SUMARIO: I. Rasgos de la cultura
contemporánea: 1. La homogeneización funcional de nuestro tiempo; 2.
Globalización, pluralismo y relativismo; 3. Destradicionalización y reflexividad
cultural; 4. La vulnerabilidad socio-cultural producida. II. La crisis cultural
de nuestro tiempo: 1. La crisis cultural vista por los neoconservadores; 2. La
inversión de las causas de los teóricos críticos; 3. La sensibilidad posmoderna;
4. Los nuevos movimientos sociales; 5. Religión y cultura contemporánea.
I. Rasgos de la cultura contemporánea
«Las culturas —afirma Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio—,
estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el
dinamismo propio del tiempo humano... Cada hombre está inmerso en una cultura,
de ella depende y sobre ella influye.
El es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece» (FR 71).
Toda acción pastoral y catequética se realiza en un
contexto sociocultural, es una transmisión y educación de la fe situada. No es
necesario caer en ningún determinismo social para reconocer la profunda
influencia del contexto social y cultural a la hora de la transmisión de la fe.
«La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la
cultura del ambiente circundante» (FR 71). Olvidar o desconocer este
condicionamiento es exponerse a sufrir sus influjos sin tener capacidad
reflexiva para reconocerlos. La catequesis actual cada día es más consciente de
estos condicionamientos, y se remite a las aportaciones de las ciencias sociales
para discernir el momento sociocultural en el que tiene que ejercer su función
pedagógica.
Vamos a indicar, de la mano de algunos estudiosos, los rasgos más llamativos de
nuestra situación cultural. Subrayaremos algunas de las consecuencias que se
derivan para la presentación de la fe. Veremos cómo son muchas e importantes.
Pero antes, indiquemos a manera de explicación de términos qué entendemos por
cultura. Cultura es un vocablo empleado con cierta flexibilidad, que
adquiere la connotación generalísima de todo lo producido por el hombre, o del
mundo significativo del ser humano. Desde este punto de vista, la sociedad
humana es contemplada desde la perspectiva del sentido. El concepto adquiere una
determinación mayor cuando entendemos por cultura esas grandes matrices donde se
fragua el sentido social y personal. A su luz se esclarecen los interrogantes
fundamentales del ser humano, considerado individual y colectivamente: de dónde
venimos,
adónde vamos, por qué existimos. Esta es la noción que más nos interesa cuando
indagamos las características culturales de la sociedad moderna o contemporánea.
Tampoco será ocioso decir que, al calificar a la cultura de contemporánea,
estamos poniendo el acento en los rasgos que actualmente vivimos. La
contemporaneidad, sin embargo, es un concepto fluido que se desplaza con el
tiempo y no puede ser fijado de una vez por todas. La contemporaneidad de la que
hablaremos será la de este final de siglo y milenio que nos toca vivir y
tratamos de auscultar.
Veamos ahora los rasgos predominantes de la cultura contemporánea y algunos de
los condicionantes para la pedagogía de la fe.
1. LA
HOMOGENEIZACIÓN FUNCIONAL DE NUESTRO
TIEMPO.
El rasgo más llamativo de las sociedades llamadas modernas es, sin duda, el profundo impacto de
la industrialización y de las prácticas sociales derivadas de una sociedad donde
la tecno-ciencia es uno de los elementos fundamentales. Vivimos inmersos en una
sociedad de artefactos. Y vivimos bajo la creciente influencia de un modo de ver
la realidad que se deriva de la práctica insistente y mayoritaria de la búsqueda
de los medios más adecuados para lograr unos fines u objetivos dados. Es decir,
estamos bajo la influencia creciente de una dimensión de la razón, denominada
racionalidad instrumental o funcional.
Lo importante es darse cuenta de que estas prácticas sociales derivadas del
sistema tecno-económico van tejiendo un mundo cultural lleno de artilugios
mecánicos o electrónicos. Un
mundo artificial, alejado profundamente de la naturaleza y marcado a fuego por
la lógica funcional. De ahí que se vaya configurando una cultura, es decir, unos
modos de ver la realidad, de valorarla y darle sentido.
