en contra de
dicha imagen y utilicé estas cuatro narraciones ejemplares porque en ellas
aparece directamente su mentalidad sin necesidad de tener que desvelar
elementos imaginados o alegóricos que, casi siempre, son ambivalentes o
polivalentes. Es preferible, en estos casos y en aras de la claridad, la
narración directa, aunque sea ficticia, porque se interpreta por sí misma. Son
las siguientes: el buen samaritano (Lc 10,30-37); el rico insensato (Lc
12,16-21); el rico egoísta y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31); el fariseo y el
publicano (Lc 18,9-14).
f) Nueva jerarquía
de valores
Podría haber
titulado estas cinco parábolas como "la realidad de lo inverosímil". No lo hice
así porque podría ser considerado como un título excesivamente abstracto. En
realidad "la nueva jerarquía de valores" traduce una realidad inverosímil en
grado sumo. De hecho estas parábolas son calificadas por intérpretes
cualificados de vuestro tiempo como extravagantes. Y las llaman así porque no se desarrollan
simplemente partiendo de lo observado u observable en la naturaleza o en las
relaciones humanas. En ellas se introducen rasgos tan inverosímiles que niegan
la evidencia obtenida por la simple observación. Contradicen las leyes conocidas
en las relaciones interhumanas. Son las siguientes: salario igual para un
trabajo desigual (Mt 20,1-16); el hijo pródigo (Lc 15, 11-32); el deudor
despiadado (Mt 18,23-35); el banquete mesiánico (Mt 22,1-14); los invitados y el
Invitante (Lc 14,7-10).
g)
Responsabilidad personal
El Dios al que yo
tenía que dar a conocer nos quiere como personas, no como objetos. En nuestra
dimensión plenamente humana surge el problema ineludible de la "responsabilidad
personal". Este pequeño bloque de parábolas tiene la finalidad de acentuarla. El
administrador fiel (Lc 12,41-46); la concesión de los talentos (Mt 25,14-30), o
de las minas (Lc 19,12-27) ponen de relieve el quehacer humano como exigencia
ineludible de los dones recibidos de Dios. Y esto es muy importante. Sirve para
destacar que el valor de nuestras vidas, de nuestra valía personal, y el de
nuestros bienes, se hallan en nuestro poder como una inversión ajena.
Considero como una
verdadera parábola la que habitualmente es presentada como la descripción
"histórica" del juicio final llevado a cabo por el Hijo del hombre (Mt 25,
31-46). Es una parábola con una infraestructura y unos elementos utilizados en
su construcción que proceden de la apocalíptica. La interpretación literal de la
misma la ha hecho una gravísima injusticia haciéndola decir lo que ella no
pretendía en modo alguno afirmar. Es una parábola cuyo título más adecuado sería
"la auditoría más fiable". La satisfacción por la buena gestión o la decepción
ante la negligencia irresponsable de la misma la mostrará el Inversor de su
capital al hacer el balance final de las cuentas en una auditoría transparente.
Será "la decisión del Hijo del hombre". (Mt 25,31-46).
h) Una nueva familia
El resultado de
la acción de Dios y de la reacción del hombre, cuando ella es positiva,
constituye "una nueva familia". Yo hablo del nuevo nacimiento porque
experimenté intensamente el mío. El principio fecundante del mismo es el
Espíritu, el poder de Dios. La nueva familia tiene su origen en el mundo de
arriba, en Dios mismo. La pertenencia a ella se logra mediante un nuevo
nacimiento, mediante el nacimiento de arriba. Es la gran novedad de la que yo
he hablado como tema mayor en las parábolas. Creo que en este campo deben
considerarse conjuntamente la familia de Jesús, mi propia familia, (Mc
3,31-35) y la familia de Dios. La sentencia de Jesús sobre quién es su madre y
quiénes son sus hermanos tienen su punto de apoyo en el pensamiento de la
familia de Dios.
Este pensamiento
era corriente en el judaísmo, aunque más que hablar de la familia como tal se
hablaba del pueblo de Dios, de aquellos que le pertenecen, de los cuales él
era el Padre y el Señor. A este pensamiento añadí yo, dijo Jesús, una
interpretación nueva que nos habla del misterio desconcertante de su persono.
