SUMARIO: I.
Concepto de cultura y de aculturación.
II. Biblia y culturas: 1. Antiguo Testamento: a) Cultura
nómada, b) Cultura fenicio-cananea, c) Culturas mesopotámicas, d)
Cultura egipcia, e) Cultura hitita, f) Cultura persa, g) Cultura
helenista. 2. Nuevo Testamento: a) Jesús de Nazaret y la cultura judía,
b) La Iglesia primitiva frente al judaísmo (palestino y helenista), c) La
Iglesia primitiva frente a la cultura grecorromana, d) Iglesia primitiva
y gnosticismo. III. Consideraciones finales.
I. CONCEPTO DE CULTURA Y DE ACULTURACIÓN. Las modernas acepciones de cultura son sustancialmente tres: a) proceso objetivo de desarrollo de la producción (p.ej., "cultura del neolítico", "feudal", "industrial"); b) visión del mundo y sistema de valores propios de un pueblo, de un período o de un grupo (p.ej., "cultura francesa", "cultura del renacimiento", "cultura de los bantúes"); c) género y agrupación particular de actividades intelectuales y artísticas (p.ej., "cultura filosófica", "musical", "literaria", "histórica", "científica"). En cualquier caso, hay que tener presente la distinción ele-mental entre cultura en sentido subjetivo (como sinónimo de instrucción), equivalente a un bagaje más o menos grande y armónico de conocimientos variados, y cultura en sentido objetivo, como calificación de un conjunto estructurado de expresiones materiales y espirituales, que caracteriza la identidad de un pueblo o de un momento histórico. El significado subjetivo (no necesariamente sólo en sentido individual) fue propio de la antigüedad en general, tanto griega (cf la paideía) como romana (cf la humanitas). De hecho va unido siempre a una visión etnocéntrica, que llevaba a calificar a los demás pueblos como "bárbaros" (cf, p.ej., Tito Livio, Hist. 31,29: "Siempre hay y habrá guerra entre los bárbaros y todos los griegos") y todo lo más a organizar "colonias" en sus territorios con la intención de helenizar o de romanizar a las poblaciones.
El etnocentrismo cultural (a pesar de los grandes
descubrimientos geográficos de los siglos xvi y xvii y de algunos intentos de
inserción, como el de Mateo Ricci en China) fue el que dominó hasta el siglo
xviii, cuando en el ambiente alemán se formó la palabra Cultur (luego
Kultur), para indicar la totalidad de las formas y de los procesos de la
vida social y de los éxitos del trabajo tanto espiritual como material.
Pensadores como Montesquieu, G.B. Vico, Voltaire, con sus teorías pioneras sobre
los condicionamientos ambientales, sobre las evoluciones e involuciones de la
historia y con el incipiente estudio comparativo de los pueblos, contribuyeron a
la afirmación de una nueva aproximación al problema.
Fue J.G. Herder (1744-1803) el primero en proponer que se
hablase de "culturas" en plural, abriendo el ca-mino a una comprensión socio-antropológica,
y por tanto diversifica-da, del fenómeno, que ha seguido prevaleciendo hasta
hoy. Este camino fue recorrido y ampliado de diversas formas, no sólo por K.
Marx (1844; para el que la cultura es "la naturaleza transformada en hombre"),
sino sobre todo por E.B. Taylor (1871; la cultura es "aquel conjunto complejo
que comprende el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, la
costumbre y cualquier otra capacidad y hábito adquirido por el hombre en cuanto
miembro de una sociedad"), por B. Malinowski (1944; respecto a la naturaleza, la
cultura constituye el ambiente artificial del hombre, en cuanto creado por él en
función del incremento del nivel de vida intelectual y colectivo), por A.L.
Kroeber (1952; la cultura implica siempre solidaridad de rasgos, sincronicidad,
interacciones indisolubles de las partes entre sí, hasta el punto de que el
conjunto es superior a sus elementos y los condiciona), por C. Lévi-Strauss (la
cultura se despliega en el ámbito del estructuralismo y significa una producción
de símbolos, es decir, de realidades significantes, relativamente autónomas de
la conciencia de los individuos, y que obedecen a una lógica profunda, guiada
por categorías invariantes-inconscientes), hasta las más recientes aportaciones
de la psiquiatría transcultural (que estudia el problema de las desviaciones
individuales en relación con los modelos culturales).
Se fue dibujando de este modo la disciplina de la
antropología cultural, que, a diferencia de la pura etnología, no se contenta
con describir las costumbres de los diversos pueblos, sino que "pone el acento
en las diferencias o semejanzas como problema para el conocimiento de sí mismo,
y por tanto del hombre en cuanto universal" (I. Magli, Introduzione, 5);
distingue, además, la cultura de la civilización, a la que atribuye un
significado más amplio. En el centro de la moderna investigación antropológica
sigue estando el problema de los contactos entre culturas diversas. El fenómeno
puede asumir históricamente tanto un aspecto pacífico (como
transmisión-recepción recíproca) como un aspecto conflictivo (bien como
imposición desde fuera, bien como defensa de la propia identidad que se
considera de algún modo amenazada); en todo caso requiere una capacidad de
intercomunicación tal que no induzca ni a la abdicación de sí ni a la
intolerancia del otro, sino que permita una ósmosis eventual que pueda
desembocar en nuevas síntesis culturales.
Desgraciadamente, en este terreno parece ser que no se ha
fijado aún un vocabulario unívoco, especialmente en lo que se refiere a los
términos "aculturación" e "inculturación". Cada uno de estos dos términos, en la
literatura específica, puede verse referido o bien a la adquisición subjetiva de
una cultura personal o bien a la adaptación objetiva de un individuo o de un
grupo a la cultura de otro ambiente o de otro pueblo (incluso la Enciclopedia
Europea III, 956, entiende el primer término en el sentido negativo de una
absorción cultural de cuño occidentalizante y destructivo de las diversas
características étnico-culturales).
En el ámbito de los textos eclesiásticos conviene señalar
que, mientras que el Vaticano II recurría solamente a los términos adaptatio
y accomodatio (cf, p.ej., AG 22), la palabra "inculturación" se usó por
primera vez en el Mensaje al pueblo de Dios (n. 5), del Sínodo de los
obispos de 1977; pero ya en 1953 el misionólogo P. Charles había empleado la
palabra "aculturación" incluso en el título de un estudio [/Bibliografía]. Cada
uno de los dos términos se utiliza en el actual lenguaje cristiano en relación
con la evangelización y en el contexto de la obra misionera. Se entiende
entonces una praxis eclesial que, partiendo del conocimiento y de la aceptación
de culturas diferenciadas, reconoce la posibilidad de injertar en ellas el
germen del evangelio, de forma que, sobre la base de una fecundación mutua, se
realice tanto una auténtica encarnación del evangelio como una fructuosa
regeneración de la cultura respectiva.
