Ministro de Seleuco IV Filopátor, rey de Siria (187-175 a.C). Mientras estaba ocupado en los asuntos de su cargo recibió la orden de su señor que se presentase en Jerusalén con el pretexto de llevar a cabo una inspección y así expoliar el tesoro del Templo (2M 3,7-8) en provecho de las arcas reales, vacías a causa de un pesado tributo exigido anualmente por Roma. Simón, sacerdote traidor que se sublevó contra la autoridad de Onías III, sumo sacerdote en activo y administrador del tesoro sagrado, había revelado la riqueza del Templo a Apolonio, gobernador de la Celesiria, que a su vez había informado al rey (2M 3,4-7).
Fiel a su odiosa misión, Heliodoro entró lleno de soberbia en el Templo a pesar de las súplicas y advertencias del sumo sacerdote, defensor de los bienes de los pobres y de los depósitos sagrados, al mismo tiempo que de la inviolabilidad de un Santuario "venerado" en el mundo entero". A la vista de esto, los sacerdotes con sus vestiduras cultuales se prosternan delante del altar, implorando al cielo. Todo el pueblo de Jerusalén prorrumpió en súplicas y oraciones (2M 3,9-23). El libro segundo de los Macabeos, rico en relatos maravillosos como sucede en toda la literatura greco-romana de esta época, refiere con singular elegancia, con imágenes deslumbrantes, la intervención divina que castiga entonces el sacrilegio: aparece un espléndido caballero "como revestido de una armadura de oro"; encabritó su montura frente a Heliodoro mientras que dos "jóvenes", que se adivina eran ángeles, le propinan una sarta de golpes, dejándole moribundo (2M 3,24-28).
Un grito de acción de gracias subió desde los presentes hacia el Señor que manifestaba así su poder, pero que también quería revelar su misericordia. Ante las súplicas de la escolta del desgraciado que estaba a punto de expirar, Onías ofrece un sacrificio propiciatorio pidiendo su perdón, que obtiene; los dos ángeles, aparecidos de nuevo, sólo ponen una condición: que el fiero ministro del Seléucida, humillado por el castigo, celebre públicamente "el gran poder de Dios (2M 3,29-34)." Heliodoro, reanimado y transformado, se compromete: sacrificará a este Dios, cuyo poder ha podido comprobar y, dando testimonio de sus obras ante todos, vuelve con las manos vacías ante su rey, al que disuade de volver a enviar a Jerusalén a otro ave de rapiña, advirtiéndole de que seguiría su misma suerte (2M 3,35-39). El autor sagrado no expone cuáles fueron las relaciones inmediatas del decepcionado Seleuco IV y su atropellado ministro. Al mencionar la muerte del primero (2M 4,7) que era, mató a su señor en el 175.
Fiel a su odiosa misión, Heliodoro entró lleno de soberbia en el Templo a pesar de las súplicas y advertencias del sumo sacerdote, defensor de los bienes de los pobres y de los depósitos sagrados, al mismo tiempo que de la inviolabilidad de un Santuario "venerado" en el mundo entero". A la vista de esto, los sacerdotes con sus vestiduras cultuales se prosternan delante del altar, implorando al cielo. Todo el pueblo de Jerusalén prorrumpió en súplicas y oraciones (2M 3,9-23). El libro segundo de los Macabeos, rico en relatos maravillosos como sucede en toda la literatura greco-romana de esta época, refiere con singular elegancia, con imágenes deslumbrantes, la intervención divina que castiga entonces el sacrilegio: aparece un espléndido caballero "como revestido de una armadura de oro"; encabritó su montura frente a Heliodoro mientras que dos "jóvenes", que se adivina eran ángeles, le propinan una sarta de golpes, dejándole moribundo (2M 3,24-28).
Un grito de acción de gracias subió desde los presentes hacia el Señor que manifestaba así su poder, pero que también quería revelar su misericordia. Ante las súplicas de la escolta del desgraciado que estaba a punto de expirar, Onías ofrece un sacrificio propiciatorio pidiendo su perdón, que obtiene; los dos ángeles, aparecidos de nuevo, sólo ponen una condición: que el fiero ministro del Seléucida, humillado por el castigo, celebre públicamente "el gran poder de Dios (2M 3,29-34)." Heliodoro, reanimado y transformado, se compromete: sacrificará a este Dios, cuyo poder ha podido comprobar y, dando testimonio de sus obras ante todos, vuelve con las manos vacías ante su rey, al que disuade de volver a enviar a Jerusalén a otro ave de rapiña, advirtiéndole de que seguiría su misma suerte (2M 3,35-39). El autor sagrado no expone cuáles fueron las relaciones inmediatas del decepcionado Seleuco IV y su atropellado ministro. Al mencionar la muerte del primero (2M 4,7) que era, mató a su señor en el 175.
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