«Si por autonomía de la realidad
terrena se quiere decir que las cosas creadas y las mismas sociedades
gozan de propias leyes y valores, que gradualmente el hombre ha de
descubrir, emplear y ordenar, es absolutamente legítima esta exigencia
de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de
nuestro tiempo, es que además corresponde a la voluntad del Creador.
Pues por la misma naturaleza de la creación, todas las cosas están
dotadas de propia consistencia, verdad y bondad, de unas propias leyes y
de un orden, que el hombre debe respetar reconociendo el método de cada
ciencia o arte... Pero si con la expresión autonomía de lo temporal se
quiere decir que la realidad creada no depende de Dios y que los hombres
pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien
se le escape la falsedad envuelta en tales palabras» (Const. Gaudium et
spes (GS), del Conc. Vaticano U, n° 36).
La a. de lo t. se proyecta en diversos planos de realidades relacionados entre sí, pero distinguibles a efectos expositivos y de consecuencias morales y jurídicas.
1. Autonomía entre lo temporal y lo religioso. Del texto conciliar citado se deduce que el fundamento de la a. de lo t. es la misma ordenación divina, que ha dotado a la creación de consistencia, verdad y bondad, y ha dado al hombre la capacidad de descubrir con su ingenio sus leyes para su provecho.la tarea que el hombre: recibe de Dios en el Paraíso, ,dominad la tierra.> (Gen 1, 283Q), es una participación en la creación y un medio a través del cual el hombre se perfecciona. Pero no dijo Dios cómo habría de dominarla; su voluntad es que el hombre lo haga con libertad e iniciativa, con la ayuda de los preceptos morales adecuados a la naturaleza humana («no comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal», Gen 2, 17, y los mandamientos del Decálogo), para que esa libertad se ordene y no se oponga al fin último del hombre.
El saber teórico y práctico relativo a las realidades terrenas, que constituye las diversas ciencias y técnicas, no ha sido objeto de revelación directa ni cae, por tanto, bajo el Magisterio de la Iglesia. En cambio sí lo son «los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana» (Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n ° 14c). Paralelamente la colaboración de los cristianos en la Redención incluye la restauración del orden secular según el espíritu del Evangelio, de modo que al realizar esas tareas el cristiano se santifique y contribuya a la santificación del mundo. Esto no quiere decir construir un modelo concreto de orden temporal contenido en el Evangelio, que no existe, sino actuar en ese orden respetando la ley moral divina inscrita en el ser del hombre, la ley natural (v.).
2. Autonomía entre sociedad civil y eclesiástica. Siguiendo las palabras del Señor («Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», Mt 22, 21; «Mi reino no es de este mundo» lo 18, 36), la Iglesia ha enseñado siempre la neta distinción entre ella y cualquier otra sociedad de carácter político, económico, cultural, etc., pues «la misión que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social: el fin que le asignó es de orden religioso» (GS 42). Pero también la Iglesia ha reclamado siempre libertad para proclamar el Evangelio, que comprende los fundamentos éticos del orden temporal (su relación con Dios), como la justicia entre hombres y pueblos, e incluye el poder dar juicios sobre la moralidad de concretas situaciones y actuaciones temporales (efr. GS 76c).
Otra cosa es la interpretación teórica y práctica de esa distinción a lo largo de la historia, de acuerdo con la concreta configuración político social de cada época y con el papel que la Iglesia ha ocupado en ella. Los primeros cristianos entendieron bien que su pertenencia a la Iglesia no implicaba mengua o exención de su ciudadanía civil; por el contrario les exigía una conducta ejemplar en la sociedad. Desde la Edad Media, se han sucedido diversas opiniones que van desde considerar el poder civil como única y exclusiva fuente de derecho, extensible incluso a la vida religiosa de los súbditos, hasta la teoría de que la Iglesia, para excluir del mundo lo pecaminoso, tendría un cierto poder político jurídico sobre una sociedad civil o un Estado que se proclamasen católicos, o al menos sobre las actividades seculares de los fieles. A partir de la Edad Moderna se asiste a una progresiva distinción entre lo sacro y lo profano, no exenta en casos de excesos separatistas y secularizantes: la Iglesia como comunidad basada en la adhesión personal a un credo y a unos medios salvíficos y el Estado como organizador de un orden civil justo fundado en el respeto de los derechos de la persona, entre ellos el de libertad religiosa. Al mismo tiempo, se afirma la idea de que ambas sociedades están, cada una a su modo, al servicio de la persona y en ese servicio deben colaborar (V. SAGRADO Y PROFANO; IGLESIA III, 3 y IV, 57).