Esto supone una concepción preliminar del evangelio (y de
los conceptos correlativos de palabra de Dios y de fe) como una realidad no
vinculada a priori
a un determinado modelo cultural,
sino hasta tal punto trascendente y formal que pueda conjugarse con las más
variadas expresiones de la cultura humana. Al mismo tiempo, el mensaje cristiano
es comprendido de antemano como destinado no ya a sobrevivir en una especie de
limbo desencarnado o, peor aún, a oponerse o yuxtaponerse polémicamente a los
diversos fenómenos culturales, sino a descender y a mezclarse con ellos lo mismo
que la sal en la comida (cf Mt 5,13), como la levadura en la masa (cf Mt 13,33),
como la semilla en la tierra (cf Jn 12,24). Juan Pablo II, durante su viaje a
Africa en mayo de 1980, dijo al episcopado de Kenya: "La aculturación o
inculturación que vosotros hacéis bien en promover será realmente un reflejo de
la encarnación del Verbo cuando una cultura, transformada y regenerada por el
evangelio, produzca desde su propia transición expresiones originales de vida,
de celebración, de pensamiento cristiano". En efecto, la empresa no es de poca
monta, y el interrogante en que se basa no es ciertamente académico. Están
implicados en él ciertos aspectos que interesan tanto a la vida de la Iglesia en
general como a la de cada bautizado. Si se piensa que el mensaje cristiano ha
caído del cielo como un meteorito, ya definitivamente confeccionado incluso
antes de tocar la historia, entonces las relaciones Iglesia-mundo sólo se
considerarán en términos de diversidad inconciliable, si no de choque y de
conflicto, y en definitiva de rechazo. Pero si se piensa que las mismas culturas
humanas han contribuido históricamente de alguna manera a la formulación
(formación) de este mensaje, entonces no sólo se descubre la dignidad nativa de
las mismas culturas, sino sobre todo la necesidad imprescindible de una actitud
dialógica, que no es táctica, sino que expresa una mutua disponibilidad
requerida por la naturaleza de las cosas y que tiende a un enriquecimiento
mutuo.
Es precisamente esta segunda posibilidad la que persigue la
revelación divina, tal como vamos a verificar ahora en el nivel bíblico.
II. BIBLIA Y CULTURAS. Según el
cristianismo, la Biblia no es un libro increado y celestial, dictado por un
arcángel (cf la concepción musulmana del Corán), ni una tórah en la que
cada signo gráfico tiene un valor teológico, sino que es la transcripción de la
revelación de Dios (y de la experiencia que se realizó de ella), la cual obró
por medio de unos hombres escogidos, según las condiciones históricas y sociales
de la vida humana (cf DV 12: "per homines more hominum"). El contexto inmediato
en que se llevó a cabo esta revelación es el del pueblo de Israel y el de la
primitiva comunidad cristiana. Pero el cuadro de conjunto es mucho más vasto. El
mismo Yhwh es confesado como "Dios del cielo y de la tierra" (Gén 24,3), y por
tanto no definible dentro de los límites de un solo pueblo
(¡cf incluso Am 9,7!). Por lo demás, la categoría bíblica de "gentes" o
"naciones", aunque usada ordinariamente en sentido polémico, califica el marco
histórico-cultural dentro del cual vivió siempre Israel codo con codo con otros
pueblos, sin recorrer un propio pasadizo aséptico ni encerrándose en un gueto
[/Escritura; /Exégesis bíblica].
En el comienzo de la carta a los Hebreos leemos que Dios
habló a los padres antiguos "muchas veces y en diversas formas"
(polymerós kai polytrópós),
en donde los dos adverbios griegos aluden a una comunicación divina, realizada,
respectivamente, de forma gradual (o sea, no toda de golpe, sino respetando los
ritmos históricos del devenir humano) y en formas diversas (o sea, sin
vincularse a un solo género de comunicación, sino con una versatilidad tal que
no excluye ningún vínculo cultural). De este modo se combinan conjuntamente el
autor divino de la "palabra" y el lenguaje humano que le da expresión. El libro
del profeta Isaías, aunque en términos poéticos, captó muy bien la complejidad
de este hecho, que no es unidimensional: "¡Derramad, cielos, el rocío, y lluevan
las nubes la victoria! Abrase la tierra y produzca la salvación; brote también
la justicia: yo, el Señor, lo he creado" (Is 45,8). La revelación divina es
precisamente el fruto de esta conjunción, de una cooperación entre el cielo y la
tierra. Y cuando el cuarto evangelista proclame que "el Verbo se hizo carne" (Jn
1,14), expresará ciertamente la típica fe cristiana en la encarnación del
Lógos divino en Jesús de Nazaret; pero podrá también entenderse
analógicamente en relación con la sucesión de variedades y de modos con que Dios
se comunicaba desde hacía tiempo con los hombres. Hasta el punto de que san
Justino, en el siglo ti, podrá sorprendentemente escribir: "El es el Lógos
del que participó todo el género humano; y los que vivieron según el
Lógos son cristianos, aunque fueran juzgados como ateos, como entre los
griegos Sócrates y Heráclito y otros como ellos" (/Apología
46,2-3).
Pero, quedándonos estrictamente en el ámbito de la
tradición bíblica, Juan Pablo II, dirigiéndose a la Pontificia Comisión Bíblica
el 27 de abril de 1979, afirmaba que, aun antes de hacerse carne, "la misma
palabra divina se había hecho lenguaje humano, asumiendo los modos de expresarse
de las diversas culturas, que desde Abrahán hasta el vidente del Apocalipsis han
ofrecido al misterio adorable del amor salvífico de Dios la posibilidad de
hacerse accesible y comprensible a las diversas generaciones, a pesar de las
múltiples diversidades de sus situaciones históricas". Esto es verdad incluso
solamente a nivel lingüístico-léxico y literario, por lo que la palabra de Dios
adoptó las lenguas humanas que ya existían, desde el hebreo hasta el arameo y el
griego (comprendidas sus variaciones históricas) y los diversos géneros de
hablar propios de los diferentes momentos y ambientes culturales (como la
historiografía, la narración popular, la poesía, el género legislativo, el de
los anales, sapiencial, epistolar, apocalíptico) para hacerse comprender
adecuadamente del interlocutor humano. No es que las tres lenguas mencionadas o
los géneros literarios citados sean de suyo realidades "divinas", ya
que pertenecen por completo al genio de la expresividad humana, sino que frente
a la utilización bíblica vale la constatación atónita del Deuteronomio: "En el
desierto el Señor, tu Dios, te sostenía, como un padre sostiene a su hijo,
durante todo el camino recorrido hasta llegar aquí" (Dt 1,31; cf Os 11,3-4).
