(DE PATIENTIA)
Con
toda probabilidad este áureo tratado sobre "La Paciencia" lo
escribió Tertuliano en los albores del siglo tercero, que precisamente eran los
de su elevación a la dignidad de presbítero de la Iglesia de Cartago.
Pertenece al grupo de obras ascéticas producidas por el gran Maestro Africano
durante los seis primeros años de su sacerdocio. Entre ellas cabe destacar sus
tratados sobre "La Oracirón", "La Penitencia" y "El
bautismo", con los cuales se había propuesto resumir y completar la
instrucción oral dada a los catecúmenos, describiendo y profundizando el hondo
y misterioso sentido moral y litúrgico, que encerraban algunos ritos
eclesiásticos de la iniciación cristiana.
Pero
es fácil advertir que el tratado sobre "La Paciencia" carece de esta
índole totalmente didáctica. No parece que haya sido compuesto tanto para los
demás, cuanto para el mismo autor. Son consideraciones sobre la naturaleza de
esta virtud, sobre los motivos cristianos que en verdad la elevan sobre la
indiferencia (adiaforia) cínico-estoica. Son, en fin, meditaciones con las
cuales trata él mismo de buscar razones que lo estimulen a sobreponerse a su
carácter ardiente e impulsivo. En su nueva función sacerdotal, habrá
advertido la necesidad de tolerar muchas de las consecuencias originadas, más
en la debilidad y en la ignorancia que en la maldad de los que intentaba elevar
a un ideal de perfección cristiana, si de veras deseaba conducirlos a meta tan
sublime. Se habrá convencido de su deber de combatir la desanimación y la
tristeza, que de continuo asaltan al que, deseando el bien de los demás, no se
resigna a saber esperar que se produzca ese gran bien de verlos virtuosos con la
lentitud que presupone el dominio propio, la eliminación de prejuicios, de
intereses encontrados y de tantos otros escollos que dificultan el ascenso aun
de las almas mejor dispuestas. En fin, no se le debió ocultar que para alcanzar
éxito en su actividad sacerdotal había que moderar los ímpetus y sacrificar
sus modos intransigentes en aras de la esperanza y de una constancia amable y
fuerte; es decir, de la paciencia que es el valor que sabe sufrir y esperar.
Tampoco
debía costarle mucho advertir que su elevación al orden sacerdotal no era sino
una manifestación de la complacencia que los cristianos le expresaban por su
valiente actividad apologista. Con verdadero placer de sus almas y con profundo
sentimiento de acción de gracias a Dios, veían este su abogado erguirse ante
los jueces no tan sólo para defenderlos contra el despotismo imperial sino
también transformando, con habilidad insuperable, la defensa de las víctimas
en una hiriente acusación contra los verdugos. Pero ahora que, como sacerdote,
intentaba aportar una solución al gravísimo problema -en esos días
particularmente planteado- de si era lícito a los cristianos concurrir a los
espectáculos paganos del circo, del estadio y del teatro, las cosas cambiaban.
Ha llegado hasta nosotros en un opúsculo titulado "De spectaculis",
la solución por él presentada. Es una obra llena de erudición, concluyente y
de una fuerza lógica que no admite réplica.
Tertuliano
dice no, contra los cristianos flojos, contra los moralistas débiles y contra
todas las opiniones que hasta entonces habían merecido el honor de ser
discutidas. Pero su triunfo -si en realidad lo hubo- habrá dejado muchos
requemores, no sólo por su forma intransigente y dura, reveladora de su
intolerancia con los términos medios, las transacciones y las escapatorias de
conciencia, sino y particularmente por su humor irónico, con el cual se daña
tanto a los adversarios y a los que contra su voluntad se observan defendidos,
como también a los partidarios mismos de su pensamiento y elevado ideal. Tan
amarga situación -nueve años más tarde haría crisis en el ánimo de
Tertuliano- pudo haber sido motivo de las meditaciones cuyo fruto es esta
primera disertación cristiana -por lo menos en latín- sobre la virtud de la
paciencia.
En
ella nuestro autor despliega toda la opulencia de su arte retórica para
presentarnos a la paciencia como virtud superior e imprescindible. Señala su
origen en la conducta que el mismo Dios guarda para con los hombres, y de qué
forma parte de la revelación de Cristo, así la distingue de la resignación
fatalista y de la indiferencia calculada tan pregonadas bajo el nombre de
paciencia por los filósofos paganos. Pondera su trascendente utilidad para
sobreponerse a las grandes y difíciles circunstancias de la vida presente,
después de haber demostrado que la impaciencia es la causa de todos los males
que aquejan al hombre sobre la tierra. La coloca como fundamento de lo bueno y,
a la vez, cual corona de todas las demás virtudes, inclusive la misma fe
Destaca los genuinos modelos de la paciencia en su lucha contra la adversidad y
asimismo como heraldos del poder divino. En vuelos de su entusiasta
especulación, la idealiza hasta otorgarle casi atributos divinos, caracteres
personales de compañera, discipula e hija de la suprema suavidad, Dios.
Concluye
finalmente, invitando a todos a contemplar y gozar de la imponderable belleza de
su rostro y el esplendor de su ropaje y porte. Por el contrario, advierte, a
modo de contraste, que la paciencia inspirada por el demonio a sus secuaces, es
perversa y perjudicial no quedándole otro fin que el mismo de su inspirador.
Esta obra, como la mayoría de las de Tertuliano, tuvo notable influencia sobre
los escritores cristianos latinos. Medio siglo después de su aparición, el
gran obispo cartaginés, San Cipriano, en circunstancias muy difíciles de su
glorioso pontificado, en momentos de apasionadas controversias, escribió
también un tratado sobre este mismo tema2. Se titula "De bono
patientia"; en él las meditaciones de Tertuliano aparecen reconsideradas
aunque con un estilo de mayor suavidad, extensamente imitadas y hasta algunas
frases literalmente calcadas. El gran obispo se honraba llamando maestro suyo al
presbítero compatriota. En esta obra es cabalmente donde mejor se puede
apreciar la magnitud de la influencia ejercida por Tertuliano sobre su póstumo
discípulo y, por su intermedio, sobre sus numerosos herederos espirituales, que
desde la metrópoli africana extendieron por toda la Iglesia la obra y el
pensamiento de este eminente obispo y mártir. Empero, este libro sobre "La
Paciencia", nueve años después de su publicación, lamentablemente iba a
tener algo así como su propia réplica. Me refiero a otro de Tertuliano,
titulado "De pallio", con el cual trató de hacer frente a la
extrañeza y al desdén de los que habían criticado su cambio de indumentaria.
"A toga ad pallium!" "¡Ha cambiado la toga por el manto!",
exclamaban irónicamente los cartagineses al verlo con su nueva prenda de
vestir.
Sin
embargo, era todo un símbolo. Había, en efecto, cambiado súbitamente de
vestido; pero antes, en la lenta amargura de su corazón, ¡él había ido
cambiando su alma!... Entonces resolvió acabar con aquella poca paciencia con
la cual había tratado de poner dique a sus arranques, al ímpetu incontenible
de su espíritu inquieto. No podía sufrir las consecuencias de su carácter
intransigente. Convenido del fracaso de sus exigencias para imponer a los fieles
una disciplina moral de un rigorismo ajeno al Evangelio, impotente para aguantar
la sorda resistencia que contra él había concitado, resuelve pasarse al
montanismo, herejía que se adecuaba plenamente con sus aspiraciones y
tendencias. La amargura, la burla, el desprecio exudan desalas páginas de
"De pallio". "¡Cuántos desastres causa la impaciencia!";
había escrito este hombre verdaderamente notable...
