(En latín, Disciplina Arcani; en alemán, Arcandisciplin).
Término teológico usado para expresar la costumbre que prevaleció en las épocas primitivas de la Iglesia, por la cual el conocimiento de los misterios más íntimos de la religión cristiana se ocultaba cuidadosamente a los paganos e incluso a aquellos que estaban recibiendo instrucción en la Fe. La costumbre en sí misma está más allá de discusión, pero su nombre es relativamente moderno, y no parece haber sido usado antes de las controversias del Siglo XVII, cuando se publicaron disertaciones específicas que llevaban el título “De disciplinâ arcani” tanto por parte protestante como católica.
El origen de la costumbre debe buscarse en las palabras registradas de Cristo: “No deis a los perros lo que es santo; no echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen” (Mt., 7, 6), mientras que la práctica está suficientemente confirmada en los tiempos apostólicos por la afirmación de San Pablo de que él alimentó a los corintios “como... niños en Cristo” dándoles “leche para beber, no carne”, porque no eran capaces de soportarlo (I Cor., 3, 1-2). Podemos comparar este pasaje con Heb., 5, 12-14, donde se usa la misma ilustración, y se declara que “el manjar sólido es de adultos; de aquellos que, por la costumbre, tienen las facultades ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal.” Aunque el origen de la costumbre ha de buscarse así en los mismos comienzos del Cristianismo, no parece haber sido tan general, o no haber sido puesta en práctica con un carácter tan estricto en los primeros siglos como lo fue inmediatamente después de que cesaran las persecuciones. Esto puede deberse en parte a la ausencia de información detallada respecto del periodo primitivo, pero es bastante probable que la disciplina fuera haciéndose más estricta a lo largo de los siglos II y III por causa de la presión de la persecución, y que, cuando al final la persecución se mitigó, se sintiera al principio que la necesidad de reserva, mientras la Iglesia estaba aún rodeada por el paganismo hostil, debía incrementarse más que disminuirse. Desde el Siglo V o VI, cuando el Cristianismo estaba firmemente establecido y seguro, no se sintió ya la necesidad de tal disciplina, y desapareció rápidamente. La práctica de la reserva (oikonomia) se ejercía principalmente en dos direcciones, al tratar con los catecúmenos, y con los paganos. Será conveniente tratar de ellas separadamente, en cuanto que las razones para la práctica, y el modo en que se ejercitaba, difiere algo en los dos casos.
1. Catecúmenos
Era deseable conducir lentamente y por grados a los principiantes al pleno conocimiento de la Fe. Un converso del paganismo no podía asimilar provechosamente toda la religión católica de una vez, sino que debía enseñársele gradualmente. Sería necesario para él aprender primero la gran verdad de la unidad de Dios, y hasta que ésta no hubiera penetrado profundamente en su corazón no se le podía instruir con seguridad en lo relativo a la santísima Trinidad. De otro modo el resultado inevitable habría sido el triteísmo. Así también, en épocas de persecución, era necesario ser muy cuidadoso sobre los que se presentaban a la instrucción, y que podían ser espías deseando ser instruidos sólo para poder traicionar. Las doctrinas a las que se aplicaba más especialmente la reserva eran las de la Santísima Trinidad y el Sacramento de la Sagrada Eucaristía. La Oración del Señor, también, era guardada celosamente del conocimiento de todos los que no estaban plenamente instruidos. Con respecto a la Sagrada Eucaristía y la Oración del Señor sobreviven aún en la Iglesia algunos restos de la práctica. La Misa de los catecúmenos, esa primera parte del servicio eucarístico a la que se admitía a los principiantes y neófitos, y que consistía en oraciones y lecturas de las Sagradas Escrituras y a veces incluía un sermón, se distingue aún bastante, aunque ya no subsiste la costumbre en la Liturgia Occidental, como lo hace en la Oriental, de ordenar formalmente a los no iniciados que salgan cuando va a empezar la parte más solemne del servicio. Así también la costumbre de rezar en silencio la Oración del Señor en todos los servicios públicos, excepto en la última parte de la Misa, cuando los catecúmenos según el uso antiguo ya no habrían estado presentes, debe su origen a esta disciplina.