En el paso que se da de la familia de Dios a la familia de Jesús
van implicadas las pretensiones de situarse así mismo nivel de Dios. La
pertenencia a la familia de Dios se halla ahora condicionada por la
pertenencia a la familia de Jesús: "ése es mi hermano, mi hermana, mi madre".
En otras palabras, Jesús afirma de sí mismo lo que Israel creía de su Dios.
i) Encarnación
de las parábolas
Yo pronuncié unas
parábolas que son un relato menor dentro del relato mayor, el microcosmo
cristiano dentro del macrocosmo evangélico. Como Parabolista de excepción he
sido identificado, y no sin fundamento, con el Salvador que vive, enseña y actúa
en nombre de Dios, cuya imagen comunica a los lectores del evangelio. Y, desde
la coherencia total de mi vida, de mis enseñanzas y acciones, soy el revelador del
Padre. Mi suerte última fue la muerte, como castigo por la presentación que
había hecho de Dios y que se hallaba en abierto contraste con la oficialmente
establecida. Hasta en ese último momento, e incluso en el posterior de la Vida
plena, me considero como la mejor Parábola que Dios puede dirigir al hombre de
todos los tiempos...
5. Los exorcismos
avalan mi autoridad
La experiencia de
mis exorcismos es sinónima del reconocimiento del Reino: Pero si yo arrojo
los demonios con el dedo de Dios ello revela que ha llegado a vosotros el reino
de Dios (Lc 11,20). Para mí, los exorcismos no son actos de bondad o de
poder; forman parte del drama escatológico que ya se halla presente y que Dios
llevará a su consumación. El texto citado afirma que dicho drama ya ha comenzado
y que la fuerza liberadora de Dios ha hecho acto de presencia en mi lucha con
los poderes hostiles del hombre y de Dios. Esto es lo que manifesté en otras
palabras: Sabed que el reino de Dios está dentro de vosotros (Lc
17,21).
El problema de la
posesión diabólica tiene tres protagonistas: Dios, Satanás, y el reino de Dios
que irrumpe con mi y en mi presencia. El señorío de Dios sobre el mundo
es sinónimo de su autoridad sobre los hombres. La comunidad cristiana vive de la
seguridad y protección de este señorío y lo único que puede hacer Satanás en su
contra son intentos ineficaces contrarios a dicho poder (1 Tes 2,18; 1 Tim
5,15). A pesar de todos los ataques que la comunidad cristiana pueda sufrir
siempre se verá protegida y arropada por la acción graciosa de Dios (2Cor 12,7;
1 Cor 5,5; 1Tim 1,20).
Satanás es el
príncipe de este mundo y se atribuye a sí mismo honores divinos (2Cor
4,4). En su arrogancia, incluso puede regalar el mundo a quien quiera (Lc 4,6:a
propósito de las tentaciones de Jesús). Su casa es inexpugnable (Mc 3,27 y
par.). Una convicción decisiva es que los hombres no pueden
verse liberados de su poder por sí mismos. Su acción destructora se extiende a
todos los ámbitos de la vida; por ejemplo la hemorroisa se halla bajo el poderío
esclavizante de Satanás (Lc 13,11.16).
El portador del
reino de Dios soy yo mismo, que pongo fin al reino de Satanás. Yo soy el que
he atado al fuerte (Mc 3,27ss); el que ha arrojado del cielo al "acusador" (Apoc
12,10; Jn 12,31; Lc 10,18-19). A partir de ahora yo soy el juez único. A Satanás
le queda un breve espacio de tiempo en la tierra (Apoc 12,12). Una dimensión
esencial de los espíritus malignos es la destrucción y tergiversación de
la imagen del hombre creado por Dios según la suya propia, en la cual el
centro de la personalidad, el "Yo" que quiere y actúa conscientemente, ha sido
perturbado por poderes extraños, que pretenden corromper al hombre e incluso, a
veces, destruirlo (Mc 5,5). El "yo" ha sido tan paralizado, que aparecen los
espíritus como sujetos de la locución. Hablan ellos en lugar del hombre
destrozado. Es otro recurso para subrayar la perversidad de aquellos que
impulsan al hombre al mal.