Así, en la historia bíblica, las culturas sucesivamente
nómada, fenicio-canana, mesopotámica, egipcia, hitita, persa, helenista; y
luego, para el NT, la cultura judía (tanto del judaísmo palestino como del de la
diáspora helenista) y la grecorromana y gnóstica fueron sirviendo en cada
ocasión a la revelación de aquella verdad que Dios quiso que se consignara en
los libros sagrados nostrae salutis causa (DV 11). Es toda una serie de
modelos culturales, cada uno de los cuales dio su aportación a la formación del
patrimonio ideal propio de la Biblia, aunque hay que decir que su fisonomía
típica está aún más allá, no sólo de las aportaciones particulares, sino incluso
de su suma [/infra, III]. Presentamos ahora algunos ejemplos para
ilustrar las conexiones que ha habido por una parte entre el pueblo de Israel y
las primeras generaciones cristianas, y por otra los diversos ambientes
culturales con que entraron en contacto en los sucesivos momentos históricos.
Esta exposición seguirá el hilo de las diferentes culturas que fue encontrando
la palabra de Dios en su camino.
1. ANTIGUO
TESTAMENTO. a) Cultura
nómada. La cultura nómada representó la
experiencia histórico-social más antigua de Israel (cf Dt 26,5) y dejó en su
identidad, incluso religiosa, algunos elementos no ciertamente secundarios.
Podríamos citar ya el mismo tema del camino, que sigue siendo fundamental a
partir de 1 Abrahán (cf Gén 17,1: "Camina según mi voluntad y sé perfecto")
hasta la antigua designación del cristianismo como hodós = "sendero,
camino" (cf He 9,2; 19,9.23). Un dato específico y concreto es la costumbre de
la circuncisión (propia todavía de algunos pueblos primitivos africanos, aparte
de los árabes): entendida algún tiempo como rito prenupcial (de lo que quizá sea
una supervivencia Ex 4,25-26), se transformó más tarde en rito de alianza
con Dios mismo (cf Gén 17,10-14). Todavía es más importante el sacrificio del
cordero pascual, que parece hundir sus raíces en una celebración de los pastores
en primavera para proteger la trashumancia de los rebaños (cf Éx 12,1-14; quizá
5,1 [/Pascua I-II]).
b) Cultura fenicio-cananea.
Dejó numerosas huellas en la configuración del
pueblo de Israel a partir de su sedentarización en la tierra de Canaán y de la
asunción de su cultura urbana y agrícola. Precisamente la agricultura está en el
origen de las tres grandes festividades litúrgicas, cuando todos los varones
tenían que comparecer ante el Señor en su santuario: la fiesta de los "ácimos" o
massót, la fiesta de la "siega" o gasir (llamada luego de las
"semanas" o .sebuót, o también de pentecostés) y la fiesta de la
"cosecha" o asif (llamada luego de las "chozas" o sukkót):
correspondían en líneas generales al comienzo de la primavera, del verano y del
otoño, y por eso estaban vinculadas al ciclo de las estaciones (cf Ex
23,15-16; Lev 23,4-22; sólo en un segundo tiempo y en momentos distintos se
pusieron en relación con los sucesos históricos fundamentales del éxodo).
También el "sábado" es ya un nombre que se le daba al descanso del séptimo día
entre los semitas de Canaán septentrional (Ugarit), quizá como reinterpretación
de los antiguos días nefastos que ponían ritmo al mes lunar (así H. Cazelles),
aun cuando la interpretación israelita está inspirada en la fe yahvista (cf Gén
2,2-3; Ex 31,12-17).
Lo mismo hay que decir del nombre divino de 'El,
venerado como dios supremo del panteón cananeo-fenicio. En cuanto al nombre de
Yhwh, si es gratuito (como alguien ha dicho) verlo atestiguado ya en el tercer
milenio a.C. en Ebla, basándose en los recientes descubrimientos de las
tablillas de Tell el-Mardik (Siria), en cambio se discute su eventual origen
premosaico de las poblaciones de los kenitas o de los madianitas (entre
Palestina del sur y Arabia del norte). También el nombre divino de Baalpasó a
formar algunos nombres de persona israelitas (cf l Crón 8,33-34). Probablemente,
también la estructura arquitectónica del templo de Jerusalén está inspirada en
los templos paganos cananeos o sirio-fenicios (documentada además por la
presencia de obreros de Tiro, de Sidón y de Biblos durante su construcción: cf
1Re 5,15-32). Un elemento de especial importancia es la asunción de la lengua y
de la escritura fenicias, de la que el hebreo no es más que una variante, que en
Is 19,18 es llamada incluso "la lengua de Canaán", sometida posteriormente a su
evolución autónoma. Como apéndice, hay que señalar que durante cierto período
los hebreos dependieron por completo del progreso técnico-cultural de los
filisteos, pueblo de importación en el suelo cananeo, vecinos y enemigos
mortales de los israelitas: "En todo el territorio de Israel no había ni un
herrero", y por eso "los israelitas tenían que ir a los filisteos para afilar
cada uno su reja, su azadón, su sierra y su hoz" (1Sam 13,19-22) [/Liturgia y
culto I].
c) Culturas mesopotámicas.
Las culturas sumerio y asirio-babilónica no fueron tampoco extrañas a la
constitución del patrimonio teológico de Israel, teniendo además en cuenta el
hecho de que el clan de Abrahán procedía de allí (cf Gén 11,27-12,1), y que más
tarde, en la época de la monarquía, Palestina se vio sujeta a aquellos imperios.