El primer testigo formal de la costumbre parece ser Tertuliano (Apol. vii): Omnibus mysteriis silentii fides adhibetur. De nuevo, hablando de los herejes, se queja amargamente de que su disciplina es laxa a este respecto, y que se han seguido malos resultados: “Entre ellos es dudoso quién sea un catecúmeno y quién un creyente; todos entran del mismo modo; escuchan uno al lado del otro y rezan juntos; incluso paganos, si tienen oportunidad de entrar. Lo que es santo lo echan a los perros, y sus perlas, aunque no son reales, las arrojan a los cerdos.” (Praescr. Adv. Haer., xii). Otros pasajes de los Padres que pueden citarse son de San Basilio (De Spir. Sanct., xxvii): “Estas cosas no deben decirse a los no iniciados”; San Gregorio Nacianceno (Oratio xi, in s. bapt.) donde habla de una diferencia de conocimiento entre los que están fuera y los que están dentro, y San Cirilo de Jerusalén cuyos “Discursos catequéticos” están enteramente construidos sobre este principio y que en su primer discurso advierte a su oyentes que no cuenten lo que han escuchado. “Si pregunta un catecúmeno lo que han dicho los maestros, no se cuente nada a un extraño; pues les entregamos un misterio...guardaos de revelar nada, no porque lo que se dice no sea digno de contar, sino porque el oído que oye no merece recibirlo. Tú mismo fuiste una vez catecúmeno, y entonces no te conté lo que iba a venir. Cuando hayas llegado a experimentar la altura de lo que se enseña, sabrás que los catecúmenos no son dignos de oírlo” (Cat., Lect. I, 12). San Agustín y San Juan Crisóstomo de manera semejante se detienen bruscamente en sus discursos públicos, y, tras una más o menos velada referencia a los misterios, continúan con “Los iniciados entenderán lo que quiero decir”.
La Oración del Señor se enseñaba en tiempos de San Agustín ocho días antes del bautismo (Hom. xlii; cf. “Enchir.”, lxxii, y las “Constituciones apostólicas”, VII, xliv; Chrys., Hom. cc, al. xix in Matt.). El Credo se enseñaba de manera similar justo antes del bautismo. Así San Ambrosio escribiendo a su hermana Marcelina (Epist. xx, ed. Benedict) dice que el domingo, después de que los catecúmenos habían sido despedidos, estaba enseñando el Credo en el baptisterio de la basílica a los que estaban suficientemente avanzados. (Cf. también S. Jerónimo, Epist. xxxviii, ed. Pammach.) Enseñanzas más detalladas sobre la Santísima Trinidad y los demás sacramentos se daban sólo después del bautismo. Otros pasajes que se pueden consultar son: Chrys., “Hom.in Matt.”, xxiii, “Hom. xviii, in II Cor.”, Pseud. Agustín, “Serm. ad Neoph”, i; San Ambrosio, “De his qui mysteriis initiantur”; Gaudencio, “Ser. ii ad Neoph”; Const. Apost., III, v, y VIII, xi. La regla de reticencia se aplicaba a todos los sacramentos, y a ningún catecúmeno se le permitía nunca estar presente en su celebración. San Basilio (De Spir. S. ad Amphilochium, xxvii) hablando de los sacramentos dice: “No se debe divulgar por escrito la doctrina de los sacramentos que a nadie sino a los iniciados se le permite ver” Para el bautismo se puede hacer referencia a Teodoreto (Epitom. Decret., xcviii), a San Cirilo de Alejandría (Contr. Julian., i) y a San Gregorio Nacianceno (Orat. xl, de bapt.).
