Aviñón, al empezar el s. xiv, era una pequeña ciudad (sobre 6000 habitantes) a orillas del Ródano, con Universidad (desde 1303) y antigua sede episcopal. Pertenecía al conde de Provenza.
Sus
fáciles comunicaciones con todos los países la hacían apta para sede de la
curia pontificia. Bajo los papas llegó a tener más de 30 000 habitantes, con
bellos monumentos, fuertes muros y gran prosperidad comercial y artística.
I.
Causas de la traslación
En
la segunda mitad del s. XIII dos concilios se celebran en Lyón y 4 papas son
franceses. Roma miraba continuamente a Francia. Así que el paso dado por
Clemente v no escandalizó a nadie. Lo mismo Clemente v que Juan xxii no
pensaron en establecerse definitivamente en Aviñón; su residencia allí era
provisional. Sólo desde Benedicto xii, que inicia la construcción del palacio
papal, y más aún, desde que Clemente vi compra la ciudad aviñonesa a Juana de
Anjou, puede decirse que Aviñón es la residencia estable del papado. Causas de
ello fueron: la voluntad de los papas de reconciliar a Francia con Inglaterra,
sin lo cual no se podía pensar en una cruzada; la situación caótica de los
estados de la Iglesia y de la misma Roma; el amor excesivo del papa y de los
cardenales -casi todos franceses - a su propia patria; por parte de Clemente v,
la celebración del concilio de Vienne y el deseo de impedir el proceso contra
Bonifacio viii, intentado por Felipe el Hermoso. El nombre de «Destierro
aviñonés», o de «Cautividad babilónica», es inexacto, ya que el papa ni
estaba desterrado ni cautivo, pero a los romanos la ausencia papal durante casi
70 años (1309-1377) les recordaba el destierro de los judíos en Babilonia, y
muchos veían en el pontífice de Aviñón un vasallo del rey de Francia.
II.
Los siete papas
En
el largo conclave, celebrado en Perugia a la muerte de Benedicto xi, los
cardenales optaron por ofrecer la tiara al arzobispo de Burdeos, Bertrán de Got,
quien se llamó Clemente v (1305-14). Su coronación tuvo lugar
en Lyón, en presencia de Felipe iv el Hermoso. Ya desde entonces se vio clara
la presión del rey y la debilidad del papa. Después de recorrer varias
ciudades, Clemente v puso su residencia en Aviñón, hospedándose en el
convento de los dominicos. Desde ese momento (marzo 1309) Aviñón será la
nueva Roma. Clemente v fue el primer papa que exigió las anatas (a Inglaterra,
1306). Con estos y otros censos eclesiásticos acumuló tesoros con que
enriqueció a sus parientes. Casi todos los cardenales que creó eran franceses
(cinco sobrinos suyos). El hecho más importante de este pontificado fue el
concilio de Vienne (1311-12), convocado por voluntad del rey con el fin de
juzgar y suprimir a los Templarios. Acerca de sus decretos dogmáticos véase Dz
471-83. El problema de la reforma eclesiástica se tocó, mas no se solucionó.
Desde entonces el grito de reforma in capite et in membris resonará en
la Iglesia por más de dos siglos.
El
7 de agosto de 1316, tras un conclave de dos años y tres meses, que estuvo a
punto de originar un cisma, salió elegido Juan xxii (1316-34). De papa, siguió
viviendo en el palacio que había ocupado siendo obispo de Aviñón. Sencillo,
autoritario y buen administrador, tenía dotes de gran pontífice, pero
concedió demasiada preponderancia a lo político y económico. Luis de Baviera
y Federico de Austria, candidatos al trono alemán, acudieron al papa, pidiendo
cada uno la aprobación de sus derechos. Juan xxii, de sentimientos
decididamente antigibelinos, aprovechó la situación para reforzar su dominio
en Italia. Apelando a su plenitudo potestatis y a las Decretales, afirmó
que, cuando está vacante el Imperio, compete su administración al papa; por
tanto, nombró vicario suyo en Italia a Roberto de Nápoles y mandó un
ejército contra el duque de Milán, representante de Luis de Baviera. Desde la
batalla de Mühldorf (24 junio 1322) era el Bávaro único dueño de Alemania;
no por eso fue reconocido por el papa. Éste, en virtud del derecho de la Santa
Sede a examinar la persona elegida para rey de romanos, le ordenó resignar el
gobierno y presentarse en Aviñón. Como no obedeciese, fue excomulgado. La
respuesta del monarca fue el Manifiesto de Sachsenhausen (22-5-1324), en
que acusaba al papa de herejía, lo presentaba como enemigo de Alemania,
usurpador del derecho de los príncipes electores, y pedía la convocación de
un Concilio general para elegir un papa legítimo. En 1327 baja a Italia y,
siguiendo las ideas de Marsilio de Padua, se hace proclamar emperador en Roma,
laicamente, por voluntad popular (17-1-1328), depone a Juan xxii como a papa
herético y otorga la tiara a Fray Pedro de Corvara OFM (Nicolás v). Por
fortuna casi nadie siguió al antipapa, el cual dos años más tarde abjuró sus
errores y se presentó en Aviñón a pedir perdón.
