Tras
una introducción a la eutanasia, a los diferentes planteamientos y
distinciones: la eugénica, la económica, la selectiva, la judicial, la
neonatal, la eutanasia activa y pasiva, la eutanasia con participación activa
o por la omisión de acciones se pasa revista a los requisitos que se invocan
para su justificación: consentimiento del paciente, incurabilidad, diagnóstico
médico favorable, dolor insufrible del paciente y móvil compasivo del sujeto
agente. Después se repasan las consideraciones morales sobre la eutanasia y
como las instituciones juzgan la eutanasia: las Academias científicas, los
foros políticos, las organizaciones profesionales y la Iglesia. Y también se
hace una contemplación jurídica de la eutanasia, en el derecho nacional e
internacional y a lo largo del tiempo. Y por fin se ve la eutanasia teológica
o verdadera eutanasia que es el buen morir, o el morir en estado de gracia.
Vamos a fijar
nuestra atención en las transgresiones contra la vida antes de que concluya
biológicamente y de un modo natural. Con ello podrá observarse que la fuerza
oscura del antivitalismo actúa de un modo permanente. Si la vida nacedera o
naciente es asediada por medio de la anticoncepción y del aborto, a la vida, en
su proceso, se opone, con la pretensión de añadir, añadiendo al derecho a la
vida un derecho sobre la vida. Este derecho tendría dos manifestaciones, la
autodestrucción de la vida propia, por medio del y la eutanasia, que justificaría
otro nuevo derecho, el derecho a matar, en los supuestos de vida declinante y
sufriente (la de los moribundos, para suprimir un dolor insoportable) y de vida
depauperada y sin sentido (la de aquellos a los que se denomina «muertos
espirituales» o «vidas sin valor»).
Conviene, por la dificultad del tema, por la confusión semántica por la corriente evolutiva conceptual del vocablo eutanasia, y para la fijación de los límites de la lección presente, distinguir entre técnica eutanásica y eutanasia. La eutanasia propiamente dicha es el supuesto derecho a matar, anticipándose a la llegada de la muerte, para suprimir, sin dolor, los sufrimientos de quien se halla afectado por enfermedad o lesión incurables. La técnica eutanásica no es más que la técnica de la muerte sin dolor, con independencia de que la persona a la que se aplica se halle o no aquejada por dolores insufribles. En la eutanasia prima la intención: suprimir el dolor por muerte indolora. En la técnica eutanásica prima el método: por vía indolora producir la muerte.
La distinción entre técnica eutanásica y eutanasia es fundamental, al objeto de poner cada cosa en su sitio y disipar la niebla que impide la precisión necesaria en un asunto tan decisivo. A esta luz se advierte de inmediato que se califica como eutanasia, desdibujando el concepto, lo que no son más que aplicaciones de la técnica eutanásica a casos en los que se desea provocar la muerte. Tal sucede en el amplio esquema que califica de eutanasia a la extinción indolora de las vidas depauperadas a que hacíamos alusión al comienzo.
La eutanasia eugénica, que elimina a los deformes y tarados; la eutanasia económica, que suprime a los viejos, inválidos y dementes; la eutanasia selectiva, que extermina a quienes no sean de «pura sangre»; la eutanasia judicial, que aplica la pena de muerte sin dolor: la eutanasia neonatal (forma de infanticidio), no son modalidades de la eutanasia, sino puesta en juego de la técnica de la muerte indolora. Para que pueda hablarse de eutanasia en su verdadera acepción, que es la que aquí fundamentalmente nos interesa, han de coincidir el método y la intención: el método de la muerte indolora y la intención de evitar el dolor insufrible que padece aquel al que se aplica.
Sentado esto, conviene que detenerse, para un entendimiento clarividente de la eutanasia, en los planteamientos iniciales que se invocan, para justificarla, primero, y para legalizarla, después. Es curioso que tales planteamientos, con una dialéctica admirable, comiencen por admitir la existencia de un derecho a la vida. Este derecho postula, sin embargo -dicen los defensores de la eutanasia-, una matización, ya que se trata del derecho a una vida concorde con la dignidad humana, es decir, no sólo de un derecho a la vida, a manera de proclamación teórica, sino a una vida con cierto contenido, es decir, a una cierta calidad de vida. Si este derecho a vivir con cierta calidad de vida -es decir, no de cualquier modo y a cualquier precio y a toda costa, sino con dignidad- no es posible, y no es posible a los afectados por enfermedades o lesiones incurables muy dolorosas, será necesario reconocer, frente al derecho a vivir, un derecho a morir sin dolor, para evitar la vida indigna sujeta a un dolor irresistible En tal caso, y dada la colisión de derechos, habrá que entender que el derecho a morir tiene preferencia sobre el derecho a vivir.
Ahora bien, la puesta en ejercicio de este derecho a morir se efectúa a través de la eutanasia, en la que concurren, al menos, dos personas: el enfermo incurable y atormentado (sujeto paciente) y el que lleva a cabo la técnica eutanásica (sujeto agente). Si en la eutanasia, teniendo en cuenta la dualidad de personas que acabamos de señalar, destacamos la figura del sujeto paciente, estaremos ante el suicidio con ayuda o cooperación de otro. Si, por el contrario, ponemos nuestra atención con carácter primordial en el sujeto agente, estaremos ante el homicidio con el consentimiento de la víctima.
¿Pero podrá hablarse correctamente de suicidio y homicidio en tales casos? ¿Merecerá la eutanasia calificaciones con tal sabor delictivo cuando al realizarse por compasión para con el moribundo, el enfermo o el lesionado, y dando respuesta positiva al derecho de morir, constituye más bien un acto de suprema caridad, una obra de misericordia cumplida con el paciente?
He aquí un haz de problemas básicos que requieren una contestación inmediata y seria.
En primer término, conviene precisar qué tipo de derecho es el derecho a la vida, porque la imprecisión y vaguedad del lenguaje lleva fácilmente a confundir e identificar en su tratamiento a los derechos obligacionales, a los derechos reales (ambos de naturaleza patrimonial) con los derechos funcionales y los derechos de la personalidad (que se mueven en órbita distinta). Si la diferencia entre los primeros es tan sólo de carácter cuantitativo, la diferencia entre ellos y los funcionales o de la personalidad es de orden cualitativo. Para que la diferencia no pase inadvertida, pensemos en una relación obligacional (derecho del prestamista a obtener la devolución del dinero que prestó, y deber del prestatario a devolverlo), en una relación real (derecho del propietario al goce y disposición de su propiedad y deber genérico «ergo omnes» de respetarla), en una actividad funcional (la que tienen los padres en el ejercicio de la patria potestad y les confiere el derecho-deber de educar a los hijos) y en el bien protegido jurídicamente de la personalidad (derecho a la vida y a un tiempo deber de vivir y, por ello, de «curarse y de hacerse curar») (sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, 5-V-1980), ya que «todos los recursos de la naturaleza han sido puestos a su disposición por el Creador para que puedan proteger y defender a los hombres de la enfermedad» (Pío XII, radiomensaje al VII Congreso Internacional de Médicos Católicos, 11-IX-1956).
Los derechos de la personalidad no sólo exigen el respeto de todos, como los derechos reales, y configuran un complejo de derechos-deberes, como los funcionales, sino que, además, son innatos, consustanciales con el hombre por el hecho de ser hombre, anteriores y superiores a la sociedad y al Estado como gerente de la misma y, por todo ello, irrenunciables e indelegables.
Llegados a la conclusión de que no puede hablarse de un derecho a la vida sin un deber de vivir, conservándola, los defensores de la eutanasia plantean la cuestión, como ya indicábamos, a otro nivel, preguntando de qué vida se trata, porque si ese derecho se refiere a una cierta calidad de vida propia de la dignidad del hombre, no tiene sentido conservarla como deber cuando ello, como ocurre con el enfermo incurable y atribulado por el dolor, no resulta posible. En tal situación, en que el deber ha desaparecido, el derecho cobra su plenitud y puede ejercitarse sobre su objeto con un acto de disposición sobre la vida, al que puede llamarse «derecho a morir».
¿Pero existe el derecho a morir? Para unos, ese derecho existe, puesto que los ordenamientos jurídicos no castigan el suicidio. Para otros, ese derecho no existe, ya que «el reconocimiento del derecho a la vida (derecho de afirmación) excluye necesariamente el contrario, es decir, el derecho a la muerte. Mas no puede olvidarse que el suicidio no se castiga, no porque haya un derecho a morir, sino porque desapareció el delincuente, y no se olvide tampoco que hay un deber de morir, porque la muerte es ineludible y que, por tanto, ese deber se integra en el derecho a la vida, como derecho de la personalidad.
Por eso, tomando la argumentación de que el derecho a la vida lo es en tanto en cuanto se trata de una vida digna de hombre, podemos afirmar que el derecho a morir existe pero no como derecho a morir de cualquier modo, sino como derecho a morir con dignidad.
Pero ¿qué es morir con dignidad? He aquí la clave de la eutanasia, que, comenzando por ser la muerte dulce de Francisco Bacon, gran canciller de Inglaterra en el siglo XVII, pasó a ser la muerte por compasión en el siglo XIX y hoy se equipara a la muerte digna del hombre.
Para no incurrir en desviaciones o equívocos, hay que partir de un hecho incontestable, a saber: que la muerte temporal es un imperativo biológico integrado en la vida, a la manera de epílogo o episodio final, y que, por lo tanto, hay que preverla y aceptarla con responsabilidad, incluso, como decía Seneca, como la mejor invención de la vida. Es el propio derecho a la vida el que asume con la vida, limitada como es, la muerte que la extingue. El derecho a una vida digna lo es, por ello, a una muerte digna, es decir, a un término natural y no artificial de la vida humana.
De aquí se sigue que si el derecho a una vida digna del hombre veda su prolongación artificial, porque ello no sería otra cosa que prolongar técnicamente el proceso de agonía mortal ya insoslayable, el derecho a morir dignamente veda también la eutanasia, activa o pasiva, por la que se provoca y adelanta la muerte de modo voluntario -muerte que se puede evitar con la terapia oportuna- so pretexto de suprimir el dolor de los enfermos o lesionados. El ejercicio de un supuesto derecho a matarse y la concesión de este derecho a otro para que me mate no parece que sea un modo digno de morir. Entre el derecho a morir con dignidad y el derecho a morir matándose hay, sin duda, una enorme y radical diferencia.
El derecho a morir con dignidad supone morir «secundum natura», naturalmente y serenamente, sin sufrimientos inútiles o innecesarios, obtener alivio para tales sufrimientos y angustias, morir en paz con Dios y con los hombres y exigir que no se prolongue artificial e inútilmente la agonía (Ve Boletín «sí a la vida», septiembre 1984).
Se acaba de aludir a la eutanasia activa y pasiva, que supone, como señalan los alemanes, una «sterbehilfe», una ayuda para morir. La eutanasia activa, «mercy killing» en la terminología anglosajona, se caracteriza por un «facere» del sujeto agente sobre el sujeto paciente, siendo precisa una intervención adecuada del primero, que utilizando determinados medios, generalmente drogas, acelera y produce la muerte del segundo. La eutanasia pasiva, «letting die» en la terminología anglosajona, se caracteriza por un «non facere», es decir, por la privación voluntaria de los cuidados precisos de una terapia normal, provocando así, por omisión, la muerte del enfermo o lesionado. En uno y otro caso se actúa por compasión, requisito esencial en la eutanasia. En el primero, sin embargo, se mata por misericordia, mientras que en el segundo por misericordia no se impide la muerte.
Pues bien, tanto la eutanasia activa como pasiva se ordenan intencionalmente a producir la muerte. Por eso, supongan o no, según los casos, una «directa occisio», son, en uno y otro supuesto, occisivas, y su ilicitud resulta evidente.
Distinta de la eutanasia activa o pasiva («To kill or let die») es la eutanasia lenitiva, que no se propone en la intención provocar la muerte, sino mitigar los sufrimientos, aunque como efecto secundario de esa mitigación se produzca un acortamiento de la vida. A esta modalidad de la eutanasia hizo referencia Pío XII en su discurso de 24 de febrero de 1957, al «Congreso Nacional de la sociedad Italiana de Anestesiología», señalando que «sí la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos diferentes: por una parte, el alivio de los dolores, y, por otra, la abreviación de la vida, entonces (la eutanasia) es lícita». Más aún: si la administración de los narcóticos no sólo suprimiera el dolor, sino que además suprimiera el conocimiento, la religión y la moral permiten al médico y al paciente la eutanasia lenitiva «si no hay otros remedios y ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales», como sería poner en paz su conciencia y otorgar testamento.