Semejante
decisión, casi incomprensible, es también una lección valiosa que sobre la
paciencia nos da al verlo como se aleja de la Iglesia renunciando por un
desmedido afán de rigor disciplinario a los principios de la fe y de la unidad.
El desvelador de herejes y cismáticos se pasa a la herejía y al cisma por no
poder soportar la paciencia, con que la Iglesia Católica, a imitación de su
divino Fundador, soporta que la cizaña se mezcle con el trigo hasta el día en
que sean aventados, en la esperanza de poderlos salvar a todos. Pareciera que
para él mismo hubiese escrito a lo que afirma contra el pueblo judío:
"!Se hubiera salvado si hubiera sido paciente!"
ARSENIO
SEACE
........................
2.
San Cipriano redactó su tratado durante los días en que más apasionadamente
ardía la discusión sobre el bautismo de los herejes. Conf Ciprian, Epist..
LXXIII. 26.
*
* * * *
CAPITULO
I
IMPORTANCIA
DE LA PACIENCIA
Confieso
a Dios, mi Señor, que temo no poco por mí y quizás sea desvergüenza el que
yo me atreva a escribir acerca de la paciencia. De ninguna manera soy capaz,
como hombre carente de todo bien. Porque cuando es necesario demostrar e
inculcar alguna cosa, entonces se buscan personas competentes que con
anterioridad la hayan tratado y con decisión dirigido para poderla recomendar
con aquella autoridad que procede de la propia conducta; sin que sus enseñanzas
tengan que avergonzarse por falta de los propios ejemplos.
¡Ojalá
que esta vergüenza trajese el remedio: de modo que la misma vergüenza de
carecer de la que enseñamos a los otros, se convirtiera en maestra de lo que
decimos! Con todo, hay algún tipo de bienes y también de males, de tan
imponderable magnitud como la gracia de una inspiración divina. Porque lo que
es sumo bien se halla al arbitrio de Dios, el cual por ser el único en poseerlo
es también el único en dispensarlo, y esto a quien Él señala para
conseguirlos a tolerarlos es indispensable dignarse hacerlo Por esta misma
razón es de verdadero consuelo discurrir sobre aquello, de lo cual no podemos
gozar; como los enfermos que faltándoles la salud, no terminan jamás de hablar
de ella. Así yo -¡Oh miserable de mí! siempre consumido por la fiebre de mi
impaciencia- para obtener esta virtud necesito suspirar y pedir y hablar de
ella. Veo mi enfermedad y tengo presente que sin el socorro de la paciencia no
se logra fácilmente la firmeza de la fe ni la buena salud de la doctrina
cristiana. De tal modo Dios la antepuso, que sin ella nadie puede cumplir
ningún precepto ni realizar ninguna obra grata al Señor.
Los
mismos que viven como ciegos honran su excelencia proclamándola: virtud suma. Y
aquellos filósofos paganos, que se atribuyen una animalesca sabiduría1, tanto
la estiman que a pesar de hallarse, por muchos caprichos y envidias, divididos
en sectas y opiniones, sin embargo tan sólo concuerdan con respecto a la
paciencia, para cuyo estudio únicamente se ponen en paz. En ella están de
acuerdo; en ella se unen, y de modo unánime se empeñan en fingir que la
poseen. Buscan ser estimados por sabios, simulando ser pacientes. ¡Grande
alabanza de ella es, el que se hagan merecedoras de honra y glorias sabios tan
vanos! O quizás, ¿no será afrentoso que cosa tan divina se la revuelva con
tales falacias? Véanlo ellos. Quizás dentro de poco tendrán que avergonzarse
de que su sabihondez sea destruida con este mundo.
CAPITULO
II
PACIENCIA
DE DIOS CON LOS HOMBRES
A
nosotros la obligación de practicar la paciencia no nos viene de la soberbia
humana, asombrada de la resignación canina, sino de la divina ordenación de
una enseñanza viva y celestial, que nos muestra al mismo Dios como dechado de
esta virtud 2. Pues desde el principio del mundo Él derrama por igual el rocío
de su luz sobre justos y pecadores. Estableció los beneficios de las
estaciones, el servicio de los elementos y la rica fecundidad de la naturaleza
tanto para los merecedores como para los indignos. Soporta a pueblos
ingratísimos, adoradores de muñecos y de las obras de sus manos; y que
persiguen su nombre y a su familia 3. Su paciencia aguanta constantemente la
lujuria, la avaricia, la iniquidad insolente, a tal punto que, por esta causa,
la mayoría no cree en Él porque jamás lo ven castigando al mundo.
CAPITULO
III
PACIENCIA
DE CRISTO
Estas
manifestaciones de la sabiduría divina podrían parecer como cosa tal vez
demasiado alta y muy de arriba. Pero, ¿qué decir de aquella paciencia que tan
claramente se manifestó entre los hombres, en la tierra, como para ser tocada
con la mano? Pues siendo Dios sufrió el encarnarse en el seno de una mujer y
allí esperó; nacido, no se apuró en crecer; y adulto, no buscó ser conocido;
más bien vivió en condición despreciable. Por su siervo fue bautizado, y
rechaza los ataques del tentador con sólo palabras4. De rey se hace maestro
para enseñar a los hombres cómo se alcanza la salvación, buen conocedor de la
paciencia, enseña por ella el perdón de las culpas. "No discute ni
reclama; nadie lo oyó gritar en las plazas, no rompió la caña cascada ni
apagó la mecha que humeaba." (Is. XLII, 2-3.)5 No había mentido el
profeta, antes bien testimoniaba que Dios coloca su Espíritu en el Hijo con la
plenitud de la paciencia. Porque recibió a todos cuantos lo buscaron; de
ninguno rechazó ni la mesa ni la casa. Él mismo sirvió el agua para lavar los
pies de sus discípulos. No despreció a los pecadores ni a los publicanos. Ni
siquiera se disgustó contra aquel pueblo que no quiso recibirlo, aun cuando los
discípulos quisieron hacer sentir a tan afrentosa gente el fuego del cielo (Luc
IX, 52-56). Sanó a los ingratos y toleró a los insidiosos. Y si todo esto
pudiera parecer poco, todavía aguantó consigo el traidor sin jamás delatarlo
Y cuando fue entregado, lo condujeron como oveja al sacrificio sin quejarse,
como cordero abandonado a la voluntad del esquilador. Y El que si hubiese
querido, con una sola palabra hubiera podido hacer venir legiones de ángeles,
ni siquiera toleró la espada vengadora de uno solo de sus discípulos. (Mat.,
XXVI, 51-53.) Allí precisamente no fue herido Malco, sino la paciencia del
Señor. Por cuyo motivo maldijo para siempre el uso de la espada, y diole
satisfacción a quien Él no había injuriado, restituyéndole la salud por
medio de la paciencia, madre de la misericordia. No insistiré en que fue
crucificado porque para eso había venido; pero acaso, ¿era necesario que su
muerte fuese afrentada con tantos ultrajes? No; pero se le escupió, se le
frageló, se le escarneció, le cubrieron de sucias vestiduras y fue coronado de
las más horrorosas espinas.
¡Oh
maravillosa y fiel equidistancia! Él, que había propuesto ocultar su divinidad
bajo la condición humana, absolutamente nada quiso de la impaciencia humana.
¡Esto es sin duda lo más grande! Por esto sólo, ¡oh fariseos! deberíais
haber reconocido al Señor, porque nadie jamás practicó una paciencia
semejante. La magnitud de tal y tanta paciencia es una excusa para que la gente
rehuse la fe; pero para nosotros es precisamente su fundamento, y su razón; y
tan suficientemente clara que no sólo creemos movidos por las enseñanzas del
Señor sino también por los padecimientos que soportó. Para los que gozamos
del don de la fe, estos padecimientos prueban que la paciencia es algo natural
de Dios, efecto y excelencia de alguna cualidad divinas.