La disciplina respecto de la Sagrada Eucaristía no exige por supuesto prueba. Está implícita en el propio nombre de la Missa Catechumenorum, y uno apenas puede acudir a algún pasaje de los Padres que trate de este asunto en el que no se observe reticencia si no es que expresamente se afirma. Nunca se hablaba abiertamente de la confirmación. San Basilio, en el tratado ya mencionado (De Spir. S., xxv, 11), dice que nadie se ha atrevido nunca a hablar abiertamente por escrito del santo óleo de la unción, e Inocencio I, escribiendo al obispo de Gubbio sobre la “forma” sacramental de la comunión responde: “No me atrevo a pronunciar las palabras, pues parecería más bien que traiciono una confianza que que respondo a una petición de información” (Epist. i, 3). De la misma forma, las órdenes sagradas nunca fueron conferidas públicamente. El Concilio de Laodicea lo prohibió claramente: al hablar de la práctica de rogar oraciones por los que iban a ser ordenados, dice que los que entienden cooperan con y asienten a lo que se hace. “Pues no es legítimo revelar todo a los que aún no están iniciados. “ Así también San Agustín (Tract. xi in Joann.): “Si dices a un catecúmeno, ¿crees en Cristo?, responderá, creo, y se persignará haciendo el signo de la Cruz...Preguntémosle, ¿comes la Carne del Hijo del Hombre y bebes la Sangre del Hijo del Hombre? No sabrá que queremos decir, pues Jesús no se lo ha confiado”
2. Los paganos
La prueba de la reserva de los autores cristianos al tratar de cuestiones religiosas en libros que podían ser accesibles a los paganos es, naturalmente, en gran medida de carácter negativo, y por tanto difícil de aducir. Teodoreto (Quaest.xv in Num.) establece el principio general en términos que son totalmente claros e inequívocos: “Hablamos en términos oscuros de lo referente a los Misterios divinos, por causa de los no iniciados; pero cuando estos se han retirado enseñamos a los iniciados claramente” Ese solo pasaje bastaría para refutar la alegación frecuentemente hecha de que la Disciplina del Secreto era una limitación del conocimiento introducida a imitación de los “misterios” paganos. Por el contrario a todos los cristianos se les enseñaba toda la verdad, no había doctrina esotérica, pero eran conducidos lentamente al conocimiento pleno, y se tomaban precauciones, como era muy necesario, para evitar que los paganos aprendieran nada de lo que pudieran hacer un mal uso. Un ejemplo muy chocante de la manera en que funcionaba la disciplina puede encontrarse en los escritos de San Juan Crisóstomo. Escribe al Papa Inocencio I para decir que en el curso de unos disturbios en Constantinopla se había cometido un acto de irreverencia, y “la sangre de Cristo había sido derramada por el suelo” En una carta al papa no había razón para no hablar claramente. Pero Palladius, su biógrafo, hablando del mismo incidente en un libro de lectura general dice sólo, “volcaron los símbolos” (Chrys. ad Inn., i, 3, en P-G., LII, 534; cf. Döllinger, “Lehre der Eucharisitie”, 15). Es, sin duda, por esta causa que casi todos los primeros apologistas, como Minucio Félix, Atenágoras, Arnobio, Taciano, y Teófilo, no dicen absolutamente nada sobre la Sagrada Eucaristía. Justino Mártir y, en menor grado, Tertuliano son más francos. Se ha sugerido indebidamente que la franqueza del primero prueba la inexistencia de esta institución en la primera mitad del Siglo II. Así también, como ha observado el cardenal Newman (Development, 87) tanto Minucio Félix como Arnobio en discusión con los paganos niegan absolutamente que los cristianos usaban altares en sus iglesias. El significado obvio era que no usaban altares en el sentido pagano, y no debe tomarse como una negación de la enseñanza de la Epístola a los Hebreos, de que, en un sentido cristiano, “tenemos un altar”.