Yo me reconocí y me
autopresenté como Aquel que quiebra el poder del diablo y de sus ángeles -que
son los demonios "inferiores", puesto que Satanás es el jefe supremo-, porque en
mí se hizo patente el señorío de Dios para los hombres (Mt 12,28 y par.).
Exactamente por eso la curación de los posesos es un punto esencial de la
información de los evangelios y del libro de los Hechos. También es esencial
acentuar que la expulsión de los demonios tiene lugar mediante una orden cursada
en el poder de Dios, que hacía yo mismo, y que se diferencia radicalmente de los
conjuros realizados sobre los espíritus recurriendo a los encantamientos y a la
magia.
Los demonios, en
cuanto seres espirituales, poseen un conocimiento especial. Tienen que expresar
este conocimiento describiéndome con estas palabras: "tú eres el santo de
Dios" y esto recibe su formulación desde su existencia propia en cuanto
"espíritus inmundos". Mi propia designación y la suya propia definen a ambos
como realidades opuestas y autoexcluyentes. Ellos y yo nos hallamos en polos
opuestos; pertenecemos a mundos totalmente distintas. Los espíritus conocen
también su destino (Mt 8,29; Sant 2,19). El conocimiento de Jesús, que surge de
la ciencia demoníaca, no es una confesión que Jesús quisiera suscitar; por eso,
él les prohibe proclamarlo. En mi actuación con los espíritus inmundos yo dejé
claramente marcada una trayectoria de radical oposición a ellos. La recojo en
las tres escenas siguientes:
1ª) En
el relato de las tentaciones, Satanás es presentado como una
voluntad absolutamente opuesta a Dios; tiene la pretensión de imponer sus
criterios al mundo entero. La contraposición radical soy yo mismo en cuanto
instaurador del reino de Dios, incluyendo en mi quehacer toda mi vida e incluso
mi muerte. Esta escena se halla iluminada por aquella otra en la que Pedro se
oponía a mi plan (Mc 8,37 y par.) y, como consecuencia, le di el calificativo de
"Satanás". Notemos que Pedro piensa humanamente, con criterios humanos, no
satánicamente. ¿Existe una identificación entre estas dos clases de pensamiento?
Sí, en cuanto reflejan la oposición a Dios en la que se enrola el hombre. Es
sorprendente la sobriedad con que aparece mi vida como una lucha con Satanás.
Pero. toda ella es un Sí a Dios y un No a Satanás.
2ª)
La
segunda lucha
nos es ofrecida a propósito de la atribución de los
poderes de Jesús a Beelcebú (Mc 3,22-30). A través de esta breve historia la
comunidad cristiana nos ha enseñado cosas muy importantes: la unidad
extraordinariamente compacta del reino del mal bajo su jefe supremo, llamado
aquí, despectivamente, Beelcebú, en lugar de Satanás; los posesos no son
simplemente unos hombrea los que mi mensaje sitúa ante una decisión, sino
hombres a los que Yo mismo libero de un poder
que los esclaviza (Hch 10,38 y 1 Jn 3,8 hablan de la esclavitud impuesta por
Satanás y quebrada por mi presencia y actuación). Difícilmente pueda definirse
con más claridad la naturaleza, características y quehacer del diablo: Satanás
es el principio antidivino cuyo objetivo supremo es la opresión del hombre. En
el polo opuesto me encuentro Yo mismo como autor de la vida y liberador de las
esclavitudes más profundas del hombre.