CAPITULO
IV
PACIENTE
SUMISIÓN A DIOS
Ahora
bien, si observamos que son los mejores siervos, los que soportan con buena
voluntad el humor de su amo y lo sirven para merecer un premio que es fruto de
su dedicación y de su complaciente sumisión, ¿cuánto más no debemos
nosotros estar solícitos en el servicio del Señor, siendo servidores de un
Dios vivo, cuyo juicio no tiene por castigo grillos de esclavitud, ni como
premios gorros de libertad, sino penas o dichas eternas? 7
Evitemos
por tanto, su severidad, y ganémonos su liberalidad sirviéndole con tanto
mayor empeño cuanto más grande es el castigo con que amenaza y mayor el
galardón que promete. Nosotros exigimos que nos sirvan no tan sólo los criados
y aquellas otras personas que por algún derecho nuestro nos están obligadas,
sino también los mismos animales domésticos y aun todas las bestias, porque
entendemos que Dios las ha destinado y sometido a nuestro uso, y hasta parece
que supiesen que deben obecedernos; y ¿será posible entonces que siendo tan
buenos servidores nuestros los que Dios nos ha sometido, nosotros dudemos luego
en obedecerle a El, Señor universal, de quien somos súbditos? ¡Cuánta
injusticia y cuánta ingratitud! No es posible que la obediencia que se nos
guarda por bondad de Dios, luego se la neguemos a Él nosotros mismos.
No
he de insistir sobre esta nuestra obligación de obedecer a un Señor que es
Dios; bastará que uno la reconozca para que luego sepa cuál sea su deber para
con Él. Pero no ha de creerse, sin embargo, que la obediencia sea cosa extraña
a la paciencia, pues aquélla nace de ésta. Jamás un impaciente puede ser
obsequioso; como tampoco un paciente puede resultar desagradable. Por
consiguiente, ¿cómo no vamos a discurrir intensamente acerca de la excelencia
de una virtud que el mismo Señor, Dios conocedor y apreciador de todo lo bueno,
ostentola en su misma persona? ¿Y quién puede dudar que un bien de Dios no
debe ser apreciado con todas las fuerzas por aquellos que son de Dios? En esto,
como en un compendio de su valor y defensa, se funda la alabanza y la
recomendación de la paciencia.
CAPITULO
V
ORIGEN
Y MALES DE LA IMPACIENCIA
Proseguiremos
pues, en nuestra disertación ya que no es simple ocio, sino más bien de
utilidad el que se traten argumentos fundamentales para la fe. La locuacidad,
aun cuando sea vituperable casi siempre, no lo es si se entretiene con temas
edificantes. Ahora bien, cuando se investiga sobre alguna cosa buena, el método
exige que se estudie también lo que le es opuesto, porque de esta manera se
verá más claro lo que deba seguirse y, por consiguiente, más preciso lo que
deba evitarse. Tratemos ahora pues, de la impaciencia.
Así
como la paciencia se halla en Dios, así la impaciencia, su enemiga, es
concebida y nace de nuestro enemigo. Con semejante origen queda patente cuán
directamente la impaciencia es contraria a la fe. Porque lo concebido por el
enemigo de Dios, en nada puede ser favorable a las cosas de Dios; y este mismo
antagonismo sirve no sólo entre las obras sino también entre sus autores.
Y
siendo Dios óptimo y el diablo por el contrario, pésimo; se deduce que por
esta oposición esencial no pueden ser entre sí indiferentes; porque es
imposible imaginarnos que algún bien nazca del mal. como tampoco que algún mal
se origine del bien. Por consiguiente, yo descubro los principios de la
impaciencia en el mismo diablo al no soportar con paciencia que Dios sometiese
la creación entera al que era su imagen, es decir al hombre (Gn lll). Porque,
en efecto, no se hubiera dolido si lo hubiese soportado, ni hubiera envidiado al
hombre si no se hubiese dolido. Por esto engañó, porque envidiaba; y envidiaba
porque le dolía; y le dolía por impaciente 8. No me preocupa averiguar si este
ángel de perdición haya sido primero malo o impaciente, siendo evidente que la
impaciencia nace con la maldad y la maldad viene de la impaciencia; y luego,
coligadas entre sí e indisolubles, crecen en el regazo mismo de su padre. Y
como éste ya desde el principio conocía por dónde entraba el pecado, e
instruido por propia experiencia sobre lo que más ayuda a delinquir, llamó a
la impaciencia en su ayuda para poder arrojar el hombre al crimen.
No
puede tachárseme de temerario si afirmo que cuando la mujer se le acercó, en
ese mismo instante se le inoculó la impaciencia por el aire mismo de la
conversación con el diablo; de tal manera que nunca jamás pecara si con
paciencia hubiese respetado la divina prohibición. Después, no soportando ella
sola su caída, impaciente por hablar, acércase a a Adán -que no siendo
todavía su marido no tenía obligación de atenderla 9- y así lo convierte en
transmisor de una culpa que ella había sacado del mal. De este modo perece
Adán por la impaciencia de Eva. Luego perece él mismo por culpa de su propia
impaciencia, pues, en cuanto al mandato divino, no lo guardó; y en cuanto a la
tentación diabólica, no la rechazó. Así, donde nació el delito, surgió la
primera sentencia; y cuando comenzó el pecado del hombre, entonces aparece la
justicia de Dios. Además, con la primera indignación de Dios, revélase
también su primera paciencia, pues suavizó la violencia del castigo
maldiciendo tan sólo al diablo.
Y
fuera de este delito de impaciencia, ¿qué otro crimen había cometido el
primer hombre? Era inocente, íntimo de Dios, moraba en el Paraíso; pero no
bien cedió a la impaciencia, pierde la sabiduría divina y la capacidad de
gozar de los bienes celestiales. Desde entonces es condenado a trabajar la
tierra; y desterrado de la presencia de Dios comenzó a ser dominado fácilmente
por la impaciencia, y así por todo lo demás, con que luego seguiría
ofendiendo a Dios; porque no bien fue concebido este germen diabólico y
fecundado por la maldad, procreó una hija, la ira, que ya nació amaestrada en
toda clase de maldades. De este modo la impaciencia que había sumergido a Adán
y a Eva en la muerte, también enseñó a su hijo Caín cómo ser homicida (Gn.
IV 1-14).
En
vano atribuiría yo todo esto a la impaciencia, si Caín -el primer homicida y
primer fratricida- hubiese soportado pacientemente el justo rechazo de sus
ofrendas, si no hubiese encolerizado contra su hermano, si finalmente a nadie
hubiese matado. Porque ciertamente sin ira no habría matado, ni sin impaciencia
se hubiese airado: lo cual prueba que la ira realizó lo que la impaciencia
había planeado. Éstos son en verdad los principios de la impaciencia, todavía
niña, aún en la cuna. Después, ¡cuánto horror con su rápido crecimiento!
Porque si la impaciencia fue la primera en delinquir, se sigue que ella no sólo
fue la primera sino también la única madre de todos los delitos. Como de su
fuente, arrancan de ella los distintos canales de toda clase de crímenes.
Ya
hablé del homicidio. El primero de los cuales lo ejecutó la ira, sin embargo
tanto éste como los demás pecados que siguieron después, tienen por causa y
origen a la impaciencia. A quien comete homicidio -hágalo por enemistad o por
robo- antes que el odio o la avaricia, lo impulsó la impaciencia. Ninguna
violencia existe que no sea fruto maduro de la impaciencia. Quién se hubiera
insinuado hasta el adulterio si no hubiese sido impacientado por la lujuria?