Se suele denominar objetivismo al tipo de visión de la realidad que acompaña a
este mundo tecnologizado. Un mundo que aparece como una cosa u objeto echado
ahí. La realidad está así formada por un conjunto de cosas y funciones, más o
menos compleja o hipercomplejamente entrelazadas, pero que no poseen otras
dimensiones más allá de las que determinan los análisis objetivos de las
ciencias llamadas naturales y técnicas o aplicadas.
Si observamos este modo objetivista e instrumental de ver la realidad desde el
punto de vista de los valores —tan importantes para el sentido— nos damos cuenta
de que la racionalidad funcional lleva adscrito un determinado tipo de valores:
aquellos que se inclinan hacia el lado de lo funcional e instrumental,
pragmático, utilitario, eficaz, rentable, controlable y mensurable.
Lo más grave de estas prácticas sociales funcionales y del estilo de vida y de
cultura que están configurando es su dinamismo. Tienden a colonizar más y más
espacios, en una suerte de lógica funcional imperialista. Bajo el influjo de
este modo objetivista y funcional de percibir la realidad y la vida, van cayendo
las relaciones interpersonales y actividades tan profundamente humanas como la
educación o la política. Hay una especie de contaminación funcional
generalizada, que no se detiene ante ningún ámbito de la vida humana. Asimismo
este dinamismo funcionalista tiende a mundializarse: no hay cultura que lo
detenga. Y ya hemos indicado que su penetración no es neutra: lleva consigo un
modo causalista, mecanicista y mensurador de ver y tratar con la realidad. De
ahí el enorme impacto de esta cultura tecnológica sobre las sociedades y
culturas preindustriales o pretecnológicas.
Si tras esta breve caracterización de este rasgo fundamental de nuestra sociedad
y cultura de la modernidad contemporánea, quisiéramos apuntar algunas
consecuencias para la religión en general y para la fe cristiana en particular,
a tener muy en cuenta por el catequista y pastor, tendríamos que recordar
fenómenos tales como los siguientes:
En primer lugar, el estrechamiento objetivista de la realidad que hemos
indicado. Lleva consigo una ceguera práctica para ver las dimensiones de
profundidad de la realidad. Dicho de otra manera: la mentalidad y la visión de
la realidad funcionalista sólo ven la superficie mensurable de la realidad. No
advierten que la realidad está dotada de varias capas de profundidad y sentido.
De esta manera, la actitud funcionalista que expanden las prácticas sociales
dominantes en nuestro mundo tienden a eliminar el misterio de la realidad: sólo
existe lo desconocido provisionalmente, hasta que la ciencia lo descubra o
desvele. De aquí que se pueda decir que el objetivismo funcionalista actúa, en
la práctica como un secularizador de nuestra cultura, en el sentido de un
eliminador del misterio y de las predisposiciones mentales para lo religioso.
De esta racionalidad funcional se
deriva una cierta incapacidad para la captación de los símbolos. Estos se
reducen a signos utilitarios con referentes controlables físicamente de alguna
manera. La dimensión de evocación y significación de la trascendencia queda
fuertemente dañada.
Los valores que impulsa la lógica funcionalista, con su énfasis en lo pragmático
y utilitario, presenta también contradicciones para la aceptación de la
gratuidad de la fe, su aparente inutilidad, la exigencia de donación e incluso
de entrega más allá de cualquier aparente ineficacia o no rentabilidad, por no
citar el choque frontal con temas tan centrales de la fe cristiana como la cruz
o el amor incondicional de Dios.
El funcionalismo propicia un tipo de actitud religiosa un tanto mercantil y
eficacista; aunque la eficacia, la buena organización y planificación no
debieran ser dejadas de lado ni en la catequesis ni en ningún tipo de pastoral.
