Gracias a la breve síntesis del desarrollo de los
términos mysterion y sacramentum y de los conceptos relacionados con
ellos hemos obtenido, una comprensión de la vía sacramental de la salvación, del
acontecimiento salvífico sacramental como signo sensible y eficaz de la gracia
invisible, como acción que significa la gracia que da y da lo que significa 1.
Los conceptos y las simples descripciones de la tradición o del magisterio
pretenden presentar en general los elementos fundamentales y esenciales, sin
preocuparse por elaborar una visión exhaustiva y rigurosamente sistemática y
crítica, que, por otra parte, no es de su incumbencia. Las afirmaciones de la
tradición y del magisterio, aunque constituyen puntos de referencia necesarios,
exigen que la teología elabore y proponga, en cuanto sea posible, de manera
articulada, conceptos y definiciones que correspondan a una comprensión
satisfactoria y probada de todos los aspectos del acontecimiento sacramental.
Por estos motivos, nos parece oportuno presentar una descripción comprensiva de
los factores esenciales que serán explicados después, de manera detallada, en
esta primera parte, a fin de dar razón de los múltiples elementos del orden
sacramental. Nos parece que la experiencia de fe y la reflexión teológica
conducen a afirmar que los sacramentos son gestos instituidos por Jesucristo,
mediante los cuales la Iglesia, cuerpo suyo, con la energía del Espíritu Santo,
al celebrar los misterios de la salvación, significa y realiza de manera
objetiva y eficaz la pertenencia de los hombres al pueblo de Dios y su
participación en la vida divina.
Teniendo presente esta descripción, empezaremos
considerando la fundación cristológica de la salvación obrada por los signos
sacramentales, junto con el envío y la acción del Espíritu Santo, que nos
instruye en la fe y sobre el sentido de nuestra vida temporal en el camino hacia
la realización definitiva del designio de Dios. A continuación, nos detendremos
en la Iglesia misterio de Cristo, Christus totus, sujeto humano
indisolublemente unido a su Cabeza. Todos los que han sido bautizados forman un
solo cuerpo, judíos o griegos, esclavos o libres, y beben de un mismo Espíritu (cfr.
1 Co 12, 13). Por otra parte, la Iglesia, agente de la realización del orden
salvífico, es sacramento universal de salvación, «signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Como
punto tercero, trataremos del ministro y del receptor a quien se concede, en
primera instancia, la gracia y los dones propios del sacramento. A renglón
seguido, examinaremos el hecho de que lo que instituyó Jesucristo y celebra la
Iglesia es un signo: el gesto sacramental es una realidad que nos conduce a
otra. Los sacramentos están incluidos, por tanto, en el género del signo 2,
compuesto por la palabra de la fe y por el gesto que se realiza con un
elemento material. En quinto lugar, expondremos la celebración del sacramento,
su realización concreta ola conclusión de la acción sagrada. Como punto sexto,
veremos la eficacia de los sacramentos: el gesto objetivamente realizado
significa y obra la salvación. Es, por tanto, una acción causal que reconcilia
con Dios y proporciona su justicia y santidad. Siguiendo adelante, intentaremos
presentar los efectos sacramentales. Los sacramentos sancionan y realizan la
adscripción al cuerpo de Cristo, que, a lo largo de la historia, vive como
pueblo de Dios, y la gracia que santifica, haciendo ya realmente a los hombres
hijos adoptivos de Dios, aunque aún no se manifieste plenamente la gloria a la
que están destinados. Mediante una consideración sintética, expondremos, por
último, el valor y el significado de los sacramentos en la realización histórica
de la salvación divina. Los sacramentos garantizan, en efecto, la presencia real
de Cristo y la consistencia objetiva de la Iglesia en la historia, de suerte que
permite la consecución y la participación personal en el designio de Dios sobre
todos los hombres. De hecho, éstas son precisamente las razones en virtud de las
cuales podemos afirmar su importancia: «Entre todos los gestos, es el sacramento
el más gratuito, porque la única razón del gesto sacramental es la afirmación de
la muerte y resurrección de Cristo como sentido de la existencia y de la
historia» 3.
1. La fundación cristológica del gesto sacramental
Jesucristo como misterio del Padre
El misterio divino de la generación del Hijo por parte del Padre tiene su
continuación, entra en la historia, con la encarnación y la misión del Verbo.