(Vaticano II, Decr. Ad gentes, n° l2c). La jerarquía (v.) eclesiástica establecida por Jesucristo, tiene una potestad de gobierno que se circunscribe al ámbito de la sociedad eclesiástica. La doctrina (v.) social de la Iglesia es de orden moral, no engendra una potestad política.
3. Autonomía de los cristianos en los asuntos temporales. Ordenar según el querer divino las cosas temporales forma parte de la misión de la Iglesia, pero no de la función de gobierno de la jerarquía eclesiástica; deben llevarlo a cabo los cristianos, especialmente los laicos (v.), cuya nota característica es la secularidad (v.). A ellos «corresponde, por propia vocación, buscar el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (Vaticano U, Const. Lumen gentium, n ° 31). Siendo ésta su misión propia, no un mandato recibido de la jerarquía, y gozando las realidades temporales de una le , gítima autonomía, es lógico que quienes viven esas realidades tengan, de una parte el deber de conocerlas y respetar su orden propio y, a la vez, el correspondiente derecho de actuar en esos campos según sus propias opiniones y experiencias, siguiendo el criterio de su conciencia cristiana (GS 43b). El mensaje evangélico contiene las enseñanzas necesarias para la salvación de los hombres, pero no un determinado programa de organización temporal (política, social, económica o cultural), lo que significa que pueden ser acordes con la doctrina de Jesucristo muy diferentes programas en esos campos. (V. MUNDO HI).
Dice el canon 227 del CIC «los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos (...) evitando presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en materias opinables». Esto quiere decir, entre otras cosas, que el fiel (v.) católico es libre para mantener cualquier opción temporal compatible con la fe y la moral, y que debe responsabilizarse de ello.
La a. de lo t. se proyecta en diversos planos de realidades relacionados entre sí, pero distinguibles a efectos expositivos y de consecuencias morales y jurídicas.
1. Autonomía entre lo temporal y lo religioso. Del texto conciliar citado se deduce que el fundamento de la a. de lo t. es la misma ordenación divina, que ha dotado a la creación de consistencia, verdad y bondad, y ha dado al hombre la capacidad de descubrir con su ingenio sus leyes para su provecho.la tarea que el hombre: recibe de Dios en el Paraíso, ,dominad la tierra.> (Gen 1, 283Q), es una participación en la creación y un medio a través del cual el hombre se perfecciona. Pero no dijo Dios cómo habría de dominarla; su voluntad es que el hombre lo haga con libertad e iniciativa, con la ayuda de los preceptos morales adecuados a la naturaleza humana («no comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal», Gen 2, 17, y los mandamientos del Decálogo), para que esa libertad se ordene y no se oponga al fin último del hombre.
El saber teórico y práctico relativo a las realidades terrenas, que constituye las diversas ciencias y técnicas, no ha sido objeto de revelación directa ni cae, por tanto, bajo el Magisterio de la Iglesia. En cambio sí lo son «los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana» (Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n ° 14c). Paralelamente la colaboración de los cristianos en la Redención incluye la restauración del orden secular según el espíritu del Evangelio, de modo que al realizar esas tareas el cristiano se santifique y contribuya a la santificación del mundo. Esto no quiere decir construir un modelo concreto de orden temporal contenido en el Evangelio, que no existe, sino actuar en ese orden respetando la ley moral divina inscrita en el ser del hombre, la ley natural (v.).