3ª) En
la tercera escena, que es consecuencia de esta segunda historia, el más
fuerte ató al "fuerte". Y esta desposesión de Satanás habla no sólo del
poder de cada uno, sino, sobre todo, de su derecho. El tirano esclavizador nunca
tiene razón. Siempre la tiene el Señor liberador. El atar al fuerte y expulsarlo
del cielo, de un lugar cercano a Dios, desde donde podía acusar a los hombres (Apoc
12,10) designan el mismo hecho (La representación tiene como punto de partida la
creencia antigua de que el demonio, Satanás, por el mero hecho de ser espíritu,
por la consideración "divina" de lo demoníaco, vivía en las proximidades de
Dios, aunque en un plano inferior a él). De ahí que atar al fuerte y expulsarlo
del cielo expresen la misma realidad. (Mc 3,27; Lc 10,17-18). El poder del mal
se halla estimulado por el Mal o por el Maligno. Su finalidad es la corrupción
del hombre en todos los sentidos. El recurso esencial para ello sería mi
eliminación, porque mi señorío único está ordenado a la salvación de Dios. Mi
persona, mi vida, mi muerte y resurrección rompieron el poder del mal, de
Satanás y de sus subordinados.
Una escenificación
maravillosa ofrecí en los espíritus inmundos enviados a los cerdos
(Mc 5,1-20). Esta es una de las narraciones evangélicas más sorprendentes.
Existe en ella una serie de detalles pintorescos que únicamente concurren aquí:
Mi conversación con el espíritu inmundo; en otras ocasiones me limito a darle la
orden de abandonar al poseso. No es menos sorprendente el título que me da el poseso: Hijo del
Dios-Altísimo, que pertenece más al terreno del culto helenista que del
judío. Lo más chocante, sin duda, es la piara de los cerdos.
Es claro que el
evangelista Marcos quiere referirnos algo sensacional, aunque su finalidad nunca
sea el sensacionalismo. Su recurso a él está justificado en esta ocasión por su
finalidad: demostrar mi superioridad y poder sobre el demonio.
Para ello crea un cuadro de excepcional belleza. Se trata de un milagro de
curación acompañado de la escenificación del mismo. Para ello se afirma el
tremendo grado de "posesión" que se halla incluido en el nombre "legión". Un
nombre que apareció porque lo que más oprimía y esclavizaba a nuestros
contemporáneos eran las "legiones romanas". Para acentuar la plena liberación
son enviados a los cerdos que se precipitan en el mar, que es el lugar donde
viven los monstruos marinos y los espíritus inmundos. Todos estos detalles
pertenecen a la escenificación. La legión, los cerdos y su destino constituyen
el ropaje literario de la escena. A nadie debe ocurrírsele pensar en la realidad
histórico-objetiva de todos estos elementos, aunque, desgraciadamente, se haya
hecho así muchas veces.
Lo dicho sobre los
exorcismos podíamos hacerlo extensivo a las curaciones y milagros en general.
"Así como el historiador debe rechazar
la credulidad, no debe aceptar tampoco la afirmación a priori de que no
hay milagros ni puede haberlos. En sentido estricto, esto es una proposición
filosófica o teológica, no histórica. Todavía en mayor medida debe rechazar el
historiador la aseveración -carente de fundamento y, de hecho, refutada- de
Bultmann y de sus discípulos de que "el hombre moderno no puede creer en
milagros". Ahí está, como dato empírico, el resultado de una encuesta realizada
por Gallup en 1989, donde se revela que aproximadamente el 82% de los americanos
actuales, hombre y mujeres presumiblemente de su tiempo (entre ellos, personas
cultas y con "mundo"), aceptan el enunciado de que incluso hoy Dios
realiza milagros. ¿Cómo van a decirme Bultmann y compañía lo que el hombre
moderno no puede hacer, cuando dispongo de datos sociológicos probatorios
de que el hombre moderno hace eso mismo?"
Otros eruditos
afirman que no hay una diferencia real, objetiva, entre milagros y magia (M.
Smith. D. Aune. y J. D. Crossan). Frente a ellos me veo obligado a subrayar lo
siguiente:"son dos modelos ideales situados a ambos extremos de un espectro de
experiencia religiosa. Vamos a colocar a un extremo del espectro el modelo ideal
de la magia y al otro el del milagro:
Magia
1. Poder automático
poseído por un mago.
2. En virtud de fórmulas y ritos secretos
3. Con la resultante
presión sobre los poderes divinos por parte de seres humanos
4. En búsqueda de
soluciones rápidas a problemas prácticos determinados.
5. Suele llevar la
impronta del individualismo y del espíritu de comunidad de fe.
|
Milagro
1. Fe en un Dios
personal al que es preciso someter la propia voluntad en la oración.
