Toda conducta moral puede resumirse en la norma: evitar el mal y hacer el bien. En el lenguaje del ascetismo cristiano, espíritus, en el sentido amplio, es el término aplicado a ciertas influencias complejas, capaces de impulsar la voluntad, de unos hacia el bien, de otros hacia el mal; tenemos el espíritu mundano de error, el espíritu de la raza, el espíritu del cristianismo, etc. Sin embargo, en el sentido restringido, los espíritus indican los agentes espirituales diversos que, por sus sugerencias y movimientos, pueden influir en el valor moral de nuestros actos.
Aquí hablaremos sólo de este segundo tipo, los cuales se reducen a cuatro, entre ellos, en cierto modo, el alma humana misma, porque como consecuencia de la caída original, sus facultades inferiores están en contradicción con sus facultades superiores. La concupiscencia, es decir, alteraciones de la imaginación y errores de la sensibilidad, que impiden o perturban el funcionamiento del intelecto y la voluntad, al apartar al uno de la verdad y a la otra del bien (Gén. 8,21, Stgo. 1,14). En oposición a nuestra naturaleza viciada o, por decirlo así, a la carne, que nos arrastra hacia el pecado, el Espíritu de Dios actúa en nosotros por la gracia, una ayuda sobrenatural prestada a nuestro intelecto y voluntad para llevarnos de regreso al bien y al respeto de la ley moral (Rom. 7,22-25). Además de estos dos espíritus, lo humano y lo divino, en el orden real de la Providencia, se debe observar otros dos. El Creador ha querido que exista la comunicación entre los ángeles y los hombres, y como los ángeles son de dos tipos (véase ángeles), buenos y malos, estos últimos tratan de ganarnos para su rebelión y los primeros tratan de hacernos sus compañeros en la obediencia. Por lo tanto cuatro espíritus ponen sitio a nuestra libertad, lo angélico y lo divino que buscan su bien, y el humano (en el sentido mencionado hasta aquí) y el diabólico buscando su miseria. En el lenguaje común pueden llamarse, en aras de la brevedad, simplemente el espíritu bueno y el malo.
“Discernimiento de espíritus” es el término aplicado al juicio mediante el cual determinamos qué espíritu emanan los impulsos del alma, y es fácil entender la importancia de este juicio, tanto para la auto dirección como para la dirección de los demás. Ahora bien, este juicio puede formarse de dos maneras. En el primer caso, el discernimiento se realiza por medio de una luz intuitiva que infaliblemente descubre la calidad del movimiento; es entonces un don de Dios, una gracia gratis data, concedida principalmente para el beneficio de nuestro prójimo (1 Cor. 12,10). Este carisma o don se concedió a la Iglesia primitiva y en el curso de las vidas de los santos, como, por ejemplo, San Felipe Neri.