2. Autonomía entre sociedad civil y eclesiástica. Siguiendo las palabras del Señor («Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», Mt 22, 21; «Mi reino no es de este mundo» lo 18, 36), la Iglesia ha enseñado siempre la neta distinción entre ella y cualquier otra sociedad de carácter político, económico, cultural, etc., pues «la misión que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social: el fin que le asignó es de orden religioso» (GS 42). Pero también la Iglesia ha reclamado siempre libertad para proclamar el Evangelio, que comprende los fundamentos éticos del orden temporal (su relación con Dios), como la justicia entre hombres y pueblos, e incluye el poder dar juicios sobre la moralidad de concretas situaciones y actuaciones temporales (efr. GS 76c).
Otra cosa es la interpretación teórica y práctica de esa distinción a lo largo de la historia, de acuerdo con la concreta configuración político social de cada época y con el papel que la Iglesia ha ocupado en ella. Los primeros cristianos entendieron bien que su pertenencia a la Iglesia no implicaba mengua o exención de su ciudadanía civil; por el contrario les exigía una conducta ejemplar en la sociedad. Desde la Edad Media, se han sucedido diversas opiniones que van desde considerar el poder civil como única y exclusiva fuente de derecho, extensible incluso a la vida religiosa de los súbditos, hasta la teoría de que la Iglesia, para excluir del mundo lo pecaminoso, tendría un cierto poder político jurídico sobre una sociedad civil o un Estado que se proclamasen católicos, o al menos sobre las actividades seculares de los fieles. A partir de la Edad Moderna se asiste a una progresiva distinción entre lo sacro y lo profano, no exenta en casos de excesos separatistas y secularizantes: la Iglesia como comunidad basada en la adhesión personal a un credo y a unos medios salvíficos y el Estado como organizador de un orden civil justo fundado en el respeto de los derechos de la persona, entre ellos el de libertad religiosa. Al mismo tiempo, se afirma la idea de que ambas sociedades están, cada una a su modo, al servicio de la persona y en ese servicio deben colaborar (V. SAGRADO Y PROFANO; IGLESIA III, 3 y IV, 57).
(Vaticano II, Decr. Ad gentes, n° l2c). La jerarquía (v.) eclesiástica establecida por Jesucristo, tiene una potestad de gobierno que se circunscribe al ámbito de la sociedad eclesiástica. La doctrina (v.) social de la Iglesia es de orden moral, no engendra una potestad política.
3. Autonomía de los cristianos en los asuntos temporales. Ordenar según el querer divino las cosas temporales forma parte de la misión de la Iglesia, pero no de la función de gobierno de la jerarquía eclesiástica; deben llevarlo a cabo los cristianos, especialmente los laicos (v.), cuya nota característica es la secularidad (v.). A ellos «corresponde, por propia vocación, buscar el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (Vaticano U, Const. Lumen gentium, n ° 31). Siendo ésta su misión propia, no un mandato recibido de la jerarquía, y gozando las realidades temporales de una le , gítima autonomía, es lógico que quienes viven esas realidades tengan, de una parte el deber de conocerlas y respetar su orden propio y, a la vez, el correspondiente derecho de actuar en esos campos según sus propias opiniones y experiencias, siguiendo el criterio de su conciencia cristiana (GS 43b). El mensaje evangélico contiene las enseñanzas necesarias para la salvación de los hombres, pero no un determinado programa de organización temporal (política, social, económica o cultural), lo que significa que pueden ser acordes con la doctrina de Jesucristo muy diferentes programas en esos campos. (V. MUNDO HI).
Dice el canon 227 del CIC «los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos (...) evitando presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en materias opinables». Esto quiere decir, entre otras cosas, que el fiel (v.) católico es libre para mantener cualquier opción temporal compatible con la fe y la moral, y que debe responsabilizarse de ello.
J. T. MARTÍN DE AGAR.
BIBL.: J. ESCRIVÁ DE
BALAGUER, Conversaciones, 14 ed. Madrid 1985; J. HERVADA, Magisterio
social de la Iglesia v libertad del fiel en materias temporales, en
Studi in memoria di Mario Condorelli, 112, Milán 1988, 793825; P.
LOMBARDÍA, Los laicos en el Derecho de la Iglesia, «Ius Canonicum» VI
(1966) 348352; J. T. MARTÍN DE AGAR, El derecho de los laicos a la
libertad en lo temporal, «Ius Canonicum» XXVI (1986) 531562; A. DEL
PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, 2 ed. Pamplona 1981.
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