Cuando hablamos del excluido nos referimos a la persona del /otro silenciado,
aquel que no es tenido en cuenta en las grandes decisiones económicas, políticas
y de otro tipo, a pesar de ser afectado por las mismas. Pero es también aquel
que está más allá de la comunidad de comunicación propuesta por la
Ética del Discurso de Apel y Habermas. Es, sencillamente, el prescindible
para los sistemas totalizadores de cualquier tipo. Son aquellos que pueden
incluso llegar a morir sin que nadie, desde la totalidad, les añore. Podría
decirse que son un estorbo para los sistemas vigentes, los /marginados; son
aquellos que no tienen ni voz ni voto; en definitiva, los nadies. Pero el
pobre, también como excluido, es un tema central del actual debate ético,
particularmente el entablado entre la ética del discurso y la filosofía y
la ética de la liberación.
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
En la segunda parte de la obra La transformación de la
filosofía, de K. O. Apel, la comunidad de comunicación ocupa una
posición capital; esta comunidad es la verdadera transformación de la filosofía.
Con esta oferta filosófica, aunque entroncando con la filosofía ética kantiana,
Apel pretende, por una parte, superar el trascendentalismo de Kant, con su
dicotomía entre el mundo nouménico y el mundo fenoménico; y además, superar el
individualismo solipsista del yo
pienso cartesiano, que se convierte en
un nosotros argumentamos intersubjetivo, como vía de acceso a la verdad,
entendida como consenso. Se transita, entonces, de la razón monológica a la
razón dialógica. Y ello sirve también para intentar fundamentar la ética. Para
ello, Apel se inspiró, entre otras cosas, en la interpretación semiótica que Ch.
S. Peirce realizó del pensamiento de Kant. En efecto, Peirce realizó un tránsito
desde el pragmatismo (pragmatismus) hasta el pragmaticismo (pragmatizismus).
Peirce concibe la comunidad de comunicación ilimitada, desde la /igualdad de
sus participantes, sin
coacciones y respetando la dignidad de los interlocutores; esto es lo que
podemos denominar el aspecto positivo de la comunidad de comunicación y
el consenso; pero no explicita los posibles aspectos negativos, o
aquellos presupuestos que permiten un desacuerdo o el disenso. Aunque
Habermas –el otro representante, con Apel, de la ética del discurso— no admite,
en la pragmática formal, que pueda darse una pragmática trascendental –cosa que
sí pretende Apel–, sino una pragmática universal, que se mueve al modo de
hipótesis necesitadas de comprobación empírica y, por tanto, no admitiendo una
fundamentación trascendental última en el campo de la ética. Aquí nos
detendremos en un diálogo con Apel, pues sostenemos, como él, la posibilidad de
una fundamentación, pero no sólo –y en eso disentimos– en su formulación
procedimental puramente formal, ya que consideramos necesario afirmar una
fundamentación universal, trascendental, pero también material de la
ética, aunque no sea este el momento de explicitarla
(/Ética de la Liberación).