Aquí hay que tener en cuenta ciertas costumbres patriarcales, como la unión de
Abrahán con la esclava Agar (cf Gén 16), que es conforme con el derecho
establecido en la primera mitad del siglo xvin a.C. por el código de Hammurabi (cf
VIII, 40-59 = § 146; XII, 60-89=§ 171). Sobre todo hay que recordar los grandes
poemas babilonios del Enuma eli. , de Gilgames y de Atrahasis,
que han influido de varias maneras en la redacción de los primeros capítulos
del Génesis, es decir, en el replanteamiento de los grandes temas de la
cosmogonía, del hombre, del pecado, del diluvio, relativos al origen de la
humanidad, aunque su patrimonio mitológico pasó a través del filtro purificador
de la fe monoteísta típica de Israel. Además, no es improbable que en el fondo
del célebre capítulo 53 del libro de Isaías esté la fiesta babilonia del
akitu, o sea, del comienzo de año, cuando el rey era humillado para verse
luego integrado en sus funciones, con la consiguiente influencia en la
descripción de la figura del siervo doliente de Yhwh. También se puede aludir,
aunque sea como elemento secundario, a los monstruos asirios alados, medio
hombres y medio animales, llamados karibu = "querubines", colocados
incluso en el sancta sanctorum del templo de Salomón (cf l Re 6,23-29), a
pesar de la fuerte prohibición del decálogo de hacer imagen alguna de seres
creados (cf Ex 20,4s). Finalmente, no hay que olvidar la presencia en el
texto bíblico (cf Tob 1,21s; 2,10; 11,8; 14,10) del sabio Ajicar, ministro de
los reyes Senaquerib y Asaradón, al que se le atribuye una colección sapiencial
(Máximas de Ajicar), célebre en la antigüedad y afín a algunas partes de
los libros bíblicos de los /Proverbios y del /Sirácida. Habría que recordar
igualmente los diversos descubrimientos arqueológicos que atestiguan los sucesos
acaecidos entre los hebreos y los asirios (cf el obelisco negro de Salmanasar
III, que reproduce el homenaje prestado por Jehú, rey de Israel; el prisma
hexagonal de Senaquerib, que atestigua el asedio de Jerusalén el 701 a.C.; las
tablillas cuneiformes babilonias, que mencionan la conquista de Jerusalén y la
presencia del rey Joaquín en Babilonia).
d) Cultura egipcia. Ofreció una aportación de
especial importancia a la historia sagrada, bien porque Israel sufrió su
influencia durante su servidumbre en Egipto, bien porque hasta David todo Canaán
pertenecía a la esfera de influencia de los faraones, y también porque se
trataba de una cultura tan rica y espléndida que irradiaba inevitablemente y con
fuerza sobre las poblaciones de la cuenca oriental del Mediterráneo. Según
muchos autores, el mismo nombre de /Moisés (en contra de la etimología popular
propuesta en / Éx 2,10) es de origen egipcio y significa "hijo de", con
supresión de un nombre divino del que inicialmente podía ser portador (cf Tut-moses,
Ra-moses). También es interesante que sea precisamente el Egipto de la XIX
Dinastía el que ofrece el testimonio más antiguo de nombre de Israel,
obviamente en jeroglífico, que puede fecharse por el año 1230 a.C. (en la estela
del faraón Merneptah, encontrada en Tebas en 1897), aunque no es fácil precisar
en qué consistió su destrucción, de la que nos habla el texto. Hay que recordar
además la praxis de la "unción" del rey (que está incluso en el origen de la
formulación de la esperanza mesiánica); significaba ya en la época
preisraelítica la sumisión y la representación de los diversos reyes cananeos
ante el faraón (cf las cartas de El-Amarna, del siglo xtv a.C.). También la
administración del nuevo reino constituido por David y Salomón parece reflejar
las estructuras de un modelo egipcio, particularmente en lo que se refiere a la
figura de los escribas de la corte (cf 2Sam 8,15-18;1 Re 3,1; 4). No hay que
olvidar tampoco que un salmo entero (el 104) es un eco del célebre Himno al
Sol del faraón Amenofis IV Akenaton (siglo xiv a.C.), que había intentado
una reforma religiosa en sentido henoteísta, atacada y luego aplastada por sus
sucesores. Parcialmente comparable con la personificación bíblica de la
sabiduría es la diosa Maat, que personifica la justicia-verdad y el orden
universal, es decir, la ley divina que gobierna el mundo. Por tanto, no hay que
asombrarse de que, además de los numerosos contactos de estilo y de contenido de
la literatura sapiencial bíblica con una producción análoga del país de los
faraones, haya incluso una sección entera del libro de los Proverbios
(22,17-24,22) que hace eco a una composición egipcia llamada Sabiduría de
Amenemope (de los siglos ix-viii a.C.), que instruye en términos paralelos
sobre diversos aspectos de la vida concreta (relaciones con los poderosos, la
corrección de los jóvenes, las relaciones con la mujer, el uso del vino, el
trato con los malvados).
e) Cultura hitita. Tampoco
la antigua, y en parte misteriosa, cultura hitita fue extraña a la tradición
bíblica. Ligada al imperio homónimo (con Hattusas por capital en el centro-norte
de Anatolia), que desapareció prácticamente sin ninguna explicación aparente por
el 1200 a.C., parece ser (según algunos autores, como Mendenhall, K. Baltzer,
D.J. McCarthy) que dejó algunas huellas muy interesantes en la misma formulación
de la /alianza entre Dios e Israel. Las páginas en cuestión son esencialmente el
/ decálogo (cf Ex 20,1-17; Dt 5,6-22) y algunos textos de renovación o de
ratificación del pacto (como Jos 24,1-28). El punto de comparación son los
llamados tratados hititas de vasallaje (que, por otra parte, deben insertarse en
el marco más amplio de la realidad jurídica del antiguo Oriente, incluso del
período poshitita), donde es posible encontrar elementos estructurales análogos
del formulario, sobre todo el prólogo histórico, la declaración fundamental, las
determinaciones particulares. Esto no significa establecer necesariamente una
vinculación genética entre los dos ámbitos: "Los científicos no usarán
fácilmente formas literarias como argumentos para señalar fechas... Con ello,
sin embargo, no hay que negar ni mucho menos que el formulario del tratado haya
influido en el AT" (D.J. McCarthy, Per una teologia del Patto nell AT,
Turín 1972, 48). De todas formas, la comparación pone de relieve que la
exigencia preceptiva de determinados comportamientos morales se explica
solamente a partir de intervenciones precedentes, puramente gratuitas, por parte
del soberano-Dios en favor de su pueblo.
f) Cultura persa. También
hemos de tomar en consideración la cultura persa, con la que entró en contacto
Israel a partir de la conquista de Babilonia por parte de Ciro (en el 539 a.C.)