Éste se hace carne y habita en medio de nosotros, de suerte que podamos ver su
gloria de Hijo unigénito que nos llena de gracia y de verdad (cfr. Jn 1, 18).
Cristo es el exegeta del Padre; quien le ve a El, ve al Padre (cfr. Jn 1, 18;
14, 7-8). La presencia personal y sensible de Dios entre los hombres se expresa
así con un realismo radical y sorprendente. Aunque velada por la humanidad del
Verbo encarnado, se da a ver en la gloria del Hijo que salva y en la verdad que
hace libre de verdad (cfr. Jn 8, 31-32). Como afirma con justicia y agudeza J.H.
Newman: «La doctrina de la Encarnación es el anuncio de que se nos ha concedido
un don divino por medio de un instrumento material y tangible, de suerte que, en
virtud de la Encarnación, están unidos el cielo y la tierra. Esto equivale a
decir que, precisamente en la esencia íntima del cristianismo, se encuentra el
principio sacramental como su
característica propia» 4. Así, la encarnación es la cima,
la modalidad última y sublime elegida por Dios para comunicar al hombre el don y
la experiencia de lo divino.
De este modo, el cristianismo es un hecho de salvación en el que todos estamos
llamados a participar. El corazón del hombre puede llegar a adquirir, de modo
sobreabundante, la plena inteligencia y «alcanzar en toda su riqueza la plena
inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios, es decir, Cristo, en
el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia [...].
Porque en El reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente, y vosotros
alcanzáis la plenitud en Él, que es la Cabeza de todo Principado y de toda
Potestad» (Col 2, 2-3.9-10). Jesús, con el sacrificio de la cruz, glorifica al
Padre como Hijo obediente hasta la muerte. Entró en el santuario, se ofreció a
Sí mismo, ofrenda sin mancha, a Dios, y con su propia sangre nos ha purificado,
de una vez para siempre, y nos ha procurado una redención eterna (cfr. Hb 9,
11-14). Así se ha manifestado hasta el fondo la gloria del Padre sobre la
tierra, con la realización de la obra que El le dio (cfr. Jn 17, 4-5). En
efecto: «Dios le preestableció como instrumento de propiciación por su propia
sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los
pecados cometidos anteriormente; [...] en orden a mostrar su justicia en el
tiempo presente, para ser El justo y justificador del que cree en Jesús» (Rm 3,
25-26). Jesús, por otra parte, ordena durante su vida terrena hacer memoria de
su sacrificio en la cruz y realizar otras acciones que den gloria a Dios y la
salvación al hombre.
La resurrección de Jesucristo representa las primicias de la nueva condición
gloriosa cabe el Padre. La inmolación y la glorificación de Jesucristo
constituyen la expresión más plena del amor divino, que se realiza después en la
espiración y en la efusión del Espíritu Santo. De este modo, la corporeidad
glorificada se vuelve el inicio y la garantía, ya ahora, de la nueva criatura,
si el hombre vive unido a Cristo (cfr. Ga 6, 17). En efecto, el Espíritu enviado
por Cristo continúa, en su cuerpo misterioso, la inmolación y la transfiguración
de todo el universo y de la existencia humana. Los miembros del cuerpo de Cristo
están verdaderamente destinados a resucitar y a vivir para la eternidad,
participando en la gloria de Dios.
Jesús, que se muestra vivo a los apóstoles después de su pasión (cfr. Hch 1, 3),
envía a su Espíritu, que es energía para la realización eclesial de la obra
redentora y de la santidad. El Espíritu lleva esto a cabo, sobre todo, guiando a
los apóstoles hacia la verdad completa, y enseñará y recordará todo lo que Jesús
les dijo (cfr. Jn 14, 26; 16, 13). A continuación, el Espíritu hace que todos
los que han sido bautizados sean hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, si se
identifican con Cristo a fin de llegar a ser uno en Cristo Jesús (cfr. Ga 3,
26-28). La participación en la vida divina nos ha sido dada en el Espíritu de
Cristo. En efecto, éste «resucitando de entre los muertos (cfr. Rm 6,9) envió a
su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por Él constituyó a su Cuerpo que
es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la
diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su
Iglesia [...]» (LG 48). De este modo, Cristo muerto, resucitado y glorificado,
mediante el envío del Espíritu Santo, está presente en la Iglesia y actúa para
santificar a los hombres y conducirlos a la realización de su salvación. Los
sacramentos son así actos que hacen memoria de la acción de Cristo, realizándola
en la Iglesia. Jesucristo es el acontecimiento originario por el que existen los
sacramentos de la Iglesia5.