El mismo Pío XII, el 9 de septiembre de 1958, decía ratificando su criterio, que «está permitido utilizar con moderación narcóticos que dulcifiquen (el) sufrimiento, aunque también entrañen una muerte más rápida. En este caso, ese efecto, la muerte, no ha sido querida directamente. Esta es inevitable y motivos proporcionados autorizan medidas que aceleran su presencia».
Al margen de las eutanasias occisivas o lenitivas, se halla la ortotanasia o paraeutanasia, que se da cuando, en oposición a la distanasia, se omiten o interrumpen conscientemente medios extraordinarios o desproporcionados que sólo sirven para prolongar la vida vegetativa de un paciente incurable, es decir, con un proceso patológico irreversible. Entre tales medios se citan los balones de oxígeno, las sondas de respiración y las inyecciones de antibióticos sin efectos curativos. La ortotanasia no sólo es lícita, sino que puede constituir una obligación moral. La sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en su Declaración de 5 de mayo de 1980, dice que «es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que producirían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia... (máxime cuando a veces) las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se puedan obtener de los mismos». Y puede ser obligación moral cuando con la aplicación de tales medios extraordinarios o desproporcionados sólo se consigue lo que la medicina francesa llama «encarnizamiento terapéutico», que instrumentaliza al ser humano (Juan Pablo II, a la «Academia Pontificia de Ciencias», 23-X-1982), cuya dignidad es preciso «proteger en el momento de la muerte... contra un tecnicismo que corre el riesgo de ser abusivo» (Juan Pablo II, 22-VII-1982).
A este respecto hay que traer a colación los problemas planteados por la determinación del momento en que la muerte se produce, cómo se manifiesta y cómo puede diagnosticarse con exactitud. Si el hombre, por la confusión ideológica reinante, no sabe -y se halla perplejo- ante el instante en que comienza su existencia, igualmente no sabe -y se halla, más que perplejo, angustiado- por el momento en que deja de existir.
Hoy, afortunadamente, la biología, no oscurecida en sus datos experimentales y científicos por la nebulosa sectaria, nos asegura que el comienzo de la vida humana se inicia con la fertilización del óvulo y que la muerte se produce cuando cesa la actividad bioeléctrica del cerebro y el encefalograma así lo revela. Por eso, y a los fines de licitud y aun de obligación moral de la ortotanasia, se hace necesario diferenciar la muerte clínica, que es la verdadera, de la muerte biológica, que puede posponerse a aquélla, y más allá de sus límites naturales, manteniendo, artificialmente, una vida inviable a través de la llamada reanimación de dos funciones vitales, la respiratoria y la cardiaca, y ello a pesar del coma irreversible del paciente, cuyo cerebro carece de actividad.
El latido del corazón y el funcionamiento de los pulmones frente a un encefalograma horizontal no ponen de relieve que haya vida humana, sino que la técnica ha avanzado de tal modo que la actividad de los pulmones y del corazón puede seguir, aislada y sin aquélla, utilizando máquinas especiales. De aquí que la omisión o la interrupción de tales medios extraordinarios o desproporcionados no plantee el problema de sí tal omisión o renuncia producen o no la muerte, porque la muerte auténtica, que es la muerte clínica, ya se ha producido. El problema que realmente se plantea, desde el punto de vista moral, es si la reanimación o terapia de sostenimiento vital («life sustaining procedure») se puede mantener utilizando experimentalmente al hombre, para poner de relieve los avances de la ciencia o el prestigio profesional, y aunque con ello, por añadidura, se agoten los recursos económicos de la familia. La Declaración antes aludida de la Congregación para la Doctrina de la Fe hace referencia a la licitud moral del «rechazo... (a) un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar (y que, además, puede) imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad».
Como ha escrito el P. Marcozzi, s. J. («Il cristiano di fronte all'eutanasia», Civiltá Cattolica, 1975, pág. 322), «en la ortotanasia no hay eutanasia, ni positiva (porque el médico no acelera positivamente la muerte del paciente), ni negativa (porque no priva al paciente de los cuidados ordinarios) En la ortotanasia sólo se priva al paciente de los medios extraordinarios, los cuales más que prolongar razonablemente la vida serían una tentativa desesperada y hasta cruel de prolongar la muerte». En tales casos, porque no se mata, no se hace morir, no hay más que una «aceptación de la condición humana» y un dejar hacer a la Naturaleza, contra la cual la lucha se hizo imposible.
Al llegar aquí, se resuelve también, aunque «a sensu contrario», la colisión que plantean los defensores de la eutanasia entre el derecho a vivir con dignidad y el derecho a morir, en el sentido de que el derecho a morir con dignidad excluye, por un lado, la eutanasia occisiva, y, por otro, autoriza tanto la ortotanasia, puesto que la ortotanasia se enfrenta con una vida que ha dejado de ser humana, y que carece, por tanto, de su dignidad, como la eutanasia lenitiva, que en la terapia del dolor, que la dignidad de la vida humana exige, no puede superar el efecto secundario y no-querido de la muerte.
Acotado el tema de la eutanasia propiamente dicha, es decir, a la que por acción u omisión que se ha calificado de occisiva, vamos a estudiar los requisitos que a la misma doctrinalmente acostumbran a exigir sus defensores para justificarla y, si es posible, legalizarla. Tales requisitos son los siguientes: el consentimiento del paciente, la incurabilidad del enfermo, el diagnóstico médico favorable, el dolor insufrible, el móvil compasivo (suprimir ese dolor).
a) Consentimiento del paciente.
Aun cuando algunos, como Del Rosal («Derecho penal español, parte especial, 1ª ed., Madrid, 1962) estiman que el consentimiento del paciente no es un requisito consustancial de la eutanasia, la opinión general lo estima imprescindible.
Partiendo de este punto de vista, el propósito de legalización de la eutanasia acude a los viejos aforismos romanos, según los cuales «volenti non fit iniuria» y «nulla iniuria est, quae in volentem fiat». Ahora bien, el consentimiento del paciente carece de eficacia para transformar en lícita la transgresión; y no la tiene en el caso que nos ocupa por dos razones fundamentales: 1) Porque el derecho a la vida, como derecho de la personalidad, según se ha dicho, no supone un «ius in se ipsum» con «summa potestas». El hombre no es dueño de sí mismo, como lo es de su propiedad, sino que tiene tan sólo el uso o usufructo de sus facultades por lo que no existiendo la facultad de disponer -que será, por otra parte, un «ius aLutandi»-, no puede ni derogar, renunciando, ni delegar, apelando a otro, su derecho a vivir; y 2) Porque el suicidio con ayudante rogado u homicidio con el consentimiento de la víctima no dejan de serlo a pesar de la aquiescencia del paciente, porque no se trata de un delito privado, sino público, que, incluso en Roma, se consideró como un crimen contra el Estado; porque lo que infringe la eutanasia es el orden público, objeto de la ley penal; porque el hecho viola el «ius cogens» o «derecho imperativo». Como ha escrito Jiménez de Asúa («Libertad de amar y derecho a morir», Madrid, 3 a ed., 1929), «lo que constituye la esencia del delito es ser un acto antisocial y un ataque al orden jurídico. La pena es una cosa y la reparación otra. Esta es la que tiene carácter privado. Por ello, la voluntad privada, incluso la del ofendido, no puede tener el valor de borrar la criminalidad del acto, incluyendo la pena».
Pero dado el consentimiento por el paciente para consumar el «Totung auf Verlangen», que dicen los alemanes, ¿puede confiarse en el mismo como una resuelta y decisiva voluntad de querer su propia muerte? He aquí una cuestión que, no obstante su corolario moral y jurídico, tiene una raíz psicológica importante, en la que no hay más remedio que detenerse. En efecto, la petición y la aquiescencia del sujeto pasivo puede producirse durante el trance doloroso que se considera insoportable o con anterioridad al mismo si el consentimiento se da en el transcurso del trance doloroso, puede suponerse, con escaso margen de error, que al paciente le falta en el mismo la conciencia y la capacidad necesaria para que dicho consentimiento pueda reputarse como válido, y no viciada, por tanto, su voluntad. Como dice la sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (Declaración citada), «las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y afecto». Si el consentimiento del paciente se produjo con anterioridad al trance doloroso, con plena lucidez y capacidad, y aun antes de caer enfermo o de sufrir la lesión, la duda sobre su eficacia subsiste, toda vez que tiene la facultad de disentir, de la que no puede hacer uso por estar imposibilitado para ello durante el trance doloroso, que es en el que precisamente podría formular su decisión.
En este orden de cosas, los psicólogos subrayan la diferencia entre el instinto, el deseo y la voluntad de morir. El instinto de morir-aclaran los psicólogos-no existe, porque el miedo a morir, que a todo hombre preocupa, demuestra que el instinto reacciona en sentido antagónico, es decir, como instinto de conservación y de seguir viviendo. El deseo de morir se inserta en la zona afectiva del hombre, de tal manera que la acedía y los «Todesgedanke» de los alemanes -pensamientos de muerte- no serían más que una proyección en la zona del entendimiento y de la conciencia de una espiga de la sensibilidad que ha nacido en zona limítrofe. La voluntad de morir, como una resuelta decisión humana elaborada forzando el instinto y, quizá, utilizando el factor emocional, implica la entrega absoluta al servicio de una causa que se evalúa por los héroes y los mártires como superior y trascendente, hasta el punto de exigir, como holocausto, el sacrificio de la vida. Pues bien, el consentimiento del paciente en el caso de la eutanasia, que no se puede llevar a la esfera del instinto, podrá situarse en el campo de los deseos, pero muy difícilmente en el de la voluntad y el entendimiento, que son los que autorizan a consentir, ya que no es posible equiparar al enfermo desesperado con el héroe o con el mártir.
Cabe todavía una última consideración acerca del consentimiento. Surge la misma ante la imposibilidad de que el mismo pueda ser prestado por el paciente o se duda acerca de su validez. ¿Pueden prestarlo los familiares, en su nombre, atribuyéndose una representación legal, o la Administración sanitaria en nombre de la función tuitiva del Estado? Pío XII ha dado respuesta a ambas posibilidades de consentimiento suplido. A la primera, al decir que el «representante legal no tiene sobre el cuerpo y la vida de sus representados más derechos que los que el propio representado tiene y con la misma extensión, por lo cual no puede conceder al médico permiso para disponer de la vida de aquél que de algún modo está bajo su custodia». A la segunda, con la recta interpretación del principio «civitas propter cives, non cives propter civitatem», conforme al cual, siendo el individuo no solamente anterior a la sociedad, por su origen, sino también superior, por su destino, no juega aquí el principio de totalidad que permitiría a la Administración prestar dicho consentimiento (Ve Radiomensaje al «VII Congreso Internacional de Médicos Católicos», 11-IX-1956).
b) Incurabilidad.
El requisito de incurabilidad como inherente a la eutanasia propiamente dicha resulta discutible, ya que la misma trata de justificarse, no porque la dolencia o las lesiones sean incurables, sino por el sufrimiento espantoso e intolerable que producen. Pues bien, si existen enfermedades y lesiones que, no obstante ser irreversibles, no producen dolores angustiosos, está claro que en tales supuestos, de provocarse la muerte, no estaremos ante un caso de eutanasia, sino, como demostramos al principio, de la aplicación de un método eutanásico a los incurables, considerados como vidas sin valor.
De otro lado, y admitida la incurabilidad como motivante de la compasión, hay que formular dos preguntas: una sobre la certeza de la incurabilidad y otra sobre quién la declara, dando fe de la misma.
Por lo que se refiere a la primera pregunta, hay un consenso muy generalizado sobre el carácter no absoluto de la incurabilidad, concepto en sí muy dudoso, ya que, como la experiencia nos dice, lo que parece incurable con un tratamiento puede curarse con otro, y porque aquello que ayer no tenía cura, la tiene hay o puede tenerla mañana. Piénsese en la rabia, la sífilis, la tuberculosis o la diabetes, por ejemplo.