hasta la sumisión del país por parte de Alejandro Magno (332 a.C.). Se trata de
un período histórico que, a pesar de los libros bíblicos de /Esdras y Nehemías,
no es muy conocido; tampoco es muy fácil señalar qué tipo de ósmosis cultural se
verificó en sus contactos respectivos. Por ejemplo, es posible observar que
durante la época persa aparece en la Biblia un nuevo título dado a Yhwh: "Dios
del cielo" (Esd 1,2; 5,11; 6,9; Neh 1,4-5; 2,20; cf simplemente "Cielo" en lMac
3,18.19.22.60; 4,24.55); pero es difícil decir si este título tiene alguna
conexión con el zoroastrismo. De mayor importancia, pero objeto de discusión, es
la hipótesis de algunos autores, según la cual la fe bíblica en la resurrección
de los muertos tendría igualmente raíces persas. Realmente, en las fuentes
iranias hay que distinguir entre los "Himnos" (Gathas) de Zaratustra, en
donde está ausente la fe en la resurrección, y las partes más recientes del
Avesta, en donde se habla de ella (cf Yast 19,11.89). La noticia
sobre este artículo de fe nos la dan sobre todo las fuentes griegas (cf Herodoto,
3,62; Plutarco, De Is. et Osir. 47; Diógenes Laercio, 1,9), que se lo
atribuyen al patrimonio ideal de la tribu de los magos; también el culto a
Mitra, difundido por el imperio romano y de origen iranio, parece ser que
comprendía esta misma fe (cf Tertuliano, De praescr. haer. 40). Pero
resulta difícil afirmar una derivación de esta fe bíblica de Persia (bien sea de
los aqueménides o bien de los partos). Sin embargo, es posible notar una
coincidencia: en Israel esta fe es más tardía, es decir, toma forma en el
período posterior al destierro.
g) Cultura helenista.
Representa al último interlocutor con el que el AT entró históricamente en
contacto. Después de las fulgurantes empresas de Alejandro Magno (muerto en
Babilonia el 323 a.C.), la espléndida cultura griega se propagó y se implantó
por toda el área del próximo Oriente. Fueron dos las áreas geoculturales en
donde Israel tuvo que enfrentarse con ella: Palestina y Egipto; y en cada uno de
los dos casos las actitudes fueron distintas y hasta opuestas: respectivamente,
de rechazo y de asimilación. En Palestina, como reacción frente a los intentos
de colonización cultural-religiosa del seléucida Antíoco IV Epífanes, tomó
cuerpo la gloriosa resistencia de los t Macabeos (cf 1-2Mac), que llevó a la
recuperación de la independencia del país. No obstante, el hecho no fue tal que
impidiera la infiltración del helenismo en la tierra de Israel (aunque con la
oposición de los fariseos), como resulta de la difusión de la lengua griega (cf
ya los óstraka de Khirbet el Kóm, al oeste de Hebrón, del siglo nt a.C.)
y de nombres griegos (p.ej., Jasón, Alejandro, Andrés, Felipe...); de la
declaración de un presunto parentesco entre los judíos y los espartanos (cf 1
Mac 12,6-23); de la influencia del griego en los mismos libros sapienciales
bíblicos de / Qohélet y del Sirácida (cf M. Hengel, Judentum, 199-275), y
de las actitudes filohelénicas de los asmoneos.
Pero la simbiosis cultural se verificó como fenómeno
realmente llamativo en Egipto, y especialmente en Alejandría. Aquí el /judaísmo,
que se había implantado ya bajo los primeros Tolomeos, llevó a cabo una
verdadera ósmosis con el ambiente circundante. Prueba de ello es ya la
traducción de los textos bíblicos hebreos y arameos a la lengua griega (cf los
LXX), de manera que el idioma de Homero y de Platón se utilizó para reproponer
(y parcialmente reinterpretar) los grandes conceptos propios de la fe israelita.
Por su parte, el segundo libro de los Macabeos ofrece una configuración
literaria de cuño helenista (cf 2,23-32; 15,38-39): es él el primero que acuña
el término ioudaismós de evidente talante léxico griego (ib, 2,21),
usando además por primera vez el raro sustantivo ellénismós en el sentido
amplio de vida y cultura griega (ib, 4,13). En el libro de la / Sabiduría
aparece igualmente con toda claridad la idea típicamente griega de la
inmortalidad individual "post mortem"(cf Sab 2,23; 3,4), que anteriormente en la
Biblia estaba solamente sobreentendida y bastante confusa. Con el mismo libro (cf
8,7) entran en el lenguaje bíblico (-cristiano) las llamadas cuatro virtudes
cardinales de la "templanza, prudencia, justicia y fortaleza", de origen
platónico (cf Platón, República IV, 427e-433e). Y no tomamos aquí en
consideración la enorme producción literaria extrabíblica del judaísmo
alejandrino, que va al menos desde Aristóbulo (comienzos del siglo II a.C.)
hasta la novela de José y Aseneth (finales del siglo
I d.C.),
pasando por las grandes obras de Filón el judío.
2.
NUEVO TESTAMENTO.
No menos que en el AT encontramos también aquí este mismo
fenómeno del encuentro cultural entre Jesús y las primeras generaciones
cristianas, por un lado, y el ambiente circundante, por otro. Pero, por motivos
histórico-ideales, es obligado establecer una cuádruple distinción de momentos.
a) Jesús de Nazaret y la cultura judía.
Jesús de Nazaret vivió plenamente inserto en la cultura
judía de su época. En este lugar no tomamos tanto en consideración los factores
de superación y de innovación de la tradición religiosa del judaísmo, a pesar de
que son fuertes e innegables, como más bien los elementos de asunción y de
simpatía con los mismos. Por lo demás, entre estas dos actitudes se da una
relación dialéctica bien expresada en Mt 5,17: "No he venido a derogar la ley,
sino a perfeccionarla". En efecto, se da una continuidad entre Jesús y su
ambiente inmediato (= judaísmo palestino del siglo
1), como lo demuestran muy bien las célebres
antítesis de Mt 5,21-48, en donde se ve claramente cómo él injerta la novedad de
su mensaje en el tronco antiguo y robusto de la tórah de Israel.
Impresiona además el hecho de que, cuando se le pregunta cuál era el primero y
el mayor mandamiento, Jesús contestó citando simplemente y al pie de la letra un
pasaje del AT, sin formular nada nuevo: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas"(Lc 10,27 = Dt 6,5: el sema);
y añadió como segundo mandamiento el amor al prójimo, citando una vez más un
texto del AT: Lev 19,18. Al obrar de este modo (y podríamos aducir otros muchos
casos), Jesús manifiesta que considera igualmente válidas para sí mismo, e
indirectamente para sus discípulos, las Escrituras sagradas del pueblo judío;
véase también la fórmula tan
frecuente "como está escrito" (cf Mc 7,6; 9,13; 11,17; etc.), que no remite a
ninguna otra literatura que no sea la de los libros santos de Israel.