La institución de los sacramentos por parte de Jesucristo
Jesucristo otorga la salvación mediante el anuncio del reino de Dios, presente
con su venida: El es el verbo del Padre y obedece la voluntad del Padre, para
llevar a cabo la obra que le ha confiado. Mediante el envío del Espíritu Santo
hace presentes y eficaces en la historia tanto el anuncio como sus acciones
redentoras. En virtud de la encarnación, es de la obra de Cristo de donde
procede la gracia de manera eficaz. De este modo, también la participación en la
vida divina, otorgada por los sacramentos, no puede más que proceder de la
voluntad de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. En efecto: «¿Quién
es, pues, el autor de los sacramentos, sino el Señor Jesús? Estos sacramentos
han venido del cielo, puesto que todo designio respecto a ellos es del cielo»
6. Los Padres afirman que los sacramentos han brotado del
costado de Cristo, herido por la lanza en la cruz 7. San
Buenaventura, tras haber sostenido que la confirmación y la unción de los
enfermos los debemos al Espíritu por medio de los apóstoles, afirma en el
Breviloquium (IV, 4) la institución de
los siete sacramentos por parte de Cristo, mediador y principal legislador.
Santo Tomás señala que sólo Jesucristo, en cuanto Dios y hombre, podía instituir
los sacramentos. El poder del sacramento procede únicamente de Dios. El hecho
de que a unos elementos materiales se les otorgue la capacidad de producir
efectos sobrenaturales puede acontecer gracias a la obra de Jesucristo, Dios
hecho hombre. Así, existe un poder de autoridad, que compete sólo a Dios, y otro
de excelencia, que posee Jesucristo en cuanto hombre. Por eso actúan en los
sacramentos los méritos de su pasión. La pasión de Jesús es, efectivamente, la
causa meritoria de toda gracia sacramental. El poder de excelencia, que es
instrumental, afirma aún santo Tomás, puede ser conferido a los ministros.
Por encima de esto, la institución por parte de Jesucristo no significa que deba
ser transmitida únicamente por la Sagrada Escritura; la Iglesia puede recibirla
de la tradición «familiar» de los apóstoles. A este respecto afirma santo Tomás:
«Los apóstoles y sus sucesores hacen las veces de Dios en el gobierno de la
Iglesia, instituida sobre la fe y sobre los sacramentos. Por eso, como no está
en su poder fundar otra Iglesia, así tampoco pueden enseñar otra fe, ni
instituir otros sacramentos: puesto que justamente se dice que la Iglesia ha
sido construida sobre los sacramentos, "manados del costado de Cristo colgado en
la cruz"» 8.
El concilio de Trento ha definido que los sacramentos de la nueva ley han sido
instituidos por Jesucristo, ni más ni menos de siete, confirmando en todos y
cada uno su fundación en Cristo, aun cuando se admita la posibilidad de una
promulgación por parte de los apóstoles, como ha sucedido con el sacramento de
la unción de los enfermos (cfr. DS 1601; 1716).
A partir de la Sagrada Escritura y de la tradición parece que pueden ser
clarificados los elementos fundamentales referentes a la institución por
Jesucristo. Éste, habiendo recibido todo poder en el cielo y en la tierra (cfr.
Mt 11, 27; 28, 18) y tras haber realizado la obra decisiva de volver a llevar al
hombre a Dios haciéndole hijo adoptivo, instituyó unos signos dotados de
significado y eficacia salvífica. El gesto sensible se puede fijar con mayor o
menor determinación, pero no se puede dejar de indicar el signo que expresa el
significado y concede la gracia de manera eficaz. En efecto, el sacramento es un
signo y no simplemente un significado o una donación genérica de la gracia, con
independencia de la pertenencia concreta a Cristo y a la Iglesia. Así, teniendo
presente que el signo es la causa de la donación de la gracia, debe excluirse
toda institución mediata que obre por un mandato general o toda institución
apostólica o postapostólica. Los sacramentos, efectivamente, son, en sentido
estricto, sobrenaturales, comunican la gracia divina y, como tales, son
provechosos para el hombre sólo mediante la comunicación y la donación por parte
de Dios.