Por lo que se refiere a la segunda interrogante, no cabe duda que el diagnóstico sobre la incurabilidad no puede darlo el paciente, no sólo por su posible incompetencia profesional en la mayoría de los casos, sino porque no se puede ser al mismo tiempo juez y parte, y porque en tanto en cuanto paciente, sería, como se ha dicho, «un juez detestable para juzgar de la incurabilidad de su estado».
Nos queda, pares, recurrir al diagnóstico médico que certifique de la incurabilidad.
c) Diagnóstico médico favorable.
Aunque sean duras las frases, me permito transcribirlas por ser de Ricardo Royo Villanueva, catedrático de medicina legal («El derecho a morir sin dolor», Edit. Aguilar, Madrid, 1929, págs. 147/8): «La ciencia médica, a pesar de sus recientes, enormes progresos doctrinales, todavía no se diferencia con la suficiente exactitud del curanderismo corriente. El diagnóstico es todavía un arte inseguro y difícil sobre el que los médicos muchas veces no están de acuerdo; la mejor opinión y el diagnóstico más seguro varían ampliamente de médico a médico. Es preciso que la gente sepa que nuestros conocimientos no son infinitos ni nuestra capacidad infalible. Hay que desechar la idea de que el médico puede siempre diagnosticar con absoluta seguridad el estado patológico del paciente.»
¿Y se puede proceder lícitamente con esa incertidumbre sobre el diagnóstico a una eutanasia activa o pasivamente occisiva? Sólo la falta de escrúpulos morales de Binding y Hoche pudo hacerles exclamar: «si hay error en el diagnóstico y se elimina a un hombre, habrá un hombre de menos, cuya vida hubiera sido probablemente de escaso valor, aunque llegara a sobrevivir. »
d) Dolor insufrible del paciente.
Este requisito de la eutanasia ofrece al estudioso o al observador facetas variadas y conectadas entre sí: ¿Qué significado tiene el dolor? ¿A qué tipo de dolor se hace referencia? ¿Hay dolores insufribles? ¿Existe una terapia antidolorosa que evite el recurso al dolor para justificar la eutanasia?
Al hilo de estas cuestiones podemos decir: 1) Que el dolor tiene un aspecto inicial positivo y que, biológicamente, actúa como señal de alarma, como despertador que nos hace salir del sueño amable de la salud para poner en la enfermedad nuestra atención, por algo llamado dolencia. Moralmente, el dolor, como prueba, nos fortifica; es decir, puede darnos la fortaleza espiritual, al modo como la gimnasta o el deporte, no obstante el cansancio, procuran la fortaleza física. 2) El dolor grave que podría justificar la eutanasia puede ser físico, psíquico o moral, pero siempre habrá de distinguirse entre el dolor objetivo y el dolor subjetivo, que puede ser atroz, pero que muchas veces no es indicio de enfermedad mortal. 3) «No creo en los sufrimientos irresistibles -adscribe Royo Villanova (ob. cit., págs. 151 y 169), con su larga experiencia profesional-, pues los dolores se nos dan en razón de nuestras capacidades biológicas de resistencia; y desde el momento en que un dolor es insufrible es que (como ya no se sufre) ha dejado de atormentar.» «La sensibilidad desaparece en el moribundo cuando parece sufrir más y los signos exteriores de sus sufrimientos no son la mayoría de las veces más que reflejos puramente mecánicos que se manifiestan fuera de la conciencia.» 4) Los dolores, por tremendos que sean, pueden mitigarse y aun suprimirse con la terapia antidolorosa que hoy proporciona la ciencia; de tal modo que, hoy por hoy, «mantener a los enfermos en la fase terminal sin dolor y en una situación confortable es un asunto de pura competencia profesional» («La ciencia, al encuentro con la vida humana», coloquios en el Colegio Mayor Zurbarán. Edit. Dossat. Madrid, 1984, pág. 83).
Permitidme que concluya estas observaciones con unas frases de Eugenio D'Ors («ABC», 3-II-1928), cuya dinámica estimulante apreciaréis, sin duda: «sufro, luego existo. El dolor nos salva. ¡Hiere, dolor!... sé esperarte a pie firme. Que cuanto en ti es disminución..., paso a la muerte..., está destinado a tránsito y olvido, a consumirse, a desaparecer. Quedará, en cambio, me enriquecerá, me conducirá un día, la huella de ti, la nobleza amada de ti, la dignidad que procures. »
e) Móvil compasivo del sujeto agente.
Si provocar la muerte, por acción u omisión, requiere, como requisito «sino qua non» e indiscutible de la eutanasia, el móvil de la compasión en quien la práctica, el problema difícil de resolver, con el propósito de justificarla, es el de la comprobación y verificación del móvil compasivo, pues detrás de ese móvil aparente que se alega pueden hallarse otros muy diversos, y no altruistas precisamente. Tales pueden ser, si lo practican los familiares del enfermo: el deseo de heredarle, el alivio de las cargas de todo género que les proporciona, terminar cuanto antes, no con el dolor ajeno, sino con el que proporciona la vista del doliente. Si la practica el médico: la experimentación científica, el aligeramiento de preocupaciones profesionales, la conveniencia de camas libres para enfermos que aguardan hospitalización.
¿Puede, ante la difícil comprobación del móvil compasivo justificarse la eutanasia?
La eutanasia ha sido objeto de examen por instituciones muy diversas, cuyo criterio, aun cuando sea en síntesis conviene recoger aquí.
La Academia de Ciencias Morales y Políticas de París condenó la eutanasia en 1941. Lo mismo hizo la Asociación Médica Mundial en su reunión de Copenhague de 24 de abril.
Por su parte, la Asamblea del Consejo de Europa, en el punto 7.° de su recomendación número 779 de 1976 relativa a los «derechos de los enfermos y moribundos», señala lo siguiente: «El médico... no tiene derecho, aún en los casos que parezcan desesperados, a acelerar intencionalmente el proceso natural de la muerte.»
El Congreso Internacional sobre la Eutanasia celebrado en Niza del 20 al 23 de septiembre de 1984 sólo autoriza la ortotanasia.
Por último, el «Código Deontológico de los Médicos Españoles» de 23 de abril de 1971 dice, en su artículo 116, que «el médico... no provocará nunca la muerte deliberadamente, ni por propia decisión ni cuando el enfermo o su familia lo soliciten, ni por otras exigencias», añadiendo en el artículo 117 que «en caso de enfermedad terminal, el médico debe evitar emprender acciones terapéuticas sin esperanza, cuando haya evidencia de que estas medidas no pueden modificar la irreversibilidad del proceso que conduce a la muerte. El médico respetará y favorecerá el deseo a una muerte acorde con la dignidad de la condición humana»
La Iglesia católica, por su parte, ha condenado en todo tiempo la eutanasia occisiva. San Agustín («De Civitate Dei», libro I, cap. 18) y Santo Tomás («summa», 2.°, 2.a, q. 64, art. 5) estimaban que constituye una ofensa a la caridad para con uno mismo, a la comunidad y a Dios. Y la Constitución Pastoral «Gaudium et Spes», en su número 27, dice que la eutanasia es un atentado contra la vida.
Pío XII, que ya el 12 de febrero de 1945, hablando a los médicos militares, declaró ilícita la eutanasia, se ocupó del tema en varias ocasiones. El 24 de febrero de 1957, dirigiéndose al Congreso Nacional Italiano de Anestesiología, hizo referencia, autorizándola, a la eutanasia lenitiva en los siguientes términos: «¿Habrá que renunciar al narcótico si su efecto acortase la duración de la vida? Desde luego, toda forma de eutanasia directa, o sea, de administración de narcóticos con el fin de provocar o acelerar la muerte, es ilícita, porque entonces se pretende disponer directamente de la vida. En la hipótesis (sometida a nuestra consideración) se trata tan sólo de evitar al paciente dolores insoportables, por ejemplo, en el caso de cáncer inoperable o de enfermedad incurable. (Pues bien), si entre la narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo causal directo..., y si la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos: por una parte, un alivio de los dolores, y, por otra, la abreviación de la vida, entonces es lícita.»
Pablo VI, que a través del cardenal Villot, escribiendo a la Asociación de Médicos Católicos, el 3 de octubre de 1970, se preguntaba: «En algunos casos, ¿no será una tortura inútil imponer una reanimación vegetativa a la fase final de una enfermedad incurable?», contestaba afirmativamente y declarando lícita la ortotanasia; pero también contestó negativamente, el 11 del mismo octubre, en carta a la Federación Internacional de Asociaciones Médicas, a la eutanasia occisiva: «Toda vida humana debe respetarse en términos absolutos y (por ello) la eutanasia es un homicidio.»
Juan Pablo II, reunido en Chicago con los obispos norteamericanos, el día 5 de octubre de 1979, les decía: «Habéis hablado claramente..., afirmando que la eutanasia o muerte por piedad es un grave mal moral. Tal muerte es incompatible con el respeto a la dignidad humana y la veneración por la vida.» El 4 de octubre de 1984 pidió a los médicos que «no se hicieran cómplices, en ningún caso, de aberraciones como la eutanasia..., en contradicción con la finalidad misma de la profesión nacida para salvaguardar la vida».
La síntesis del magisterio pontificio sobre la eutanasia se ofrece por la sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, a que hemos venido hacienda referencia, en su Declaración de 5 de mayo de 1980, aprobada por el Papa Juan Pablo II y ratificada por éste en su mensaje de 22 de julio de 1982 a la Asamblea mundial sobre el problema del envejecimiento de la población, celebrada en Viena.
De conformidad con dicha Declaración: 1) Por eutanasia ha de entenderse «una acción u omisión que, por su naturaleza o en la intención, causa la muerte, con el fin de abreviar cualquier dolor». 2) «Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente (aunque se trate de un) enfermo incurable o agonizante.» 3) «La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas y al final de sufrimientos insoportables. Numerosos testimonios concordes hacen pensar que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud.» 4) Ello no obstante, en los casos de «muerte precedida o acompañada de sufrimientos atroces y prolongados... (La Comisión del Episcopado español para la Doctrina de la Fe, en documento de 15 de abril de 1986, respondiendo a las voces que en nuestro país ya se oyen en favor de la legalización de la eutanasia, ha recordado estos puntos de vista. Por su parte, «L'Osservatore Romano», a comienzos del año 1987, ha calificado de ambiguo el artículo 15 del Código Europeo de Etica médica que permite al médico poner fin a la vida del paciente, a su petición y en determinadas circunstancias.) (así como) es siempre lícito contentarse con los medios normales que la Medicina puede ofrecer, lo es igualmente no recurrir o interrumpir los medios puestos a disposición por la Medicina más avanzada (cuando se consideran) desproporcionados y procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia».
Pero si éstas son las consideraciones morales sobre la eutanasia, para completar el tema tendremos que trasladar nuestra observación al campo del Derecho; es decir, a lo que pudiéramos llamar contemplación jurídica de la eutanasia.
Desde el punto de vista doctrinal, ha sido Jiménez de Asúa, en el libro antes mencionado, el que con mayor acierto ha enfocado, aunque no resuelto del todo, la cuestión. Desde una postura negativista de la eutanasia, estudia, el que fuera catedrático de Derecho Penal, las posibilidades teóricas de la exculpación, negándolas rotundamente, ya que en la eutanasia -dice- hay antijuridicidad y culpabilidad, por lo que no cabe ni la exención penal ni la impunidad que supondría una legalización despenalizadora. Para Jiménez de Asúa -y es importante destacar su posición ante el problema, por su enmarque ideológico bien conocido y en línea con la situación oficial del momento-, no caben más opciones que las siguientes: apreciación, por razón del móvil, de una atenuante en el llamado homicidio por piedad; la tipificación en el Código Penal de un delito nuevo con tratamiento diferente al del homicidio, y la posibilidad del perdón judicial, que actuaría, en ciertos casos, al modo de una indulgencia plenaria.
En el Derecho comparado se observe una perplejidad sobre el tema, que abarca desde el silencio sobre la eutanasia a la exención de pena cuando la muerte se causa por compasión y a petición de la víctima (art. 143, ya derogado, del Código Penal soviético, de 1922) Algún Código, como el noruego, en su art. 235, arbitra una pena menor para la eutanasia, y los códigos penales de Perú, de 1924 (art. 157), de Colombia, de 1936 (art. 364), y de Uruguay, de 1938 (art. 37), se acogieron a la doctrina del perdón judicial.
