El Renacimiento fue una explosión
de vida, una época de descubrimientos artísticos, científicos, literarios y
hasta geográficos que cambiaron la faz del mundo. La curiosidad de los sabios renacentistas hizo que, entre los siglos XV Y XVI, la sociedad evolucionara
en todos los
sentidos, creando un nuevo concepto del hombre, de Dios, de la belleza, del amor y de la muerte. Este movimiento nació en Italia y pronto se extendió al resto de Europa con ansias liberadoras de lo que había sido la encorsetada sociedad medieval.
sentidos, creando un nuevo concepto del hombre, de Dios, de la belleza, del amor y de la muerte. Este movimiento nació en Italia y pronto se extendió al resto de Europa con ansias liberadoras de lo que había sido la encorsetada sociedad medieval.
Los sucesos importantes, los
descubrimientos trascendentales, los creadores y los sabios se dieron con una
extraordinaria rapidez. De algunos de ellos vamos a hablar ahora.
Leonardo da Vinci es un genio universal
e indiscutible. Representa por excelencia al hombre del Renacimiento, interesado
por todo lo divino y lo humano. Pintor maravilloso, magnífico ingeniero, inventor que se adelantó en muchos siglos a realizaciones posteriores,
su capacidad para el arte y las ciencias resulta asombrosa. Todos conocemos su Gioconda, sus
máquinas voladoras, sus planos para una ciudad ideal en la que el tráfico
rodado transcurría por un nivel y el peatonal por otro, sus ingenios para la guerra, e incluso su faceta de músico
excelente como tañedor de lira.
Pero tal vez no conozcamos tan bien
su pasión por la naturaleza que le llevó a convertirse en un especialista en
fósiles. A través de ellos, aquella mente preciara declaró en sus escritos que
el Diluvio Universal no pasaba de ser una mera hipótesis, un creación bíblica y
nada más. La superficie de la tierra, según Leonardo, se iba transformando
paulatinamente por la acción del agua y los fósiles tenían un origen marino.
Explicó por qué éstos se encontraban en las montañas y cómo habían llegado
hasta allí. Tal vez sin pretenderlo, se situó muy cerca de las teorías
evolucionistas que no recuperarían su importancia hasta Darwin, contradiciendo
a la cosmogonía bíblica que regía, hasta entonces, y que nadie había osado
contradecir.
Y no se puede hablar del Renacimiento
sin citar a Miguel Ángel. Ni siquiera hace falta citar su apellido, Buonarroti,
para que universalmente se sepa a quién nos referimos. Casi desde su infancia, Miguel Ángel parecía tocado por todos los favores de las musas del
arte. Con sólo 13 años trabajaba como aprendiz en el taller de otro de los grandes, Domenico
Ghirlandaio y con 16 realizó dos esculturas en bronce que dejaron atónitos, por su belleza y
perfección, a todos los que las contemplaron. De su cincel de escultor han salido las más hermosas
piezas que ha creado el hombre, desde La Piedad, el inmenso Moisés, los
fascinantes Esclavos o el bellísimo David. Como todos los
renancentistas, Miguel Ángel fue también genial en otras disciplinas: pintura y arquitectura, así como un escritor muy notable y sensible que supo
cantar, como pocos, el amor divino y el amor humano.
Entre sus obras pictóricas más
impresionantes, se encuentra la bóveda de la Capilla Sixtina, un fresco colosal
que sobrecoge por su belleza y grandiosidad que Miguel Ángel realizó por
encargo del papa Julio II, con el que el artista mantuvo siempre unas
relaciones de amor-odio.
Esta obra prodigiosa, llena de luz, color, movimiento
y originalidad de planteamiento, supuso para Miguel Ángel un esfuerzo casi
sobrehumano. La realizó en sólo cuatro años, entre 1508 y 1512, Y hubo de pintarla tumbado sobre un gran andamio colocado a una altura considerable.
Después de su realización al artista le quedaron, de por vida, secuelas en la espalda. Los artistas renacentistas cobraban por sus obras cantidades enormes para la época, pero Miguel Ángel no quiso aceptar remuneración alguna por este trabajo, ofreciéndolo gratis "por la salvación de su alma".
Unos años después, en 1536, comenzó
a ejecutar el Juicio Final, un fresco para la pared que está situada
tras el altar de la Capilla Sixtina. Cinco años después concluía esta representación
fastuosa, en la que siguiendo el relato de la Biblia, Miguel Ángel representó
desnudas a todas las figuras. Pero diez años después parece que aquellas
desnudeces sublimes fueron consideradas impúdicas y fueron cubiertas con unos
velos pintados por Daniele da Volterra. A partir de este momento a este personaje se le conoció como" Bragheffone.
Afortunadamente, después de una minuciosa y costosísima restauración, en 1994 este fresco ha
podido ser contemplado sin los velos de "pureza", tal y como lo pintó
el gran maestro.
Y desde aquellos años lejanos, parece
que la derecha y la izquierda ya tenían su por qué. Siguiendo la moral y las
leyes de la naturaleza que se consideraban como básicas en el momento, a la
hora de hacer una composición pictórica o una escultura, los artistas
representaban todo lo bueno a la derecha y lo menos bueno, a la izquierda.