Teniendo esto presente, podemos afirmar como teológicamente cierta la
institución inmediata de los sacramentos por parte de Jesucristo, como prueba,
por ejemplo, G. Van Roo
9. En efecto,
esto es lo que insinúa al menos, en primer lugar, la distinción establecida por
el concilio de Trento entre institución y promulgación a propósito del
sacramento de la unción de los enfermos (cfr. St 5, 13-16 y DS 1716). Eso
significa que Jesús en su vida terrena, al menos de manera implícita, y
posiblemente en las conversaciones que tuvieron lugar en el período comprendido
entre la resurrección y la ascensión, en el que se mostró vivo a los apóstoles y
les habló del reino de Dios (cfr. Hch 1, 3), manifestó su voluntad de dar
plenitud y realidad salvífica a unos signos, es decir, a los siete sacramentos,
voluntad que se hizo pública después. No podemos excluir que eso forme parte de
las muchas cosas que no han sido escritas en los evangelios (cfr. Jn 21, 25) y
que los apóstoles, con el envío del Espíritu Santo, lograron comprender
definitivamente (cfr. Jn 16, 12-15). Tampoco en este caso podemos separar la
Sagrada Escritura de la tradición viva de la Iglesia, de la comunidad viva que
es la Iglesia como su lugar concreto de comprensión.
En segundo lugar, la constitución apostólica Sacramentum Ordinis (cfr. DS
3857), al afirmar que la Iglesia no tiene poder sobre la substancia de los
sacramentos, determinada por Jesucristo, excluye, al menos de manera indirecta,
que esta misma substancia haya sido indicada con el envío del Espíritu Santo a
los apóstoles. Teniendo en cuenta todo esto, debemos añadir que las dificultades
derivadas de los cambios de la «forma» y de la «materia» de los sacramentos,
introducidos en el transcurso de los siglos, no se resuelven con la hipótesis de
una institución por parte del Espíritu Santo a través de los apóstoles. Los
cambios no se explican con un tipo de institución u otro, sino mediante el hecho
de que Cristo no determinó de manera inmutable todo lo que es esencial en los
ritos de los sacramentos y se requiere para su validez. Precisamente en este
punto interviene la Iglesia como sacramento universal de salvación,
desarrollando su tarea de celebrar los sacramentos, como veremos a continuación.
Teniendo presente cuanto hemos dicho, podremos precisar ahora el sentido de la
institución por Jesucristo, clarificando la cuestión a partir de lo que afirma a
este respecto la constitución apostólica Sacramentum Ordinis. Esta
constitución, asumiendo, en primer lugar, una larga tradición eclesial (cfr. DS
1061; 1728; 3556), distingue entre la «substancia», que indica todo lo que
Cristo, por lo que conocemos a través de la revelación, estableció que debe ser
conservado en el signo sacramental, y la «esencia», que se refiere al signo
sensible compuesto de materia y forma, y requerido para la validez de la
celebración. Existen, a continuación, otras condiciones necesarias para la
validez, como el poder y la intención del ministro, por ejemplo. Dejando, pues,
aparte la substancia de los sacramentos, la Iglesia ha establecido o permitido
la introducción de variaciones en los ritos esenciales de algunos sacramentos.
Es éste un dato de hecho de la historia de los sacramentos, que prueba, en
primer lugar, que Cristo no estableció todo lo que se requiere para la
celebración válida de un sacramento y, en segundo lugar, que la Iglesia ha
tenido conciencia de poder intervenir en la determinación del signo sensible del
sacramento, cuando lo ha requerido la necesidad. Por eso, lo que se afirma en la
constitución Sacramentum Ordinis se puede comprender si se tiene en
cuenta que el signo sacramental y su significado han sido establecidos por
Jesucristo. Eso significa que, mientras permanezcan fijos el signo y el
significado del sacramento queridos por Jesucristo, se puede introducir una
mutación o variación en el gesto y en su forma. De ahí no puede concluirse que
todos los signos sensibles puedan o deban cambiar para adaptarse a determinadas
circunstancias, o que Jesucristo no pueda haber determinado también el gesto
sensible de un sacramento. Sólo los sucesores de los apóstoles tienen el poder
de juzgar o intervenir para prohibir o aprobar variaciones; del mismo modo que
también la praxis eclesial puede ser un factor clarificador sobre aquello que
forma parte de la substancia o de la esencia de un sacramento.
