La fiesta hace referencia al pasado. En nuestro tiempo, sin embargo, el
pasado inspira miedo y desconfianza; se siente tan vivamente el cambio
de época, que el hombre considera el pasado traba para su nuevo caminar.
En otras épocas, lo antiguo era modelo y suscitaba la añoranza de
perdidas edades; hoy, algunos lo desprecian, otros temen que ejerza una
indebida gravitación sobre el presente.
Es difícil negarlo, a veces se utiliza el pasado para obstaculizar el presente: en su nombre se atajan iniciativas, instituciones anacrónicas se yerguen como barreras, concepciones superadas se remozan para ostentar e imponer una ilusoria validez. Si el hombre escucha a su experiencia, tiene derecho en muchos casos a abominar del pasado; contiene mucha negrura, suciedad y miseria. Como la historia individual, también la sociedad necesita un buen acto de contrición. Para cada individuo, la conversión postula deshacerse de los pasos inmundos acumulados en su vida; para aceptar el pasado hay que destilarlo. Esto no obstante, la historia añeja es también álbum de recuerdos queridos y, para los cristianos, estuche de joyas insustituibles.
Ante esta ambivalencia del pasado, necesitamos un modo de acercarnos a él sin que nos repela. No podemos arrinconarlo, pero tampoco amarlo sin condiciones. Merece festejo sólo en cuanto causa un efecto bueno en el presente; por eso no podemos celebrar el pasado en sí mismo, sin referencia a lo que ahora somos. El presente es el alambique del pasado; lo que ahora, maduramente, no aparezca como válido hay que tirarlo a la basura o, por lo menos, dejarlo en cuarentena.
Así han procedido, aunque con selección equivocada, los manuales de historia. Los prejuicios del presente llevaron a énfasis indebidos en lo pasado, celebrando victorias y conquistas, callando injusticias y crímenes colectivos. La fiesta, en cambio, al celebrar únicamente los frutos saludables del pasado, lo criba; no conoce prejuicios, sino frutos; no alaba los hechos a menos que hayan contribuido a la salud palpable. Celebra la historia que siente circular en su organismo; el texto lo olvida, y es ya una manera de condenarlo.
En consecuencia, la fiesta cristiana no consiste en celebrar un aniversario ni en reactualizar hechos de antaño. Sería, por lo pronto, irreal, el pasado está muerto. Celebra, por el contrario, el presente de Dios y el nuestro, la obra de Dios ene l mundo y en nosotros. Sin embargo, nuestra liberación actual es fruto de lo que sucedió una vez, y a no ser por la obra de Cristo no existiría. Por eso, la fiesta cristiana, sin estar orientada hacia el pasado, lo incluye, su alegría es resplandor de la antigua victoria; tiene además un matiz peculiar, porque Cristo, el que murió y resucitó, está presente y activo en la comunidad de los creyentes.
Expresa también la fiesta el anhelo confiado del futuro. Necesariamente, por ser la actualización momentánea del mundo más feliz a que se aspira. Su celebración del presente es, por tanto, también condicional; lo considera etapa, quizá gloriosa, pero itinerante, hacia la promesa total, embrión del mundo nuevo. Así sucede también en lo cristiano; la fiesta, gozo y anhelo, expresa en su alegría la tensión entre el "ya" y el "todavía no", como lo expresa san Pablo: "Pues con esta esperanza nos salvaron" (Rom 8,24).
El grupo cristiano percibe en la fiesta la unidad de la obra de la salvación, que se extiende en el tiempo, abrazando pasado, presente y futuro; su salud está centrada en Jesucristo "que es el mismo hoy que ayer, y será el mismo siempre" (Heb 13,8). "El se ofreció una sola vez para quitar los pecados de tantos; la segunda vez, ya sin relación con el pecado, se manifestará a los que lo aguardan, para salvarlos" (Heb 9,28). Pero al mismo tiempo actúa en el presente: "Después de ofrecer un sacrificio único por los pecados, se sentó para siempre a la derecha de Dios..., pues con una ofrenda única dejó transformados para siempre a los que va consagrando" (Heb 10,12-14). Se aprecia en estos textos el impacto en el presente del acto pasado, que va ejerciendo su eficacia sobre las generaciones sucesivas. La causalidad de Cristo, que vive para siempre, es incesante, en virtud del acto salvador que cumplió en un momento de la historia.
Pero en la vida y en la celebración cristiana también el futuro está presente; el cristiano está salvado por una anticipación verificada en él de los acontecimientos finales. Así, san Juan puede afirmar de Dios que envió su Hijo al mundo para que éste tenga vida eterna (Jn 3,15), y de cada creyente: "El que cree en el Hijo, posee vida eterna" (ibíd. 36). La vida futura está ya aquí, por eso la fiesta cristiana posee un carácter peculiar de realidad; no solamente tiene relación con el ayer y el mañana, sino que en cierto modo los concentra en el hoy. Si la acción redentora, en cuanto hecho histórico, pertenece al pasado, su autor, Jesucristo, está vivo ahora; si el esplendor de la salvación pertenece al futuro, su realidad penetra y alumbra ya el presente. La esperanza que mueve no aguarda un cambio de escena, sino el despliegue de una realidad ya en acto. Así se expresa en el padrenuestro: "Nuestro pan del mañana dánoslo hoy" (Mt 6,11), es decir, se pide que la vida futura simbolizada por el banquete del reino se comunique ya ahora; así el cristiano y la comunidad "saborean ya el don celeste, participan del Espíritu Santo, saborean la palabra favorable de Dios y los dinamismos de la edad futura" (Heb 6,4-5). La fiesta cristiana celebra, pues, la salvación actual, hija del pasado y prenda del futuro.