En segundo lugar, el discernimiento de espíritus puede obtenerse a través del estudio y la reflexión. Es entonces un conocimiento humano adquirido, más o menos perfecto, pero muy útil en la dirección de las almas. Siempre se trata de conseguir, por supuesto, con la ayuda de la gracia, por la lectura de las Sagradas Escrituras, de obras de teología y de ascesis, de autobiografías y la correspondencia de los ascetas más distinguidos. La necesidad de la auto-dirección y la dirección de otras personas, cuando se está a cargo de las almas, produjo documentos, conservados en las bibliotecas espirituales, por cuya lectura podemos ver que el discernimiento de los espíritus es una ciencia que siempre ha florecido en la Iglesia. Además de los tratados especiales enumerados en la bibliografía, se puede citar los siguientes documentos para la historia del tema:
De las normas que nos han llegado de un santo inspirado por la luz divina y un erudito psicólogo enseñado por la experiencia personal, bastará con recordar las principales. Ignacio da dos clases y hay que llamar la atención sobre el hecho de que en la segunda categoría, según algunas opiniones, a veces considera un discernimiento de espíritus más delicado adaptado a la evolución extraordinaria del misticismo. Sea como sea, comienza por enunciar este principio claro, que tanto el espíritu bueno como el malo actúan sobre un alma de acuerdo a la actitud que asuma hacia ellos. Si se coloca como su amiga, ellos la lisonjean; si se resiste, la atormentan. Pero el espíritu del mal habla sólo a la imaginación y los sentidos, mientras que el espíritu bueno actúa sobre la razón y la conciencia. El mal trabaja para excitar la concupiscencia, el bien para intensificar el amor a Dios. Por supuesto, puede ocurrir que un alma perfectamente bien dispuesta sufra los ataques del diablo privada de los consuelos que la sostienen provenientes del ángel bueno; pero esta es sólo una prueba temporal cuya superación se ha de esperar con paciencia y humildad. San Ignacio nos enseña también a distinguir los espíritus por su modo de acción y por el fin que persiguen. Sin una causa anterior, es decir, de repente, sin conocimiento o sentimiento previo, sólo Dios, en virtud de su dominio soberano, puede inundar el alma de luz y felicidad. Pero si ha habido una causa anterior, ya sea el ángel bueno o el malo puede ser el autor de la consolación, lo cual se puede juzgar por las consecuencias. Como el objetivo del ángel bueno es el bienestar del alma y el del ángel malo, sus defectos o infelicidad, si, en el progreso de nuestros pensamientos todo está bien y tiende al bien, no hay motivo de inquietud; por el contrario, si percibimos alguna desviación hacia el mal o incluso una ligera agitación desagradable, no hay razón para temer. Tal es, pues, es la sustancia de estas normas breves que, sin embargo, son tan admiradas por los maestros de la vida espiritual. A pesar de que requiere una explicación autorizada, cuando se comprende bien, actúan como un preservativo contra muchas ilusiones.
Fuente: Debuchy, Paul. "Discernment of Spirits." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/05028b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina
Aquí hablaremos sólo de este segundo tipo, los cuales se reducen a cuatro, entre ellos, en cierto modo, el alma humana misma, porque como consecuencia de la caída original, sus facultades inferiores están en contradicción con sus facultades superiores. La concupiscencia, es decir, alteraciones de la imaginación y errores de la sensibilidad, que impiden o perturban el funcionamiento del intelecto y la voluntad, al apartar al uno de la verdad y a la otra del bien (Gén. 8,21, Stgo. 1,14). En oposición a nuestra naturaleza viciada o, por decirlo así, a la carne, que nos arrastra hacia el pecado, el Espíritu de Dios actúa en nosotros por la gracia, una ayuda sobrenatural prestada a nuestro intelecto y voluntad para llevarnos de regreso al bien y al respeto de la ley moral (Rom. 7,22-25). Además de estos dos espíritus, lo humano y lo divino, en el orden real de la Providencia, se debe observar otros dos. El Creador ha querido que exista la comunicación entre los ángeles y los hombres, y como los ángeles son de dos tipos (véase ángeles), buenos y malos, estos últimos tratan de ganarnos para su rebelión y los primeros tratan de hacernos sus compañeros en la obediencia. Por lo tanto cuatro espíritus ponen sitio a nuestra libertad, lo angélico y lo divino que buscan su bien, y el humano (en el sentido mencionado hasta aquí) y el diabólico buscando su miseria. En el lenguaje común pueden llamarse, en aras de la brevedad, simplemente el espíritu bueno y el malo.
“Discernimiento de espíritus” es el término aplicado al juicio mediante el cual determinamos qué espíritu emanan los impulsos del alma, y es fácil entender la importancia de este juicio, tanto para la auto dirección como para la dirección de los demás. Ahora bien, este juicio puede formarse de dos maneras. En el primer caso, el discernimiento se realiza por medio de una luz intuitiva que infaliblemente descubre la calidad del movimiento; es entonces un don de Dios, una gracia gratis data, concedida principalmente para el beneficio de nuestro prójimo (1 Cor. 12,10). Este carisma o don se concedió a la Iglesia primitiva y en el curso de las vidas de los santos, como, por ejemplo, San Felipe Neri.