Según el magisterio tridentino, los sacramentos de la nueva alianza instituidos
por Jesucristo son siete, ni más ni menos, y los siete lo son en sentido propio
y exclusivo (cfr. DS 1601; véase asimismo 860 y 1310). Por lo que a nosotros
respecta, resulta particularmente significativo examinar el desarrollo que ha
conducido a la fe sobre el número de los sacramentos. ¿Cómo ha llegado la
Iglesia a la determinación del número de los sacramentos entre otras acciones
que también han tenido una notable importancia en su vida, como es el caso de
los sacramentales, de los que trataremos después? De entrada, ha sido
fundamental llegar a la definición propia de los sacramentos en el designio
salvífico emanado de la encarnación de Jesucristo. Es evidente que, sin haber
intuido o determinado al menos el concepto propio de sacramento, no puede
indicarse cuáles y cuántos son. Pero no depende sólo de este criterio. En
efecto, en el siglo XII estaba difundida la opinión de que el matrimonio no
confería una gracia específica, que, sin embargo, era un elemento esencial para
la definición de sacramento. A pesar de ello, fue considerado como un
sacramento, en virtud de su importancia en la vida de la Iglesia y en el
designio divino. Este segundo criterio, que integró el primero, no ha de ser
entendido, sin embargo, simplemente como correspondencia adecuada y exclusiva de
los siete sacramentos con las situaciones fundamentales de la vida humana que
van desde el nacimiento a la muerte. Aunque a lo largo de toda la historia de la
Iglesia se haya establecido una justa relación entre los sacramentos y las
principales etapas de la vida humana, no ha sido éste el aspecto que ha
conducido a discernir de manera resuelta los siete sacramentos con respecto a
otros signos sagrados y a fijar su número10. Además de
los dos criterios indicados más arriba, da la impresión de que el criterio
último de discernimiento ha sido la referencia a la institución de Cristo, tal
como ha sido transmitida por la tradición viva y por el magisterio de la
Iglesia. Así es, el concilio de Trento unió, de una manera sorprendentemente
estrecha, la institución por parte de Cristo y el número de los sacramentos (DS
1601), y da la impresión de que pretende hacer depender éste de aquélla. Ya el
papa Lucio III inculcó en el concilio de Verona del año 1184 la necesidad de
atenerse a cuanto observa y predica la santa Iglesia romana y no a un concepto
de sacramento o a la importancia asumida por una acción sacramental. Condenó a
todos los que pretendieran enseñar o pensar en privado o de manera pública sobre
la existencia y la naturaleza de la eucaristía, del bautismo y de los otros
sacramentos, cualquier cosa contra autoridad de la Sede apostólica (cfr. DS
761). Eso significa que la determinación del número se debe en parte, sin más, a
la definición propia de los sacramentos neotestamentarios o a su importancia en
el designio salvífico divino o en la vida eclesial, aunque el criterio último ha
consistido en el hecho de que la Iglesia se ha religado a su propia tradición
viva y a su propio magisterio, del que procedía la institución o no por parte de
Jesucristo.
2. La
Iglesia como
misterio de Cristo y
sacramento universal de salvación
sacramento universal de salvación
La Iglesia como misterio de Cristo
El misterio de la
eterna voluntad de la Trinidad se manifiesta y realiza en la Iglesia, que,
reuniendo a judíos y paganos, forma el cuerpo de Cristo. En efecto, en virtud de
un solo Espíritu Santo son bautizados los fieles para formar en la tierra un
solo cuerpo, el de Cristo (cfr. 1 Co 12, 13.27). El Espíritu es el alma que
santifica, vivifica y une el cuerpo de Cristo. Así se establece una unidad
misteriosa (mística) entre los bautizados y Jesucristo: El es la cabeza y
nosotros los miembros. El es la vid y nosotros los sarmientos (cfr. Jn 15,
1-11). Nosotros somos podados por la palabra que nos ha anunciado y permanece en
nosotros porque guardamos sus mandamientos. De este modo, su linfa vital pasa a
nosotros. Dios «le constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la
plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22-23). La Iglesia incluye, por
consiguiente, todas las criaturas nuevas y tiene la misión de hacer partícipes
de la regeneración, bajo la autoridad de Cristo señor y cabeza, a todo el
universo.