Si al personaje representado se le
querían atribuir todas las virtudes: templanza, seguridad, valentía y nobleza
el peso del cuerpo se desplazaba sobre el lado derecho. Si por el contrario se
trataba de alguien que carecía de todos estos atributos y era envidioso o cobarde,
la composición cargaba el peso hacia el lado izquierdo.
iNo es de extrañar, porque hasta en
rezo del Credo, cuando se habla de Jesucristo se dice que: "está
sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso"! Quizás la izquierda, que
en Dios suponemos tan buena como la derecha, esté destinada a los humildes
creyentes.
Un trabajo completo desde el origen
era el que tenían que realizar los artistas renacentistas.
Para ejecutar una
obra, ellos mismos tenían que crear sus propios colores, sus pinturas a base de
distintas sustancias que podían ser minerales, tierras coloreadas, piedras
semipreciosas convenientemente molidas o metales, aunque a veces según el color
que se quería obtener había que recurrir a los vegetales y los animales, como
el insecto de la cochinilla, cortezas y raíces de árboles y pétalos de flores. Todos los ingredientes se mezclaban
con un aglutinante que se fijaba con agua, aceite o huevo. Al crear sus colores
los pintores hicieron que cada paleta cromática fuese diferente y totalmente personal, de tal forma que a
veces, a través de ella, es posible identificar cuál ha sido el autor de la obra.
Para pintar necesariamente había
también que crear los soportes. Si se pintaba al óleo, lo mejor era emplear
telas, de lienzo preferentemente. Si se pintaba al temple, se precisaban tablas de madera y si se pintaba al fresco, o sea, sobre pared, ésta debía
tener un grado de porosidad que no afectase al trabajo. Previamente se aplicaba sobre los
soportes un barniz que igualase las superficies y permitiese pintar con más
facilidad.
Antes de llegar a este punto, pintores
y escultores ejecutaban los bocetos de lo que sería la obra. Estos borradores
se realizaban sobre los taccuinos, una especie de cuadernos cuyas hojas eran de pergamino. Estas hojas se cosían hasta formar el cuaderno. Dibujaban
con grafito prensado que introducían en un tubo de madera hueca, creando así el
antecedente de los lápices que todos hemos usado alguna vez. También lo hacían
con unos punteros impregnados de tinta, que generalmente conseguían del calamar.
En cuanto a los escultores tenían
que seleccionar por sí mismos los bloques de mármol en los que trabajarían. Los
italianos lo tenían más o menos fácil, pues las canteras de Garrara ofrecían un
material de primera calidad. Los bloques se llevaban hasta el taller y se depositaban
en el suelo, y allí se tallaban. No se ponían de pie hasta que la obra no
quedase terminada para evitar posibles roturas.
Los bocetos escultóricos se
modelaban en barro, arcilla o cera. Estos tres materiales también los preparaba
el propio artista. Por ejemplo, el barro lo obtenían mezclando ciertas cantidades
de tierra con agua y aceite.Y por si esto fuera poco, los escultores se
fabricaban las herramientas con las que esculpir: la maza, el cincel, las escofinas
... !
Con un trabajo ímprobo ya antes de
empezar la creación de una obra, nos preguntamos cómo los artistas
renacentistas pudieron realizar una tarea tan ingente, con cientos de realizaciones
algunas verdaderamente grandiosas, en el corto espacio de una vida, que por
aquel entonces tampoco era muy larga, a excepción hecha de Miguel Ángel que
alcanzó los 89 años, podían ser tan prolíficos. La explicación era que
trabajaban con un equipo que contaba con aprendices y pintores que se formaban
con los grandes maestros y que colaboraban en las obras completando las partes
menos importantes. Dentro de estos pintores los había especialistas en paisajes,
en pintura arquitectónica y otros en pintura de fondo. Las representaciones más
significativas de la obra y las más difíciles se reservaban al maestro que les
imprimía su toque y su fuerza personal, y solían ser los rostros y las manos.
La representación del cuerpo humano,
tal cual, cobró gran importancia durante el Renacimiento, pero a veces no era
fácil conseguir que un modelo posara desnudo horas y horas. Para conseguir lo que deseaban muchos pintores, contraviniendo la ley, se
dedicaron a estudiar a los cadáveres colándose furtivamente, como si de ladrones se tratase,
en las morgues de las ciudades y en los cementerios, donde podían obtener
información de primera mano y donde el modelo no se inquietaba por mucho tiempo
que el artista pasase copiando la textura y la estructura de la carne mortal.
La figura del mecenas se convirtió
en el Renacimiento en vital para el desarrollo de la actividad artística. Era
como un padre adoptivo que se encargaba de tutelar, tanto económica como profesionalmente a aquellos artistas que destacaban. Con su ayuda pudieron
consagrarse grandes maestros, aunque encontrar un mecenas no era tarea fácil y
no todos pudieron disfrutar de esta suerte.
Los protegidos de los mecenas, además
de tener cubiertas sus necesidades materiales ¡lo que nunca suele ser fácil para un artista!, disfrutaban de una formación adicional
que iba mucho más allá de su arte, como era la humanística y la intelectual.
Entre los mecenas renacentistas
italianos, merecen destacarse la poderosa familia de los Médici, bajo cuyo
patronazgo estuvo Miguel Ángel, o los Sforza que protegieron a Leonardo.
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