La importancia de la controversia en esta materia en tiempos más recientes es, por supuesto, obvia. Los católicos respondían a la acusación de los autores protestantes, de que sus doctrinas específicas no se encontraban en los escritos de los primeros Padres, demostrando la existencia de esta práctica de reserva. Estaba prohibido hablar o escribir públicamente de estas doctrinas; el silencio estaba completamente justificado. Así también, si aquí y allí se usaban en los primeros escritos términos que parecían aprobar la enseñanza protestante – como por ejemplo hablar de la Sagrada Eucaristía como símbolo – era siempre necesario examinar si estos términos se usaban o no intencionadamente para ocultar la verdadera doctrina a los no iniciados, y si los mismos autores no usaban, en otras circunstancias, un lenguaje mucho más claro. Los controversistas protestantes, por tanto, se esforzaron en primer lugar en negar que la práctica hubiera existido realmente nunca, y luego cuando fueron desalojados de esta posición, afirmaron que era desconocida para los cristianos primitivos, como lo demuestra la libertad con que Justino Mártir habla del asunto de la Sagrada Eucaristía, y que fue el resultado de las persecuciones. Alegaban por tanto que los católicos no podían utilizarla para justificar el silencio de todo autor anterior a la parte final del Siglo II como pronto. A esto los católicos respondían que, aunque sin duda la práctica se pudo haber intensificado por las persecuciones, se remonta a los mismos orígenes del Cristianismo, y a las propias palabras de Cristo. Además puede demostrarse que haya estado en vigor antes de la época de San Justino, y su acción debe considerarse una excepción, hecha necesaria por la necesidad de presentar ante el emperador un informe de la religión cristiana que fuera verdadero y completo.
Los monumentos de los primeros siglos proporcionan interesantes ejemplos del principio de la Disciplina del Secreto. Los monumentos que podían ser vistos por todos sólo podían hablar de los misterios de la religión bajo velados símbolos. Así en las catacumbas apenas hay algún ejemplo de una pintura cuyo asunto sea directamente cristiano. Aunque todos hablaban de la verdad cristiana a los que estaban instruidos en su significado. Se elegían normalmente motivos judíos típicos de verdades cristianas, mientras que la representación de Cristo bajo el nombre y forma de un pez hacía posible y clara la alusión a la doctrina de la Sagrada Eucaristía. Hay, por ejemplo, la famosa inscripción de Autun (ver PECTORIUS): “Toma el alimento, dulce como la miel, del redentor de los santos, come y bebe teniendo en tus manos el Pez”, palabras que todo cristiano comprendería enseguida, pero que no decían nada a los no iniciados. La inscripción de Abercio ofrece otro notable ejemplo. La necesidad de esta reticencia se hizo menos apremiante después del Siglo V, cuando Europa se cristianizó y la disciplina gradualmente desapareció. Podemos, sin embargo, encontrar aún sus efectos en el Siglo VII en las absurdas afirmaciones contenidas en el Corán sobre la Santísima Trinidad y la Sagrada Eucaristía. Este, quizá, sea casi el último ejemplo que podemos presentar. Una vez que las doctrinas de la Iglesia se han expuesto públicamente, tal disciplina se hacía imposible y era impracticable su retorno. Para una refutación de la teoría de G. Anrich (Das Antike Mysterienwesen, 1894), de que los cristianos primitivos tomaron prestada esta práctica de los misterios de Mitra, ver Cumont, “The Mysteries of Mythra” (Londres, 1903), 196-99.
Schelstrate, De Disciplinâ arcani (Amberes, 1678); Meier, De reconditâ vet. Eccl. theol. (Helmstedt, 1670); Shollinger, Dissert. de Disc. arc. (Venecia, 1756); Lienhardt, De. antiq. liturg. et de disc. arc. (Estrasburgo, 1823); Toklot, De Disc. arc. (Colonia, 1836); Newman, Arians, i, 3. Entre las obras protestantes: Fromann, De Disc. arc. in vet. Eccl., (Jena, 1833); Rothe, De disc. arc. (Heidelberg, 1841); Credner en Jenaer Literaturzeitung (1844); Bonwetsch, Ueber Wesen, Entstehung u. Fortgang d. Arckanidisziplin in Zeitschr. für hist. hist. Theol. (1873), II, 203-299; cf. también BINGHAM, Antiq. Eccl., y Haddan en Dict. of Christ. Antiq., s.v. Las dudas suscitadas por el Abbé Batiffol en Etudes d'Hist. et de Théologie positive (París, 1902), 1-42, respecto a la antigüedad y opinión tradicional de la Disciplina Arcani parecen haber sido satisfactoriamente despejadas por el erudito tratado de Ignaz von Funk, Das Alter der Arkanidisziplin en su Theologische Abhandlungen (Paderborn, 1907), III, 42-57; MacDonald, The Discipline of the Secret en The Am. Eccl. Rev. (Filadelfia, 1904), xxx.