¿Qué empuja a las mujeres a la venta de su honestidad, sino la impaciencia de
conseguir el precio de la propia explotación'? Y como éstos, todos los demás
crímenes que son gravísimos ante Dios. Tanto es cierto, que en síntesis puede
afirmarse: todo pecado ha de atribuirse a la impaciencia porque todo mal es
impaciencia contra el bien.
En
efecto, el impúdico se impacienta contra la honestidad; el perverso, contra la
bondad; el impío, contra la piedad, y el revoltoso, contra la tranquilidad. A
tal punto, que para hacerse malo basta no soportar el bien. ¿Cómo, pues, no va
Dios, reprobador de malos, a ofenderse contra tal monstruo de pecados? ¿Acaso
no es cosa clara que el mismo Israel pecó siempre contra Dios por impaciencia?
¿No fue por esto que, olvidándose del divino poder que lo sacara de Egipto,
exige de Aarón dioses conductores ofreciendo, para la fabricación de un
ídolo, la contribución de su oro? (Éxod., XXXII, 1-6). ¿Y acaso no tomó
como impaciencia las tan necesarias demoras de Moisés, que hablaba con Dios?
¿No es este mismo pueblo que, después de la nutridora lluvia del maná,
después de la seguidora agua de la piedra, todavía desespera del Señor y no
puede tolerar la sed de tres días?
Esta
impaciencia le fue reprochada por Dios. No es necesario discurrir sobre cada uno
de los demás casos, pues siempre pecaron por impaciencia. ¿Por qué
maltrataron a los profetas, sino por la impaciencia de tener que oírlos?
(Hech.. VII, 51-52, y Sb., II, 12-14). Aún al mismo Señor, ¿no fue por la
impaciencia de tenerlo que ver? 10 ¡Se hubieran salvado de haber sido
pacientes!
CAPÍTULO
VI
LA
PACIENCIA, CRISOL DE LA FE
Tan
excelente es la paciencia que no sólo sigue a la fe sino que aún la precede
(Gén., XV). En efecto, creyó Abraham a Dios, y Éste lo reputó por justo.
Pero la paciencia probó su fe cuando le ordenó la inmolación de su hijo. Yo
diría que no se probó su fe, sino que se lo destacó para modelo, porque bien
conocía Dios a quien había aprobado por justo. Y no sólo escuchó
pacientemente tan grave mandato, cuya realización hubiera desagradado al
Señor, sino que lo hubiera ejecutado si Dios lo hubiese querido. ¡Con razón
bienaventurado, porque fue fiel; con razón fiel, porque fue paciente! De este
modo cuando la fe -gracias a una paciencia divina fue sembrada entre los pueblos
por Cristo, descendiente de Abraham- colocó la gracia sobre la ley; para
ampliar y cumplir la ley antepuso la paciencia como auxiliar, pues sólo ella
era lo que faltaba a la enseñanza de la anterior justicia (Gál., III).
En
efecto, antes se exigía "diente por diente y ojo por ojo", se daba
mal por mal (Éxod., XXI, 23-25 y Deut., XIX, 21), porque aún no había llegado
a la tierra la paciencia, porque tampoco había llegado la fe. Entonces la
impaciencia se gozaba de todas las oportunidades que le ofrecía la misma ley.
Así acontecía antes que el Señor y Maestro de la paciencia, hubiese venido.
Pero cuando hubo llegado, la paciencia unió la gracia a la fe; entonces ya no
fue lícito herir ni siquiera con una palabra, ni tampoco tratar de fatuo sin
correr el riesgo de ser juzgado 11. Vedada pues la ira, calmados los ánimos,
dominado el atrevimiento de la mano, vaciado el veneno de la lengua, la ley
consiguió mucho más que lo que perdía, conforme a las palabras de Cristo que
dice: "Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen y orad por
vuestros perseguidores para que podáis ser hijos del Padre Celestial" (Mt,
V, 44). ¡Observa qué padre nos consiguió la paciencia! Por este capital
precepto queda sancionada la universal doctrina de la paciencia, pues ni
siquiera se permite tratar mal a los mismos que lo merecen.
CAPITULO
VII
LA
PACIENCIA Y LOS BIENES TEMPORALES
Hemos
ya tratado sobre las causas de la impaciencia, ahora veremos otras obligaciones
según se vayan presentando. Si el ánimo se halla perturbado a causa de la
pérdida de los bienes familiares, casi no hay enseñanza del Señor que no
inculque el desprecio de las cosas mundanas. Nada inspira tanto menosprecio del
dinero como pensar que al Señor no se le encuentra jamás entre ninguna clase
de riquezas. Siempre ensalza a los pobres; y a los ricos los amenaza con la
condenación.
Si
ordena el desprecio de la opulencia, la adelanta en la paciencia la
resignación, para que no se haga cuenta de unas riquezas que se tienen que
perder. En consecuencia, lejos de nosotros apetecer algo que el Señor tampoco
quiso, sino que hemos de soportar sin pena su disminución y aun su pérdida. El
Espíritu del Señor, por medio del Apóstol, declaró: "La codicia es la
raíz de todos los males" (II Tm. Vl, 10). Y esto lo interpretamos diciendo
que no está la codicia tan sólo en el afán de lo ajeno, sino también en lo
que parece ser nuestro; pues esto mismo es ajeno. Nada en verdad es nuestro, ni
siquiera nosotros, por cuanto todo es de Dios. De consiguiente, ni resentidos
por el daño sufrido, lo llevamos con impaciencia doliéndonos de la pérdida de
algo que no era nuestro, entonces estamos cerca de ser víctimas de la codicia.
Codiciamos lo ajeno cuando con amargura sufrimos la pérdida de lo que no era
nuestro.
El
que se impacienta por las pérdidas, antepone lo terreno a lo celestial y muy de
cerca peca contra Dios, pues ultraja al Espíritu que de El hemos recibido,
posponiéndolo a las cosas terrenales. Perdamos, por tanto, con gusto lo que es
terreno y defendamos lo celestial. Es preferible perder todo lo de este mundo,
si con ello nos enriquecemos de paciencia. El que no se halla dispuesto a
soportar el menoscabo proveniente del robo o de la violencia, o quizás del
propio descuido, ignoro con qué facilidad y buena gana pueda extender su mano
para dar limosna. Porque, ¿acaso se herirá a sí mismo, quien de ninguna
manera tolera ser herido por otro? El perder con paciencia enseña a dar con
liberalidad. No lamenta ser generoso quien no teme la privación; porque de otra
manera, "¿cómo el que tiene dos túnicas dará una al que no tiene?
¿cómo al que roba la túnica ofrecemos la capa?" (Mt. V, 40). Y
"¿cómo nos fabricaremos amigos con las riquezas" (Luc., XVI, 9) si
tanto las amamos que no soportamos perderlas?
Nos
perderemos con lo perdido. Porque, ¿encontraremos algo en este mundo que no
debamos perder? 12 Es propio de los paganos mostrar impaciencia por cualquier
pérdida, porque ellos estiman al dinero más que a sus almas. Esto se deduce
por cuanto se los ve que, dominados por la avaricia de las ganancias, soportan
los grandes peligros del mar; o cuando por avidez de dinero defienden en los
tribunales causas que ni siquiera dudan que están perdidas; o se contratan para
los juegos y se enganchan en el ejército como mercenarios; y cuando,
finalmente, asaltan en los caminos como si fueran bestias 13. Empero, a
nosotros, que tanto nos diferenciamos de ellos 14, nos conviene dejar no el alma
por el dinero, sino el dinero por el alma; o sea, ser generosos en dar y
pacientes en perder.