Este rasgo de la homogeneización funcional no es el único de nuestra cultura
contemporánea, pues, como sucede con toda práctica social dominante, provoca
también sus reacciones opuestas. Con todo, el catequista está desafiado a
utilizar, en este tipo de cultura funcionalista, toda una serie de estrategias o
de pedagogía de cultivo del símbolo, en la tarea de profundizar en la realidad y
de iniciar al misterio. Más que en otras épocas, nuestra cultura necesita una
sensibilización al misterio. Quizá algunas de las reacciones neomísticas y
neoesotéricas actuales tengan su raíz en una búsqueda de compensación ante la
tiranía de la racionalidad y la visión funcional.
2. GLOBALIZACIÓN,
PLURALISMO Y RELATIVISMO. La
mundialización de la cultura científico-técnica y de la producción económica no
son las únicas realidades globalizadoras de nuestro mundo. Junto a la técnica y
el mercado se alineán los medios de comunicación de masas. Estos nuevos lazos
electrónicos mundiales nos hacen prácticamente contemporáneos a los hombres de
nuestro tiempo; son los causantes, además, de un profundo cambio del contexto de
experiencia social. Ahora somos verdaderamente contemporáneos a los demás seres
humanos. La historia universal es por primera vez una realidad, merced a la
cercanía y la puesta en contacto de noticias, sucesos, modas, estilos de vida y
de sociedades de los diversos pueblos de la tierra. No tiene nada de extraño que
estemos experimentando lo que empieza a denominarse el efecto a distancia:
la influencia de unos puntos de la tierra sobre otros. No nos referimos
únicamente a la industria automovilística nipona, por ejemplo, sino a las modas
más pasajeras del vestir o de los telefilmes.
Las repercusiones de esta globalización cultural no sólo se perciben en una
uniformización de estilos de vida que imitan el americano: una
macdonaldización de la cultura y la sociedad que amenaza con trivializarnos
o someternos a los dictámenes de la publicidad consumista; se da también un
doble fenómeno unido dialécticamente, y que está apareciendo ya como un
dinamismo de fondo de la cultura actual. 1) Por una parte, la mundialización de
los medios de comunicación nos ha facilitado el tomar conciencia de que cada
pueblo o región es parte de un todo mucho más
amplio. El sentido de relatividad nace al ritmo de esta experiencia de
generalizado provincialismo que todos podemos hacer. 2) Pero al mismo tiempo que
crece nuestro sentimiento de relatividad cultural, de ser el nuestro un modo de
vida, religión o comportamiento humano entre otros, crece también la necesidad
de valorar la tradición en la que he crecido, la religión en la que creo, la
región en la que he nacido o, incluso, la localidad en la que vivo. El
nacionalismo, la valoración de las propias raíces, la diferencia frente a otros,
surge a la par que el relativismo de sabernos uno entre muchos. Vivimos el
descubrimiento de nuestra contemporaneidad en un mundo plural y diferente. El
relativismo y el multiculturalismo hacen aparición como fenómenos concomitantes
en sus versiones sanas o enloquecidas.
Las consecuencias o desafíos de esta situación plural y relativista, a la vez
que afirmadora de una multiculturalidad, no son nada despreciables para la
educación de la fe. El catequista tiene que vérselas con una situación de
mercado, como se la ha denominado en la sociología de la religión; es decir,
ya no puede dar por obvia la aceptación fácil de su visión del mundo, de los
valores y de la fe religiosa. En el clima de pluralismo tiene que ganarse a su
clientela, convencerla de la idoneidad de lo que dice y ofrece. Otro
tanto ocurre en el terreno de los valores y de los comportamientos morales: no
puede acudir a la moral vigente o sociológicamente aceptada.
Se comprende que en este clima de pluralismo y de relativismo florezcan las
tendencias religiosas sincretistas
o, al menos, se tienda a una flexibilidad doctrinal, que si bien sirve para
afinar rigideces dogmáticas, puede conducir a un eclecticismo fácil. Así,
asistimos, como reacción comprensible, a la aparición de corrientes de
afirmación de la tradición, de lo propio, a la vuelta a cierta seguridad y
pureza que puede desembocar en actitudes tradicionalistas o fundamentalistas.
