Aurelio Fernández
Eutanasia. Sufrimiento. Enfermedad. Respeto debido a los muertos.
Temas
morales que se originan en el estadio final de la vida, antes de consumarse en
la muerte
La eutanasia
La vida del hombre sobre la tierra esta determinada en el tiempo. El hombre y la mujer clausuran su estadio terrestre con la muerte. Al colofón de la muerte, con frecuencia, le acompaña la enfermedad y el dolor. El dolor representa una de las grandes aporías de la existencia del hombre, hasta el punto que, como enseña el Concilio Vaticano II, «la violenta protesta contra el mal es una de las causas del ateismo moderno (GS 19).
Dado que la enfermedad y el dolor son un hecho frecuente en la vida humana, cada persona ha de saber asumir los ritmos de salud y enfermedad que se alternan a lo largo de su biografía. La imitación de Jesucristo y su invitación para seguirle en la cruz es el camino que debe guiar al cristiano cuando le sorprenda la enfermedad y con ella aparezca el dolor.
Pero es un hecho que, si en todas las épocas el dolor ha sido un enigma y una sobrecarga, parece que nuestra época –falta de fe y con una palpable pasión por el placer- está menos preparada para descubrir el sentido del sufrimiento. Así se apuesta por eliminarlo cuando la existencia propia o ajena empieza a deteriorarse. De ahí, la defensa de la «muerte dulce», tal como se entiende la eutanasia.
La Encíclica «Evangelium vitae» define así la eutanasia: «Es una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor» (EV 65). Y este documento magisterial concluye: «La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados». En consecuencia, para que pueda hablarse de eutanasia se requiere:
- tener la intención de provocar la muerte del enfermo y que se pongan los medios adecuados para conseguirla;
- aplicar los mecanismos que causen la muerte o que se omitan los medios normales y proporcionados para obtener la salud del enfermo;
- que estas medidas se tomen, precisamente, para eliminar el dolor.
Cabe distinguir la «autoeutanasia», que es la que reclama el mismo paciente, bien se la aplique a si mismo el sujeto o autorice a otra persona (incluido el medico) para que su muerte se lleve a término en las condiciones por él dispuestas.
La «heteroeutanasia» es la provocada por otro, sin la autorización del sujeto.
La «autoeutanasia» provocada es siempre un mal y un pecado grave, por cuanto el hombre se constituye en dueño absoluto de su vida, cuya pertenencia es exclusiva de Dios. La “heteroeutanasia”, además de ser un pecado grave, lesiona también gravemente la justicia, dado que se dispone de la vida de otra persona.
Es claro que el hombre tiene derecho a vivir y a morir dignamente, por cuanto no todo acto decisorio sobre el último momento de la existencia terrena puede considerarse como «eutanasia». En efecto, cuando la vida está seriamente amenazada y se inicia el estado terminal, el enfermo no está obligado a emplear medios desproporcionados, aunque, al rehuir tales medios, puede adelantar el momento de su óbito. Tal situación, cuando se dan las condiciones debidas, no se considera como eutanasia, sino que en este caso entra en juego el principio ético de “morir dignamente”. El derecho a morir con dignidad se fundamenta en la propia condición de la persona. Es el rechazo de la «distanasia», que así se denomina el intento de alargar la vida más de lo debido con medios extraordinarios o desproporcionados. La moral católica rechaza el «ensañamiento terapéutico» (EV 65).
Ante el riesgo de una mentalidad favorable a la eutanasia, alimentada por argumentaciones que conmueven la sensibilidad, la Iglesia -que subraya el derecho que tiene el hombre a una muerte digna- condena de continuo la eutanasia. Juan Pablo II lo hizo con esta fórmula tan solemne:
“De acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario universal» (EV65).
Esta doctrina ha de considerarse coma una verdad enseñada coma definitiva, que coma tal debe ser profesada por el cristiano” (1).
Respeto debido a los muertos
La dignidad del hombre, tal como es reconocida por la antropología cristiana, y la grandeza de la vida vivida, son las razones por las que el cristianismo mantiene el respeto al cadáver. Además, el cristianismo profesa como dogma central la resurrección de los cuerpos. Por ello, afirma que los «cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección» (CEC 2300).
De ahí la costumbre de enterrar piadosamente a los muertos, tal como se menciona ya en el libro de Tobías (Tb 1,16-18). La Iglesia interpreta este gesto como «una obra de misericordia corporal».
En cuanto a los nuevos usos de la incineración, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo» (CEC2301).
Si la vida concebida y aun no nacida merece el respeto máximo, es lógico que tanto el individuo como la colectividad social respeten también la vida nacida. De ahí la condena de cualquier violación de la existencia humana. Por ello no se debe «objetivar» al hombre, tratándole como a un objeto, aunque se le considere un «objeto valioso». Consecuentemente, cualquier tipo de violación de la dignidad de la persona humana ha de ser juzgado como un acto inmoral por excelencia.