Podrían continuar los ejemplos en relación con el judaísmo
contemporáneo: a partir de la inserción en el marco litúrgico judío (cf la
celebración de las fiestas judías; la asistencia tanto a la sinagoga como al
templo; el conocimiento de la plegaria del Qaddis, que se refleja
parcialmente en el Padrenuestro; la vinculación de la última cena con la
cena pascual judía), y desde la praxis de su manera de enseñar (que hay que
comparar en cada caso con la enseñanza rabínica de su tiempo), hasta llegar al
núcleo de su típica predicación (como el concepto de "reino de Dios", el título
de "Hijo del hombre", la polémica sobre lo puro y lo impuro, la técnica de las
parábolas, cierto material del discurso /apocalíptico y varios loghia
paralelos con la tradición ambiental). Pero también ciertas tomas de postura
originales por parte de Jesús de Nazaret se comprenden mejor sobre el trasfondo
del ambiente, con el que pueden estar en franco contraste (cf, p.ej., el
mandamiento del amor a los enemigos en Mt 5,44, frente al odio vigente en Qumrán,
1QS 1,9-10), pero que sigue constituyendo su horizonte semántico; al contrario,
puede verse la frase sobre la pertenencia irreversible del sábado al hombre en
Mc 2,27, que tiene un claro paralelismo en el antiguo midras rabino
Mekilta Ex 23,13. De forma que no sería ninguna enormidad releer la
afirmación de Jn 1,14 ("El Verbo se hizo carne") con estos términos: "El Verbo
se hizo judío", sin que esto signifique una absolutización de esta cultura (que
de hecho no se realizó: cf infra). Tanto en un caso como en el otro, la
fe cristiana permanece intacta; pero la segunda formulación especifica y
concreta más aún la primera, dado el hecho
indiscutible de que Jesús no nació ni vivió en
Grecia ni en la India ni en otra parte, sino que se ligó a una cultura
determinada, muchos de cuyos elementos —ciertamente no secundarios— han pasado a
ser patrimonio estable e irrevocable de su movimiento (cf Jn 4,22).
b) La Iglesia primitiva frente al judaísmo (palestino y
helenista). También la primitiva comunidad cristiana se vio confrontada por
no poco tiempo con el judaísmo. Como el mismo Jesús, así también todos los
cristianos de la primera hora fueron de origen judío, y cada uno de ellos habría
podido decir junto con Pablo de Tarso a propósito de los judíos: "Mis hermanos,
los de mi propia raza" (Rom 9,3). Pero el judaísmo de las primeras generaciones
cristianas se extendía en dos direcciones: palestina y helenista (que conviene
mantener distintas, aun cuando el primero no se vio ni mucho menos inmune de la
irradiación del helenismo: cf supra). El primero está caracterizado,
aparte de la lengua hebrea o aramea, por la creciente influencia del fariseísmo
rabínico, tendencialmente hostil a la cultura grecorromana; efectivamente,
mientras que una sentencia rabínica posterior admitirá que "por lo que se
refiere a los libros de Homero..., quien los lee es como si leyera una carta"
(Talmud palest., Sanhedrin 10,28a; cf Talmud babil.,
Meghillah 9b: comentando Gén 9,27 se dice que "la cosa más bella que tiene
Jafet [es decir, la lengua griega] tiene que entrar en las tiendas de Sem"), en
el siglo i se justificaba el conocimiento del griego por parte de los familiares
de R. Gamaliel tan sólo "porque mantenían relaciones con el gobierno romano"
(Tosephta Sota 15,8), y en el siglo II el célebre R. Aqiba puso entre
quienes no habrían de tomar parte en el mundo futuro "también a los que leen
libros extranjeros" (Misnah Sanhedrin
10,1; cf Sota 9, 14). El segundo, sin embargo, el
judaísmo helenista, por su misma colocación en la diáspora (occidental), además
de emplear habitualmente la lengua griega, sufrió conscientemente en sus más
ilustres representantes la influencia de la cultura helenista, mostrándose
ecuménicamente abierto, hasta el punto de que Filón de Alejandría hablará un
tanto atípicamente del "santísimo Platón" (Quod omnis probus liber sit
13); pero desaparecerá definitivamente con los primeros decenios del siglo II,
totalmente suplantado, por el primero.
La Iglesia de
los orígenes estuvo en contacto con estos dos
ámbitos del judaísmo de la época y se
vio condicionada por ellos. Sobre todo por las relaciones de simbiosis con el
judaísmo palestino llegó a formarse aquel fenómeno que se llama "judeo-cristianismo".
Este siguió siendo fiel a la tórah de Israel, hasta el punto de que
incluso algunos fariseos se adhirieron al movimiento cristiano permaneciendo
tales (cf He 5,33-39; 15,5; 21,20), por lo que resulta explicable el shock
experimentado en la conversión del centurión Cornelio, que prescindía de las
leyes rituales (cf ib, 10,14.45; 11,2ss); permaneció fiel al templo y a las
oraciones que allí se hacían (cf He 2,46; 3,1; 5,12; 5,20s.25.42); su fe en el
inminente retorno de Jesús, Hijo del hombre, mesías y Señor (cf los títulos
arcaicos cristológicos en He 3,13-15, que no aparecerán ya a continuación en el
NT), parece insertarse en el marco de la esperanza escatológica judía (cf la
invocación aramea Maranathá en lCor 16,22); en él no aparece para nada el
interés por una misión entre los paganos. De manera que la primitiva comunidad
cristiana de Palestina "no se percibió ni mucho menos como una nueva religión
distinta del judaísmo" (J.D.G. Dunn, Unity, 239). Elementos de esta
actitud es posible observar en la redacción de Mt 5,18-19 sobre el valor
insuperable de la "ley"; en la escasa dimensión cristiana de la carta de
Santiago y sobre todo en la difamación del apóstol Pablo (cf 2Cor 10-13; Gál
2s), a quien la secta judeocristiana de los ebionitas rechazó como "rebelde
contra la ley" (en Ireneo, Adv. haer. I, 26,2). Uno de los aspectos que
merecerían una atención particularmente profunda es la influencia del judaísmo
apocalíptico, en especial sobre /Pablo, tal como podría deducirse de una
confrontación entre los conceptos paulinos de "justificación por medio de la fe"
y de "misterio" con los textos de Qumrán.
Por lo que se refiere a la corriente helenista,
cuando el cristianismo salió de las tierras de Palestina, su primer interlocutor
siguió siendo el judaísmo; pero esta vez el de la diáspora, cuyas sinagogas
visitaban normalmente los misioneros cristianos (cf He 9,20; 13,5; 14,1;
17,1.10; etc.). Realmente, ya en Jerusalén la comunidad cristiana de los
comienzos experimentó la presencia de un grupo de convertidos del judaísmo
helenista, cuyo mayor exponente fue Esteban (cf He 6,1), acusado de proferir
"palabras ofensivas" contra el templo y contra la ley (cf He 6,13-14). Pero será
sobre todo en los grandes,centros de Antioquía, Corinto y Efeso donde
el mensaje cristiano sufrirá la influencia del judaísmo extrapalestino, cuya
sede de mayor prestigio era Alejandría. Pensemos solamente en la indudable
influencia de las especulaciones judeo-helenistas sobre la
Sophía y el Lógos de
Dios en la formulación de la fe cristológica, especialmente en Pablo y en Juan.