2. Una permanente
comunidad de fe.
3. Una manifestación
pública del poder de Dios.
4. No sujeta a un rito o fórmula. 5. Destaca la persistencia en la iniciativa. |
Del estudio
comparativo se deduce que los papiros mágicos griegos suelen reflejar el modelo
ideal de magia, aunque a veces presentan elementos de oración y de humilde
súplica. Del mismo modo, en los evangelios, la mayor parte de las curaciones
realizadas por Jesús tienden a situarse en el extremo del espectro
correspondiente a los milagros, aunque algunas, como la curación de la
hemorroisa, tienen elementos afines a la magia.
En resumen, yo no
creo que la integración de milagro y magia en un fenómeno uniforme sea útil ni
haga justicia a la complejidad de los datos. Por eso me parece que Smith y
Crossan no aciertan al describir a Jesús como un mago judío. La categoría de
taumaturgo está más en correspondencia con los textos evangélicos (si Crossan y
Aune quieren incluir en ella a Apolonio de Tiana, por mí no hay inconveniente).
Además presenta una mayor utilidad, ya que proporciona un punto de partida menos
polémico y con menor carga emocional para examinar y evaluar los datos. Hemos
tomado la comparación precedente de J. P. Meier, 11/1, p. 40-41 porque las
considero especialmente próximas a mi pensamiento.
6. La conciencia
como principio de mi actuación
La posible
repetición de alguna de las consideraciones hechas en el punto anterior las
vemos justificadas desde el provecho pedagógico que reporta. A partir de ahora
devolvemos la palabra a Jesús. Yo manifesté la conciencia que tenía de mí mismo
en las acciones y declaraciones justificativas de mi modo de ser y actuar. Mis
obras extraordinarias, particularmente los exorcismos y curaciones que
realizaba, no fueron negadas ni siquiera por mis enemigos, aunque las
atribuyesen al poder del Maligno (Mc 3,20-30) o, en las polémicas posteriores, a
algún poder mágico. Naturalmente que yo, y también mis discípulos, las
atribuíamos al Espíritu de Dios (Mc 3,29-30; Mt 12,28). Bultmann y otros intérpretes
de su línea las consideran como historias tardíamente inventadas. Estas acciones
extraordinarias eran esperadas y atribuidas a personas religiosas especialmente
actuadas por el Espíritu. Además, como acentúa N. Perrin, las historias
transmitidas por los evangelios sobre este particular pertenecen al primer
estadio de la tradición.
Nada hay más cierto
acerca de mi persona que la consideración por parte de mis contemporáneos como
un exorcista y un curador de enfermedades. En comparación con los paralelismos
paganos, como Apolonio de Tiana -del que acabamos de decir que sería el más
próximo a mi-destacan las acciones extraordinarias realizadas por mí dentro del
contexto de la vida judía y de mi doctrina escatológica. Mis acciones
extraordinarias no pretendían simplemente ayudar a una persona necesitada. Eran
un medio concreto para proclamar y realizar el triunfo de Dios sobre los poderes
del mal en la hora final. Los milagros eran signos y realizaciones parciales de
lo que debía aparecer plenamente en el Reino.
El recurso a los
métodos psicológicos para explicar estas acciones extraordinarias, desconociendo
la naturaleza íntima de los milagros, no está justificado por la exégesis
histórica- lo pusimos de manifiesto en el punto anterior- sino por los
principios filosóficos sobre lo que Dios puede o no puede realizar en el mundo.
Pero un "a priori" raras veces dura mucho tiempo.
Si no podéis
reconstruir mis mismísimas palabras, sí podéis llegar a percibir mi
misma voz, mi forma de ser, de pensar y de actuar. De estos diversos
aspectos podéis deducir la extraordinaria conciencia que tenía de mí mismo, de
mi autoridad indiscutible que me situaba por encima de Moisés y de cualquier
otro profeta y, por supuesto, muy por encima de los doctores-escribas de mi
tiempo. La autoridad de mi enseñanza ciertamente no me venía de fuera, o no me
venía "sólo" de fuera, al estilo de los maestros de la época a los que nos hemos
referido (Mc 1,22-24. 27): la poseía mi misma persona, de modo que mi enseñanza
entrañaba un acto de poder (= exousía); era superior a la de otros profetas. Los
que me escuchaban podían considerarse bienaventurados y su aceptación o rechazo
eran sinónimos de la acogida o del desprecio de Dios mismo (Lc 11,32; 10,23;
16,16)...