Juan
xxii murió sin ver resuelto el conflicto entre el papado y el Imperio. Poco
antes había tenido otros violentos choques con los «espirituales»
franciscanos, a quienes obligó a someterse a la comunidad (Dz 48490, contra los
fraticelos), y con toda la orden de san Francisco, especialmente con su ministro
general, Miguel de Cesena, declarando herética la opinión de los que afirman
que Cristo y los apóstoles no poseían, ni siquiera colectivamente, cosa alguna
en propiedad. Por entonces fue cuando G. de Ockham huyó de Aviñón y se puso
al servicio de Luis de Baviera (1328). Como casi todos los monarcas de su
tiempo, Juan xxii acentuó la tendencia hacia la centralización y el
absolutismo. Por la constitución Ex debito (1327 ) no sólo los
beneficios vacantes in curia, sino también todos los que poseían los
cardenales y demás empleados curiales, dondequiera que muriesen, y otros muchos
obispados y abadías quedaban reservados a la Santa Sede. A la par con el
centralismo y las reservaciones, creció enormemente el fiscalismo de la curia.
Juan xxii organizó la cancillería; fijó las tasas en el despacho de los
documentos, perfeccionó el sistema de contabilidad de la cámara apostólica,
reguló la Audiencia de letras contradichas y el tribunal que luego se llamará
la Rota. De los 28 cardenales que creó, 23 eran franceses (9 de Cahors, patria
del papa).
El
cisterciense Benedicto xii (1335-42) reaccionó contra su antecesor, definiendo
como dogma de fe que todas las almas santas ya purificadas en el purgatorio, o
sin nada que purgar, van inmediatamente a gozar de la visión intuitiva y
beatífica de Dios (Dz 530-31), doctrina que Juan xxii, como doctor particular
había negado en sus sermones. Benedicto xii corrigió muchos abusos, como el de
las encomiendas y el de las expectativas, inculcó la residencia a cuantos
tenían cura de almas, atajó la cumulación de beneficios, implató
la reforma en su orden del Cister y en la de san Benito, e intentó, sin éxito,
reformar a franciscanos y dominicos. Él precedía a todos con el ejemplo de su
vida austera y piadosa, y fue uno de los pocos papas aviñoneses exentos de
nepotismo. Aunque amante de la paz, no resolvió el conflicto con el Imperio,
por condescender más de lo justo con la política de Felipe vi de Francia.
Clemente
vi (1342-52), benedictino, buen orador y docto teólogo, se distinguió por la
generosidad, liberalidad, amor al lujo y al fausto. La corte aviñonesa alcanzó
con él su apogeo de esplendor. Lo que no brilló tanto en este pontificado fue
la piedad sacerdotal y el espíritu eclesiástico. Acentuó el fiscalismo,
prodigó las expectativas, y en carta a Eduardo iii de Inglaterra (1344) hizo
constar su derecho a disponer de todos los beneficios.
En
1348, cuando la peste negra vino a turbar la alegría de la ciudad, arrebatando
más de la mitad de la población, el papa Clemens clementissimus mostró
su gran misericordia con los contagiados y los difuntos. A una delegación
romana, en la que venía Cola di Rienzo, le concedió la celebración del
jubileo para el año 1350. Con Luis de Baviera procedió con extremo rigor, y si
al fin pudo dar una solución favorable, eso se debió a la muerte del monarca
alemán (1347) y a la elección del piadoso emperador Carlos iv.