De este modo, la Iglesia es el sujeto humano-divino formado por los hijos de
Dios redimidos, que se convierten en luz del mundo y sal de la tierra, de suerte
que los hombres, al ver sus buenas obras, den gloria al Padre que está en los
cielos (cfr. Mt 5, 13-16). La Iglesia es el lugar de la salvación en donde están
representados los mysteria carnis Christi, donde se hace presente el
acontecimiento de la cruz y de la resurrección de Jesucristo. De este modo, la
Iglesia es misterio de Cristo (cfr. Ef 3, 3-6)11.
Si los bautizados en un solo Espíritu forman la Iglesia, entonces ésta.está
formada por los sacramentos, que, evidentemente, son considerados como
inseparables del anuncio del evangelio de Jesucristo y de la fe. La Iglesia está
constituida por los sacramentos, con ellos se construye y se realiza su
naturaleza de cuerpo místico de Cristo. A través de los sacramentos se unen con
Cristo tanto los miembros como todo su cuerpo. Con el sacramento del orden, por
ejemplo, se constituye la jerarquía, el poder sagrado que forma la estructura
esencial y la perfección total de la constitución de la Iglesia.
Así pues, si bien, por una parte, es preciso tener presente que la Iglesia se
constituye por los sacramentos, tampoco podemos olvidar, por otra, que el
sacramento es de la Iglesia, es presencia eficaz de Cristo, en cuanto se
administra en la fe de la Iglesia. Ésta constituye el ámbito, el lugar en que se
puede llevar a cabo la presencia sacramental de Cristo. Pero eso no quiere decir
que la unión entre Cristo y la Iglesia se realice únicamente como efecto del
sacramento, sino ya en el mismo sacramentum. Sólo la Iglesia puede hacer
que el acontecimiento de la redención de Cristo pueda realizarse real y
eficazmente en su contexto propio, el de la obediencia de la fe 12.
Justamente a este respecto, afirma H. U. von Balthasar: «De este modo, la
Iglesia de Cristo es siempre a un mismo tiempo dos cosas: la que se constituye
con el sacrificio de Cristo y la que su ser constituida debe ratificar siempre y
por siempre de nuevo: ninguno de estos dos aspectos puede ser separado del otro.
En esta estructura suya, la Iglesia es sacramento (en sentido radical); recibe
infaliblemente su esencia propia de la esencia de Cristo
(ex opere operato),
pero en la modalidad de ratificar lo que ha recibido
en cuanto sujeto (ex opere operato)
y de este modo se realiza a sí misma» 13. Así,
la Iglesia debe recibirse de Cristo en toda celebración sacramental, no
fundamentarse en sí misma, dar razón de sí a partir de Cristo y, al mismo
tiempo, ser función salvífica para toda la humanidad, hacer vivir la
indispensable dimensión eclesial a todos los hombres, acogida en la obediencia y
en la libertad. Así, la Iglesia es, a la vez, el sujeto humano-divino que
celebra los sacramentos y sigue siendo siempre el sujeto que los recibe.
La Iglesia como sacramento universal de salvación
Enseña el concilio Vaticano II que la Iglesia es «en Cristo como un sacramento
o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el
género humano» (LG 1; cfr. GS 42); sacramento visible de unidad salvífica (cfr.
LG 9; SC 26); sacramento universal de salvación (cfr. SC 5; LG 48; 52; AG 5; GS
45). El mismo Concilio atestigua que Jesucristo «constituyó a su Cuerpo que es
la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra
del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y
por ella unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y
Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa» (LG 48).
Así como el Verbo se encarnó y recibió la vida humana por obra del Espíritu,
para cumplir la voluntad del Padre hasta la obediencia de la cruz, así también
la Iglesia recibe la vida del Espíritu de Cristo, que, a su vez, debe comunicar
a todos los hombres. El Espíritu, único e idéntico en la cabeza y en los
miembros, vivifica, une y mueve todo el cuerpo, de suerte que la Iglesia pueda
ser realización y consumación de Cristo. De este modo, todos los hombres,
muertos por el pecado, pueden recobrar la vida. La Iglesia, guiada por el
Espíritu Santo, es instrumento y signo visible donde se lleva a cabo la
participación en la vida divina.
También en cuanto sacramento se compone la Iglesia de un aspecto humano y de
otro divino, y de la estrecha unión de ambos aspectos. Eso es lo que afirma el
concilio Vaticano II al señalar que la Iglesia es una realidad compleja que
resulta del elemento humano y del elemento divino, de suerte que los organismos
jerárquicos y la comunidad visible no deben ser considerados como una realidad
diferente del cuerpo de Cristo, de la comunidad espiritual y celeste. En efecto,
«como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a Él
indisolublemente unido, de forma semejante a la unión social de la Iglesia
sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cfr.