Mis palabras son
determinantes de la solidez con la que el hombre construye su vida. La decisión
positiva ante ellas equivale a la construcción sobre roca; la indiferencia o
actitud negativa ante ellas significa edificar sobre arena: todo pasa, ellas
permanecen (Mt 7,24-32; Mc 13,31). Ellas son el punto supremo referencial de la
propia vida por encima de los demás valores absolutos como la familia (Mc
3,31-35). Mi palabra no sólo es la flecha que indica el verdadero camino que
conduce al reino de Dios y a la puerta de entrada en él. Ella misma es "la
puerta" y "el camino" (Mt 7,13; Mc 10,1722; Jn 14,6).
La peculiaridad de
mi lenguaje no sólo supera la autoridad de los rabinos, de los escribas,
repetidores de las palabras de la Escritura, de la inspiración profética
alentada por el Espíritu divino, sino que en ellas se trasluce el poder divino
de la persona que las pronuncia. Un poder capaz de vencer al mal y al Maligno en
virtud de la presencia de Dios en él a quien hace presente entre nosotros (J.
Delorme). La eficacia de su palabra operante es un signo de la presencia
escatológica del reino de Dios y de la extraordinaria categoría de la Palabra
que anticipa la presencia del reino escatológico.
Según nuestro modo
común de hablar la palabra de Jesús ha sido bautizada por nosotros como una
palabra sacramental: El, y su palabra, o él a través de su palabra anuncia
una realidad y, al mismo tiempo, la hace presente o, dicho de otro modo,
presencializa aquello que anuncia. Aunque no lo diga con estas palabras, él es
plenamente consciente de ello. Lo puse particularmente de relieve en las
parábolas cuyo denominador común es la llamada de urgencia.
Pero de ellas ya hablamos más arriba.
7. Los "Yo soy"
La presentación del
autorretrato de Jesús nos ha obligado a cambiar frecuentemente de persona para
que él pudiese hablar directamente. En este últi ,~o~~,~~artado estttrabajo ya
nos ha sidoVpo 'uno de sus portavoces más cualificados, como es el evangelista
Juan. El se ha propuesto poner en su boca, mediante la fórmula "Yo soy", toda la
reflexión teológica que en sus comunidades se había sido hecho sobre él. En el
cuarto evangelio, la fórmula nunca es una expresión utilizada para la
identificación de las personas por las que preguntamos. Siempre es una
fórmula epifánica o de revelación.
La forma más
frecuente añade al "Yo soy" una precisión, como las que enumeramos a
continuación: "Yo soy el pan de la vida"; "Yo soy la luz del mundo"; "Yo soy la
puerta de las ovejas"; "Yo soy el buen pastor"; "Yo soy la resurrección y la
vida"; "Yo soy el camino, la verdad y la vida", "Yo soy la vid verdadera".
¿Puede urgirse que son siete las precisiones añadidas al Yo soy? Probablemente
sí. Se nos estaría diciendo, mediante el simbolismo del número siete, que
significa plenitud y perfección, que Jesús es todo lo que el hombre necesita o,
viceversa, que lo buscado por el hombre se encuentra en Jesús. Téngase en cuenta
que todas las precisiones añadidas al Yo soy, tanto las que suenan a lenguaje
directo como las que son claramente simbólicas, se hallan en relación con la
vida, que es Jesús mismo y que él comunica a los creyentes. Todas las
precisiones tienen su centro de gravedad en la afirmación cristológica
siguiente: quien cree en él tiene la vida eterna (Jn 3,16).