Contra
el fausto de Clemente vi reaccionó Inocencio vi (1352-62), volviendo a la
sencillez y al espíritu reformador de Benedicto xII. Aunque él no se vio libre
del nepotismo, condenó severamente la acumulación de beneficios, promovió la
reforma de la orden dominicana en materia de pobreza, persiguió y castigó a
varios franciscanos fanáticos y visionarios (Juan de Roquetaillade, Antonio
Muntaner) y escuchó la voz de santa Brígida, que le mandaba en nombre de Dios
volver a Roma. Cada día era más insegura la situación de Aviñón, fácil
presa de las «compañías de aventureros», pero los estados pontificios
estaban en la anarquía. Para reconquistarlos y pacificarlos envió a Italia con
poderes omnímodos al cardenal Gil Carrillo de Albornoz, guerrero genial, hábil
diplomático y sabio legislador. Inocencio vi murió antes de poder realizar su
viaje.
Ésa
fue la gloria de Urbano v (1362-70), que el 9 de junio 1367 desembarcó en
Corneto, donde le aguardaba Albornoz (+22-8-1367), y el 16 de octubre entró en
Roma. Desgraciadamente a los tres años, ilusionado con la idea de pacificar a
los reyes de Francia e Inglaterra, retornó a Aviñón, donde murió santamente
el 19 de diciembre de 1370.
Gregorio
xi (1370-78), último papa aviñonés, debía la púrpura cardenalicia a su tío
Clemente vi. Moralmente era muy superior a él por su piedad, modestia y
delicadeza de conciencia. Condenó en 1377 la doctrina de Wiclef y alentó a la
inquisición en Portugal, Aragón, Provenza y Delfinado. Contra la ambiciosa
Florencia lanzó el anatema y un ejército de mercenarios bretones, bajo el
mando del cardenal Roberto de Ginebra, que actuó muy cruelmente. Los estados
pontificios estaban otra vez en peligro de perderse, sin la presencia del papa.
Gregorio determinó restituir la sede a Roma. A ello le impulsaban las ardientes
súplicas de santa Brígida de Suecia y luego de santa Catalina de Siena. El 13
de septiembre de 1376 dejó la ciudad de Aviñón. En Marsella venció los
últimos obstáculos que le ponían los cardenales, seis de los cuales no le
acompañaron en el viaje. El 17 de enero de 1377, remontando el Tíber,
desembarcó junto a la basílica de san Pablo, de donde cabalgando hizo su
entrada triunfal en la ciudad eterna. El «destierro aviñonés» había
terminado. Gregorio xi murió el 27 de marzo de 1378 con el presentimiento del
cisma.
III.
Caracteres y consecuencias del «destierro»
Dante
y Petrarca estigmatizaron cruelmente a los papas de Aviñón. Posteriormente los
historiadores se dividieron en sus apreciaciones.
Hoy
se muestran todos más ecuánimes y objetivos. Se les acusó: a) de
servilismo al rey de Francia, con perjuicio del sentido de catolicidad; b) de
fiscalismo exagerado de la curia; c) del cisma de Occidente. El servilismo no se
puede probar (a no ser en Clemente v quizá), aunque es cierto que el papado se
afrancesó más de lo justo, provocando sentimientos de hostilidad en Italia,
Inglaterra y Alemania. El fiscalismo es innegable; los servitia communia,
annatae, expectativae, ius spolii, vacantes, decimae y otros censos y
subsidios, exigidos por la Cámara apostólica, dieron al gobierno y
administración de la Iglesia un carácter más financiero que espiritual; pero
¿se hubiera evitado estando la curia en Roma? En cuanto al cisma de Occidente,
fue efecto del antagonismo nacionalista de italianos y franceses; por culpa de
unos y otros esta oposición se agudizó en la época aviñonesa (polémica
entre Petrarca y J. de Hesdin). Cierto es que Aviñón, prestando al antipapa
una sede prestigiosa, dio consistencia al --> cisma de Occidente.
Ricardo
García Villoslada
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