Ef 4, 16)» (LG 8)14.
Encontramos, pues, en primer lugar, el elemento humano, que es el organismo
social de la Iglesia, la sociedad jerárquicamente organizada, los medios
sensibles y humanos utilizados por Dios para conceder los dones espirituales.
Viene después el elemento divino, que es propiamente la gracia de la santidad y
la participación en la vida trinitaria. La realidad última a la que conduce la
Iglesia es, en efecto, la gracia de la unión viva con Dios. Quien actúa a través
de los dos elementos es el Espíritu de Cristo, que con esa acción nos hace
partícipes de la pasión y resurrección del Salvador. De este modo, los miembros
de la Iglesia están unidos no sólo al elemento de la vida sobrenatural, sino
también al elemento humano. Pero no tiene menor importancia el tercer factor,
igualmente constitutivo del sacramento: el nexo intrínseco que existe entre los
dos aspectos. El hecho es que, como hemos visto en LG 8, el órgano social sirve
al Espíritu para el incremento del cuerpo. En efecto, la Iglesia es la realidad
querida por Cristo para la presencia de su obra salvífica en la historia.
Mientras Jesucristo ha obrado y obra a través de la institución de la Iglesia,
el Espíritu anima y hace viva la obra de Jesucristo. En la obra de Cristo y del
Espíritu que la continúa se da la unidad del elemento divino y del humano. Por
eso es preciso no olvidar jamás que Dios ha querido hacerse conocer y
comunicarse dentro de la experiencia humana. De ahí se sigue que: «La pretensión
más específica de la Iglesia no es, en efecto, ser simplemente vehículo de lo
divino, sino serlo a través del elemento humano. Por lo demás, ésta es la misma
pretensión de Cristo: escándalo para los jefes religiosos y las personas
evolucionadas de su tiempo, objeción insuperable: "No es éste el carpintero, el
hijo de María" (Mc 5, 3)...»
15
Precisamente en la medida en que la Iglesia se considera la comunicación de la
vida divina dentro del signo, es sacramento el elemento experimentable humano.
En efecto, la Iglesia es el lugar en el que Cristo vence al mundo y en el que se
ve, de manera concreta, la fuerza divina que vence al mundo. La Iglesia es
sacramento de la presencia salvífica de Cristo. Por otra parte, puede afirmarse
que las acciones redentoras de Jesucristo tienen un reverbero en la vida de la
Iglesia, formando su existencia sobrenatural y prolongando en la historia su
presencia eficaz de redención. Los sacramentos son acciones de Cristo en la
Iglesia.
3. El ministro y el receptor de los sacramentos
El ministro
Dios nos ha reconciliado consigo mediante el amor y el sacrificio de Cristo,
que, por eso, es y sigue siendo también el ministro principal de toda gracia y
gesto sacramental. En cuanto Dios, dispone del poder de la autoridad con la que
instituye y obra como protagonista en todo sacramento. La naturaleza humana
asumida sirve al Verbo de órgano vivo e instrumento de salvación unido
indisolublemente a Él. A continuación, el Espíritu Santo «unifica en la comunión
y en el servicio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos, a toda
la Iglesia a través de los tiempos» (AG 4).
La Iglesia recibe los ministerios y, a través de ellos, guía y acrecienta al
pueblo de Dios para su salvación y para su bien. Así, el ministerio en la
Iglesia y en aquel que ha sido investido del mismo es un servicio desarrollado
con autoridad, capaz de comunicar lo que Cristo ha adquirido de una vez para
siempre en favor de todos los hombres y del pueblo bautizado. El ministerio,
estable y activo en la Iglesia hasta el fin del mundo, es una función paterna,
un oficio de caridad pastoral; es un medio objetivo eficaz de santificación. Su
eficacia propia deriva del sacrificio de Cristo y del hecho de que la Iglesia ha
sido asociada al mismo: 4...] toda la Iglesia redimida, es decir, la asamblea y
la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como sacrificio universal por la
mediación del Sumo sacerdote, que, en la pasión, se ofreció también a sí mismo
por nosotros en la forma de siervo, para que fuéramos el cuerpo de una cabeza
tan excelsa» 16.