CAPITULO
VIII
LA
PACIENCIA ENSEÑA A SOPORTAR LAS INJURIAS
Los
que en esta vida llevamos no sólo el cuerpo sino la propia alma expuesta a la
injuria de todos, y además hemos de sobrellevarlo todavía con paciencia, ¿nos
vamos a sentir heridos por algún pequeño daño? ¡Lejos del siervo de Cristo
una torpeza tal, como sería la que una paciencia ejercitada para afrontar
pruebas muy grandes viniese luego a quebrarse delante de unas naderías! Por lo
tanto, si alguno osase provocarte con su propia mano, hállese pronta la
admonición del Señor, que dice: "AI que te hiriere en el rostro,
ofrécele también la otra mejilla" (Mat., V, 39). Canse tu paciencia a la
maldad, cuyo golpe ya sea de dolor como de afrenta, será frustrado y más
gravemente contestado por el mismo Dios. Pues, más castigas al mal cuanto más
lo soportas; y más castigado será por Aquel por quien los sufres.
Y
si el veneno de una lengua reventase afrentándote o maldiciéndote, mira lo que
fue dicho: "Cuando se os maldijere, gozaos" (Mat., V, 12). El mismo
Señor ha sido maldecido en la ley, no obstante ser el único bendito (Deut.,
XXI, 23; Gál. lll, 13). Por tanto, nosotros sus siervos, sigamos al Señor, y
con paciencia soportemos el ser maldecidos para conseguir ser bendecidos. Y
cuando con escasa moderación se diga algo insolente o mal en contra de mi,
entonces sería necesario que yo respondiese con idéntica amargura o con un
silencio lleno de impaciencia; pero si por haber sido maldecido tuviese que
maldecir, ¿cómo me he de considerar seguidor de las enseñanzas del Señor,
las cuales afirman que el hombre no se mancha con la suciedad de los vasos sino
con lo que sale de su boca? (Marc., VIl, 15-lX). Y además, ¿no hemos de dar
cuenta de toda palabra vana y superflua? (Mat., Xll, 36). De todo lo cual se
sigue que el Señor quiere apartarnos de ese mismo mal, que nos enseña a
tolerar con paciencia cuando nos viene de otro.
Y
ahora considera tú cuánta sea la ventaja de la paciencia; porque toda injuria
-proceda de la lengua como de la mano- que intenta herirla se despunta con el
mismo golpe, como dardo arrojado contra una piedra de inalterable dureza. Su
intento, pues, es inútil e infructuoso; y todavía quizás con golpe de retorno
se hiera el mismo que había arrojado la flecha. Luego, es evidente que el que
desea herirte lo hace para que sufras, pues la ganancia del heridors se mide por
el dolor del herido. Por tanto, si inutilizas su ganancia no doliéndote, es él
quien deberá sufrir al ver frustrado su deseo. Entonces tú, no sólo saliste
ileso, que es lo que más importa, sino que además de verte libre del dolor,
todavía gozarás por haber malogrado la intención de tu adversario. He aquí
cuánta sea la utilidad y la ventaja de la paciencia.
CAPITULO
IX
LA
PACIENCIA ATEMPERA EL DOLOR ANTE LA MUERTE
Ni
siquiera esa especie de impaciencia que se origina de la pérdida de las
personas allegadas, tiene excusa, aun cuando la defienda tan especial
sentimiento de afecto. Hay que anteponerle el respeto debido a la intimación
del Apóstol, que dice: "No os entristezcáis por la muerte de nadie, como
los gentiles, que no tienen esperanza" (I Tesal., IV, 13). Y con razón. Si
creemos en la resurrección de Cristo, creemos también en la nuestra, pues Él
por nosotros murió y resucitó. Luego, constándonos la resurrección de los
muertos, está demás el dolor por la muerte, y con mayor razón está demás la
impaciencia de ese dolor. ¿Por qué, pues, te has de afligir si crees que no ha
perecido? ¿Por qué has de llevar con impaciencia que se haya ido
momentáneamente, el que crees que deba volver? Ausencia es lo que juzgas
muerte. No se ha de llorar al que se nos adelante, sino tratar de alcanzarlo.
Sin
embargo, este mismo deseo de alcanzarlo, también debe ser moderado por la
paciencia. En efecto, ¿por qué has de sufrir con impaciencia la partida de
aquel a quien pronto has de seguir'? Por lo demás, en estas cosas la
impaciencia presagia mal de nuestra esperanza y es traición a nuestra fe.
Asimismo ofendemos a Cristo cuando lloramos, como si fueran infelices, a los que
fueron llamados por El. ¡Cuánto mejor expresa el deseo de los cristianos lo
que dice el Apóstol: "Deseo ya ser recibido y estar con el Señor!"
(Filip., 1, 23) 15 Por lo tanto, si con impaciencia sufrimos por los que
alcanzaron su descanso, mostramos no quererlos alcanzar.
CAPÍTULO
X
LA
PACIENCIA, ENEMIGA DE LA VENGANZA
Otro
muy grande estímulo para la impaciencia es la pasión de la venganza, tanto la
que se pone a defensora del honor como la que se comete por maldad. Esta clase
de honra es siempre tan vana, como la maldad es siempre odiosa ante Dios. Y lo
es muy especialmente en este caso en que uno, provocado por la maldad de otro,
se constituye a si mismo en juez con el fin de ejecutar la venganza. Esto es
pagar con un nuevo mal; es duplicar el que se había cometido tan sólo una vez.
Entre los malvados la venganza es considerada como un consuelo; pero entre los
buenos se la detesta como un crimen. ¿Qué diferencia hay entre el provocador y
el que a sí mismo se provoca? Que aquél comete el pecado antes, y éste lo
comete después. Pero tanto el uno como el otro, son reos de crimen ante Dios,
que prohibe y condena cualquier clase de maldad.
Ser
el primero o el segundo en pecar no establece diferencia; ni el lugar distingue
lo que iguala la semejanza del crimen. Porque de un modo absoluto está mandado
que no se devuelva mal por mal (Rom., XII, 17). Por tanto, a iguales acciones
corresponde igual merecido. ¿Cómo observaremos, pues, este precepto si de
veras no despreciamos la venganza? A más de esto, si nos apropiamos el arbitrio
de nuestra defensa, ¿qué clase de honor tributamos a Dios, que es nuestro
Señor? Cualesquiera de nosotros -con ser vasos quebradizos- nos sentimos muy
ofendidos cuando nuestros siervos se toman ellos mismos venganza contra sus
compañeros. Por el contrario, no sólo alabamos a los que, recordando su
humilde condición y el respeto debido a los derechos de su señor, nos ofrecen
su paciencia dejando una satisfacción mucho más grande que aquella que ellos
hubieran podido exigir. Ahora bien, ¿y esto mismo se lo negaremos nosotros a
Dios, que es tan justo en ponderar y tan poderoso en realizar? ¿Qué cosa
pensamos de este juez si no lo consideramos capaz de hacernos justicia? Y sin
embargo, esto es lo que precisamente nos exige cuando dice: "Dejadme la
venganza, que yo me vengaré" (Deut., XXXII, 35, y Rom., Xll, 19). Es
decir: dame tu paciencia que yo la he de premiar 16.
Y
cuando nos dice: "No quieras juzgar para no ser juzgado" (Mat., VIl,
1), ¿no nos exige la paciencia? ¿Y quién es el que no juzga a otro, sino el
que es paciente y no se defiende? Además, ¿quién es el que juzga para
perdonar? Porque si perdona, entonces se libra de la impaciencia propia del juez
y roba, por tanto el honor al único juez, esto es a Dios 17. En verdad,
¡cuántos desastres causa la impaciencia! ¡Cuántas veces hubo que
arrepentirse de haberse vengado! ¡Y en cuántas otras, la fuerza de la venganza
fue más dañosa que las ofensas que la motivaron! Porque nada comenzado por la
impaciencia ha podido concluir sin violencia. ¡Ni nada hay realizado por la
violencia que no ofenda, que no arruine y que no caiga precipitadamente! Por
otro lado, si la venganza es menor que la ofensa, te enloqueces; y si mayor, te
abrumas. ¿Para qué, pues, la venganza si la impaciencia de su dolor no me deja
dominar su violencia?