En el cantón de Zurich, en suiza, se celebró un referéndum el 27 de septiembre de 1977 a fin de legalizar la eutanasia. El referéndum tuvo éxito, pero fue rechazado por el Consejo Nacional federal el 6 de marzo de 1979.
En Inglaterra los proyectos legalizadores de 1936 y 1939 no prosperaron.
En Estados Unidos, el de California -y luego otros siete Estados- aprobó, para entrar en vigor el 1 de enero de 1977, el «Natural Death Act». Esta ley, con criterio ortodoxo, distingue la eutanasia activa y pasiva, prohibiendo ambas, ya que incluso en la pasiva se produciría la muerte por falta del tratamiento adecuado, de la ortotanasia, que permite, al «autorizar a los médicos la no aplicación o suspensión de la técnica reanimatoria a los pacientes adultos afectados por una enfermedad en fase terminal, con tal de que lo haya pedido por escrito».
La campaña pro legalización de la eutanasia occisiva continúa, sin embargo, y a esa «temida legalización» hizo referencia Juan Pablo II. Ya Enrico Ferri, en la obra que antes citamos, «homicidio-suicidio», decía que «el que da muerte a otro por motivos altruistas o piadosos no debe ser considerado como delincuente», y en Inglaterra y en los Estados Unidos se halla en plena actividad la Voluntary Euthanasia Legislation society.
Lo más incisivo, por la calidad de sus firmantes, tres premios Nobel: George Thomson (físico), Limus Pauling (químico) y Jacques Monod (biólogo), y otras 37 personas más, fue el manifiesto publicado en «The Humanist», de julio de 1974, en el que se dice: «Es necesario suministrar los medios para morir digna y fácilmente a los que padecen una enfermedad incurable».
En España, hay una campaña en los medios dirigida a mentalizar a la opinión pública a favor de la eutanasia. También se ha constituido, y ha enviado propaganda a domicilio, una asociación, en anagrama DMD, es decir, para el reconocimiento del «derecho a morir dignamente». Por su parte, la «Carta de los derechos y deberes del paciente», en su punto 14, parece dar pie a la práctica de la eutanasia occisiva, aunque se ha desmentido su alcance, afirmando que el derecho a una muerte digna no es más que el reconocimiento explícito de la voluntad del paciente para ser dada de alto en el hospital y morir en casa.
Desde el punto de vista del Derecho constituido, la eutanasia no estaba prevista en el Código Penal antiguo y quedaba subsumida en el homicidio o ayuda al suicidio (art. 409), con la atenuante 7 a del art. 9: «obrar por motivos morales (o) altruistas... de notoria importancia». Desde el punto de vista del Derecho constituyente, según la información que nos llega, los catedráticos Gimbernat y Quintero han preparado un borrador de nuevo Código Penal, en el que se legaliza, despenalizándolo, el mero auxilio para suicidarse. (Ve Dr. Navarro de Francisco, «Tapia», 1984, nov.-dic., pág. 21.)
Nos queda, por último y para cerrar el tema, hablar de la eutanasia teológica, o mejor, mística. Sin este capítulo final la lección estaría ajena a cuanto hay de subyacente y, por tanto, de místico o misterioso en el frente de batalla en el que nos encontramos. Y es este aspecto de la cuestión el que, desde un punto de vista cristiano, nos interesa de un modo especial. Si eutanasia es, etimológicamente, «eu» (bueno) y «thanatas» (muerte), muerte dulce, ninguna muerte más dichosa, más digna del hombre que la muerte en estado de gracia, en amistad con Dios.
Para calibrar la magnitud y la profundidad de este debate hay que partir de lo que puede llamarse la «otredad» del hombre en la naturaleza creada. El hecho de que el hombre, Adán, se sintiera solo en el paraíso, prueba su desigualdad ontológica y cualitativa con el resto de los vivientes. Esta originalidad desigualante del hombre, que le revela su soledad, radica, por contraste con el resto de la creación-a la que está llamado a dominar-, en que tiene un espíritu inmortal, animado por la gracia o vida divina, de la que es partícipe. Pero hay más: no sólo su alma vivificante se halla en el orden de lo sobrenatural, sino que su cuerpo gozaba, como dones preternaturales, de la impasibilidad (no podía sufrir) y de la inmortalidad (no podía morir).
Ahora bien, si el hombre, si los hombres, como nos dice la experiencia de cada día, sufrimos y morimos, y si algo desde nuestra radicalidad se alza en protesta y rebeldía contra el dolor y contra la muerte, será preciso encontrar una explicación al hecho, y esa explicación es que el dolor y la muerte no son hechos biológicos originarios, sino subsiguientes, Y que sólo se explican por la pérdida de los dones preternaturales que adornaban al hombre. De aquí que el dolor y la muerte, en el hombre, no sean hechos puramente biológicos, sino un misterio, la obra del «mysterium iniquitatis». San Pablo, con sobriedad y exactitud, lo explica así: «stipendia peccati mors» (Rom., 6, 53) y «stimulus mortis peccatum est» (1 Cor., 15,56). Las frases de Yavé: «polvo eres y en polvo te has de convertir» y «parirás con dolor» nos ofrecen, con todo su grafismo, las consecuencias que para el hombre tuvo la victoria del misterio de la iniquidad.
Cristo, redentor de la humanidad caída, no vino a desterrar de este mundo ni el dolor ni la muerte. Se limitó, asumiéndolos El mismo, a cambiar su significado. La obra de la redención se realiza y consuma en un clima de dolor y de muerte. El Redentor, Cristo, es el «varón de dolores» profetizado por Isaías que, padeciendo, cumple su Pasión, una Pasión en la que su extraordinaria pasibilidad hizo que el sufrimiento adquiriese tonalidades y matices, físicos, psíquicos y morales, que sólo es posible vislumbrar. Por su parte, María, que corredime, perfumando de feminidad la acción redentora personal y exclusiva de Cristo, es, por excelencia, «la Dolorosa». Si el corazón es el que ama, al menos simbólicamente, en el mismo amor recibieron Cristo la lanzada física y la señora los siete puñales de sus siete grandes dolores. Por añadidura, Cristo, que ha asumido el dolor, asumió una muerte, y una muerte cruel y dolorosísima, la muerte de cruz, y con ella todo el proceso preagónico que va desde el huerto de los olivos a la cima del Gólgota.
A partir de ese momento, el hombre, que no puede evadirse del dolor y de la muerte, está facultado -con el cambio de signo- para incorporarlos al dolor y a la muerte de Cristo, integrándolos en la misma tarea redentora, como si la Encarnación nos enhebrara y se prolongara en cosa uno de nosotros, en un «Mystici Corporis Christi».
Tal es lo que san Pablo nos dice con respecto al dolor: «me gozo de lo que padezco... (pues) estoy cumpliendo en mi carne lo que resta de padecer a Cristo» (Col., 1,24), y con respecto a la muerte, conjugando la incorporación de la nuestra a la de Cristo, para incorporarnos en ella a El, para la resurrección (Rom., 6, 4 y 5).
El dolor, para el cristiano, tiene seis valencias distintas: expiatoria, meritoria, comunicativa, resignativa, participativa y redentora. (Ve Pío XII, discurso citado de 24-II-1957, y Juan Pablo II, 21 -VII- 1981. )
Ahora bien, sólo los santos han comprendido en todas sus dimensiones esta contemplación teológica del dolor, de la muerte y de la muerte dolorosa. No nos será posible aquí hacer un relate exhaustiva de esa comprensión, felizmente numerosa, ejemplar y estimulante. Bástenos las frases «sufrir o morir» que tantos de ellos pronunciaron, y dos citas:
Una clásica, de Santa Teresa, y otra, más reciente, de fray María Rafael, el monje trapense.
Los versos conocidos de santa Teresa, «en tan alta vida espero-que muero porque no muero», ponen de relieve la mística desazón, el drama íntimo que nace del deseo vehemente de morir, por llegar adonde «el vivir se alcanza y el gozo que la proximidad de alcanzar esa vida, reforzando la propia, prorrogue el dolor de no alcanzarla».
Fray María Rafael nos dejó un ejercicio de la «Vía Crucis» que uno de sus hermanos de religión tuvo el acierto de entresacar de sus escritos, poniendo, para presidir las estaciones, un perfil de un Jesús paciente, que el propio fray María Rafael había dibujado a lápiz («Vía Crucis», P. s. Edit., Covarrubias, 19, Madrid, 3a ed., 1977) Ese dibujo solitario, al cambiar de posición, nos presenta un rostro de Jesús compasivo, anhelante, fatigado, atribulado, agradecido, sorprendido, abrumado, enternecido, aplastado, confundido, contrariado, agonizante, desfigurado y plácido.
Pues bien, en su «Vía Crucis» personal, fray María Rafael adscribe: «¡Quién tuviera fuerzas de gigante para sufrir! ¡Qué bien se vive sufriendo! Sólo el insensato que no adore la Pasión de Cristo, la Cruz de Cristo, puede desesperarse de sus propios dolores.»
En todo caso, hay que subrayar que el dolor y la muerte son obra del señor de la muerte, del diablo, «qui habebat mortis imperium» (Heb., 2,14). Por ello, es lógico que trate de utilizarlos en cosa hombre concreto, a cuyo nivel personal libra desaforadamente un Apocalipsis subjetivo. El combate, en última instancia, es entre el diablo, homicida «desde el principio» (Juan, 8,44), señor de la muerte, y Cristo, que de sí mismo dice: «Yo soy la Vida» (Juan, 11,25 y 14,ó). Al señor de la muerte le interesa que la muerte de cada hombre, cambiando de signo, no sea integración en la Vida. El señor de la muerte sabe que la muerte que él trajo es no sólo muerte corporal, sino muerte eterna, y sabe también que la muerte de Cristo, y en ella la del hombre, es Vida eterna para el alma, y resurrección de un cuerpo incorruptible y glorioso para la eternidad (1 Cor., 15, 42/44). De aquí su combate contra la Vida, en la vida del moribundo, en la vida del hombre a punto de terminar. Le enloquece aquello de san Pablo: «ubi est mors, victoria tua?», ubi est mors, stimulus tuus?» (1 Cor., 15,55) y le asombra el prodigio de la incorruptibilidad temporal del cuerpo de algunos santos incorruptibilidad que es la hermana menor del cuerpo resucitado y glorioso, como el pudor y el sueño son hermanos menores de la castidad y de la muerte.
Por eso, ante la utilización diferente del dolor, la postura cristiana es doble: combatirlo y aceptarlo. Pío XII (24II-1957), partiendo de un principio claro, que «el crecimiento en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad no procede de los sufrimientos mismos, que se aceptan, sino de la intención voluntaria sostenida por la gracia», dijo lo siguiente: a) «si algunos moribundos consienten en sufrir como medida de expiación y fuente de méritos..., que no se les imponga la anestesia», y b) «si, por el contrario, el progreso en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad puede agrandarse y hacerse más viva si se atenúan los sufrimientos, porque éstos agravan el estado de debilidad y agotamiento físico, estorban el impulso del alma y minan las fuerzas morales, debe acudirse a la supresión del dolor (que) procure una distensión orgánica y psíquica (y) que facilitando la curación haga posible una entrega, de sí, más generosa.»
A este doble comportamiento ante el dolor del moribundo no se puede oponer, como muestra del heroísmo cristiano, el hecho de que el señor de la Vida rechazara beber, clavado y atormentado en la Cruz, el vino mezclado con mirra que le ofrecieron (Mc., 15,23), porque si ello es así, también lo es que aceptó en Getsemaní el consuelo del ángel que le confortaba (Lc., 22,43) luego de rogar al Padre que le evitase, si fuera posible, beber el cáliz de su pasión (Mt., 26,39; Mc., 14, 36; Lc., 22,42) y de aceptar en cualquier caso su voluntad: «fiat voluntas tua» (Mt., 26,42).
Más aún, ante la posibilidad alegada por Cuello Colón («El problema jurídico penal de la eutanasia», en «Tres temas penales», Madrid, 1955) de que los moribundos, aquejados por los sufrimientos, pueden pecar de impaciencia y murmuración, la terapia dolorosa se impone por un deber de caridad.
