Hijo de Yotán o de Joatán, rey de Judá. Accede al trono de Jerusalén en el año 736 a.C., a la edad de veinte años, y permanece en él, según la Escritura, durante dieciséis años (2R 16,1-2). La mayor parte de los historiadores calculan, no obstante, la duración de su reinado en unos veinte años, marcado por los peores desvíos hacia los cultos paganos y por una política desastrosa.
A decir verdad, ésta favoreció a aquéllos. Por de pronto, el joven soberano parece haber rehusado entrar, como había hecho su antecesor Josafat el siglo anterior, en una coalición de colorido sirio-israelita dirigida contra el coloso que pretendía consolidar su imperio desde el Mar Negro y el Golfo Pérsico hasta el Mediterráneo: Teglat-Falasar III, rey de Asiria. Como consecuencia, Rasón, el rey arameo del reino sirio de Damasco y Pécaj o Faceo, rey del reino del Norte llamado "Israel" o Efraín, cuya capital es Samaría, vuelven en primer lugar sus armas contra su vecino debilitado. Los carroñeros de menor importancia, siguiendo su alegato, toman su parte: al sur del reino de Judá, los edomitas se apoderan del puerto de Elat, que da acceso al mar Rojo (2R 16,6); al oeste, los filisteos, anteriormente sometidos por David entran en la Sefelá, la tierra baja que se extiende desde la montaña de Judá hasta la costa, y sobrepasan también el Négueb (2Cró 28,18). Las tropas del rey de Israel, apoyadas por las del monarca de Damasco, avanzan sobre Jerusalén (2R 16,5) con la intención de destronar a Ajaz para instalar en su lugar "al hijo de Tabeel", probablemente sirio (Is 7,6).
Sin duda, el descendiente de David, decimotercer sucesor del rey santo, hubiera debido buscar apoyo en el Dios de su antepasado. Pero se volvió hacia los ídolos, animado por el ejemplo de infidelidad de muchos de sus predecesores. "Puesto que los dioses del rey de Aram los ayudan -dice-, les ofreceré sacrificios para que me ayuden (2Cró 28,23)". No sólo "quemo incienso" en los lugares altos paganos, sino que llegó incluso a sacrificar a su propio hijo en el fuego, como ofrenda al dios-rey de todo el antiguo Oriente que conoce la Biblia: Mólec o Moloc (2R 16,3-4).
También necesita un aliado fuerte en la tierra. Se dirige, naturalmente, al enemigo de sus enemigos: el gran Teglat-Falasar. Para obtener sus favores, roba el tesoro sagrado del Templo y envía el producto de su rapiña al todopoderoso rey de Asiria (2R 16,7-8) que hará de él, de por vida, su tributario: Ajaz deberá renovar en sucesivas ocasiones su gesto sacrílego, desbaratando las riquezas de la Casa de Yahvé, para satisfacer las exigencias del que ha reconocido por soberano. (2R 16,17-18).
En los peores días de la amenaza siroefraimita sobre Jerusalén, Yahvé le envía a su profeta. Isaías lleva, al mismo tiempo que el anuncio del castigo, un mensaje de esperanza: es el famoso y hermético "oráculo de Emmanuel", promesa de continuidad de la líneda de David de donde nacerá un día Cristo (Is 7,10; 8,8). Pero más que a las promesas divinas, Ajaz parece sensible a las brutales realidades desl momento presente. Teglat-Falasar ha abierto en Siria un segundo frente que alivia la presión ejercida por los coaligados contra el reino de Judá; en el año 732 se apodera de Damasco. Ajaz se apresura a rendir homenaje al vencedor (2R 16,10). Nos lo imaginamos ofreciendo sacrificios junto a él al Dios Hadad, venerado por todos los pueblos semíticos del Asia occidental, en un altar cuyo estilo y dimensiones le impresionan. Hace erigir una copia de él en el templo de Jerusalén, en el mismo lugar que el altar de los holocaustos construido por Salomón y relegado en lo sucesivo como accesorio; luego celebra allí él mismo los primeros sacrificios.
Desgraciadamente no con el mismo fervor de David (2S 6,17) o de Salomón (1R 8,64; 9,25) cuando se valían de este privilegio real, pues Ajaz continuó con sus prácticas idolátricas; es posible que llegue, incluso, a cerrar las puertas de la Casa de Yahvé; tolera, seguramente, "altares en todas las esquinas de Jerusalén", y entrega los lugares altos al culto de otros dioses (2Cró 28,24-25). Su propio palacio, donde había introducido novedades asiro-babilónicas tales como el reloj de sol que marcará la "señal de Ezequías (2R 20,9-11)", habría admitido en sus terrazas una "cámara superior (2R 23,12), claramente dedicada al culto astral como era normal entre los admirados reyes de Asur y de Babilonia.