Si,
por el contrario, descanso sobre la paciencia, no sufriré, y no teniendo de
qué sufrir no tendré tampoco de qué vengarme.
CAPITULO
XI
LA
PACIENCIA, MADRE DE TODAS LAS VIRTUDES
Después
de haber tratado -dentro de nuestras posibilidades- los temas principales sobre
la paciencia, ¿sobre qué otros trataremos? ¿serán los de casa o los de
afuera? 18 Abundante y extensa es la labor del demonio. Variadísimos los dardos
de este arquero dañino. A veces son pequeños y otras muy grandes. A los
menores los desprecias en razón de su misma pequeñez; pero de los mayores,
¡huye a causa de su violencia! Cuando la injuria es pequeña, entonces no es
necesaria la paciencia; pero cuando es grande, entonces sí que la paciencia es
muy necesaria para curar la injuria. Esforcémonos en superar los daños que nos
inflija el maligno; de modo que la competencia de nuestra serenidad de ánimo
supere la astucia del enemigo. Cuando nosotros mismos, por imprudencia o
capricho, nos causamos daño, sufrámoslo con paciencia ya que somos culpables.
Y si creemos que Dios nos prueba, ¿a quién hemos de mostrar mayor paciencia
que al Señor? Porque además de habernos enseñado a sufrir con alegría, le
debemos agradecer que se haya dignado hacernos objeto de un castigo divino; pues
dice: `'Yo a los que amo castigo'(Ap. lIl, 19, y Hebr.. Xll, 6). ¡Oh feliz el
siervo de cuya corrección se interesa el Señor! ¡Dichoso aquel contra quien
se digna enojarse y a quien corrigiendo nunca engaña con disimulo! 19
Como
se puede ver, estamos siempre obligados al deber y servicio de la paciencia. De
cualquier parte que venga la molestia: sea de nosotros, sea de las insidias del
demonio o por amonestación de Dios, ha de intervenir la paciencia con su ayuda
que, además de ser una merced grande de su condición, es también una
felicidad. ¿A quiénes, en efecto, llamó el Señor dichosos sino a los
pacientes? "Bienaventurados, dice, los pobres de espíritu porque de ellos
es el reino de los cielos" (Mat., V, 3). Nadie es pobre de espíritu
perfectamente sino el humilde, y ¿quién es humilde sino el paciente? Pues,
nadie puede humillarse a sí mismo, si antes no tuvo paciencia en la sumisión.
"Bienaventurados
los mansos." De ninguna manera es posible suponer que estas palabras puedan
referirse a los impacientes. Asimismo, cuando distingue los pacíficos con el
título de dichosos y los llama hijos de Dios, ¿podrán por casualidad tenerse
los impacientes por familiares de la paz? Necio sería quien tal pensase. Y
cuando dice: "Gozaos y alegraos siempre que os maldijesen y os
persiguiesen, mucho en verdad será vuestro premio en el Cielo".
Ciertamente que no es a la impaciencia que se promete la alegría, porque nadie
se goza en las adversidades si antes no las hubiese despreciado, y nadie puede
despreciarlas sin la práctica de la paciencia.
CAPITULO
XII
LA
PACIENCIA AL SERVICIO DE LA PAZ Y DE LA PENITENCIA
En
cuanto a la práctica de la paz tan agradable a Dios, ¿podrá el que es
totalmente hijo de la impaciencia perdonar a su hermano no digo ya las setenta y
siete veces o las siete. sino una sola vez por lo menos? ¿Quién será el que
mientras se encamina al juez, pueda resolver su desacuerdo en forma amigable
(Mut.. V, 23-24) si antes no amputa de su alma el dolor, la dureza y el
resentimiento, verdaderas venas de la impaciencia'? Ninguno que tenga el ánimo
agitado contra su hermano, podrá llevar su ofrenda al altar si antes no torna a
la paciencia para poder reconciliarse con él. ¡Ay, cuánto peligro corremos si
se pusiese el sol sobre nuestra ira! 20 De aquí que no sea lícito vivir sin
paciencia ni siquiera un solo día.
Si
la paciencia. como se ve, gobierna toda suerte de enseñanzas saludables, no es
de maravillar que también ayude a la penitencia, cuyo oficio es socorrer a los
caídos. Y así, cuando roto el matrimonio por aquella causa que hace lícito al
marido o a la esposa a sufrir con perseverancia un género de viudez, 21
entonces la paciencia ayuda a esperar, a desear y a rogar hasta que la
penitencia llegue alguna vez a alcanzar la salvación del cónyuge descarriado.
¡Cuántos bienes le consigue la paciencia para cada uno de los dos! A uno lo
ayuda a no ser adúltero; y al otro, lo corrige. También en este sentido
tenemos las parábolas del Señor, llenas de santos ejemplos de paciencia. A la
oveja perdida la busca y la encuentra la paciencia del pastor, pese a la
impaciencia que, por tratarse únicamente de una sola, con facilidad la
abandonara. Pero la paciencia se toma el trabajo de buscarla; y Aquél que es
paciente, carga sobre sus hombros a la pecadora perdida (Luc., XIV, 3-5). Así
tambien la paciencia del padre acoge, viste y alimenta al hijo pródigo; y
todavía lo defiende de la disgustada impaciencia del hermano (Luc., XIV,
11-32). De este modo se salvó el que había perecido porque encontró a la
paciencia, sin la cual no hubiese hallado a la penitencia.
La
misma caridad -sacramento máximo de la fe y tesoro del nombre cristiano,
exaltada por el Apóstol con toda la inspiración del Espíritu Santo- acaso
¿no se forja en las enseñanzas de la paciencia? En efecto, dice: "La
caridad es magnánima", esto supone a la paciencia. "Es
benéfica"; la paciencia no hace ningún mal. "No es envidiosa";
y esto es propio de la paciencia. "Ni se ensoberbece"; de la paciencia
aprende a ser modesta. "No tiene hinchazón ni desprecia"; tampoco la
paciencia. La caridad "no busca su negocio"; la paciencia ofrece el
suyo si a otro le aprovecha; "ni se irrita", y sino ¿qué le
quedaría a la impaciencia? "Por tanto -añade- la caridad todo lo soporta,
todo lo tolera", y todo esto porque es paciente. Con razón "nunca
pasará" mientras las demás virtudes se desvanecerán, pasarán. El don de
lenguas, las ciencias, las profecías concluyen. En cambio la fe, la esperanza y
la caridad permanecen: la te, que ha sido traída por la paciencia de Cristo; la
esperanza, que es ayudada por la paciencia de los hombres; y la caridad, a la
cual acompaña la paciencia enseñada por Dios mismo.
CAPITULO
XIII
DE
LA PACIENCIA DEL ALMA A LA PACIENCIA DEL CUERPO
En
fin, hasta aquí se ha tratado de una paciencia espiritual y uniforme,
constituida tan sólo en el alma; pero también la paciencia alcanza méritos
delante de Dios de muchísimas maneras por medio del cuerpo. Este tipo de
paciencia lo reveló el Señor por medio de la fortaleza de su cuerpo. Por
tanto, si el alma guía al cuerpo, con facilidad le comunica la paciencia
estableciéndola en él como en su morada. Pero, ¿qué clase de ganancias hará
la paciencia por medio del cuerpo'? En primer lugar, gana con la mortificación
de la carne, que es un sacrificio de humildad que aplaca a Dios. Le ofrece al
Señor el desaliño y la pobreza de la comida, contentándose con un alimento
sencillo y beber agua pura. Se enriquece si a esto añade el ayuno, y cuando
consigue acostumbrar el cuerpo a la penitencia y a la modestia en el vestir.