ARTHUR S. BARNES Transcrito por Hugh J.F. McDonald Traducido por Francisco Vázquez
Término teológico usado para expresar la costumbre que prevaleció en las épocas primitivas de la Iglesia, por la cual el conocimiento de los misterios más íntimos de la religión cristiana se ocultaba cuidadosamente a los paganos e incluso a aquellos que estaban recibiendo instrucción en la Fe. La costumbre en sí misma está más allá de discusión, pero su nombre es relativamente moderno, y no parece haber sido usado antes de las controversias del Siglo XVII, cuando se publicaron disertaciones específicas que llevaban el título “De disciplinâ arcani” tanto por parte protestante como católica.
El origen de la costumbre debe buscarse en las palabras registradas de Cristo: “No deis a los perros lo que es santo; no echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen” (Mt., 7, 6), mientras que la práctica está suficientemente confirmada en los tiempos apostólicos por la afirmación de San Pablo de que él alimentó a los corintios “como... niños en Cristo” dándoles “leche para beber, no carne”, porque no eran capaces de soportarlo (I Cor., 3, 1-2). Podemos comparar este pasaje con Heb., 5, 12-14, donde se usa la misma ilustración, y se declara que “el manjar sólido es de adultos; de aquellos que, por la costumbre, tienen las facultades ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal.” Aunque el origen de la costumbre ha de buscarse así en los mismos comienzos del Cristianismo, no parece haber sido tan general, o no haber sido puesta en práctica con un carácter tan estricto en los primeros siglos como lo fue inmediatamente después de que cesaran las persecuciones. Esto puede deberse en parte a la ausencia de información detallada respecto del periodo primitivo, pero es bastante probable que la disciplina fuera haciéndose más estricta a lo largo de los siglos II y III por causa de la presión de la persecución, y que, cuando al final la persecución se mitigó, se sintiera al principio que la necesidad de reserva, mientras la Iglesia estaba aún rodeada por el paganismo hostil, debía incrementarse más que disminuirse. Desde el Siglo V o VI, cuando el Cristianismo estaba firmemente establecido y seguro, no se sintió ya la necesidad de tal disciplina, y desapareció rápidamente. La práctica de la reserva (oikonomia) se ejercía principalmente en dos direcciones, al tratar con los catecúmenos, y con los paganos. Será conveniente tratar de ellas separadamente, en cuanto que las razones para la práctica, y el modo en que se ejercitaba, difiere algo en los dos casos.
1. Catecúmenos
Era deseable conducir lentamente y por grados a los principiantes al pleno conocimiento de la Fe. Un converso del paganismo no podía asimilar provechosamente toda la religión católica de una vez, sino que debía enseñársele gradualmente. Sería necesario para él aprender primero la gran verdad de la unidad de Dios, y hasta que ésta no hubiera penetrado profundamente en su corazón no se le podía instruir con seguridad en lo relativo a la santísima Trinidad. De otro modo el resultado inevitable habría sido el triteísmo. Así también, en épocas de persecución, era necesario ser muy cuidadoso sobre los que se presentaban a la instrucción, y que podían ser espías deseando ser instruidos sólo para poder traicionar. Las doctrinas a las que se aplicaba más especialmente la reserva eran las de la Santísima Trinidad y el Sacramento de la Sagrada Eucaristía. La Oración del Señor, también, era guardada celosamente del conocimiento de todos los que no estaban plenamente instruidos. Con respecto a la Sagrada Eucaristía y la Oración del Señor sobreviven aún en la Iglesia algunos restos de la práctica. La Misa de los catecúmenos, esa primera parte del servicio eucarístico a la que se admitía a los principiantes y neófitos, y que consistía en oraciones y lecturas de las Sagradas Escrituras y a veces incluía un sermón, se distingue aún bastante, aunque ya no subsiste la costumbre en la Liturgia Occidental, como lo hace en la Oriental, de ordenar formalmente a los no iniciados que salgan cuando va a empezar la parte más solemne del servicio. Así también la costumbre de rezar en silencio la Oración del Señor en todos los servicios públicos, excepto en la última parte de la Misa, cuando los catecúmenos según el uso antiguo ya no habrían estado presentes, debe su origen a esta disciplina.