En estos "Yo soy"
se halla concentrada toda la revelación aportada por Jesús. ¿Qué es lo
que Jesús revela? ¿Qué nos comunica como intérprete de Dios? Sencilla y
llanamente una sola cosa: que él es el Revelador. Revelador y revelación
constituyen una única realidad que Dios quiso vincular a la
persona de Jesús de Nazaret. Mediante los "Yo soy" se nos está diciendo que la
revelación de Dios es un don absoluto, una gracia inimaginable, que lleva
implícita la concesión de la salud o de la salvación eterna. Esto, a su vez,
significa la relativización absoluta de lo que el hombre se cree: el hombre
piensa que tiene pan suficiente, pero se muere de hambre; se imagina haber
descifrado todos los enigmas pero, en definitiva, vive en la oscuridad, cargado
de interrogantes; le falta la luz; se felicita por la posesión de la vid como
símbolo de la felicidad, pero él mismo está convencido de que la verdadera dicha
se le escapa.
Debemos reconocer,
sin embargo, que tanto el descubrimiento de la realidad gozosa que se esconde
detrás de la presentación de Jesús en sus "Yo soy", como el convencimiento de
que el mundo vive de apariencia y cargado de oscuridad y de tinieblas, sólo es
posible desde la aceptación de Jesús como el revelador del Padre o desde la
autopresentación de Jesús como el "Yo soy el Revelador".
Para resaltar todo
lo posible el alcance de los "Yo soy" el evangelista ha echado mano de todos sus
recursos literarios En primer lugar menciona siempre el pronombre
personal de primera persona "Yo". El verbo griego no necesita que se le
antepongo o se le posponga el pronombre personal. Bastaba, por tanto, con decir:
"soy el pan vivo, soy la luz, soy la puerta..." El evangelista hace una
excepción a la regla general y siempre antepone el "Yo" a lo que va a decir de
él. ¿Por qué y para qué? Para que el lector se fije en la persona que habla;
para poner de relieve su importancia; para subrayar su personalidad y dimensión
únicas.
También es un
recurso literario importante la estructuración que da a estos proverbios o
sentencias. Hablando de forma genérica tienen dos parles: en la primera se
presenta la revelación, por ejemplo "Yo soy el pan vivo"; en la segunda
se habla de la promesa, por ejemplo, "quien venga a mí no tendrá más
hambre". Revelación y promesa. Tanto en
la una como en la otra se acentúan dos aspectos. A la revelación, por
ejemplo "Yo soy" se añade una precisión "el pan vivo, la luz..." con las
consiguientes connotaciones. La promesa consta de una invitación,
"quien venga a mí o si alguien viene a mi" y de una garantía, "no
tendrá más hambre, no caminará en tinieblas, tendrá la vida..."
Mediante estos
recursos literarios se está diciendo que en los "Yo soy" se dan cita dos cosas
igualmente fundamentales. Por un lado se trata de sentencias o proverbios que
son verdadero anuncio evangélico, auténtica predicación cristiana. Más aún,
podríamos afirmar que son como la quinta esencia del evangelio. Otro aspecto
esencial de los "Yo soy", en cuanto que son la autorrevelación de Dios
manifestado en Cristo, es su poder de interpelar al hombre; ellos le colocan
ante la decisión; el hombre se siente obligado a optar por el "Yo soy" o por
aquello que sólo es en apariencia.
El "Yo soy" es
utilizado otras veces de forma absoluta, sin precisión alguna: "Os lo
digo antes de que suceda para que, cuando suceda, creáis que Yo soy" (Jn
13,19; otros textos interesantes tenemos en Jn 8,24. 32. 58). En cualquiera de
los casos, tanto si la fórmula es utilizada con una precisión o de forma
absoluta, se trata de poner de relieve la dignidad excepcional de Jesús. La
aceptación del Yo soy nos traslada al terreno de la fe y de la vida.
Nuestra fórmula es
utilizada también con un participio: "Yo soy el que te hablo" (a la
Samaritana, Jn 4,26). "Yo soy el testigo que, con el Padre, da un testimonio
verdadero" (en una discusión con los judíos, Jn 8,18).
Esta sorprendente
densidad de significado vinculado a la fórmula en cuestión tiene múltiples
antecedentes. Sus últimas raíces las tenemos en el A. T.: es la misma
fórmula utilizada por Dios para presentarse o definirse: "Yo soy el que soy".