Cuando estas afirmaciones –que no sólo recorren lo religioso, sino lo político,
lo étnico, lo ideológico, etc., pero que se mezclan fácilmente con ello– se
vuelven compulsivas, estamos ante procesos de enfebrecimiento peligrosos.
La catequesis debiera ayudar a aceptar una fe cristiana con convicción, pero sin
rigidez, en una situación pluralista y relativista. En el fondo late el serio
problema personal y social de la identidad en nuestra sociedad. La fe tiene que
colaborar a la constitución de una identidad con contornos definidos, pero
abierta al ancho mundo de hoy. Una tarea difícil, pues, como estamos viendo a
través de los conflictos de nuestro tiempo, quizá el desgarro cultural de
nuestro mundo actual pase por esta doble confrontación que ha quedado brevemente
caracterizada a través de los dos rasgos –más bien un conjunto de rasgos– que
representan la homogeneización funcional, por un lado, y la globalización
multicultural y relativista, por otro. A decir de bastantes analistas sociales,
aquí está la ruptura cultural de nuestro tiempo y la gran tarea de hoy: conjugar
la funcionalidad homogeneizadora en lo instrumental, científico-técnico y
productivo, con la diferenciación cultural y el relativismo. La religión
cristiana
está llamada a
colaborar para suturar este desgarro.
3.
DESTRADICIONALIZACIÓN Y REFLEXIVIDAD CULTURAL. Ahondamos
por esta vía algunos aspectos ya insinuados en el apartado anterior. Una
característica de nuestro tiempo es la mayor reflexividad. No es un dato
derivado de la mayor inteligencia o capacidad de nuestros contemporáneos, sino
de la situación objetiva del pluralismo. En una situación de una pluralidad de
ofertas estamos condenados a tener que elegir, y la elección en libertad demanda
reflexión. Dicho esto, no estamos olvidando las numerosas trampas publicitarias
orientadas a manejar los gustos y, en último término, dirigir la elección en
nuestra sociedad; pero vistas las cosas objetivamente, nos hallamos en una
situación de necesidad de reflexión.
La reflexividad social, como característica de nuestro tiempo, va vinculada
estrechamente al fenómeno, de gran importancia para la religión y el educador
religioso, de la destradicionalización. Con este término se apunta a un fenómeno
típico de nuestra cultura contemporánea: la visión de la tradición como
tradición, es decir, como transmisión heredada de un conjunto de modos y estilos
de vida, valores, comportamiento, ritos, etc., que proseguimos de nuestros
mayores, pero que pudieran ser de otra manera. Justamente este ver la
relatividad de la tradición a la que estamos adscritos es un dato de nuestra
situación actual. No siempre se ha vivido con esta conciencia la herencia de un
acervo cultural. El que hoy día aparezca, quiere decir que, de ahora en
adelante, tenemos que cambiar nuestro trato con la tradición: no desaparecerán las tradiciones, sino que su
defensa y mantenimiento se hará con la consciencia de que son tradiciones. La
reflexión, la argumentación, el dar razones y sopesar ventajas o costes del
mantenimiento de tales o cuales modos tradicionales, será mucho más habitual en
adelante que lo que ha sido hasta nuestros días.
Se comprenderá fácilmente que el catequista y el educador religioso están hoy
ante una serie de graves retos. Están llamados a presentar una fe más razonada y
reflexiva; a aceptar el cuestionamiento de muchas de las prácticas y reconocer
su validez histórica, a la vez que su relatividad; a preparar creyentes que sean
capaces de vivir la fe de un modo más cambiante en sus formas expresivas,
celebrativas, etc., sin que la opción de fe deje de tener toda su seriedad y
consistencia. Tendrá que estar preparado para comprender los brotes de cierta
búsqueda de seguridad, y por ello de aferrarse tradicionalmente a las
tradiciones. Una tarea de este educador religioso, acompañante, colaborador con
otros educadores, será la creación de redes educativas que protejan y
faciliten la apertura del niño o del joven creyente y aun del adulto.