El solipsismo del /yo (que puede excluir al tú) ha
sido superado o subsumido por Apel en el nosotros (que también puede
excluir al vosotros). Ese nosotros puede cerrarse, totalizarse, y
argumentar en una comunidad de comunicación real, que puede fundar su
discurso en una misma y común comprensión del ser; que puede argumentar
al final, hermenéutica, trascendental u ontológicamente, sobre lo mismo
–aunque ónticamente puedan disputarse /diferencias desde un acuerdo, o
desde un /consenso impuesto por un bloque histórico en el poder,
como diría Gramsci–. Lo esencial, entonces, para una Ética de la Liberación, no
es el yo o el nosotros (ni siquiera como comunidad de comunicación), o la
sociedad abierta de Popper, que de hecho puede cerrarse en una
totalización de la Totalidad sistemática, sino el tú, el
vosotros,
el otro de cualquier comunidad de
comunicación –la exterioridad trascendental a toda comunidad y ontología–,
que con Lévinas podemos denominar la /alteridad metafísica del otro1. En
realidad la comunidad de comunicación ideal de K. O. Apel –en lo que
denomina el nivel A, a
diferencia del nivel B, que representa la
comunidad de comunicación real– puede postular una exterioridad del otro,
no ya como exclusión, sino como no inclusión, para que no sea
representada como inmóvil o sin capacidad de futuro. Pero también una
comunidad libre de dominación tendría que postular el futuro de una
comunicación nueva desde el otro, siempre ya presupuesto, como
principio metafísico, desde donde se puede pasar de lo incomunicado, como
libertad que no ha revelado aún el misterio de su alteridad como /persona, a la
comunidad de comunicación creadora y respetuosa de la
cuidad
del otro. El mismo Reino de Dios –tema central en
Kant– que, como Reino de la libertad, será tratado por Marx, desde un
horizonte de intereses distinto, como /comunidad de comunicación absoluta,
esto es, como la /utopía ideal, pensada como progreso. Siendo el /Absoluto
un participante en ella, hay garantías de infinita posibilidad de nuevo
conocimiento. En efecto, el otro estará siempre presupuesto a priori,
trascendentalmente –en el nivel A de Apel–, pero no como fundamento (como
el ser), sino como exterioridad, como la nada, lo que
todavía no tiene sentido, como el nadie, del que no se puede hablar desde
la misma comunidad de comunicación.
En la racionalidad argumentativa, incluso en su nivel
trascendental o universal, es necesario incorporar, como un momento de su
definición, la exterioridad (de diverso grado) del otro, de cada persona
participante de la comunidad como un otro potencial. Y ello no como
lo otro que la
razón, sino como la razón del otro,
que interpela y desde donde un principio o enunciado falseable puede ser
falseado. El otro tiene el derecho de poder situarse siempre virtualmente
como otro que la misma comunidad. Los diversos grados de exterioridad van
desde la situación absoluta (como la locura o la demencia) hasta el derecho a
disentir del que todavía no ha descubierto razones suficientes para
probar la validez de lo nuevo descubierto; incluso aunque no encuentre dichas
razones, tiene derecho a disentir razonablemente. Apel critica a la modernidad y
su solipsismo, pues el alma, para Descartes está separada del cuerpo
dualmente2-. Este solipsismo es también claro en el primer Fichte, para quien el
yo es absolutamente puesto,
como para el primer Schelling, para quien la
existencia del mundo exterior es un puro prejuicio, siendo el saber primero y
absoluto la autoconciencia: «Este saber primero es para nosotros,
indudablemente, el saber de nosotros mismos o la autoconciencia» –Selbstbewusstsein-
3. Algo similar hay que afirmar de Husserl y su Urich y del
Mitsein de Heidegger, encerrados en el solipsismo de mi mundo o de
nuestro mundo, pero que no dan nunca al otro la posibilidad de revelarse
desde la exterioridad. En efecto, un personalista como N. Berdiaeff escribió:
«Para la ontología monista no es sólo la aparición del mal lo que presenta mucha
dificultad, sino la novedad misma. La novedad auténtica, no sólo la que
significa la nueva repartición de partes, llega siempre como de otro mundo, de
otro nivel, llega desde la libertad»4. La novedad creadora es
inaceptable para un pensamiento monista. La exterioridad creadora es un tú
o un vosotros, pero verdaderamente trascendental a la misma
comunidad, pues hay que afirmar que la idea de comunidad, por sí misma, no
trasciende necesariamente la mismidad, en tanto que puede excluir la
exterioridad, como se excluía de la organización de la polis aristotélica a los
esclavos, a los bárbaros-europeos, a los niños (hombres sólo en potencia), a las
mujeres (con capacidad decisoria deficiente). Esto es, el nosotros
aristotélico no era la comunidad de todos los afectados, sino una minoría que
imponía sus decisiones a la totalidad. Esto significa que un consenso de la
comunidad de comunicación real puede ser una magnífica forma de
enmascarar un totalitarismo fetichista. Como para Aristóteles era evidente
que los esclavos lo eran por naturaleza, y que lo mejor que les podía
pasar era ser dirigidos por los libres, los otros, los esclavos en este caso, no
participaban de la comunidad de comunicación, donde supuestamente se argumentaba
sobre lo admitido comúnmente por todos; estos todos eran en
realidad sólo la parte dominante y los otros eran fácticamente excluidos a
priori, e incluso Aristóteles argumentaba sobre su exclusión, apoyándose
en su supuesta inferioridad por naturaleza.