"Yo soy". "Yo soy Yahvé, tu Dios". "Yo soy Yahvé, el único, y. no hay otro" (Ex
3,14; 20,1-2; Is 45,5. 6...).
La mayoría de las
precisiones añadidas a los "Yo soy" son bien conocidas del A. T., del judaísmo
contemporáneo de Jesús y de los monjes de Qumran. Pensemos en el pan, la luz, la
resurrección y la vida, el camino, la verdad y la vida. Una terminología que
apuntaba hacia el bien supremo, hacia la salud-salvación que sería traída por el
Hijo del hombre o por el Mesías cuando hiciese su aparición en nuestro mundo.
Teniendo esto en cuenta los "Yo soy" son la presentación de Jesús como el
cumplidor de las antiguas esperanzas. Se está diciendo de este modo a los
lectores del evangelio que Jesús, como cumplidor de las esperanzas salvíficas
escatológicas (la salvación esperada para los últimos tiempos) invita ya ahora,
aquí y a mí a la participación en aquello que él es para el hombre: el pan, la
luz, la vida.
También es posible
que haya influido en el uso de la fórmula "Yo soy" el entorno cultural en el que
otros "reveladores" se presentaban con análogas pretensiones de ser camino,
verdad, vida, luz. Muy probablemente éste sería el caso célebre de Simón Mago (Hch
8,9-11). No obstante la fórmula utilizada por Juan carece de tono polémico y su
carácter es totalmente positivo, centrado en la exclusividad de la persona y del
significado de Jesús...
Tal vez sea
necesario, para mayor exactitud, hacer una distinción. Cuando el "Yo soy" es
utilizado como el resumen o la síntesis de las dos grandes alegorías, la del
pastor y la de la vid: Yo soy el "buen pastor", yo soy la vid "verdadera", muy
probablemente estamos ante una fórmula de reconocimiento. Mediante los
adjetivos "bueno y verdadero", que hemos entrecomillado, se acentuaría
polémicamente la exclusividad de Jesús en ese terreno. Se estaría diciendo que
sólo él es el pastor, que sólo él es la vid, frente a otros que tenían la
pretensión de serlo (procedentes del mundo de la gnosis). Si bien es cierto que
las dos metáforas son bien conocidas del A. T., no lo es menos que la fórmula
como tal "Yo soy el pastor o la vid" no se halla en él, y sí en las distintas
corrientes gnósticas. En los
demás casos tenemos siempre una fórmula de identificación, en el sentido
siguiente: Jesús, en cuanto Logos o Palabra encarnada, es lo que se dice en los
"Yo soy". Nunca es una mera fórmula de identificación en el plano humano, como
ya apuntamos al principio.
La fórmula "Yo soy"
nos sitúa en el terreno de la gran revelación. Al trasladar a Jesús una fórmula
que designaba la "exclusividad" de Yahvé, se pone de relieve su dignidad
única, la que corresponde al revelador último y definitivo de Dios. Su
autorrevelación es pretensión y promesa. Nos dice quién es Cristo y
lo que Cristo significa. Así se juntan en ella la dimensión cristológica y la
soteriológica. Las precisiones añadidas presentan a Jesús como el don de Dios
para los hombres. Esto significa que la razón última en la utilización del "Yo
soy" es de tipo existencial. Jesús es lo que el hombre necesita, la respuesta a
sus interrogantes y deseos: luz, verdad, vida, seguridad...
BIBL. —
Comentario al Nuevo Testamento. La Casa de la Biblia, 1995, donde se podrán
encontrar los diversos aspectos desarrollados aquí. FELIPE F. RAMos,
El Reino en Parábolas,,
Salamanca, 1996; FELIPE F. RAMOS, Los milagros
¿liberan o encadenan?, Torre del Mar, Málaga, 1999; JOHN P. MEIER,
Un judío marginal "Nueva visión del jesús
histórico", I. 1998. - 11/1, 1999, edit.
Verbo Divino; J. D. CROSSAN, jesús: "Vida de un campesino judío",
Crítica, Barcelona, 1994.
Felipe F Ramos
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.