Se comprenderá que en este clima de destradicionalización, y en medio de una
cultura que favorece las opciones individuales, se viva también la tendencia a
afirmar la propia búsqueda más que la herencia recibida. Es decir, estamos
viendo cómo bastantes contemporáneos más que una religión heredada
quieren una religión elegida, encontrada, descubierta e incluso fabricada
con los elementos elegidos por ellos. Esta sensibilidad
hacia una fe personalizada con caracteres individuales es una señal de la época
y está vinculada al fenómeno de la destradicionalización y la reflexividad.
4. LA
VULNERABILIDAD SOCIOCULTURAL PRODUCIDA. La sociedad moderna
actual se ha convertido en un riesgo permanente. Los componentes fundamentales
del dinamismo de la modernidad se han mostrado como una amenaza para la misma
sociedad moderna. Pensemos en la tecno-ciencia y su aplicación a la producción
masiva que puede saquear la naturaleza, contaminar el medio ambiente y destruir
el equilibrio ecológico, poniendo en riesgo la vida misma sobre la tierra; el
militarismo y la carrera armamentista como potencial de destrucción y de
creación de conflictos bélicos; la burocracia del estado moderno con su
formalismo desecador de las relaciones, o los peligros actuales del tráfico, las
transfusiones, etc. Podríamos ir recorriendo de esta manera los denominados
elementos fundamentales de la modernidad, y advertir el rostro amenazador que
conllevan. La modernidad tardía en la que vivimos se ha convertido, de esta
manera, en una sociedad muy vulnerable y plagada de riesgos.
El riesgo ha pasado a ser un componente cultural de nuestras sociedades.
Conviene darse cuenta de la novedad de esta vulnerabilidad: es una amenaza
generalizada, y que no se puede concretar ni aislar, ya que está clavada en la
dinámica de la modernidad misma. Tampoco podemos protegernos frente a ella
desplazando los riesgos hacia una parte del globo o hacia una clase social o un
continente; estas estrategias sirvieron durante la industrialización, pero no hoy. No
existen instituciones o protecciones frente a los riesgos derivados del mismo
proceso de la modernidad. Sólo cabe la autorregulación, el autocontrol y la
restricción inteligente. Advertimos que debemos cambiar de dinámica social. Pero
esta demanda quiere decir que debemos cambiar de estilo de vida, lo cual exige
un cambio de valores y una elevación moral generalizada.
Fácilmente se ve que, en esta situación, la religión puede ser un elemento moral
motivador muy importante para el cambio de sociedad y cultura de un menor riesgo
y una mayor humanización. La fe cristiana está llamada a aportar su contribución
a una responsabilidad, una cooperación y una solidaridad mayores, si es que se
quieren conjurar los riesgos de esta sociedad. Una fe de raigambre profética,
como la cristiana, tiene una especial tarea en esta situación. Pero también
puede servir de falso controlador de las contingencias: brindar, como hacen
algunos nuevos cultos actuales, ofertas evasivas frente al no-control de los
riesgos. Fomentarán un cierto re-encantamiento esotérico del mundo, que actuará
como encubridor o analgésico de una realidad que permanecerá intocada.
II. La crisis cultural de nuestro tiempo
Vivimos bajo la
sensación general de crisis cultural, es decir, de puesta en cuestión de las
respuestas de sentido habituales. Esta experiencia es característica de los
momentos de cambio
o tránsito hacia otra cosa. La crisis es como el umbral de un paso hacia otra
situación, pero sucede que, a menudo, no somos capaces de discernir claramente
lo que se avecina.
Esta misma indecisión se capta mediante las diversas explicaciones que se dan de
la crisis al hilo de las tendencias actuales. Las teorías socioculturales de la
crisis son ellas mismas análisis y posturas frente al problema; de ahí que nos
sirvan como muestras de las diversas visiones actuales sobre la situación social
y cultural. La pluralidad de visiones concuerda en un punto: la crisis cultural
de nuestro tiempo; pero las causas a las que atribuyen el diagnóstico difieren
mucho entre sí, lo mismo que las soluciones entrevistas. Aquí prima una visión
estructural del problema, que muy bien puede verse como complementaria de la
anterior.