Desde estas consideraciones, debemos advertir que la
filosofía que afirma la comunidad de comunicación, el nosotros
argumentamos que pretende superar el solipsismo de la modernidad –y que Apel
argumenta con maestría y de modo tan bien fundamentado–, no es suficiente para
una filosofía que pretenda partir desde el rostro del pobre, del sufriente, de
las personas o pueblos fácticamente excluidos de la comunidad de comunicación
real. En este sentido sostenemos que el otro es la condición de posibilidad de
cualquier argumentación en cuanto tal; la argumentación debe presuponer que el
otro tiene una dignidad y unas razones que ponen frecuentemente en
cuestión los acuerdos logrados por los argumentantes de una comunidad de
comunicación real. Por eso, el mismo Apel se percata de esto cuando sostiene, en
referencia a la universalidad de la norma básica lo siguiente: «Aquí se
plantea el difícil problema de tomar en cuenta de manera adecuada, en la
comunidad concreta de argumentación del discurso práctico, las pretensiones
virtuales de los no participantes, pero afectados», esto es, «los
miembros de Estados subprivilegiados (por ejemplo, de los países en desarrollo)»5.
En este caso, el otro, no participante, el excluido de la comunidad, y
por tanto no argumentante, es sólo a posteriori el que recibe el efecto de un
acuerdo en el que no tomó parte activa. Es consecuencia del argumentar, pero no
un a priori de la misma argumentación. Pero el otro no es sólo trascendentalidad
en el nosotros argumentativo, sino trascendental a la misma
comunidad de argumentación. De hecho, en la comunidad de comunicación real,
el otro es ignorado, no reconocido y excluido y, en tanto que eso acontece,
se concreta un momento ético de una estructura vigente de injusticia.
II. CONCLUSIONES.
A lo que nos
referimos cuando hablamos del
excluido es a la descripción explícita del mecanismo de exclusión
fáctica del otro de dicha comunidad, pues, antes de ser afectado ya
fue excluido. Es decir, se trata de describir no sólo las condiciones de
posibilidad de toda argumentación, sino las condiciones de posibilidad del
poder participar efectivamente, ser parte de dicha comunidad real, tomar
parte de sus decisiones. Para ello debe tomarse en cuenta explícitamente el
momento ético de la incomunicabilidad y, por esto, la incomunicación
silenciada del excluido. Pero para que la comunidad de comunicación sea
verdaderamente ética debe respetar la alteridad y la dignidad del otro en el
seno de la propia comunidad. Para los países infradesarrollados, para el Sur,
este no es un mero tema teórico, sino una cotidiana experiencia fáctica,
ético-práctica, desde hace siglos y hasta el presente. La teoría de la
hegemonía, como control del consenso ideológico político, económico, etc.,
podría ser útil para mostrar cómo un acuerdo no implica, por el solo hecho de
serlo, que sea humanizador, pues también puede serlo de dominación, de
exclusión; un silenciar la voz del otro, un no ver su rostro. Para que el otro
pueda participar en la comunidad de comunicación (pasando del ser afectado
a ser participante), debería reinterpretarse su no-ser, su ser
nadie, en el mundo de la comunidad de comunicación, como realidad
excluida en la exterioridad. Todo comienza con el /reconocimiento de la
persona (el esclavo en el esclavismo, el siervo en el feudalismo, el trabajador
en el capitalismo, la mujer en el patriarcalismo, el negro o el gitano... en el
racismo, el niño como persona en la sociedad de los adultos, el parado en
el mercado productivo, el intocable para el sistema de castas hindú,
etc.), atribuyéndosele la dignidad que merece como tal. Es un abrir o levantar
la incomunicación, aplicando las reestructuraciones institucionales o