El primer testigo formal de la costumbre parece ser Tertuliano (Apol. vii): Omnibus mysteriis silentii fides adhibetur. De nuevo, hablando de los herejes, se queja amargamente de que su disciplina es laxa a este respecto, y que se han seguido malos resultados: “Entre ellos es dudoso quién sea un catecúmeno y quién un creyente; todos entran del mismo modo; escuchan uno al lado del otro y rezan juntos; incluso paganos, si tienen oportunidad de entrar. Lo que es santo lo echan a los perros, y sus perlas, aunque no son reales, las arrojan a los cerdos.” (Praescr. Adv. Haer., xii). Otros pasajes de los Padres que pueden citarse son de San Basilio (De Spir. Sanct., xxvii): “Estas cosas no deben decirse a los no iniciados”; San Gregorio Nacianceno (Oratio xi, in s. bapt.) donde habla de una diferencia de conocimiento entre los que están fuera y los que están dentro, y San Cirilo de Jerusalén cuyos “Discursos catequéticos” están enteramente construidos sobre este principio y que en su primer discurso advierte a su oyentes que no cuenten lo que han escuchado. “Si pregunta un catecúmeno lo que han dicho los maestros, no se cuente nada a un extraño; pues les entregamos un misterio...guardaos de revelar nada, no porque lo que se dice no sea digno de contar, sino porque el oído que oye no merece recibirlo. Tú mismo fuiste una vez catecúmeno, y entonces no te conté lo que iba a venir. Cuando hayas llegado a experimentar la altura de lo que se enseña, sabrás que los catecúmenos no son dignos de oírlo” (Cat., Lect. I, 12). San Agustín y San Juan Crisóstomo de manera semejante se detienen bruscamente en sus discursos públicos, y, tras una más o menos velada referencia a los misterios, continúan con “Los iniciados entenderán lo que quiero decir”.
La Oración del Señor se enseñaba en tiempos de San Agustín ocho días antes del bautismo (Hom. xlii; cf. “Enchir.”, lxxii, y las “Constituciones apostólicas”, VII, xliv; Chrys., Hom. cc, al. xix in Matt.). El Credo se enseñaba de manera similar justo antes del bautismo. Así San Ambrosio escribiendo a su hermana Marcelina (Epist. xx, ed. Benedict) dice que el domingo, después de que los catecúmenos habían sido despedidos, estaba enseñando el Credo en el baptisterio de la basílica a los que estaban suficientemente avanzados. (Cf. también S. Jerónimo, Epist. xxxviii, ed. Pammach.) Enseñanzas más detalladas sobre la Santísima Trinidad y los demás sacramentos se daban sólo después del bautismo. Otros pasajes que se pueden consultar son: Chrys., “Hom.in Matt.”, xxiii, “Hom. xviii, in II Cor.”, Pseud. Agustín, “Serm. ad Neoph”, i; San Ambrosio, “De his qui mysteriis initiantur”; Gaudencio, “Ser. ii ad Neoph”; Const. Apost., III, v, y VIII, xi. La regla de reticencia se aplicaba a todos los sacramentos, y a ningún catecúmeno se le permitía nunca estar presente en su celebración. San Basilio (De Spir. S. ad Amphilochium, xxvii) hablando de los sacramentos dice: “No se debe divulgar por escrito la doctrina de los sacramentos que a nadie sino a los iniciados se le permite ver” Para el bautismo se puede hacer referencia a Teodoreto (Epitom. Decret., xcviii), a San Cirilo de Alejandría (Contr. Julian., i) y a San Gregorio Nacianceno (Orat. xl, de bapt.).