1. LA CRISIS
CULTURAL VISTA POR LOS NEOCONSERVADORES.
Es la explicación dominante en un momento de predominio de esta
ideología. El neoconservadurismo, cuyos teóricos más representativos son los
norteamericanos D. Bell, P. Berger, S. Martin Lypset, M. Novak y J. R. Neuhaus,
achaca a la cultura moderna la ruptura o disyunción de nuestra sociedad moderna.
Entiende que esta sociedad está constituida por tres órdenes o subsistemas
sociales: la producción tecno-económica, la política democrática y la cultura
pluralista. La tecno-economía o producción económica bajo el impulso de la
ciencia y la técnica tiene unas leyes determinadas que no se pueden cambiar a
discreción. Exigen, además, un tipo de hombre con capacidad de trabajo, colaboración disciplinada a un proyecto y búsqueda de los medios más adecuados
para obtener con mayor eficacia y rentabilidad el objetivo propuesto. La
política democrática vive bajo los presupuestos de unos ciudadanos con capacidad
de sacrificio en pro de la comunidad, atención a los intereses comunes y
participación responsable. Pero la cultura pluralista, nacida en la modernidad
secularizada, ha sido impulsada por los vientos de una búsqueda de libertad y
realización personal casi sin límites. El modelo era el artista que buscaba su
autorrealización, autoexpresión y goce. Advertimos que la cultura moderna tiende
a la creación de un tipo de hombre individualista, centrado en sí, narcisista y
hedonista.
El diagnóstico, tras esta descripción de la situación, no se hace esperar: tanto
el sistema económico como el político chocan frontalmente con el tipo de persona
y de valores que se proponen y expanden desde la cultura moderna. Si este
dinamismo cultural tiene algo de fascinante para los contemporáneos, no cabe la
menor duda de que estamos ante un sistema cultural con una lógica que socava los
valores de los otros y, a la larga, crea un conflicto en el interior de la
modernidad misma.
Las soluciones avistadas por los neoconservadores son consecuentes con su
diagnóstico: controlar la cultura y devolverla a la situación sometida anterior.
Para ello ven en la religión un gran aliado. La religión judeocristiana podría
ayudar a crear un tipo de moral social que apoye la disciplina, cierto ascetismo
de vida y sacrificio, condiciones tanto para la producción capitalista como para
el
funcionamiento democrático. Incluso, algunos autores (M. Novak) han llegado a
proponer una cierta legitimación religiosa del sistema capitalista democrático,
bajo la égida de un cristianismo que ayude al equilibrio de la sociedad
capitalista.
2. LA INVERSIÓN
DE LAS CAUSAS DE LOS TEÓRICOS CRÍTICOS. LOS teóricos
críticos (A. Touraine, J. Habermas, C. Offe, A. Giddens...) aceptan que estamos
viviendo momentos de desorientación cultural. Pero no ponen el acento en la
cultura como el lugar del tumor social de la modernidad actual, sino en los
otros dos subsistemas de la modernidad, es decir, la economía y la política. Los
neoconservadores señalarían bien los efectos, pero mal las causas. Especialmente
los neoconservadores parecen ciegos a las consecuencias culturales inducidas por
un sistema tecno-económico que desarrolla unas prácticas sociales centradas en
la lógica funcional y en los valores adecuados a su funcionamiento, como son la
eficacia, el utilitarismo, la rentabilidad, etc. Aquí está la raíz del mal de la
cultura moderna, que queda seca y agostada por este funcionalismo y por las
relaciones comerciales que se expanden desde la mundialización del mercado. En
estas condiciones no crecen ni las tradiciones ni las actitudes proclives a la
solidaridad, la generosidad, la preocupación por los demás, la responsabilidad
por el bien común. Se desatan más bien actitudes consumistas, competitivas,
individualistas e insolidarias.