La lucha contra el dolor no sólo como exigencia biológica, sino como faceta de la lucha contra el que lo hizo posible, es decir, contra el señor de la muerte, impone, con el deber de conservar la vida y de curarse, la medicación y la asistencia en las operaciones dolorosas, ha dado origen, en el ejercicio del quehacer misericordioso a la enorme tarea hospitalaria de la Iglesia, en el curso de los siglos, y a la fundación de instituciones religiosas con esa finalidad.
Juan de Dios y Camilo de Lelis, Juana Jugan y Teresa Fornet son ejemplos, entre tantos, de un acercamiento caritativo a los enfermos y ancianos cuya hora de morir se aproxima. Si los que lloran suelen hacerlo porque sufren, ese acercamiento caritativo aspira a la eutanasia teológica del moribundo, recordándoles aquello que nos transcribe el evangelista san Mateo (5,3): «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».
Conviene, por la dificultad del tema, por la confusión semántica por la corriente evolutiva conceptual del vocablo eutanasia, y para la fijación de los límites de la lección presente, distinguir entre técnica eutanásica y eutanasia. La eutanasia propiamente dicha es el supuesto derecho a matar, anticipándose a la llegada de la muerte, para suprimir, sin dolor, los sufrimientos de quien se halla afectado por enfermedad o lesión incurables. La técnica eutanásica no es más que la técnica de la muerte sin dolor, con independencia de que la persona a la que se aplica se halle o no aquejada por dolores insufribles. En la eutanasia prima la intención: suprimir el dolor por muerte indolora. En la técnica eutanásica prima el método: por vía indolora producir la muerte.
La distinción entre técnica eutanásica y eutanasia es fundamental, al objeto de poner cada cosa en su sitio y disipar la niebla que impide la precisión necesaria en un asunto tan decisivo. A esta luz se advierte de inmediato que se califica como eutanasia, desdibujando el concepto, lo que no son más que aplicaciones de la técnica eutanásica a casos en los que se desea provocar la muerte. Tal sucede en el amplio esquema que califica de eutanasia a la extinción indolora de las vidas depauperadas a que hacíamos alusión al comienzo.
La eutanasia eugénica, que elimina a los deformes y tarados; la eutanasia económica, que suprime a los viejos, inválidos y dementes; la eutanasia selectiva, que extermina a quienes no sean de «pura sangre»; la eutanasia judicial, que aplica la pena de muerte sin dolor: la eutanasia neonatal (forma de infanticidio), no son modalidades de la eutanasia, sino puesta en juego de la técnica de la muerte indolora. Para que pueda hablarse de eutanasia en su verdadera acepción, que es la que aquí fundamentalmente nos interesa, han de coincidir el método y la intención: el método de la muerte indolora y la intención de evitar el dolor insufrible que padece aquel al que se aplica.
Sentado esto, conviene que detenerse, para un entendimiento clarividente de la eutanasia, en los planteamientos iniciales que se invocan, para justificarla, primero, y para legalizarla, después. Es curioso que tales planteamientos, con una dialéctica admirable, comiencen por admitir la existencia de un derecho a la vida. Este derecho postula, sin embargo -dicen los defensores de la eutanasia-, una matización, ya que se trata del derecho a una vida concorde con la dignidad humana, es decir, no sólo de un derecho a la vida, a manera de proclamación teórica, sino a una vida con cierto contenido, es decir, a una cierta calidad de vida. Si este derecho a vivir con cierta calidad de vida -es decir, no de cualquier modo y a cualquier precio y a toda costa, sino con dignidad- no es posible, y no es posible a los afectados por enfermedades o lesiones incurables muy dolorosas, será necesario reconocer, frente al derecho a vivir, un derecho a morir sin dolor, para evitar la vida indigna sujeta a un dolor irresistible En tal caso, y dada la colisión de derechos, habrá que entender que el derecho a morir tiene preferencia sobre el derecho a vivir.
Ahora bien, la puesta en ejercicio de este derecho a morir se efectúa a través de la eutanasia, en la que concurren, al menos, dos personas: el enfermo incurable y atormentado (sujeto paciente) y el que lleva a cabo la técnica eutanásica (sujeto agente). Si en la eutanasia, teniendo en cuenta la dualidad de personas que acabamos de señalar, destacamos la figura del sujeto paciente, estaremos ante el suicidio con ayuda o cooperación de otro. Si, por el contrario, ponemos nuestra atención con carácter primordial en el sujeto agente, estaremos ante el homicidio con el consentimiento de la víctima.
¿Pero podrá hablarse correctamente de suicidio y homicidio en tales casos? ¿Merecerá la eutanasia calificaciones con tal sabor delictivo cuando al realizarse por compasión para con el moribundo, el enfermo o el lesionado, y dando respuesta positiva al derecho de morir, constituye más bien un acto de suprema caridad, una obra de misericordia cumplida con el paciente?
He aquí un haz de problemas básicos que requieren una contestación inmediata y seria.
En primer término, conviene precisar qué tipo de derecho es el derecho a la vida, porque la imprecisión y vaguedad del lenguaje lleva fácilmente a confundir e identificar en su tratamiento a los derechos obligacionales, a los derechos reales (ambos de naturaleza patrimonial) con los derechos funcionales y los derechos de la personalidad (que se mueven en órbita distinta). Si la diferencia entre los primeros es tan sólo de carácter cuantitativo, la diferencia entre ellos y los funcionales o de la personalidad es de orden cualitativo. Para que la diferencia no pase inadvertida, pensemos en una relación obligacional (derecho del prestamista a obtener la devolución del dinero que prestó, y deber del prestatario a devolverlo), en una relación real (derecho del propietario al goce y disposición de su propiedad y deber genérico «ergo omnes» de respetarla), en una actividad funcional (la que tienen los padres en el ejercicio de la patria potestad y les confiere el derecho-deber de educar a los hijos) y en el bien protegido jurídicamente de la personalidad (derecho a la vida y a un tiempo deber de vivir y, por ello, de «curarse y de hacerse curar») (sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, 5-V-1980), ya que «todos los recursos de la naturaleza han sido puestos a su disposición por el Creador para que puedan proteger y defender a los hombres de la enfermedad» (Pío XII, radiomensaje al VII Congreso Internacional de Médicos Católicos, 11-IX-1956).
Los derechos de la personalidad no sólo exigen el respeto de todos, como los derechos reales, y configuran un complejo de derechos-deberes, como los funcionales, sino que, además, son innatos, consustanciales con el hombre por el hecho de ser hombre, anteriores y superiores a la sociedad y al Estado como gerente de la misma y, por todo ello, irrenunciables e indelegables.
Llegados a la conclusión de que no puede hablarse de un derecho a la vida sin un deber de vivir, conservándola, los defensores de la eutanasia plantean la cuestión, como ya indicábamos, a otro nivel, preguntando de qué vida se trata, porque si ese derecho se refiere a una cierta calidad de vida propia de la dignidad del hombre, no tiene sentido conservarla como deber cuando ello, como ocurre con el enfermo incurable y atribulado por el dolor, no resulta posible. En tal situación, en que el deber ha desaparecido, el derecho cobra su plenitud y puede ejercitarse sobre su objeto con un acto de disposición sobre la vida, al que puede llamarse «derecho a morir».
¿Pero existe el derecho a morir? Para unos, ese derecho existe, puesto que los ordenamientos jurídicos no castigan el suicidio. Para otros, ese derecho no existe, ya que «el reconocimiento del derecho a la vida (derecho de afirmación) excluye necesariamente el contrario, es decir, el derecho a la muerte. Mas no puede olvidarse que el suicidio no se castiga, no porque haya un derecho a morir, sino porque desapareció el delincuente, y no se olvide tampoco que hay un deber de morir, porque la muerte es ineludible y que, por tanto, ese deber se integra en el derecho a la vida, como derecho de la personalidad.
Por eso, tomando la argumentación de que el derecho a la vida lo es en tanto en cuanto se trata de una vida digna de hombre, podemos afirmar que el derecho a morir existe pero no como derecho a morir de cualquier modo, sino como derecho a morir con dignidad.
Pero ¿qué es morir con dignidad? He aquí la clave de la eutanasia, que, comenzando por ser la muerte dulce de Francisco Bacon, gran canciller de Inglaterra en el siglo XVII, pasó a ser la muerte por compasión en el siglo XIX y hoy se equipara a la muerte digna del hombre.
Para no incurrir en desviaciones o equívocos, hay que partir de un hecho incontestable, a saber: que la muerte temporal es un imperativo biológico integrado en la vida, a la manera de epílogo o episodio final, y que, por lo tanto, hay que preverla y aceptarla con responsabilidad, incluso, como decía Seneca, como la mejor invención de la vida. Es el propio derecho a la vida el que asume con la vida, limitada como es, la muerte que la extingue. El derecho a una vida digna lo es, por ello, a una muerte digna, es decir, a un término natural y no artificial de la vida humana.
De aquí se sigue que si el derecho a una vida digna del hombre veda su prolongación artificial, porque ello no sería otra cosa que prolongar técnicamente el proceso de agonía mortal ya insoslayable, el derecho a morir dignamente veda también la eutanasia, activa o pasiva, por la que se provoca y adelanta la muerte de modo voluntario -muerte que se puede evitar con la terapia oportuna- so pretexto de suprimir el dolor de los enfermos o lesionados. El ejercicio de un supuesto derecho a matarse y la concesión de este derecho a otro para que me mate no parece que sea un modo digno de morir. Entre el derecho a morir con dignidad y el derecho a morir matándose hay, sin duda, una enorme y radical diferencia.
El derecho a morir con dignidad supone morir «secundum natura», naturalmente y serenamente, sin sufrimientos inútiles o innecesarios, obtener alivio para tales sufrimientos y angustias, morir en paz con Dios y con los hombres y exigir que no se prolongue artificial e inútilmente la agonía (Ve Boletín «sí a la vida», septiembre 1984).
Se acaba de aludir a la eutanasia activa y pasiva, que supone, como señalan los alemanes, una «sterbehilfe», una ayuda para morir. La eutanasia activa, «mercy killing» en la terminología anglosajona, se caracteriza por un «facere» del sujeto agente sobre el sujeto paciente, siendo precisa una intervención adecuada del primero, que utilizando determinados medios, generalmente drogas, acelera y produce la muerte del segundo. La eutanasia pasiva, «letting die» en la terminología anglosajona, se caracteriza por un «non facere», es decir, por la privación voluntaria de los cuidados precisos de una terapia normal, provocando así, por omisión, la muerte del enfermo o lesionado. En uno y otro caso se actúa por compasión, requisito esencial en la eutanasia. En el primero, sin embargo, se mata por misericordia, mientras que en el segundo por misericordia no se impide la muerte.
Pues bien, tanto la eutanasia activa como pasiva se ordenan intencionalmente a producir la muerte. Por eso, supongan o no, según los casos, una «directa occisio», son, en uno y otro supuesto, occisivas, y su ilicitud resulta evidente.
Distinta de la eutanasia activa o pasiva («To kill or let die») es la eutanasia lenitiva, que no se propone en la intención provocar la muerte, sino mitigar los sufrimientos, aunque como efecto secundario de esa mitigación se produzca un acortamiento de la vida. A esta modalidad de la eutanasia hizo referencia Pío XII en su discurso de 24 de febrero de 1957, al «Congreso Nacional de la sociedad Italiana de Anestesiología», señalando que «sí la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos diferentes: por una parte, el alivio de los dolores, y, por otra, la abreviación de la vida, entonces (la eutanasia) es lícita». Más aún: si la administración de los narcóticos no sólo suprimiera el dolor, sino que además suprimiera el conocimiento, la religión y la moral permiten al médico y al paciente la eutanasia lenitiva «si no hay otros remedios y ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales», como sería poner en paz su conciencia y otorgar testamento.
El mismo Pío XII, el 9 de septiembre de 1958, decía ratificando su criterio, que «está permitido utilizar con moderación narcóticos que dulcifiquen (el) sufrimiento, aunque también entrañen una muerte más rápida. En este caso, ese efecto, la muerte, no ha sido querida directamente. Esta es inevitable y motivos proporcionados autorizan medidas que aceleran su presencia».