Es difícil negarlo, a veces se utiliza el pasado para obstaculizar el presente: en su nombre se atajan iniciativas, instituciones anacrónicas se yerguen como barreras, concepciones superadas se remozan para ostentar e imponer una ilusoria validez. Si el hombre escucha a su experiencia, tiene derecho en muchos casos a abominar del pasado; contiene mucha negrura, suciedad y miseria. Como la historia individual, también la sociedad necesita un buen acto de contrición. Para cada individuo, la conversión postula deshacerse de los pasos inmundos acumulados en su vida; para aceptar el pasado hay que destilarlo. Esto no obstante, la historia añeja es también álbum de recuerdos queridos y, para los cristianos, estuche de joyas insustituibles.
Ante esta ambivalencia del pasado, necesitamos un modo de acercarnos a él sin que nos repela. No podemos arrinconarlo, pero tampoco amarlo sin condiciones. Merece festejo sólo en cuanto causa un efecto bueno en el presente; por eso no podemos celebrar el pasado en sí mismo, sin referencia a lo que ahora somos. El presente es el alambique del pasado; lo que ahora, maduramente, no aparezca como válido hay que tirarlo a la basura o, por lo menos, dejarlo en cuarentena.
Así han procedido, aunque con selección equivocada, los manuales de historia. Los prejuicios del presente llevaron a énfasis indebidos en lo pasado, celebrando victorias y conquistas, callando injusticias y crímenes colectivos. La fiesta, en cambio, al celebrar únicamente los frutos saludables del pasado, lo criba; no conoce prejuicios, sino frutos; no alaba los hechos a menos que hayan contribuido a la salud palpable. Celebra la historia que siente circular en su organismo; el texto lo olvida, y es ya una manera de condenarlo.
En consecuencia, la fiesta cristiana no consiste en celebrar un aniversario ni en reactualizar hechos de antaño. Sería, por lo pronto, irreal, el pasado está muerto. Celebra, por el contrario, el presente de Dios y el nuestro, la obra de Dios ene l mundo y en nosotros. Sin embargo, nuestra liberación actual es fruto de lo que sucedió una vez, y a no ser por la obra de Cristo no existiría. Por eso, la fiesta cristiana, sin estar orientada hacia el pasado, lo incluye, su alegría es resplandor de la antigua victoria; tiene además un matiz peculiar, porque Cristo, el que murió y resucitó, está presente y activo en la comunidad de los creyentes.
Expresa también la fiesta el anhelo confiado del futuro. Necesariamente, por ser la actualización momentánea del mundo más feliz a que se aspira. Su celebración del presente es, por tanto, también condicional; lo considera etapa, quizá gloriosa, pero itinerante, hacia la promesa total, embrión del mundo nuevo. Así sucede también en lo cristiano; la fiesta, gozo y anhelo, expresa en su alegría la tensión entre el "ya" y el "todavía no", como lo expresa san Pablo: "Pues con esta esperanza nos salvaron" (Rom 8,24).
El grupo cristiano percibe en la fiesta la unidad de la obra de la salvación, que se extiende en el tiempo, abrazando pasado, presente y futuro; su salud está centrada en Jesucristo "que es el mismo hoy que ayer, y será el mismo siempre" (Heb 13,8). "El se ofreció una sola vez para quitar los pecados de tantos; la segunda vez, ya sin relación con el pecado, se manifestará a los que lo aguardan, para salvarlos" (Heb 9,28). Pero al mismo tiempo actúa en el presente: "Después de ofrecer un sacrificio único por los pecados, se sentó para siempre a la derecha de Dios..., pues con una ofrenda única dejó transformados para siempre a los que va consagrando" (Heb 10,12-14). Se aprecia en estos textos el impacto en el presente del acto pasado, que va ejerciendo su eficacia sobre las generaciones sucesivas. La causalidad de Cristo, que vive para siempre, es incesante, en virtud del acto salvador que cumplió en un momento de la historia.
Pero en la vida y en la celebración cristiana también el futuro está presente; el cristiano está salvado por una anticipación verificada en él de los acontecimientos finales. Así, san Juan puede afirmar de Dios que envió su Hijo al mundo para que éste tenga vida eterna (Jn 3,15), y de cada creyente: "El que cree en el Hijo, posee vida eterna" (ibíd. 36). La vida futura está ya aquí, por eso la fiesta cristiana posee un carácter peculiar de realidad; no solamente tiene relación con el ayer y el mañana, sino que en cierto modo los concentra en el hoy. Si la acción redentora, en cuanto hecho histórico, pertenece al pasado, su autor, Jesucristo, está vivo ahora; si el esplendor de la salvación pertenece al futuro, su realidad penetra y alumbra ya el presente. La esperanza que mueve no aguarda un cambio de escena, sino el despliegue de una realidad ya en acto. Así se expresa en el padrenuestro: "Nuestro pan del mañana dánoslo hoy" (Mt 6,11), es decir, se pide que la vida futura simbolizada por el banquete del reino se comunique ya ahora; así el cristiano y la comunidad "saborean ya el don celeste, participan del Espíritu Santo, saborean la palabra favorable de Dios y los dinamismos de la edad futura" (Heb 6,4-5). La fiesta cristiana celebra, pues, la salvación actual, hija del pasado y prenda del futuro.
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