Los temas correlativos de la preexistencia y de la misión de Cristo, presentes
en estos dos escritores neotestamentarios (cf Rom 1,3; 8,3; Gál 4,4; Jn 1,1.14;
etc.), encuentran su preparación más adecuada precisamente en las elaboraciones
del judaísmo alejandrino sobre los conceptos de sabiduría y de palabra como
hipóstasis divinas (cf Si 24; Sab 9; Filón Alejandrino, De opificio mundi
139; De confusione linguarum 146).
En conclusión, el cristianismo naciente reprodujo dentro de
sí la misma complejidad del judaísmo de la época; con la diferencia de que,
mientras en el campo judío se disolvió el elemento helenista, en el campo
cristiano el que llegó a sucumbir, aunque de forma gradual, fue más bien el
judeo-cristiano (cf, ya en plan polémico, Ignacio de Antioquía, Ad Magnesios
10,3: "Es absurdo tener a Jesucristo en los labios y vivir al estilo de los
judíos; en efecto, no ha sido el cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino
el judaísmo el que creyó en el cristianismo"; véase, por el contrario, el tono
más conciliador de Clemente Romano, Ad Corinthios, passim; pero ya en los
años 80 del siglo 1 el sínodo judío de Yamnia insertó una invocación "contra los
nazarenos y los herejes" en la Plegaria de las 18 Bendiciones: cf Talmud
babil., Berakót 28b-29a). Por eso el cristianismo se desgajará, no sin
traumas, de su innegable tronco judío; y no resulta fácil emitir un juicio de
valor sobre este hecho, que, desgraciadamente, estuvo en el origen de no pocas
incomprensiones y oposiciones, incluso violentas, en los siglos
posconstantinianos.
c) La Iglesia primitiva frente a la cultura grecorromana.
El encuentro con el ambiente pagano grecorromano
se reveló históricamente sumamente fecundo. Ya en los escritos del NT, además de
las innumerables citas de las Escrituras bíblicas, se encuentran también tres
referencias, todas ellas atribuidas a Pablo, a otros tantos escritores griegos:
Arato de Soles, Fenómenos 5 (siglo 111 a.C.; en He 17,28: "Porque somos
de su linaje"); Menandro, Taide fr. 218 (siglo 1va.C.; en lCor
15,33: "Las malas compañías corrompen las buenas costumbres"), y Epiménides de
Creta, fr.1 (siglo vi a.C.; en Tit 1,12: "Los cretenses son siempre mentirosos,
malas bestias, glotones y gandules"). Pero la presencia de la cultura helenista
en el NT ha de medirse no tanto por las citas explícitas de los autores griegos
como más bien por las conexiones objetivas que se encuentran en sus páginas. El
problema, en definitiva, se plantea de manera especial para el epistolario
paulino (y para todo lo que en Hechos se refiere a Pablo, como el discurso en el
Areópago: He 17,22-31); por lo que atañe al cuarto evangelio, el tema del
Lógos hay que confrontarlo con Heráclito y con el estoicismo. Dejando bien
sentado de antemano que se ha de evitar un malentendido bastante difuso,
consistente en confundir
la
influencia del judaísmo helenista con la del helenismo pagano (por lo que
algunos desarrollos cristológicos se atribuyen erróneamente al segundo en lugar
de al primero), es preciso reconocer que los contactos con la cultura del mundo
grecorromano se reducen sustancialmente a tres sectores principales.
En primer lugar, se advierten ciertas afinidades con la
filosofía entonces dominante, que era el estoicismo; todos los más ilustres
filósofos de la Nueva Stoa (L.A. Séneca, Musonio Rufo, Epicteto, Marco Aurelio)
presentan relaciones con algunas ideas del NT, como, por ejemplo, los conceptos
de bastarse a sí mismo, que ya habían defendido los cínicos (cf Flp 4,11); de la
dignidad humana, inherente también a los esclavos y a las mujeres (cf Gál 3,28);
de la relación con las cosas eternas (cf 2Cor 4,17-18); del celibato por una
causa superior (cf 1 Cor 7,35); del amplio contexto unitario y cósmico en que
vive el hombre (cf Ef 4,4-6), y hasta del perdón de las ofensas (cf Lc 23,44).
En segundo lugar, la praxis de los
cultos mistéricos plantea el problema de un
influjo eventual sobre el mensaje de la muerte-resurrección de Jesús. Pero en
esta materia es preciso ser muy cautos; efectivamente, mientras que el tema de
la muerte del dios es bastante marcado (cf Perséfone, Osiris, Adonis, Atis), el
de su renacimiento parece bastante problemático (bien sea porque falta un
vocabulario específico de resurrección, bien porque las fuentes son bastante
tardías y escasas, bien, finalmente, porque en gran medida proceden de la parte
cristiana). Es distinto el tema de una participación por parte de los fieles en
el destino de la divinidad que se venera; y el lenguaje paulino del morir y
resucitar con Cristo podría ser un eco de este trasfondo de las religiones
mistéricas, al menos en su nivel expresivo (cf Rom 6,1-5; Col 2, 18), dado que
los contenidos son muy divergentes; en particular, el concepto paulino de la
comunión sacramental con Cristo (cf ICor 10,14-22) so-lamente puede cotejarse
con el dato helenista de la koinónía con el dios cultual en el banquete
sagrado (cf especialmente Dionisos), estando este tema totalmente ausente de la
tradición bíblica.