Al margen de las eutanasias occisivas o lenitivas, se halla la ortotanasia o paraeutanasia, que se da cuando, en oposición a la distanasia, se omiten o interrumpen conscientemente medios extraordinarios o desproporcionados que sólo sirven para prolongar la vida vegetativa de un paciente incurable, es decir, con un proceso patológico irreversible. Entre tales medios se citan los balones de oxígeno, las sondas de respiración y las inyecciones de antibióticos sin efectos curativos. La ortotanasia no sólo es lícita, sino que puede constituir una obligación moral. La sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en su Declaración de 5 de mayo de 1980, dice que «es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que producirían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia... (máxime cuando a veces) las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se puedan obtener de los mismos». Y puede ser obligación moral cuando con la aplicación de tales medios extraordinarios o desproporcionados sólo se consigue lo que la medicina francesa llama «encarnizamiento terapéutico», que instrumentaliza al ser humano (Juan Pablo II, a la «Academia Pontificia de Ciencias», 23-X-1982), cuya dignidad es preciso «proteger en el momento de la muerte... contra un tecnicismo que corre el riesgo de ser abusivo» (Juan Pablo II, 22-VII-1982).
A este respecto hay que traer a colación los problemas planteados por la determinación del momento en que la muerte se produce, cómo se manifiesta y cómo puede diagnosticarse con exactitud. Si el hombre, por la confusión ideológica reinante, no sabe -y se halla perplejo- ante el instante en que comienza su existencia, igualmente no sabe -y se halla, más que perplejo, angustiado- por el momento en que deja de existir.
Hoy, afortunadamente, la biología, no oscurecida en sus datos experimentales y científicos por la nebulosa sectaria, nos asegura que el comienzo de la vida humana se inicia con la fertilización del óvulo y que la muerte se produce cuando cesa la actividad bioeléctrica del cerebro y el encefalograma así lo revela. Por eso, y a los fines de licitud y aun de obligación moral de la ortotanasia, se hace necesario diferenciar la muerte clínica, que es la verdadera, de la muerte biológica, que puede posponerse a aquélla, y más allá de sus límites naturales, manteniendo, artificialmente, una vida inviable a través de la llamada reanimación de dos funciones vitales, la respiratoria y la cardiaca, y ello a pesar del coma irreversible del paciente, cuyo cerebro carece de actividad.
El latido del corazón y el funcionamiento de los pulmones frente a un encefalograma horizontal no ponen de relieve que haya vida humana, sino que la técnica ha avanzado de tal modo que la actividad de los pulmones y del corazón puede seguir, aislada y sin aquélla, utilizando máquinas especiales. De aquí que la omisión o la interrupción de tales medios extraordinarios o desproporcionados no plantee el problema de sí tal omisión o renuncia producen o no la muerte, porque la muerte auténtica, que es la muerte clínica, ya se ha producido. El problema que realmente se plantea, desde el punto de vista moral, es si la reanimación o terapia de sostenimiento vital («life sustaining procedure») se puede mantener utilizando experimentalmente al hombre, para poner de relieve los avances de la ciencia o el prestigio profesional, y aunque con ello, por añadidura, se agoten los recursos económicos de la familia. La Declaración antes aludida de la Congregación para la Doctrina de la Fe hace referencia a la licitud moral del «rechazo... (a) un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar (y que, además, puede) imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad».
Como ha escrito el P. Marcozzi, s. J. («Il cristiano di fronte all'eutanasia», Civiltá Cattolica, 1975, pág. 322), «en la ortotanasia no hay eutanasia, ni positiva (porque el médico no acelera positivamente la muerte del paciente), ni negativa (porque no priva al paciente de los cuidados ordinarios) En la ortotanasia sólo se priva al paciente de los medios extraordinarios, los cuales más que prolongar razonablemente la vida serían una tentativa desesperada y hasta cruel de prolongar la muerte». En tales casos, porque no se mata, no se hace morir, no hay más que una «aceptación de la condición humana» y un dejar hacer a la Naturaleza, contra la cual la lucha se hizo imposible.
Al llegar aquí, se resuelve también, aunque «a sensu contrario», la colisión que plantean los defensores de la eutanasia entre el derecho a vivir con dignidad y el derecho a morir, en el sentido de que el derecho a morir con dignidad excluye, por un lado, la eutanasia occisiva, y, por otro, autoriza tanto la ortotanasia, puesto que la ortotanasia se enfrenta con una vida que ha dejado de ser humana, y que carece, por tanto, de su dignidad, como la eutanasia lenitiva, que en la terapia del dolor, que la dignidad de la vida humana exige, no puede superar el efecto secundario y no-querido de la muerte.
Acotado el tema de la eutanasia propiamente dicha, es decir, a la que por acción u omisión que se ha calificado de occisiva, vamos a estudiar los requisitos que a la misma doctrinalmente acostumbran a exigir sus defensores para justificarla y, si es posible, legalizarla. Tales requisitos son los siguientes: el consentimiento del paciente, la incurabilidad del enfermo, el diagnóstico médico favorable, el dolor insufrible, el móvil compasivo (suprimir ese dolor).
a) Consentimiento del paciente.
Aun cuando algunos, como Del Rosal («Derecho penal español, parte especial, 1ª ed., Madrid, 1962) estiman que el consentimiento del paciente no es un requisito consustancial de la eutanasia, la opinión general lo estima imprescindible.
Partiendo de este punto de vista, el propósito de legalización de la eutanasia acude a los viejos aforismos romanos, según los cuales «volenti non fit iniuria» y «nulla iniuria est, quae in volentem fiat». Ahora bien, el consentimiento del paciente carece de eficacia para transformar en lícita la transgresión; y no la tiene en el caso que nos ocupa por dos razones fundamentales: 1) Porque el derecho a la vida, como derecho de la personalidad, según se ha dicho, no supone un «ius in se ipsum» con «summa potestas». El hombre no es dueño de sí mismo, como lo es de su propiedad, sino que tiene tan sólo el uso o usufructo de sus facultades por lo que no existiendo la facultad de disponer -que será, por otra parte, un «ius aLutandi»-, no puede ni derogar, renunciando, ni delegar, apelando a otro, su derecho a vivir; y 2) Porque el suicidio con ayudante rogado u homicidio con el consentimiento de la víctima no dejan de serlo a pesar de la aquiescencia del paciente, porque no se trata de un delito privado, sino público, que, incluso en Roma, se consideró como un crimen contra el Estado; porque lo que infringe la eutanasia es el orden público, objeto de la ley penal; porque el hecho viola el «ius cogens» o «derecho imperativo». Como ha escrito Jiménez de Asúa («Libertad de amar y derecho a morir», Madrid, 3 a ed., 1929), «lo que constituye la esencia del delito es ser un acto antisocial y un ataque al orden jurídico. La pena es una cosa y la reparación otra. Esta es la que tiene carácter privado. Por ello, la voluntad privada, incluso la del ofendido, no puede tener el valor de borrar la criminalidad del acto, incluyendo la pena».
Pero dado el consentimiento por el paciente para consumar el «Totung auf Verlangen», que dicen los alemanes, ¿puede confiarse en el mismo como una resuelta y decisiva voluntad de querer su propia muerte? He aquí una cuestión que, no obstante su corolario moral y jurídico, tiene una raíz psicológica importante, en la que no hay más remedio que detenerse. En efecto, la petición y la aquiescencia del sujeto pasivo puede producirse durante el trance doloroso que se considera insoportable o con anterioridad al mismo si el consentimiento se da en el transcurso del trance doloroso, puede suponerse, con escaso margen de error, que al paciente le falta en el mismo la conciencia y la capacidad necesaria para que dicho consentimiento pueda reputarse como válido, y no viciada, por tanto, su voluntad. Como dice la sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (Declaración citada), «las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y afecto». Si el consentimiento del paciente se produjo con anterioridad al trance doloroso, con plena lucidez y capacidad, y aun antes de caer enfermo o de sufrir la lesión, la duda sobre su eficacia subsiste, toda vez que tiene la facultad de disentir, de la que no puede hacer uso por estar imposibilitado para ello durante el trance doloroso, que es en el que precisamente podría formular su decisión.
En este orden de cosas, los psicólogos subrayan la diferencia entre el instinto, el deseo y la voluntad de morir. El instinto de morir-aclaran los psicólogos-no existe, porque el miedo a morir, que a todo hombre preocupa, demuestra que el instinto reacciona en sentido antagónico, es decir, como instinto de conservación y de seguir viviendo. El deseo de morir se inserta en la zona afectiva del hombre, de tal manera que la acedía y los «Todesgedanke» de los alemanes -pensamientos de muerte- no serían más que una proyección en la zona del entendimiento y de la conciencia de una espiga de la sensibilidad que ha nacido en zona limítrofe. La voluntad de morir, como una resuelta decisión humana elaborada forzando el instinto y, quizá, utilizando el factor emocional, implica la entrega absoluta al servicio de una causa que se evalúa por los héroes y los mártires como superior y trascendente, hasta el punto de exigir, como holocausto, el sacrificio de la vida. Pues bien, el consentimiento del paciente en el caso de la eutanasia, que no se puede llevar a la esfera del instinto, podrá situarse en el campo de los deseos, pero muy difícilmente en el de la voluntad y el entendimiento, que son los que autorizan a consentir, ya que no es posible equiparar al enfermo desesperado con el héroe o con el mártir.
Cabe todavía una última consideración acerca del consentimiento. Surge la misma ante la imposibilidad de que el mismo pueda ser prestado por el paciente o se duda acerca de su validez. ¿Pueden prestarlo los familiares, en su nombre, atribuyéndose una representación legal, o la Administración sanitaria en nombre de la función tuitiva del Estado? Pío XII ha dado respuesta a ambas posibilidades de consentimiento suplido. A la primera, al decir que el «representante legal no tiene sobre el cuerpo y la vida de sus representados más derechos que los que el propio representado tiene y con la misma extensión, por lo cual no puede conceder al médico permiso para disponer de la vida de aquél que de algún modo está bajo su custodia». A la segunda, con la recta interpretación del principio «civitas propter cives, non cives propter civitatem», conforme al cual, siendo el individuo no solamente anterior a la sociedad, por su origen, sino también superior, por su destino, no juega aquí el principio de totalidad que permitiría a la Administración prestar dicho consentimiento (Ve Radiomensaje al «VII Congreso Internacional de Médicos Católicos», 11-IX-1956).
b) Incurabilidad.
El requisito de incurabilidad como inherente a la eutanasia propiamente dicha resulta discutible, ya que la misma trata de justificarse, no porque la dolencia o las lesiones sean incurables, sino por el sufrimiento espantoso e intolerable que producen. Pues bien, si existen enfermedades y lesiones que, no obstante ser irreversibles, no producen dolores angustiosos, está claro que en tales supuestos, de provocarse la muerte, no estaremos ante un caso de eutanasia, sino, como demostramos al principio, de la aplicación de un método eutanásico a los incurables, considerados como vidas sin valor.
De otro lado, y admitida la incurabilidad como motivante de la compasión, hay que formular dos preguntas: una sobre la certeza de la incurabilidad y otra sobre quién la declara, dando fe de la misma.
Por lo que se refiere a la primera pregunta, hay un consenso muy generalizado sobre el carácter no absoluto de la incurabilidad, concepto en sí muy dudoso, ya que, como la experiencia nos dice, lo que parece incurable con un tratamiento puede curarse con otro, y porque aquello que ayer no tenía cura, la tiene hay o puede tenerla mañana. Piénsese en la rabia, la sífilis, la tuberculosis o la diabetes, por ejemplo.
Por lo que se refiere a la segunda interrogante, no cabe duda que el diagnóstico sobre la incurabilidad no puede darlo el paciente, no sólo por su posible incompetencia profesional en la mayoría de los casos, sino porque no se puede ser al mismo tiempo juez y parte, y porque en tanto en cuanto paciente, sería, como se ha dicho, «un juez detestable para juzgar de la incurabilidad de su estado».
Nos queda, pares, recurrir al diagnóstico médico que certifique de la incurabilidad.
c) Diagnóstico médico favorable.