En segundo lugar, el discernimiento de espíritus puede obtenerse a través del estudio y la reflexión. Es entonces un conocimiento humano adquirido, más o menos perfecto, pero muy útil en la dirección de las almas. Siempre se trata de conseguir, por supuesto, con la ayuda de la gracia, por la lectura de las Sagradas Escrituras, de obras de teología y de ascesis, de autobiografías y la correspondencia de los ascetas más distinguidos. La necesidad de la auto-dirección y la dirección de otras personas, cuando se está a cargo de las almas, produjo documentos, conservados en las bibliotecas espirituales, por cuya lectura podemos ver que el discernimiento de los espíritus es una ciencia que siempre ha florecido en la Iglesia. Además de los tratados especiales enumerados en la bibliografía, se puede citar los siguientes documentos para la historia del tema:
- el "Pastor de Hermas" (1, II, Mand. VI, c. 2);
- el discurso de San Antonio a los monjes de Egipto, en su vida escrita por San Atanasio;
- el "De perfectione spirituali" (cap. 30-33) por Marco Diadoco;
- las "Confesiones" de San Agustín;
- el sermón XXIII de San Bernardo, "De discretione spirituum";
- el tratado de Gerson, "De diversis diaboli tentationibus";
- la autobiografía de Santa Teresa y "Castillo del Alma";
- las cartas de dirección espiritual de San Francisco de Sales, etc
De las normas que nos han llegado de un santo inspirado por la luz divina y un erudito psicólogo enseñado por la experiencia personal, bastará con recordar las principales. Ignacio da dos clases y hay que llamar la atención sobre el hecho de que en la segunda categoría, según algunas opiniones, a veces considera un discernimiento de espíritus más delicado adaptado a la evolución extraordinaria del misticismo. Sea como sea, comienza por enunciar este principio claro, que tanto el espíritu bueno como el malo actúan sobre un alma de acuerdo a la actitud que asuma hacia ellos. Si se coloca como su amiga, ellos la lisonjean; si se resiste, la atormentan. Pero el espíritu del mal habla sólo a la imaginación y los sentidos, mientras que el espíritu bueno actúa sobre la razón y la conciencia. El mal trabaja para excitar la concupiscencia, el bien para intensificar el amor a Dios. Por supuesto, puede ocurrir que un alma perfectamente bien dispuesta sufra los ataques del diablo privada de los consuelos que la sostienen provenientes del ángel bueno; pero esta es sólo una prueba temporal cuya superación se ha de esperar con paciencia y humildad. San Ignacio nos enseña también a distinguir los espíritus por su modo de acción y por el fin que persiguen. Sin una causa anterior, es decir, de repente, sin conocimiento o sentimiento previo, sólo Dios, en virtud de su dominio soberano, puede inundar el alma de luz y felicidad. Pero si ha habido una causa anterior, ya sea el ángel bueno o el malo puede ser el autor de la consolación, lo cual se puede juzgar por las consecuencias. Como el objetivo del ángel bueno es el bienestar del alma y el del ángel malo, sus defectos o infelicidad, si, en el progreso de nuestros pensamientos todo está bien y tiende al bien, no hay motivo de inquietud; por el contrario, si percibimos alguna desviación hacia el mal o incluso una ligera agitación desagradable, no hay razón para temer. Tal es, pues, es la sustancia de estas normas breves que, sin embargo, son tan admiradas por los maestros de la vida espiritual. A pesar de que requiere una explicación autorizada, cuando se comprende bien, actúan como un preservativo contra muchas ilusiones.
Fuente: Debuchy, Paul. "Discernment of Spirits." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/05028b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.