La propuesta de solución será controlar el sistema productivo, la lógica
funcionalista, elevar la moralización
hacia una
responsabilidad ciudadana mayor y más generalizada, como condición de un cambio
de estilo de vida. De ahí que la política orientada por estos valores será
fundamental para tal cambio, así como las motivaciones para una elevación moral.
Aquí tiene su lugar un cristianismo con sensibilidad profética y crítica,
impulsor de una cooperación ciudadana responsable.
3. LA SENSIBILIDAD
POSMODERNA.
«Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la
posmodernidad. Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy
diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores
nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios
significativos y duraderos» (FR 91). Es una de las visiones actuales acerca de
los problemas de la modernidad. Ha llegado a ser, más que el mero diagnóstico de
unos intelectuales (J. F. Lyotard, G. Vattimo, R. Rorty...), la expresión de un
malestar ante la sociedad y cultura de la modernidad tardía que nos toca vivir.
La posmodernidad se caracteriza por su increencia en los mitos que ha forjado la
modernidad: el mito liberal de la sociedad opulenta, o el socialista de la
sociedad igualitaria y sin clases, o el de la democracia libre occidental, o
bien, los mitos más intelectuales de la razón ilustrada y la eliminación de todo
mito y superstición mediante la educación, etc. Todas estas expectativas se han
demostrado falsas; la misma realidad de los hechos se ha encargado de demostrar
su falsedad. No hay que creer, por tanto,
en la objetividad de ninguno de los grandes relatos o visiones de la modernidad.
La posmodernidad es el adiós sin nostalgias a dichos metarrelatos o visiones
totalizantes que, además, como ha sido testigo nuestro siglo, han funcionado
como grandes religiones secularizadas de efectos totalitarios y mortíferos. Para
la posmodernidad lo que hay que cambiar es el proyecto moderno: la totalidad de
la cultura moderna estaría desenfocada.
La salida avistada corre por el camino de los muchos y pequeños relatos o
proyectos de sentido: la aceptación de un relativismo cultural y de valores que,
prácticamente, declara temporales, coyunturales y rescindibles todos los
sentidos de la vida. El desafío de este relativismo para la fe cristiana es muy
serio. Puede aportar la recuperación de una dimensión más estética y menos
logicista y funcionalista de la vida, con lo que se abre al símbolo y a la
profundidad inagotable de la realidad; pero puede desembocar fácilmente en un
consumismo de sensaciones y un relativismo propicio para los sincretismos
religiosos del tipo de los nuevos cultos. La tarea con la que se enfrenta el
educador es la de aprovechar el potencial crítico frente a los malestares y
miserias de la modernidad, sin vender a bajo precio los valores transmitidos por
esta. La contaminación posmoderna tenderá a acentuar las dimensiones
experienciales, afectivas, estéticas de la fe cristiana, con olvido o alergia
hacia las crítico-intelectuales y político-estructurales.
4. Los
NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES. Otra visión de la sociedad y la cultura actuales,
hecha corriente social de nuestro tiempo, es la que se ha agrupado bajo el
denominador de nuevos movimientos sociales. Una pluralidad de tendencias
que reaccionan contra las contradicciones de la modernidad. Para esta
sensibilidad, que agrupa en su seno tendencias tanto emancipadoras como
puramente de resistencia y aun evasivas, el malestar de la modernidad es
cultural. El conflicto, dirá su diagnóstico, no es tanto económico y de justicia
distributiva –aunque sigue existiendo–, cuanto cultural o de estilo de vida. Se
trata de cambiar de gramática de la vida, de comportamientos, de valores, de
expectativas. En vez de estar centrados en el desarrollismo, la productividad,
la competitividad, la superación del otro (nación, ideología, sexo, raza...) por
la fuerza, opta por ofrecerle nuestro reconocimiento y cooperación. Es decir,
para los nuevos movimientos sociales hay tres dinamismos malsanos en la
modernidad: 1) el productivismo que amenaza el equilibrio ecológico; 2) el
militarismo que está en la base de la proliferación de los conflictos armados y
su solución violenta, y 3) el patriarcalismo con su minusvaloración y el
sometimiento de la mujer.