Esta
paciencia corporal hace recomendables las oraciones y asegura las plegarias
porque abre los oídos de Cristo, nuestro Dios, desvaneciendo su severidad y
provocando su clemencia. Así fue cómo aquel rey de Babilonia -que por haber
ofendido al Señor, viose privado durante siete años de la forma humana (Daniel
IV. 25-31)- ofreciendo la paciencia de su cuerpo sacrificado por la penitencia y
la sordidez, recuperó el reino y satisfizo a Dios, que es lo que más deben
desear los hombres. Pero más altos aún y más dichosos grados de paciencia
corporal hemos de indicar, como que ella eleva a la santidad la continencia de
la carne; sostiene a la viudez, conserva la virginidad, y al voluntario eunuco
lo levanta hasta el reino de los cielos (Mal.. XIX 12). Todo lo cual nace de las
fuerzas del alma; pero se perfecciona en la carne, que con la ayuda de la
paciencia triunfa finalmente en las persecuciones. Y cuando aprieta la fuga 22,
la carne lucha contra las incomodidades de la huida; y cuando la cárcel oprime,
la carne sufre las cadenas, el cepo, la dureza del suelo, la privación de la
luz y la falta de lo necesario para la vida 23.
Y
si la sacan para experimentar la felicidad del segundo bautismo 24 elevándola a
la altura del divino trono, entonces nada la ayuda tanto como la paciencia del
cuerpo, pero si "el espíritu está pronto", sin la paciencia "la
carne es débil" (Mat., XXVI, 41). De esta manera ella es la salvación
para el espíritu y para la misma carne. Cuando el Señor afirmó de la carne
que era débil, entonces nos enseñó que era necesario fortalecerla con la
paciencia contra todo lo que sería inventado para castigar y arrancar la fe; a
fin de que con toda constancia pudiera tolerar los látigos, el fuego, la cruz,
las bestias y la espada, todo lo cual lo dominaron con el sufrimiento los
profetas y los apóstoles.
CAPÍTULO
XIV
GRANDES
MODELOS DE PACIENCIA
Contando
con las fuerzas de la paciencia, Isaías no dejó de profetizar del Señor sino
cuando fue aserrado vivo. San Esteban, mientras era apedreado, pedía perdón
para sus enemigos (Act., VII, 59-60). ¡Oh cuán dichosísimo fue Job, el cual
con toda clase de paciencia, desbarató todas las fuerzas del diablo! Jamás
negó a Dios la paciencia ni la fe que le debía; ni cuando le arrebataron su
hacienda, ni la totalidad de sus rebaños; ni cuando de un solo golpe perdió a
sus hijos bajo las ruinas de la casa; ni siquiera cuando fue atormentado por una
úlcera que cubría todo su cuerpo. ¡Contra él inútilmente ejercitó el
diablo todas sus fuerzas! Éste es el mismo que, torturado por tantísimos
dolores, jamás faltó al respeto a Dios, sino que se constituyó para todos
nosotros en modelo y testimonio de la paciencia que debemos observar, tanto del
espíritu como de la carne, tanto del alma como del cuerpo, para que no caigamos
ante la pérdida de los bienes materiales, ni de las personas que nos son
queridas, ni siquiera ante las aflicciones del cuerpo. ¡Qué féretro hizo Dios
con este hombre para el diablo! 25 !Qué estandarte desplegó contra el enemigo
de su gloria, cuando este mortal, ante el amargo sucederse de los mensajeros, no
abrió su boca sino para dar gracias a Dios; y cuando reprocha a su esposa que,
hastiada de tantos males, les aconseja remedios perniciosos! Y ¿entre tanto?
¡Dios sonreía, mientras Satanás se despedazaba al ver cómo Job con gran
serenidad de ánimo sacaba la asquerosa abundancia de sus llagas: o cuando se
entretenía en devolver a sus cuevas y comida, los gusanos caídos de su
destrozada carne!
Y
así, este gran realizador de la victoria de Dios, después de haber mellado
todos los dardos de las tentaciones con la armadura y el escudo de su paciencia,
recuperó de Dios la salud de su cuerpo; y todo lo que había perdido volviólo
a poseer por duplicado. Y si hubiese querido también los hijos se le hubieran
restituido para que nuevamente fuera llamado padre por ellos 26. Prefirió, sin
embargo, que se los devolviera en el último día. Tan seguro estaba de Dios que
dilató así su total alegría, soportando voluntariamente esta pérdida para no
vivir sin algún motivo de ejercitar la paciencia.
CAPITULO
XV
ELOGIO
Y SEMBLANZA DE LA PACIENCIA
El
más excelente procurador de la paciencia es Dios. A tal punto que si en Él
depositas la injuria, será tu vengador; si el daño, restituidor; si el dolor,
médico; y si la muerte, resucitados. ¡Cuánta fortuna la de la paciencia, que
tiene a Dios por deudor! Y no sin razón; porque la paciencia defiende todo lo
que Él estima, e interviene en todas sus determinaciones: defiende la fe,
gobierna la paz, sostiene el amor, instruye la humildad, espera la penitencia,
completa la confesión, modera la carne, protege el espíritu, refrena la
lengua, contiene la mano, combate las tentaciones, desvía los escándalos,
perfecciona el martirio, consuela al pobre, modera al rico, no apremia al débil
ni agobia al fuerte, satisface al fiel, destaca al noble, recomienda el criado a
su patrón y el patrón a Dios. La paciencia es adorno en la mujer y distinción
en el varón. Se le ama en los niños, se le alaba en los jóvenes y se la
admira en los ancianos; y siempre, en todo sexo y edad, es hermosa.
¡Apresúrense los que desean contemplar su rostro y ornamento! Es su cara muy
serena y plácida; su frente lisa, sin arrugas de enojo ni de tristeza; gozosa y
mesuradamente caídas las cejas; los ojos bajos por modestia, no por
satisfacción, y los labios sellados por un silencio dignitoso. Tiene el aspecto
de persona inocente y segura. Mueve a menudo su cabeza con amenazante desdén
contra el diablo. Finalmente, vístese de ropaje inmaculado, al talle de su
cuerpo, sin ampulosidad ni arrastre.
Siéntase
en el trono de aquel Espíritu dulcísimo y manso, que no quiso revelarse en
medio del huracán, ni ocultarse en la tenebrosidad de la nube, sino en la
serena brisa en la cual, a la tercera vez, Elías lo vio sencillo y afable 27.
Por tanto, donde está Dios, allí mismo se halla su hija la paciencia. Por lo
cual, cuando la gracia divina 28 desciende a un alma, la acompaña
inseparablemente la paciencia. Si así no fuera, ¿moraría siempre con
nosotros? Temo que no sería por mucho tiempo. Pues la gracia, sin la compañía
y ayuda de la paciencia, se sentiría molesta en cualquier lugar y tiempo, y no
podría sufrir sola los ataques del enemigo sin los medios adecuados para
resistirlos.
CAPITULO
XVI
DIFERENCIA
ENTRE LA PACIENCIA PAGANA Y LA CRISTIANA
La
paciencia cristiana es una norma, una ciencia, algo verdadero y celestial;
absolutamente distinta de la pagana, que es terrena, falsa y afrentosa. El
diablo quiso copiar también en esto al Señor, enseñando a sus secuaces una
paciencia del todo suya. Por la intensidad se parecen; pero difieren por su
objeto: lo que tiene la una de fuerza para el mal, lo tiene la otra para el
bien. Hablaré ahora de la paciencia diabólica. Ella hace que por una dote los
maridos sean venales, o que por afán de dinero entreguen su esposa a la
explotación 29. Ésta es también la paciencia que hace tolerar a los presuntos
herederos tantos trabajos vergonzosos, condenándolos a ofrecer afectos falsos y
obsequios obligados. Es la misma que encadena los parásitos hambrientos a
sufrir protectores injuriosos, esclavizando su libertad a su glotonería.