La disciplina respecto de la Sagrada Eucaristía no exige por supuesto prueba. Está implícita en el propio nombre de la Missa Catechumenorum, y uno apenas puede acudir a algún pasaje de los Padres que trate de este asunto en el que no se observe reticencia si no es que expresamente se afirma. Nunca se hablaba abiertamente de la confirmación. San Basilio, en el tratado ya mencionado (De Spir. S., xxv, 11), dice que nadie se ha atrevido nunca a hablar abiertamente por escrito del santo óleo de la unción, e Inocencio I, escribiendo al obispo de Gubbio sobre la “forma” sacramental de la comunión responde: “No me atrevo a pronunciar las palabras, pues parecería más bien que traiciono una confianza que que respondo a una petición de información” (Epist. i, 3). De la misma forma, las órdenes sagradas nunca fueron conferidas públicamente. El Concilio de Laodicea lo prohibió claramente: al hablar de la práctica de rogar oraciones por los que iban a ser ordenados, dice que los que entienden cooperan con y asienten a lo que se hace. “Pues no es legítimo revelar todo a los que aún no están iniciados. “ Así también San Agustín (Tract. xi in Joann.): “Si dices a un catecúmeno, ¿crees en Cristo?, responderá, creo, y se persignará haciendo el signo de la Cruz...Preguntémosle, ¿comes la Carne del Hijo del Hombre y bebes la Sangre del Hijo del Hombre? No sabrá que queremos decir, pues Jesús no se lo ha confiado”
2. Los paganos
La prueba de la reserva de los autores cristianos al tratar de cuestiones religiosas en libros que podían ser accesibles a los paganos es, naturalmente, en gran medida de carácter negativo, y por tanto difícil de aducir. Teodoreto (Quaest.xv in Num.) establece el principio general en términos que son totalmente claros e inequívocos: “Hablamos en términos oscuros de lo referente a los Misterios divinos, por causa de los no iniciados; pero cuando estos se han retirado enseñamos a los iniciados claramente” Ese solo pasaje bastaría para refutar la alegación frecuentemente hecha de que la Disciplina del Secreto era una limitación del conocimiento introducida a imitación de los “misterios” paganos. Por el contrario a todos los cristianos se les enseñaba toda la verdad, no había doctrina esotérica, pero eran conducidos lentamente al conocimiento pleno, y se tomaban precauciones, como era muy necesario, para evitar que los paganos aprendieran nada de lo que pudieran hacer un mal uso. Un ejemplo muy chocante de la manera en que funcionaba la disciplina puede encontrarse en los escritos de San Juan Crisóstomo. Escribe al Papa Inocencio I para decir que en el curso de unos disturbios en Constantinopla se había cometido un acto de irreverencia, y “la sangre de Cristo había sido derramada por el suelo” En una carta al papa no había razón para no hablar claramente. Pero Palladius, su biógrafo, hablando del mismo incidente en un libro de lectura general dice sólo, “volcaron los símbolos” (Chrys. ad Inn., i, 3, en P-G., LII, 534; cf. Döllinger, “Lehre der Eucharisitie”, 15). Es, sin duda, por esta causa que casi todos los primeros apologistas, como Minucio Félix, Atenágoras, Arnobio, Taciano, y Teófilo, no dicen absolutamente nada sobre la Sagrada Eucaristía. Justino Mártir y, en menor grado, Tertuliano son más francos. Se ha sugerido indebidamente que la franqueza del primero prueba la inexistencia de esta institución en la primera mitad del Siglo II. Así también, como ha observado el cardenal Newman (Development, 87) tanto Minucio Félix como Arnobio en discusión con los paganos niegan absolutamente que los cristianos usaban altares en sus iglesias. El significado obvio era que no usaban altares en el sentido pagano, y no debe tomarse como una negación de la enseñanza de la Epístola a los Hebreos, de que, en un sentido cristiano, “tenemos un altar”.
La importancia de la controversia en esta materia en tiempos más recientes es, por supuesto, obvia. Los católicos respondían a la acusación de los autores protestantes, de que sus doctrinas específicas no se encontraban en los escritos de los primeros Padres, demostrando la existencia de esta práctica de reserva. Estaba prohibido hablar o escribir públicamente de estas doctrinas; el silencio estaba completamente justificado. Así también, si aquí y allí se usaban en los primeros escritos términos que parecían aprobar la enseñanza protestante – como por ejemplo hablar de la Sagrada Eucaristía como símbolo – era siempre necesario examinar si estos términos se usaban o no intencionadamente para ocultar la verdadera doctrina a los no iniciados, y si los mismos autores no usaban, en otras circunstancias, un lenguaje mucho más claro. Los controversistas protestantes, por tanto, se esforzaron en primer lugar en negar que la práctica hubiera existido realmente nunca, y luego cuando fueron desalojados de esta posición, afirmaron que era desconocida para los cristianos primitivos, como lo demuestra la libertad con que Justino Mártir habla del asunto de la Sagrada Eucaristía, y que fue el resultado de las persecuciones. Alegaban por tanto que los católicos no podían utilizarla para justificar el silencio de todo autor anterior a la parte final del Siglo II como pronto. A esto los católicos respondían que, aunque sin duda la práctica se pudo haber intensificado por las persecuciones, se remonta a los mismos orígenes del Cristianismo, y a las propias palabras de Cristo. Además puede demostrarse que haya estado en vigor antes de la época de San Justino, y su acción debe considerarse una excepción, hecha necesaria por la necesidad de presentar ante el emperador un informe de la religión cristiana que fuera verdadero y completo.