Aunque sean duras las frases, me permito transcribirlas por ser de Ricardo Royo Villanueva, catedrático de medicina legal («El derecho a morir sin dolor», Edit. Aguilar, Madrid, 1929, págs. 147/8): «La ciencia médica, a pesar de sus recientes, enormes progresos doctrinales, todavía no se diferencia con la suficiente exactitud del curanderismo corriente. El diagnóstico es todavía un arte inseguro y difícil sobre el que los médicos muchas veces no están de acuerdo; la mejor opinión y el diagnóstico más seguro varían ampliamente de médico a médico. Es preciso que la gente sepa que nuestros conocimientos no son infinitos ni nuestra capacidad infalible. Hay que desechar la idea de que el médico puede siempre diagnosticar con absoluta seguridad el estado patológico del paciente.»
¿Y se puede proceder lícitamente con esa incertidumbre sobre el diagnóstico a una eutanasia activa o pasivamente occisiva? Sólo la falta de escrúpulos morales de Binding y Hoche pudo hacerles exclamar: «si hay error en el diagnóstico y se elimina a un hombre, habrá un hombre de menos, cuya vida hubiera sido probablemente de escaso valor, aunque llegara a sobrevivir. »
d) Dolor insufrible del paciente.
Este requisito de la eutanasia ofrece al estudioso o al observador facetas variadas y conectadas entre sí: ¿Qué significado tiene el dolor? ¿A qué tipo de dolor se hace referencia? ¿Hay dolores insufribles? ¿Existe una terapia antidolorosa que evite el recurso al dolor para justificar la eutanasia?
Al hilo de estas cuestiones podemos decir: 1) Que el dolor tiene un aspecto inicial positivo y que, biológicamente, actúa como señal de alarma, como despertador que nos hace salir del sueño amable de la salud para poner en la enfermedad nuestra atención, por algo llamado dolencia. Moralmente, el dolor, como prueba, nos fortifica; es decir, puede darnos la fortaleza espiritual, al modo como la gimnasta o el deporte, no obstante el cansancio, procuran la fortaleza física. 2) El dolor grave que podría justificar la eutanasia puede ser físico, psíquico o moral, pero siempre habrá de distinguirse entre el dolor objetivo y el dolor subjetivo, que puede ser atroz, pero que muchas veces no es indicio de enfermedad mortal. 3) «No creo en los sufrimientos irresistibles -adscribe Royo Villanova (ob. cit., págs. 151 y 169), con su larga experiencia profesional-, pues los dolores se nos dan en razón de nuestras capacidades biológicas de resistencia; y desde el momento en que un dolor es insufrible es que (como ya no se sufre) ha dejado de atormentar.» «La sensibilidad desaparece en el moribundo cuando parece sufrir más y los signos exteriores de sus sufrimientos no son la mayoría de las veces más que reflejos puramente mecánicos que se manifiestan fuera de la conciencia.» 4) Los dolores, por tremendos que sean, pueden mitigarse y aun suprimirse con la terapia antidolorosa que hoy proporciona la ciencia; de tal modo que, hoy por hoy, «mantener a los enfermos en la fase terminal sin dolor y en una situación confortable es un asunto de pura competencia profesional» («La ciencia, al encuentro con la vida humana», coloquios en el Colegio Mayor Zurbarán. Edit. Dossat. Madrid, 1984, pág. 83).
Permitidme que concluya estas observaciones con unas frases de Eugenio D'Ors («ABC», 3-II-1928), cuya dinámica estimulante apreciaréis, sin duda: «sufro, luego existo. El dolor nos salva. ¡Hiere, dolor!... sé esperarte a pie firme. Que cuanto en ti es disminución..., paso a la muerte..., está destinado a tránsito y olvido, a consumirse, a desaparecer. Quedará, en cambio, me enriquecerá, me conducirá un día, la huella de ti, la nobleza amada de ti, la dignidad que procures. »
e) Móvil compasivo del sujeto agente.
Si provocar la muerte, por acción u omisión, requiere, como requisito «sino qua non» e indiscutible de la eutanasia, el móvil de la compasión en quien la práctica, el problema difícil de resolver, con el propósito de justificarla, es el de la comprobación y verificación del móvil compasivo, pues detrás de ese móvil aparente que se alega pueden hallarse otros muy diversos, y no altruistas precisamente. Tales pueden ser, si lo practican los familiares del enfermo: el deseo de heredarle, el alivio de las cargas de todo género que les proporciona, terminar cuanto antes, no con el dolor ajeno, sino con el que proporciona la vista del doliente. Si la practica el médico: la experimentación científica, el aligeramiento de preocupaciones profesionales, la conveniencia de camas libres para enfermos que aguardan hospitalización.
¿Puede, ante la difícil comprobación del móvil compasivo justificarse la eutanasia?
La eutanasia ha sido objeto de examen por instituciones muy diversas, cuyo criterio, aun cuando sea en síntesis conviene recoger aquí.
La Academia de Ciencias Morales y Políticas de París condenó la eutanasia en 1941. Lo mismo hizo la Asociación Médica Mundial en su reunión de Copenhague de 24 de abril.
Por su parte, la Asamblea del Consejo de Europa, en el punto 7.° de su recomendación número 779 de 1976 relativa a los «derechos de los enfermos y moribundos», señala lo siguiente: «El médico... no tiene derecho, aún en los casos que parezcan desesperados, a acelerar intencionalmente el proceso natural de la muerte.»
El Congreso Internacional sobre la Eutanasia celebrado en Niza del 20 al 23 de septiembre de 1984 sólo autoriza la ortotanasia.
Por último, el «Código Deontológico de los Médicos Españoles» de 23 de abril de 1971 dice, en su artículo 116, que «el médico... no provocará nunca la muerte deliberadamente, ni por propia decisión ni cuando el enfermo o su familia lo soliciten, ni por otras exigencias», añadiendo en el artículo 117 que «en caso de enfermedad terminal, el médico debe evitar emprender acciones terapéuticas sin esperanza, cuando haya evidencia de que estas medidas no pueden modificar la irreversibilidad del proceso que conduce a la muerte. El médico respetará y favorecerá el deseo a una muerte acorde con la dignidad de la condición humana»
La Iglesia católica, por su parte, ha condenado en todo tiempo la eutanasia occisiva. San Agustín («De Civitate Dei», libro I, cap. 18) y Santo Tomás («summa», 2.°, 2.a, q. 64, art. 5) estimaban que constituye una ofensa a la caridad para con uno mismo, a la comunidad y a Dios. Y la Constitución Pastoral «Gaudium et Spes», en su número 27, dice que la eutanasia es un atentado contra la vida.
Pío XII, que ya el 12 de febrero de 1945, hablando a los médicos militares, declaró ilícita la eutanasia, se ocupó del tema en varias ocasiones. El 24 de febrero de 1957, dirigiéndose al Congreso Nacional Italiano de Anestesiología, hizo referencia, autorizándola, a la eutanasia lenitiva en los siguientes términos: «¿Habrá que renunciar al narcótico si su efecto acortase la duración de la vida? Desde luego, toda forma de eutanasia directa, o sea, de administración de narcóticos con el fin de provocar o acelerar la muerte, es ilícita, porque entonces se pretende disponer directamente de la vida. En la hipótesis (sometida a nuestra consideración) se trata tan sólo de evitar al paciente dolores insoportables, por ejemplo, en el caso de cáncer inoperable o de enfermedad incurable. (Pues bien), si entre la narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo causal directo..., y si la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos: por una parte, un alivio de los dolores, y, por otra, la abreviación de la vida, entonces es lícita.»
Pablo VI, que a través del cardenal Villot, escribiendo a la Asociación de Médicos Católicos, el 3 de octubre de 1970, se preguntaba: «En algunos casos, ¿no será una tortura inútil imponer una reanimación vegetativa a la fase final de una enfermedad incurable?», contestaba afirmativamente y declarando lícita la ortotanasia; pero también contestó negativamente, el 11 del mismo octubre, en carta a la Federación Internacional de Asociaciones Médicas, a la eutanasia occisiva: «Toda vida humana debe respetarse en términos absolutos y (por ello) la eutanasia es un homicidio.»
Juan Pablo II, reunido en Chicago con los obispos norteamericanos, el día 5 de octubre de 1979, les decía: «Habéis hablado claramente..., afirmando que la eutanasia o muerte por piedad es un grave mal moral. Tal muerte es incompatible con el respeto a la dignidad humana y la veneración por la vida.» El 4 de octubre de 1984 pidió a los médicos que «no se hicieran cómplices, en ningún caso, de aberraciones como la eutanasia..., en contradicción con la finalidad misma de la profesión nacida para salvaguardar la vida».
La síntesis del magisterio pontificio sobre la eutanasia se ofrece por la sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, a que hemos venido hacienda referencia, en su Declaración de 5 de mayo de 1980, aprobada por el Papa Juan Pablo II y ratificada por éste en su mensaje de 22 de julio de 1982 a la Asamblea mundial sobre el problema del envejecimiento de la población, celebrada en Viena.
De conformidad con dicha Declaración: 1) Por eutanasia ha de entenderse «una acción u omisión que, por su naturaleza o en la intención, causa la muerte, con el fin de abreviar cualquier dolor». 2) «Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente (aunque se trate de un) enfermo incurable o agonizante.» 3) «La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas y al final de sufrimientos insoportables. Numerosos testimonios concordes hacen pensar que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud.» 4) Ello no obstante, en los casos de «muerte precedida o acompañada de sufrimientos atroces y prolongados... (La Comisión del Episcopado español para la Doctrina de la Fe, en documento de 15 de abril de 1986, respondiendo a las voces que en nuestro país ya se oyen en favor de la legalización de la eutanasia, ha recordado estos puntos de vista. Por su parte, «L'Osservatore Romano», a comienzos del año 1987, ha calificado de ambiguo el artículo 15 del Código Europeo de Etica médica que permite al médico poner fin a la vida del paciente, a su petición y en determinadas circunstancias.) (así como) es siempre lícito contentarse con los medios normales que la Medicina puede ofrecer, lo es igualmente no recurrir o interrumpir los medios puestos a disposición por la Medicina más avanzada (cuando se consideran) desproporcionados y procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia».
Pero si éstas son las consideraciones morales sobre la eutanasia, para completar el tema tendremos que trasladar nuestra observación al campo del Derecho; es decir, a lo que pudiéramos llamar contemplación jurídica de la eutanasia.
Desde el punto de vista doctrinal, ha sido Jiménez de Asúa, en el libro antes mencionado, el que con mayor acierto ha enfocado, aunque no resuelto del todo, la cuestión. Desde una postura negativista de la eutanasia, estudia, el que fuera catedrático de Derecho Penal, las posibilidades teóricas de la exculpación, negándolas rotundamente, ya que en la eutanasia -dice- hay antijuridicidad y culpabilidad, por lo que no cabe ni la exención penal ni la impunidad que supondría una legalización despenalizadora. Para Jiménez de Asúa -y es importante destacar su posición ante el problema, por su enmarque ideológico bien conocido y en línea con la situación oficial del momento-, no caben más opciones que las siguientes: apreciación, por razón del móvil, de una atenuante en el llamado homicidio por piedad; la tipificación en el Código Penal de un delito nuevo con tratamiento diferente al del homicidio, y la posibilidad del perdón judicial, que actuaría, en ciertos casos, al modo de una indulgencia plenaria.
En el Derecho comparado se observe una perplejidad sobre el tema, que abarca desde el silencio sobre la eutanasia a la exención de pena cuando la muerte se causa por compasión y a petición de la víctima (art. 143, ya derogado, del Código Penal soviético, de 1922) Algún Código, como el noruego, en su art. 235, arbitra una pena menor para la eutanasia, y los códigos penales de Perú, de 1924 (art. 157), de Colombia, de 1936 (art. 364), y de Uruguay, de 1938 (art. 37), se acogieron a la doctrina del perdón judicial.
En el cantón de Zurich, en suiza, se celebró un referéndum el 27 de septiembre de 1977 a fin de legalizar la eutanasia. El referéndum tuvo éxito, pero fue rechazado por el Consejo Nacional federal el 6 de marzo de 1979.
En Inglaterra los proyectos legalizadores de 1936 y 1939 no prosperaron.
En Estados Unidos, el de California -y luego otros siete Estados- aprobó, para entrar en vigor el 1 de enero de 1977, el «Natural Death Act». Esta ley, con criterio ortodoxo, distingue la eutanasia activa y pasiva, prohibiendo ambas, ya que incluso en la pasiva se produciría la muerte por falta del tratamiento adecuado, de la ortotanasia, que permite, al «autorizar a los médicos la no aplicación o suspensión de la técnica reanimatoria a los pacientes adultos afectados por una enfermedad en fase terminal, con tal de que lo haya pedido por escrito».