¡Tales son las cosas que aprendieron los paganos de su paciencia! ¡Lástima
que un nombre tan excelso, lo rebajen con acciones tan torpes! Porque la codicia
los hace pacientes con sus esposas, con los ricos y con los poderosos; y tan
sólo son impacientes con Dios 30.
Pero,
váyase la tal paciencia a compartir con su jefe el fuego que le espera. Por el
contrario, nosotros honremos la paciencia de Dios y la de Cristo. Paguémosle
con la nuestra, la que Él gastó por nosotros. Y ya que creemos en la
resurrección del espíritu y de la carne, ofrezcámosle la paciencia de nuestra
alma y la de nuestro cuerpo. .......................
1.
Quizás lo diga por aquello de San Pablo: "La prudencia de la carnes es
muerte; pero la del espíritu es vida y paz" (Rm. VIII, 6)
2.
"Resignación canina" es una referencia a los filósofos cínicos,
especialmente a Diógenes.
3.
Familia de Dios, llama Tertuliano a los cristianos, adoradores, no de ídolos,
sino del verdadero y único Dios, y víctimas de las persecuciones de los
poderes del Imperio Romano.
4.
Véase: Mal.. lIl. 13-15; IV. 4, 7, 10. Con sólo palabras rechazó Cristo al
tentador pudiendo con su omnipotencia arrojarlo de inmediato al infierno; pero
de "Rey se hace maestro" no solamente para enseñar a los hombres a
vencer las tentaciones, sino también el recto uso de la Sagrada Escritura,
citada con falsedad por el demonio.
5.
Citado el sentido.
6.
Más tarde afirmará San Agustín que "la misma debilidad de Dios procede
de su omnipotencia" (De civ. Dei, XIV, 9).
7.
En la literatura antigua, los grillos que impiden caminar simbolizaban la
esclavitud: y el derecho de usar gorro, la libertad.
8.
Dice el libro de la Sabiduría (II, 24): "Por la envidia del diablo entró
la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen".
9.
Se refiere a los deberes de los cónyuges entre sí, los cuales deben ser
compartidos mutuamente con sinceridad, lealtad e igual interés. Según esta
frase, para Tertuliano, Adán y Eva sólo habrían sido esposos después del
pecado, al ser expulsados del Paraíso.
10.
Según el Evangelio (Mat., XXVII, 18): "Pilato sabia que por envidia los
judíos se lo habían entregado". Por no tolerar con paciencia al que se
envidia, nace el odio que es causa de la muerte del envidiado.
11.
Referencia a Mateo, V, 21-22.
12.
Referencia a Mateo, X, 39.
13.
Movidos por el afán de dinero o por la vanidad de ser aplaudidos por el
populacho, habla quienes se dedicaban al oficio de gladiadores, y otros se
alistaban como mercenarios para la guerra. Costumbres anotadas también por
Séneca, que dice: "Se arriendan para morir unos por la espada y otros por
el cuchillo" (Epist. 87). Véase además las notas 18 y 19 de la
"Exhortación".
14
En razón de ser cristianos.
15.
Tertuliano traduce la palabra griega analisai por recipi (ser recibido). Mejor
es la traducción de la Vulgata (muy posterior ) con el verbo dissolvi (ser
separado, morir).
16.
En este mismo sentido dice San Gregorio Niseno: La injuria que se me hizo tiene
a Dios por juez: a Él recurro con mi querella ' (Epis ad Flav.)
17.
Vale decir: El juez está destinado para inquirir y castigar los delitos, no
para perdonarlos. Si los perdona, falta a su deber alejándose de mi impaciencia
que debe tener contra la culpa. Si esto hace, no cumple con su obligación de
reprimir el delito castigándolo, con lo cual injuria a Dios usurpándole el
derecho de perdonar, pues Él es el único juez que, mientras caiga lo hecho
contra nosotros, perdona lo que se cometió contra Él.
18.
Los temas principales desarrollados hasta aquí son: desprecio de las riquezas,
perdón de las injurias, no llorar con exceso la muerte de los allegados y no
vengarse de los enemigos. Ahora tratará de otras ocasiones de ejercitarse en la
paciencia: las tentaciones del diablo, los efectos de las propias culpas y las
pruebas de Dios.
19.
La ira de Dios no quiere sino el bien de sus criaturas. Su misericordia nos
trata como padre y como médico: corrige y cura en esta vida aun con severidad
para no tener que castigar en la otra eternamente.
20.
Referencia al pasaje paulino de Efesios, IV, 26.
21.
Véase Mateo, V, 32.
22.
Esta frase es la prueba de que el presente tratado fue escrito por Tertuliano
cuando todavía era católico, pues como montanista reprobó como ilícita la
fuga (Conf. Ad uxor. III, 17 y De cor mil, 1, 18).
23.
Apenas hoy podemos imaginarnos una cárcel romana con sus cuevas subterráneas,
oscuras, sin ventilación, llenas de excrementos y de toda clase de basuras. Los
presos eran retenidos ya con grillos encadenados a las paredes, o ya en cepos
que los obligaban a estar tendidos en el suelo sin poderse mover. Algunas actas
de los mártires se ocupan indirectamente de los horrores de tales cárceles,
pues no suelen describir lo que suponían en conocimiento de todos. Véase
también la nota 3 de "La Exhortación".
24.
El segundo bautismo es el martirio.
25.
Es decir, que el cuerpo de Job fue como un féretro para las insidias del
demonio, que hallaron la muerte en la paciencia de su cuerpo.
26.
En realidad fue llamado nuevamente padre, pues la Sagrada Escritura afirma que
tuvo otros hijos (Job. XLII, 13). Aquí el autor se refiere a los primeros,
muertos por el derrumbe de la casa (1, 19).
27.
Referencia al siguiente texto: "Y díjole Yavé (a Elías): 'Sal afuera y
ponte en el monte ante Yavé. Y he aquí que va a pasar Yavé". Y delante
de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las
peñas; pero no estaba Yavé en el viento. Y vino tras el viento un terremoto.
Vino tras el terremoto un fuego; pero no estaba Yavé en el fuego. Tras el fuego
vino un ligero y blando susurro. Cuando lo oyó Elías, cubriéndose el rostro
con su manto y saliendo, se puso en pie a la entrada de la caverna y oyó una
voz que le dirigía estas palabras", etc. (1 Rey. XIX, 11, 13). Traducción
de Nácar-Colunga, pág. 451. B. A. C., Madrid, 1949.
28.
Hemos traducido la expresión "espíritu de Dios" por "gracia
divina" por así deducirse del texto y exigirlo una mayor claridad.
29.
Ambas cosas desgraciadamente muy corrientes en el mundo pagano; y no sólo se
traficaba con la esposa sino también con los hijos y las hijas.
30
O sea que el afán avariento de poseer la dote, exponía a unos a tener que
soportar las violencias de una esposa no amada: el deseo de heredar a los ricos
que no tenían descendencia, humillaba a otros en la prestación de servicios
torpes y vengonzosos (Véase entre otros: Cicerón en Paradoxa. Juvenal en la
Sat. Xll y S. Jerónimo en la Epist. II ad Nepotianum). Y finalmente. los
parásitos por gula y los clientes por protección y vanidad se sometian a los
poderosos.
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