Una tal obstinación en el descarrío explicaría lo que afirma el Cronista (2Cró 28,27): Ajaz fue considerado indigno de reposar en la necrópolis real de los hijos de David, y fue enterrado en otra parte "en la ciudad".
A decir verdad, ésta favoreció a aquéllos. Por de pronto, el joven soberano parece haber rehusado entrar, como había hecho su antecesor Josafat el siglo anterior, en una coalición de colorido sirio-israelita dirigida contra el coloso que pretendía consolidar su imperio desde el Mar Negro y el Golfo Pérsico hasta el Mediterráneo: Teglat-Falasar III, rey de Asiria. Como consecuencia, Rasón, el rey arameo del reino sirio de Damasco y Pécaj o Faceo, rey del reino del Norte llamado "Israel" o Efraín, cuya capital es Samaría, vuelven en primer lugar sus armas contra su vecino debilitado. Los carroñeros de menor importancia, siguiendo su alegato, toman su parte: al sur del reino de Judá, los edomitas se apoderan del puerto de Elat, que da acceso al mar Rojo (2R 16,6); al oeste, los filisteos, anteriormente sometidos por David entran en la Sefelá, la tierra baja que se extiende desde la montaña de Judá hasta la costa, y sobrepasan también el Négueb (2Cró 28,18). Las tropas del rey de Israel, apoyadas por las del monarca de Damasco, avanzan sobre Jerusalén (2R 16,5) con la intención de destronar a Ajaz para instalar en su lugar "al hijo de Tabeel", probablemente sirio (Is 7,6).
Sin duda, el descendiente de David, decimotercer sucesor del rey santo, hubiera debido buscar apoyo en el Dios de su antepasado. Pero se volvió hacia los ídolos, animado por el ejemplo de infidelidad de muchos de sus predecesores. "Puesto que los dioses del rey de Aram los ayudan -dice-, les ofreceré sacrificios para que me ayuden (2Cró 28,23)". No sólo "quemo incienso" en los lugares altos paganos, sino que llegó incluso a sacrificar a su propio hijo en el fuego, como ofrenda al dios-rey de todo el antiguo Oriente que conoce la Biblia: Mólec o Moloc (2R 16,3-4).
También necesita un aliado fuerte en la tierra. Se dirige, naturalmente, al enemigo de sus enemigos: el gran Teglat-Falasar. Para obtener sus favores, roba el tesoro sagrado del Templo y envía el producto de su rapiña al todopoderoso rey de Asiria (2R 16,7-8) que hará de él, de por vida, su tributario: Ajaz deberá renovar en sucesivas ocasiones su gesto sacrílego, desbaratando las riquezas de la Casa de Yahvé, para satisfacer las exigencias del que ha reconocido por soberano. (2R 16,17-18).
En los peores días de la amenaza siroefraimita sobre Jerusalén, Yahvé le envía a su profeta. Isaías lleva, al mismo tiempo que el anuncio del castigo, un mensaje de esperanza: es el famoso y hermético "oráculo de Emmanuel", promesa de continuidad de la líneda de David de donde nacerá un día Cristo (Is 7,10; 8,8). Pero más que a las promesas divinas, Ajaz parece sensible a las brutales realidades desl momento presente. Teglat-Falasar ha abierto en Siria un segundo frente que alivia la presión ejercida por los coaligados contra el reino de Judá; en el año 732 se apodera de Damasco. Ajaz se apresura a rendir homenaje al vencedor (2R 16,10). Nos lo imaginamos ofreciendo sacrificios junto a él al Dios Hadad, venerado por todos los pueblos semíticos del Asia occidental, en un altar cuyo estilo y dimensiones le impresionan. Hace erigir una copia de él en el templo de Jerusalén, en el mismo lugar que el altar de los holocaustos construido por Salomón y relegado en lo sucesivo como accesorio; luego celebra allí él mismo los primeros sacrificios.
Desgraciadamente no con el mismo fervor de David (2S 6,17) o de Salomón (1R 8,64; 9,25) cuando se valían de este privilegio real, pues Ajaz continuó con sus prácticas idolátricas; es posible que llegue, incluso, a cerrar las puertas de la Casa de Yahvé; tolera, seguramente, "altares en todas las esquinas de Jerusalén", y entrega los lugares altos al culto de otros dioses (2Cró 28,24-25). Su propio palacio, donde había introducido novedades asiro-babilónicas tales como el reloj de sol que marcará la "señal de Ezequías (2R 20,9-11)", habría admitido en sus terrazas una "cámara superior (2R 23,12), claramente dedicada al culto astral como era normal entre los admirados reyes de Asur y de Babilonia.
Una tal obstinación en el descarrío explicaría lo que afirma el Cronista (2Cró 28,27): Ajaz fue considerado indigno de reposar en la necrópolis real de los hijos de David, y fue enterrado en otra parte "en la ciudad".
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