En tercer lugar, el culto helenista a los soberanos (que en
el siglo I confluía en el culto al emperador) pudo haber influido en cierta
terminología cristológica sobre todo en los títulos más honoríficos de "Señor",
"Dios", "Salvador" (p.ej., la locución "Dios de Dios", que se encontrará luego
en el símbolo niceno-constantinopolitano, está ya presente en la conocida Piedra
de Roseta del 196 a.C. en relación con Tolomeo V Epífanes:
OGIS 90,10). El problema de la llamada
helenización del cristianismo interesa sobre todo a los siglos siguientes de la
época patrística (cf J. Daniélou, Message), pero desborda el marco de
nuestra exposición.
d) Iglesia primitiva y gnosticismo. Es un
capítulo aparte el que se refiere al gnosticismo; puesto que el gnosticismo no
se considera actualmente como un fenómeno interno de la Iglesia de los
comienzos, sino más bien de origen y de composición bastante diversificados, se
plantea también la cuestión de las relaciones que pueden existir entre sus
doctrinas y el cristianismo primitivo. No se puede negar racionalmente que se
comprueban ciertas afinidades, por ejemplo con el Corpus Hermeticum y con
los manuscritos coptos de Nag Hammadi. Por poner un ejemplo, podemos citar: la
idea del mundo dominado por potencias enemigas (cf 2Cor 4,4; Ef 6,12; Jn 14,30);
el vocabulario dualista "luz-tinieblas", "arriba-abajo", "Verdad-mentira"
(característico de Juan); el concepto de una "venida de Jesús a este mundo"
(Juan); la terminología "psíquico-pneumático" para definir dos categorías
diversas de personas (cf 1 Cor 2,12-15); ciertas tendencias ascético-encratistas
(combatidas en 1Tim 4,3); la idea de la resurrección ya realizada (cf 2Tim
2,18); la mención explícita de los "nicolaítas" en Ap 2,6.16. Pero este he-cho
tiene que considerarse no tanto como expresión de un proto-gnosticismo, sino más
bien como manifestación de un pregnosticismo (pueden verse también estos
elementos gnostizantes tanto en Qumrán como en Filón de Alejandría), dado que
este movimiento, aunque con matices muy diversos, sólo se impondrá de forma muy
llamativa y sistemática en los siguientes siglos n y in. De todas formas, se
percibe que el NT tampoco es extraño a todo este complejo fenómeno cultural de
la antigüedad tardía (aunque de hecho se ponga en alternativa contra él).
III. CONSIDERACIONES FINALES. Así pues, la
revelación bíblica no solamente es progresiva,sino que sobre todo no se lleva a
cabo en una tierra de nadie, no se realiza en un mundo etéreo, no recorre un
camino aséptico y aislado. Al contrario, "encuentra sus delicias con los hijos
de los hombres" (Prov 8,31), manifestando así aquella "incalculable sabiduría de
Dios" (Ef 3,10) que el Señor "derramó sobre todas sus obras, sobre toda carne
con generosidad" (Si 1,7s). La ley bíblica es que Dios, precisamente para
manifestar su philánthrópía (Tit 3,4), interviene "continuamente para
reedificar humanamente al hombre"(G. Ungaretti, Mio fiume anche tu
3,9-10). Hay, por consiguiente, mil hilos que atan la palabra de Dios a las
palabras de los hombres dentro de una mutua compenetración, de tal manera que no
siempre resulta fácil desligar la una de las otras con una indiscutible
precisión.
Por eso mismo se comprende que sea sumamente difícil,
aunque ineludible y precioso, el trabajo de la / hermenéutica bíblica.
Efectivamente, está en juego la distinción entre la variable de las culturas y
la constante del mensaje divino. Por ejemplo, cabe muy bien preguntarse: ¿Hasta
qué punto el fuego inextinguible de la gehenna (cf Mc 9,48) o la imposición del
velo o las mujeres (cf lCor 11,2-16) pertenecen al patrimonio irrenunciable de
la revelación, y no más bien a sus condicionamientos culturales? En el campo
católico, incluso el magisterio eclesiástico es consciente de la complejidad del
fenómeno, dado que sus pronunciamientos autoritativos sobre determinados textos
bíblicos se cuentan con los de-dos de la mano.
En cualquier caso es preciso dar razón de una paradoja
típica, según la cual las personas-acontecimientos-lenguajes históricamente
contingentes son portadores de un mensaje trascendente y absoluto. Lo cierto es
que las culturas pasan (Isaías 40,8diría que "la hierba se seca, la flor se
marchita"; y Pablo en 2Cor 4,7 habla de "vasijas de barro", que no son
ciertamente irrompibles), "pero la palabra de nuestro Dios permanece por
siempre" (Is 40,8); sin embargo, esta palabra sigue estando
indeleblemente caracterizada por sus repetidas inculturaciones. Hablando en
lenguaje escolástico, hemos de decir que, si las culturas son sólo un quo,
lo cierto es que el quod de la revelación llega hasta el hombre
siempre y solamente pasando por su mediación; y la cultura no está con la
palabra de Dios en una relación de mera extrinsecidad, sino de mutua
contaminación. De aquí a hablar de sincretismo en sentido nivelador hay mucho
que recorrer; hoy vemos perfectamente que no tienen nada que hacer las posturas
de comienzo de siglo, las llamadas del movimiento Bibel und Babel (que
querían explicar todo el AT sobre la base de una comparación con las culturas
mesopotámicas) y de la Religionsgeschichtliche Schule (que pretendía
resolver el NT en una óptica totalmente helenista). En efecto, en este punto
habría que recordar la constante preocupación interna de la misma Biblia por
salvaguardar en todas las ocasiones su propia identidad original; pensemos, por
ejemplo, en la insistente y hasta violenta predicación de los profetas en contra
de la idolatría, o en las advertencias paulinas de no conformarse con los
esquemas de este mundo (aun cuando, de todas formas, estas mismas intervenciones
están condicionadas por los lenguajes de la época, respectivamente
deuteronomista y apocalíptico).
Pero es posible deducir con claridad dos consecuencias, al
mismo tiempo diversas y complementarias. En primer lugar, resultan evidentes en
la Biblia el valor y la dignidad de las culturas humanas, puesto que ellas han
sido de hecho capaces de
servir de sostén y. de vehículo a la palabra de
Dios. Esto significa que hay en ellas algo altamente positivo y noble ya a nivel
nativo; según la ley del injerto, tiene que haber cierta homogeneidad entre una
planta y la otra para que la una pueda influir en la otra sin recurrir en un
rechazo. Por eso mismo el Vaticano II proclama que los cristianos "se alegran de
descubrir y están dispuestos a respetar aquellos gérmenes del Verbo que se
esconden en las tradiciones nacionales y religiosas de los otros" (AG 11). En
segundo lugar, es inevitable reconocer la relatividad histórica de las culturas,
sometidas como están a evolución y a cambios intensos, según lo demuestra su
misma pluralidad. En este sentido son espejo del hombre, al que Dios ha creado
no monocorde, sino sumamente variado, a imagen de su propia plenitud de
posibilidades. Por eso, parafraseando un texto paulino, es posible decir que "la
palabra de Dios no está encadenada" (2Tim 2,9) a una sola cultura, sino que
corre libremente (cf 2Tes 3,1), realizando siempre aquello para lo que ha sido
mandada (cf Is 55,11).
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R. Penna
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