personales que sean necesarias. Pero es fácilmente constatable que esta
apertura, este reconocimiento del derecho y la /dignidad del otro, no la suele
conceder el dominador o el que está en la posición hegemónica, sino que ha sido,
es y será fruto de la lucha del dominado, que afirma que existe y que merece
existir como lo que es: una persona. Y para ello es necesaria la praxis de
liberación. Y todo esto con anterioridad al presupuesto de la comunidad de
comunicación y al acuerdo. Estar en la comunidad y estar de acuerdo, es ya ser
parte del grupo hegemónico; poder argumentar implica, en cierto sentido,
ser libre de opresión y el fallo principal consiste en dar esto a priori por
sobreentendido. De hecho, la mayoría de la humanidad (el Sur, los nuevos pobres
del cuarto mundo, los fallos del sistema del neocapitalismo hegemónico,
las mujeres en multitud de culturas, etc.), el 75% o más de las personas de la
presente humanidad no forman parte, de hecho, de las comunidades de comunicación
reales, en tanto que no son participantes de pleno derecho y de pleno
hecho. Esta inmensa mayoría está enmudecida, silenciada. Recordando la
célebre expresión de Wittgenstein («De lo que no se puede hablar, hay que
callar»), pero cambiando su sentido, podríamos afirmar: «De lo que deberían
hablar se les hace guardar silencio; no interesa lo que puedan decir».
Son los /bárbaros, los nadies, aquellos
sobre los que ha escrito Eduardo Galeano: «Los nadies: los hijos de nadie, los
dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre,
muriendo la vida (...). Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino
dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte,
sino artesanía. Que no practican cultura, sino folclore. Que no son seres
humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen
nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica
roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata»6.
Desde los derechos y la dignidad de estos nadies debe reflexionar una
ética que quiera fundamentarse sólidamente.
NOTAS: 1 Para diferenciarla de la metafísica vulgar,
dogmática, óntica, que ha criticado J. HABERMAS, Pensamiento posmetafísico,
Taurus, Madrid 1990. – 2 «Mi alma, por la que soy lo que soy, es totalmente
distinta del cuerpo, y aun es más fácil de conocer que el cuerpo, y que si no
hubiera cuerpo no dejaría por ello el algo de ser lo que es»; R. DESCARTES,
Le Discours de la Méthode, La Pléiade, París 1953, 148. – 3 F. W. J.
SCHELLING, System des
traszendentales Idealismus,
en Werke 111, München 1958, 355. - 4 N. BERDIAEFF,
Essai de métaphysique eschatologique, Aubier, París 1964, 181. – 5 K. O.
APEL, Estudios éticos, Alfa, Barcelona 1986, 172. – 6 El libro de los
abrazos, Siglo XXI, Madrid 19916, 59.
BIBL.: APEL K.
O., La transformación de la filosofía, 2 vols., Taurus, Madrid 1985; ID,
Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona 1991; APEL K.
O.-DUSSEL E.-FORNET BETANCOURT R.,
Fundamentación de la ética y filosofía de la liberación,
Siglo XXI, México 1992; CORTINA A., Razón
comunicativa y responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca 1985; ID,
Etica mínima. Introducción a la filosofía práctica, Tecnos, Madrid 19944;
DUSSEL E., Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la liberación. Con
respuestas de Karl-Otto Apel y Paul Ricoeur, Universidad de Guadalajara,
Guadalajara 1993; Filosofía de la Liberación, Instituto Teológico de
Murcia, Murcia 1996; MCCARTHY T., La teoría crítica de Jürgen Habermas,
Tecnos, Madrid 1992; MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós,
Madrid 1995; ID, Filosofía de la liberación y barbarie del «otro»,
Cuadernos salmantinos de Filosofía XXII (1995) 267-282.
E. Dussel-M. Moreno Villa
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