La herencia de la promesa
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Las listas genealógicas bíblicas no son, ni pretenden ser, rigurosos documentos históricos, a modo de registros notariales. Se trata más bien de recursos literarios que se proponen aglutinar en torno a determinados personajes y sus descendientes elementos dispersos de las tradiciones del pasado, o explicar las relaciones y afinidades no sólo de sangre, sino también laborales, comerciales, artesanales, lingüísticas, etc., entre los grupos humanos del entorno étnico, cultural y político de la Biblia.
Así, por ejemplo, de Yúbal se dice que es "el padre de todos los flautistas y arpistas"; de Túbal Caín que lo es de "cuantos trabajan el hierro y el cobre", y de Yabal, "de todos los ganaderos". En el caso concreto de los levitas, sus genealogías, cuidadosamente anotadas, sirven para testificar que ejercen legítimamente las funciones sacerdotales y los servicios del Templo. La secuencia genealógica del capítulo 16 del Libro primero de las Crónicas incluye, entre los descendientes de Leví, a los cantores del Templo para justificar su actividad en el santuario, aunque su origen más probable no es levítico, sino que se remonta a los grupos corales de músicos profesionales de los santuarios antiguos.
La descendencia de Abraham
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Pero el texto bíblico da a entender que esta descendencia trascendía los aspectos meramente biológicos. En efecto, Abraham tuvo a su primer hijo, Ismael, a los 86 años de edad, y al segundo, Isaac, cuando era centenario y tanto él como su esposa, Sara, habían superado ampliamente la edad de la fertilidad natural. Se trataba, pues, de una paternidad que desbordaba las posibilidades de la realidad física y se inscribía en la esfera de lo sobrenatural.
Tampoco la herencia de la tierra prometida se transmitía según las
estrictas normas de la primogenitura. Ismael era el primer hijo de Abraham,
pero la promesa pasó al segundo, Isaac. La razón aducida por el apóstol Pablo
para justificar este traspaso de los derechos hereditarios de Ismael a Isaac
(el primero era hijo de la esclava egipcia Agar y el segundo, de la esposa
libre, Sara) es de índole teológica, pero carece de validez jurídica. En el
derecho mesopotámico, por el que se regían las relaciones conyugales de Abraham
y de sus descendientes inmediatos, la esposa estéril podía adoptar como hijos
propios, a todos los efectos, a los tenidos por su marido -con su
consentimiento- de una esclava. De hecho, en la historia de Jacob no se
establece la más mínima diferencia entre los hijos de esposas libres (Lía y
Raquel) y los nacidos de esclavas (Bilhá y Zilpá): todos ellos son, por igual,
los fundadores de las doce tribus de Israel.
Estos datos relativizan el valor sacro de la descendencia física y
señalan que el elemento fundamental de pertenencia al pueblo elegido no es el
aportado por "la carne y la sangre". No es el rito de la
circuncisión, sino la participación en la fe la que convierte a los hombres en
"hijos de Abraham y herederos de las promesas". Una de las
antepasadas inmediatas del rey David, el auténtico fundador del Estado de
Israel, no era hebrea, sino una mujer moabita que abrazó la fe judía. Es esta
fe la que hace que Abraham sea el padre de todos los creyentes.
Cuadro de las genealogías bíblicas
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El
cohesionador del pueblo israelita
El segundo gran capítulo de la historia de Israel gira en torno a la figura de Moisés. A través de su persona y de su obra las tribus hebreas toman conciencia de su unidad como grupo diferenciado de todos los pueblos de su entorno.
Moisés es un nombre netamente egipcio (como Tutmés o Ramsés). Una buena parte de su actividad discurrió en tierras egipcias, casi con entera seguridad en el decurso del siglo XIII a.C.
Durante su juventud, las tribus hebreas asentadas en el país del Nilo atravesaban una época calamitosa. Puede asumirse con probabilidad que sus antepasados nómadas se habían instalado en Egipto en condiciones ventajosas, como integrantes de los contingentes de guerreros semitas hicsos que, apoyados en sus veloces carros, hasta entonces nunca utilizados como arma de guerra, se apoderaron de Egipto en los siglos XVII y XVI a.C. No es, por tanto, sorprendente que, en estas circunstancias, algunos hebreos llegaran a desempeñar altos cargos en las cortes faraónicas de las dinastías semitas XV y XVI (léase la bella historia de José en los capítulos 37-50 del libro del Génesis).
Moisés,
el libertador
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Estaba magníficamente preparado para tan ardua empresa. En su persona confluían tres culturas: la hebrea, asimilada en el seno del hogar; la egipcia, adquirida en la corte del faraón, donde tal vez tuvo noticia de las enseñanzas monoteístas que un siglo antes había difundido el faraón Akenatón, y la nómada de la tribu madianita de los quenitas, con los que convivió largos años ejerciendo el oficio de pastor. Probablemente fue aquí donde, a través de su yerno, el sacerdote Jetró, llegó al conocimiento del nombre de Yahvé, que la Biblia describe bajo la forma de una teofanía, en el episodio de la zarza ardiendo (Éxodo, 3).
A partir de entonces, Moisés y su pueblo no adoran, como habían hecho sus antepasados, a un ser divino genérico (elohim: Dios o Dioses). Yahvé es el nombre de un Dios específico, vivo y personal, del Dios de Israel.
Tras varios enfrentamientos con las autoridades egipcias (las "plagas de Egipto" narradas en el libro del Éxodo, 5-12), Moisés consiguió liberar a los hebreos de su humillante esclavitud y conducirlos, a través del mar Rojo, hasta las puertas de la tierra prometida. Fueron para ello precisas largas jornadas por el desierto, en las que sin duda le sirvieron de gran ayuda los conocimientos adquiridos acerca de las rutas, los puntos de agua y los recursos de la estepa, durante sus años de formación como escriba especializado en los asuntos asiáticos.
La
marcha por el desierto
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Fue así mismo el tiempo en que la presencia de Dios adquirió formas tangibles a través del arca de la alianza, depositada en una tienda situada en el centro del campamento. En ella habitaba Yahvé, sentado entre dos queburines, y desde ella hablaba con Moisés "como un hombre habla con su amigo". Esta presencia divina cobraba también forma palpable en la nube -interpretada como el carro en el que Dios se desplaza- que se ponía delante del pueblo y dirigía su marcha, y en la columna de fuego que alumbraba su camino cuando avanzaban de noche (Éxodo, 21-22).
Moisés,
el legislador
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La Ley mosaica (la Torah) tiene una función muy superior a la de mera fijación escrita de las normas que regulan la convivencia de un grupo humano. Esta Ley es la materialización concreta de las cláusulas que Israel debe cumplir para mantener en vigor su alianza con Yahvé. Su observancia es condición para la existencia misma del pueblo de Israel. De nada sirven los sacrificios si no se cumple la Ley. El culto y los sacrificios pueden cesar -y de hecho han cesado durante milenios. Pero la Ley permanece por siempre y su cumplimiento es exigible en todo tiempo y lugar. Para los cristianos, Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle su perfección y su sentido último y definitivo.
El Éxodo
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