La campaña pro legalización de la eutanasia occisiva continúa, sin embargo, y a esa «temida legalización» hizo referencia Juan Pablo II. Ya Enrico Ferri, en la obra que antes citamos, «homicidio-suicidio», decía que «el que da muerte a otro por motivos altruistas o piadosos no debe ser considerado como delincuente», y en Inglaterra y en los Estados Unidos se halla en plena actividad la Voluntary Euthanasia Legislation society.
Lo más incisivo, por la calidad de sus firmantes, tres premios Nobel: George Thomson (físico), Limus Pauling (químico) y Jacques Monod (biólogo), y otras 37 personas más, fue el manifiesto publicado en «The Humanist», de julio de 1974, en el que se dice: «Es necesario suministrar los medios para morir digna y fácilmente a los que padecen una enfermedad incurable».
En España, hay una campaña en los medios dirigida a mentalizar a la opinión pública a favor de la eutanasia. También se ha constituido, y ha enviado propaganda a domicilio, una asociación, en anagrama DMD, es decir, para el reconocimiento del «derecho a morir dignamente». Por su parte, la «Carta de los derechos y deberes del paciente», en su punto 14, parece dar pie a la práctica de la eutanasia occisiva, aunque se ha desmentido su alcance, afirmando que el derecho a una muerte digna no es más que el reconocimiento explícito de la voluntad del paciente para ser dada de alto en el hospital y morir en casa.
Desde el punto de vista del Derecho constituido, la eutanasia no estaba prevista en el Código Penal antiguo y quedaba subsumida en el homicidio o ayuda al suicidio (art. 409), con la atenuante 7 a del art. 9: «obrar por motivos morales (o) altruistas... de notoria importancia». Desde el punto de vista del Derecho constituyente, según la información que nos llega, los catedráticos Gimbernat y Quintero han preparado un borrador de nuevo Código Penal, en el que se legaliza, despenalizándolo, el mero auxilio para suicidarse. (Ve Dr. Navarro de Francisco, «Tapia», 1984, nov.-dic., pág. 21.)
Nos queda, por último y para cerrar el tema, hablar de la eutanasia teológica, o mejor, mística. Sin este capítulo final la lección estaría ajena a cuanto hay de subyacente y, por tanto, de místico o misterioso en el frente de batalla en el que nos encontramos. Y es este aspecto de la cuestión el que, desde un punto de vista cristiano, nos interesa de un modo especial. Si eutanasia es, etimológicamente, «eu» (bueno) y «thanatas» (muerte), muerte dulce, ninguna muerte más dichosa, más digna del hombre que la muerte en estado de gracia, en amistad con Dios.
Para calibrar la magnitud y la profundidad de este debate hay que partir de lo que puede llamarse la «otredad» del hombre en la naturaleza creada. El hecho de que el hombre, Adán, se sintiera solo en el paraíso, prueba su desigualdad ontológica y cualitativa con el resto de los vivientes. Esta originalidad desigualante del hombre, que le revela su soledad, radica, por contraste con el resto de la creación-a la que está llamado a dominar-, en que tiene un espíritu inmortal, animado por la gracia o vida divina, de la que es partícipe. Pero hay más: no sólo su alma vivificante se halla en el orden de lo sobrenatural, sino que su cuerpo gozaba, como dones preternaturales, de la impasibilidad (no podía sufrir) y de la inmortalidad (no podía morir).
Ahora bien, si el hombre, si los hombres, como nos dice la experiencia de cada día, sufrimos y morimos, y si algo desde nuestra radicalidad se alza en protesta y rebeldía contra el dolor y contra la muerte, será preciso encontrar una explicación al hecho, y esa explicación es que el dolor y la muerte no son hechos biológicos originarios, sino subsiguientes, Y que sólo se explican por la pérdida de los dones preternaturales que adornaban al hombre. De aquí que el dolor y la muerte, en el hombre, no sean hechos puramente biológicos, sino un misterio, la obra del «mysterium iniquitatis». San Pablo, con sobriedad y exactitud, lo explica así: «stipendia peccati mors» (Rom., 6, 53) y «stimulus mortis peccatum est» (1 Cor., 15,56). Las frases de Yavé: «polvo eres y en polvo te has de convertir» y «parirás con dolor» nos ofrecen, con todo su grafismo, las consecuencias que para el hombre tuvo la victoria del misterio de la iniquidad.
Cristo, redentor de la humanidad caída, no vino a desterrar de este mundo ni el dolor ni la muerte. Se limitó, asumiéndolos El mismo, a cambiar su significado. La obra de la redención se realiza y consuma en un clima de dolor y de muerte. El Redentor, Cristo, es el «varón de dolores» profetizado por Isaías que, padeciendo, cumple su Pasión, una Pasión en la que su extraordinaria pasibilidad hizo que el sufrimiento adquiriese tonalidades y matices, físicos, psíquicos y morales, que sólo es posible vislumbrar. Por su parte, María, que corredime, perfumando de feminidad la acción redentora personal y exclusiva de Cristo, es, por excelencia, «la Dolorosa». Si el corazón es el que ama, al menos simbólicamente, en el mismo amor recibieron Cristo la lanzada física y la señora los siete puñales de sus siete grandes dolores. Por añadidura, Cristo, que ha asumido el dolor, asumió una muerte, y una muerte cruel y dolorosísima, la muerte de cruz, y con ella todo el proceso preagónico que va desde el huerto de los olivos a la cima del Gólgota.
A partir de ese momento, el hombre, que no puede evadirse del dolor y de la muerte, está facultado -con el cambio de signo- para incorporarlos al dolor y a la muerte de Cristo, integrándolos en la misma tarea redentora, como si la Encarnación nos enhebrara y se prolongara en cosa uno de nosotros, en un «Mystici Corporis Christi».
Tal es lo que san Pablo nos dice con respecto al dolor: «me gozo de lo que padezco... (pues) estoy cumpliendo en mi carne lo que resta de padecer a Cristo» (Col., 1,24), y con respecto a la muerte, conjugando la incorporación de la nuestra a la de Cristo, para incorporarnos en ella a El, para la resurrección (Rom., 6, 4 y 5).
El dolor, para el cristiano, tiene seis valencias distintas: expiatoria, meritoria, comunicativa, resignativa, participativa y redentora. (Ve Pío XII, discurso citado de 24-II-1957, y Juan Pablo II, 21 -VII- 1981. )
Ahora bien, sólo los santos han comprendido en todas sus dimensiones esta contemplación teológica del dolor, de la muerte y de la muerte dolorosa. No nos será posible aquí hacer un relate exhaustiva de esa comprensión, felizmente numerosa, ejemplar y estimulante. Bástenos las frases «sufrir o morir» que tantos de ellos pronunciaron, y dos citas:
Una clásica, de Santa Teresa, y otra, más reciente, de fray María Rafael, el monje trapense.
Los versos conocidos de santa Teresa, «en tan alta vida espero-que muero porque no muero», ponen de relieve la mística desazón, el drama íntimo que nace del deseo vehemente de morir, por llegar adonde «el vivir se alcanza y el gozo que la proximidad de alcanzar esa vida, reforzando la propia, prorrogue el dolor de no alcanzarla».
Fray María Rafael nos dejó un ejercicio de la «Vía Crucis» que uno de sus hermanos de religión tuvo el acierto de entresacar de sus escritos, poniendo, para presidir las estaciones, un perfil de un Jesús paciente, que el propio fray María Rafael había dibujado a lápiz («Vía Crucis», P. s. Edit., Covarrubias, 19, Madrid, 3a ed., 1977) Ese dibujo solitario, al cambiar de posición, nos presenta un rostro de Jesús compasivo, anhelante, fatigado, atribulado, agradecido, sorprendido, abrumado, enternecido, aplastado, confundido, contrariado, agonizante, desfigurado y plácido.
Pues bien, en su «Vía Crucis» personal, fray María Rafael adscribe: «¡Quién tuviera fuerzas de gigante para sufrir! ¡Qué bien se vive sufriendo! Sólo el insensato que no adore la Pasión de Cristo, la Cruz de Cristo, puede desesperarse de sus propios dolores.»
En todo caso, hay que subrayar que el dolor y la muerte son obra del señor de la muerte, del diablo, «qui habebat mortis imperium» (Heb., 2,14). Por ello, es lógico que trate de utilizarlos en cosa hombre concreto, a cuyo nivel personal libra desaforadamente un Apocalipsis subjetivo. El combate, en última instancia, es entre el diablo, homicida «desde el principio» (Juan, 8,44), señor de la muerte, y Cristo, que de sí mismo dice: «Yo soy la Vida» (Juan, 11,25 y 14,ó). Al señor de la muerte le interesa que la muerte de cada hombre, cambiando de signo, no sea integración en la Vida. El señor de la muerte sabe que la muerte que él trajo es no sólo muerte corporal, sino muerte eterna, y sabe también que la muerte de Cristo, y en ella la del hombre, es Vida eterna para el alma, y resurrección de un cuerpo incorruptible y glorioso para la eternidad (1 Cor., 15, 42/44). De aquí su combate contra la Vida, en la vida del moribundo, en la vida del hombre a punto de terminar. Le enloquece aquello de san Pablo: «ubi est mors, victoria tua?», ubi est mors, stimulus tuus?» (1 Cor., 15,55) y le asombra el prodigio de la incorruptibilidad temporal del cuerpo de algunos santos incorruptibilidad que es la hermana menor del cuerpo resucitado y glorioso, como el pudor y el sueño son hermanos menores de la castidad y de la muerte.
Por eso, ante la utilización diferente del dolor, la postura cristiana es doble: combatirlo y aceptarlo. Pío XII (24II-1957), partiendo de un principio claro, que «el crecimiento en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad no procede de los sufrimientos mismos, que se aceptan, sino de la intención voluntaria sostenida por la gracia», dijo lo siguiente: a) «si algunos moribundos consienten en sufrir como medida de expiación y fuente de méritos..., que no se les imponga la anestesia», y b) «si, por el contrario, el progreso en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad puede agrandarse y hacerse más viva si se atenúan los sufrimientos, porque éstos agravan el estado de debilidad y agotamiento físico, estorban el impulso del alma y minan las fuerzas morales, debe acudirse a la supresión del dolor (que) procure una distensión orgánica y psíquica (y) que facilitando la curación haga posible una entrega, de sí, más generosa.»
A este doble comportamiento ante el dolor del moribundo no se puede oponer, como muestra del heroísmo cristiano, el hecho de que el señor de la Vida rechazara beber, clavado y atormentado en la Cruz, el vino mezclado con mirra que le ofrecieron (Mc., 15,23), porque si ello es así, también lo es que aceptó en Getsemaní el consuelo del ángel que le confortaba (Lc., 22,43) luego de rogar al Padre que le evitase, si fuera posible, beber el cáliz de su pasión (Mt., 26,39; Mc., 14, 36; Lc., 22,42) y de aceptar en cualquier caso su voluntad: «fiat voluntas tua» (Mt., 26,42).
Más aún, ante la posibilidad alegada por Cuello Colón («El problema jurídico penal de la eutanasia», en «Tres temas penales», Madrid, 1955) de que los moribundos, aquejados por los sufrimientos, pueden pecar de impaciencia y murmuración, la terapia dolorosa se impone por un deber de caridad.
La lucha contra el dolor no sólo como exigencia biológica, sino como faceta de la lucha contra el que lo hizo posible, es decir, contra el señor de la muerte, impone, con el deber de conservar la vida y de curarse, la medicación y la asistencia en las operaciones dolorosas, ha dado origen, en el ejercicio del quehacer misericordioso a la enorme tarea hospitalaria de la Iglesia, en el curso de los siglos, y a la fundación de instituciones religiosas con esa finalidad.
Juan de Dios y Camilo de Lelis, Juana Jugan y Teresa Fornet son ejemplos, entre tantos, de un acercamiento caritativo a los enfermos y ancianos cuya hora de morir se aproxima. Si los que lloran suelen hacerlo porque sufren, ese acercamiento caritativo aspira a la eutanasia teológica del moribundo, recordándoles aquello que nos transcribe el evangelista san Mateo (5,3): «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».
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