El problema es cultural y la solución propuesta
camina por un cambio de valores y actitudes que produzcan un nuevo tipo de hacer
política, de relaciones con la naturaleza y de confianza recíproca entre los
sexos, razas, culturas, etc. Estos nuevos movimientos han desarrollado formas de
actuación social donde la fluidez de la organización, la espontaneidad y la
fantasía, tienen un gran puesto. Se discute si precisamente estas formas
de actuación social, opuestas a las
procedentes de la razón funcional y la burocracia modernas, pueden aportar un
cambio real o son sólo formas de expansión de una sensibilidad.
El influjo de los nuevos movimientos sociales en los creyentes —jóvenes y cultos
de mediana edad— y la inspiración cristiana de algunos de los movimientos
eco-pacifistas, está fuera de toda duda. Estamos ante una corriente social donde
se dan cita las generosidades mayores en pro de un servicio y una solidaridad en
favor de los pobres de este mundo y de un cambio de vida más humano. El
movimiento de voluntariado social no está ajeno a esta sensibilidad. Por estas
razones, el educador y catequista cristiano debiera ser muy sensible a este tipo
de manifestaciones y aprovechar su atractivo para una educación en la
solidaridad, el compromiso social y político y la vivencia encarnada de la fe;
en realidad, deberá acompañar un caminar no exento de frustraciones,
ambigüedades y huidas.
La diversidad de tendencias y diagnósticos nos proporciona un pluralismo de
visiones de la realidad cultural contemporánea donde late la sensación de
disgusto y tránsito hacia otra cosa, al mismo tiempo que nos indica que la
realidad se ve de forma diferente dependiendo de la implicación y valores de
quien la mira.
5. RELIGIÓN Y CULTURA CONTEMPORÁNEA. Las relaciones
de la religión con la cultura contemporánea son ambiguas. Están atravesadas por
las tensiones y mutuas incomprensiones que la historia de la modernidad ha
deparado. Desde el Vaticano II se advierte
un reconocimiento mutuo mayor, pero todavía estamos lejos de tener unas
relaciones fluidas. Por ambas partes hay razones para la desconfianza. Debemos
mantener el espíritu crítico, al mismo tiempo que evitamos cualquier
legitimación o descalificación masivas.
La fe cristiana está desafiada a ofrecer su valiosa colaboración para una
humanización de esta sociedad y cultura (cf FR 92ss). «En este contexto se
comprende bien por qué tiene también un notable interés la referencia a la
catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse a la
luz de la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para
la persona. La catequesis, que es también comunicación lingüística, debe
presentar la doctrina de la Iglesia en su integridad, mostrando su relación con
la vida de los creyentes. Se da así una unión especial entre enseñanza y vida,
que es imposible alcanzar de otro modo. En efecto, lo que se comunica en la
catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el misterio del Dios
vivo» (FR 99). No será fácil esta tarea, en un momento en el que predominan las
teorías de la modernidad, que tienden a ver las tradiciones religiosas como
premodernas, autoritarias y caducas. El catequista deberá hacer valer las
aportaciones de la tradición bíblica, concretamente cristiana, a este hoy en
reconocida crisis cultural: una•tradición religiosa que se niega
a mitificar el sufrimiento y la injusticia, y
emplaza al hombre con su responsabilidad frente al dolor del prójimo; una
sensibilidad inclinada al reconocimiento del otro, pobre, víctima,
como presencia de Dios; el recuerdo del
sufrimiento de los vencidos en la lucha en pro de la libertad y la justicia, que
claman por una solidaridad que tenga futuro; el no estar solos, sino caminar en
la presencia amorosae incondicional de Quien nos acompaña siempre en el sendero
de la vida, son algunos de los fermentos que pueden contrarrestar el
individualismo competitivo o escapista, la carencia de sentido e identidad, así
como las relaciones mercantiles, la compulsión fundamentalista o el evasionismo
de los nuevos cultos.
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José M°.
Mardones
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