La eutanasia
La vida del hombre sobre la tierra esta determinada en el tiempo. El hombre y la mujer clausuran su estadio terrestre con la muerte. Al colofón de la muerte, con frecuencia, le acompaña la enfermedad y el dolor. El dolor representa una de las grandes aporías de la existencia del hombre, hasta el punto que, como enseña el Concilio Vaticano II, «la violenta protesta contra el mal es una de las causas del ateismo moderno (GS 19).
Dado que la enfermedad y el dolor son un hecho frecuente en la vida humana, cada persona ha de saber asumir los ritmos de salud y enfermedad que se alternan a lo largo de su biografía. La imitación de Jesucristo y su invitación para seguirle en la cruz es el camino que debe guiar al cristiano cuando le sorprenda la enfermedad y con ella aparezca el dolor.
Pero es un hecho que, si en todas las épocas el dolor ha sido un enigma y una sobrecarga, parece que nuestra época –falta de fe y con una palpable pasión por el placer- está menos preparada para descubrir el sentido del sufrimiento. Así se apuesta por eliminarlo cuando la existencia propia o ajena empieza a deteriorarse. De ahí, la defensa de la «muerte dulce», tal como se entiende la eutanasia.
La Encíclica «Evangelium vitae» define así la eutanasia: «Es una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor» (EV 65). Y este documento magisterial concluye: «La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados». En consecuencia, para que pueda hablarse de eutanasia se requiere:
- tener la intención de provocar la muerte del enfermo y que se pongan los medios adecuados para conseguirla;
- aplicar los mecanismos que causen la muerte o que se omitan los medios normales y proporcionados para obtener la salud del enfermo;
- que estas medidas se tomen, precisamente, para eliminar el dolor.
Cabe distinguir la «autoeutanasia», que es la que reclama el mismo paciente, bien se la aplique a si mismo el sujeto o autorice a otra persona (incluido el medico) para que su muerte se lleve a término en las condiciones por él dispuestas.
La «heteroeutanasia» es la provocada por otro, sin la autorización del sujeto.
La «autoeutanasia» provocada es siempre un mal y un pecado grave, por cuanto el hombre se constituye en dueño absoluto de su vida, cuya pertenencia es exclusiva de Dios. La “heteroeutanasia”, además de ser un pecado grave, lesiona también gravemente la justicia, dado que se dispone de la vida de otra persona.
Es claro que el hombre tiene derecho a vivir y a morir dignamente, por cuanto no todo acto decisorio sobre el último momento de la existencia terrena puede considerarse como «eutanasia». En efecto, cuando la vida está seriamente amenazada y se inicia el estado terminal, el enfermo no está obligado a emplear medios desproporcionados, aunque, al rehuir tales medios, puede adelantar el momento de su óbito. Tal situación, cuando se dan las condiciones debidas, no se considera como eutanasia, sino que en este caso entra en juego el principio ético de “morir dignamente”. El derecho a morir con dignidad se fundamenta en la propia condición de la persona. Es el rechazo de la «distanasia», que así se denomina el intento de alargar la vida más de lo debido con medios extraordinarios o desproporcionados. La moral católica rechaza el «ensañamiento terapéutico» (EV 65).
Ante el riesgo de una mentalidad favorable a la eutanasia, alimentada por argumentaciones que conmueven la sensibilidad, la Iglesia -que subraya el derecho que tiene el hombre a una muerte digna- condena de continuo la eutanasia. Juan Pablo II lo hizo con esta fórmula tan solemne:
“De acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario universal» (EV65).
Esta doctrina ha de considerarse coma una verdad enseñada coma definitiva, que coma tal debe ser profesada por el cristiano” (1).
Respeto debido a los muertos
La dignidad del hombre, tal como es reconocida por la antropología cristiana, y la grandeza de la vida vivida, son las razones por las que el cristianismo mantiene el respeto al cadáver. Además, el cristianismo profesa como dogma central la resurrección de los cuerpos. Por ello, afirma que los «cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección» (CEC 2300).
De ahí la costumbre de enterrar piadosamente a los muertos, tal como se menciona ya en el libro de Tobías (Tb 1,16-18). La Iglesia interpreta este gesto como «una obra de misericordia corporal».
En cuanto a los nuevos usos de la incineración, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo» (CEC2301).
Si la vida concebida y aun no nacida merece el respeto máximo, es lógico que tanto el individuo como la colectividad social respeten también la vida nacida. De ahí la condena de cualquier violación de la existencia humana. Por ello no se debe «objetivar» al hombre, tratándole como a un objeto, aunque se le considere un «objeto valioso». Consecuentemente, cualquier tipo de violación de la dignidad de la persona humana ha de ser juzgado como un acto inmoral por excelencia.
Nota:
(1) Cf. Carta Apostólica Ad tuendam fidem, n. 3 y 4-2° (18-V-1998).
SIGLAS:
CEC: Catecismo Iglesia Católica
HV: Humanae Vitae
DV: Instrucción Donum vitae
EV: Evangelium Vitae
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.