Los monumentos de los primeros siglos proporcionan interesantes ejemplos del principio de la Disciplina del Secreto. Los monumentos que podían ser vistos por todos sólo podían hablar de los misterios de la religión bajo velados símbolos. Así en las catacumbas apenas hay algún ejemplo de una pintura cuyo asunto sea directamente cristiano. Aunque todos hablaban de la verdad cristiana a los que estaban instruidos en su significado. Se elegían normalmente motivos judíos típicos de verdades cristianas, mientras que la representación de Cristo bajo el nombre y forma de un pez hacía posible y clara la alusión a la doctrina de la Sagrada Eucaristía. Hay, por ejemplo, la famosa inscripción de Autun (ver PECTORIUS): “Toma el alimento, dulce como la miel, del redentor de los santos, come y bebe teniendo en tus manos el Pez”, palabras que todo cristiano comprendería enseguida, pero que no decían nada a los no iniciados. La inscripción de Abercio ofrece otro notable ejemplo. La necesidad de esta reticencia se hizo menos apremiante después del Siglo V, cuando Europa se cristianizó y la disciplina gradualmente desapareció. Podemos, sin embargo, encontrar aún sus efectos en el Siglo VII en las absurdas afirmaciones contenidas en el Corán sobre la Santísima Trinidad y la Sagrada Eucaristía. Este, quizá, sea casi el último ejemplo que podemos presentar. Una vez que las doctrinas de la Iglesia se han expuesto públicamente, tal disciplina se hacía imposible y era impracticable su retorno. Para una refutación de la teoría de G. Anrich (Das Antike Mysterienwesen, 1894), de que los cristianos primitivos tomaron prestada esta práctica de los misterios de Mitra, ver Cumont, “The Mysteries of Mythra” (Londres, 1903), 196-99.
Schelstrate, De Disciplinâ arcani (Amberes, 1678); Meier, De reconditâ vet. Eccl. theol. (Helmstedt, 1670); Shollinger, Dissert. de Disc. arc. (Venecia, 1756); Lienhardt, De. antiq. liturg. et de disc. arc. (Estrasburgo, 1823); Toklot, De Disc. arc. (Colonia, 1836); Newman, Arians, i, 3. Entre las obras protestantes: Fromann, De Disc. arc. in vet. Eccl., (Jena, 1833); Rothe, De disc. arc. (Heidelberg, 1841); Credner en Jenaer Literaturzeitung (1844); Bonwetsch, Ueber Wesen, Entstehung u. Fortgang d. Arckanidisziplin in Zeitschr. für hist. hist. Theol. (1873), II, 203-299; cf. también BINGHAM, Antiq. Eccl., y Haddan en Dict. of Christ. Antiq., s.v. Las dudas suscitadas por el Abbé Batiffol en Etudes d'Hist. et de Théologie positive (París, 1902), 1-42, respecto a la antigüedad y opinión tradicional de la Disciplina Arcani parecen haber sido satisfactoriamente despejadas por el erudito tratado de Ignaz von Funk, Das Alter der Arkanidisziplin en su Theologische Abhandlungen (Paderborn, 1907), III, 42-57; MacDonald, The Discipline of the Secret en The Am. Eccl. Rev. (Filadelfia, 1904), xxx.
ARTHUR S. BARNES Transcrito por Hugh J.F. McDonald Traducido por Francisco Vázquez
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