«Ésta es la confianza que tenemos delante de Dios por Cristo» (2 Co 3, 4),
afirma san Pablo, para añadir, a renglón seguido, que esa confianza deriva de
haberse convertido en ministro idóneo de la nueva alianza, en ministro del
Espíritu que da la vida. Desea el apóstol ser considerado ministro de Cristo y
administrador de los misterios de Dios. Todo lo que se le pide es que permanezca
siempre fiel (cfr. 1 Co 4, 1-2). Ya se ha hecho presente cómo ha de ser «para
los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del
Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable,
santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 16).
Del mismo modo que Pablo, todo ministro debe ser y obrar en todo momento y en el
ejercicio del ministerio como signo vivo de Cristo y de la Iglesia. En efecto,
su celebración será digna y auténtica sobre la base de su santidad y fidelidad,
de su fe, esperanza y caridad. En la medida en que sea un instrumento que posea
la vida de Cristo y permanezca en su cuerpo, responderá de manera plena a la
vocación de ministro. Por otra parte, debe actuar como el más pequeño y estar en
medio del pueblo de Dios como el que sirve (cfr. Lc 22, 26-27). Debe actuar sin
favoritismos personales, con la única preocupación de que la Iglesia crezca y se
muestre bien compaginada en la unidad con el ejercicio de su ministerio. Esa es
la obra del ministro (opus
operantis ministrri) que trata santamente las realidades sagradas. No puede
estar en contradicción con su propio ministerio, que es una obra de santidad y
de caridad de la Trinidad en favor del hombre. El ministro, como san Pablo, se
hace siervo de todos, para ganar al mayor número posible: todo lo hace por el
evangelio, para participar con todos de él (cfr. 1 Co 9, 19-23).
El ministro, además de obrar santamente, está llamado a cumplir todas las
condiciones requeridas para la validez del signo sacramental. En primer lugar,
la validez del sacramento depende de la posesión del poder que requiere la
Iglesia para la celebración de un determinado sacramento. El magisterio ha
definido que no todos los cristianos tienen el poder de conferir un sacramento,
como, por ejemplo, la remisión sacramental de los pecados (cfr. DS 1610; 1710;
1767; véase también 794 y 802); sino que deben recibir en la misma Iglesia el
correspondiente poder, como veremos al tratar cada uno de los sacramentos en
particular. Al ser el sacramento una acción de Jesucristo y de la Iglesia, nadie
puede apropiarse del mismo, sino que únicamente se puede ser convertido en
instrumento vivo capacitado para dar la gracia. En general, puede afirmarse que
el poder necesario procede del carácter recibido en el bautismo y en el
sacramento del orden. Puesto que el poder de conferir los sacramentos deriva del
carácter indeleble, el hecho de que un bautizado esté suspendido no le hace
perder el poder de celebrar, sino la facultad, la capacidad de usar tal poder.
Celebra válidamente, aunque peca y obra de manera completamente ilícita. El
poder recibido por el ministro debe ejercerse observando asimismo las
condiciones establecidas por la autoridad eclesiástica en el Código de Derecho
Canónico. Hay normas que no pueden ser dejadas de lado, porque determinan las
modalidades jurídicas, la «capacidad jurídica» del acto a realizar de modo
válido y lícito.
La segunda condición requerida para la validez es la intención del ministro de
hacer lo que hace la Iglesia.
El magisterio ha definido que, en los ministros que celebran los sacramentos, se
requiere al menos la intención de hacer lo que hace la Iglesia (cfr. DS 1611;
794; 1262; 1310; 1315).
El ministro actúa instrumentalmente, no obra en virtud propia, sino en virtud de
Cristo. Aun cuando, para la validez de la acción sacramental del ministro, no
sean necesarias ni la fe ni la caridad, sí lo es, no obstante, la intención, si
quiere ponerse como instrumento al servicio del instrumento principal, es decir,
si pretende realizar lo que pretenden Cristo y la Iglesia 17.
El ministro tiene poder para obrar, porque continúa y representa la acción
del agente principal.
El ministro, sujeto espiritual dotado de voluntad libre, se pone en movimiento
para alcanzar una finalidad por su propia decisión. La intención es el acto con
que la voluntad es impulsada a actuar con una determinada finalidad. La
finalidad establecida por Cristo y realizada en la Iglesia, en el gesto
sacramental, es la de alcanzar el efecto de la gracia que nos santifica, la
participación en la vida divina. Ese efecto no puede ser alcanzado, si no se da
la unión a través del ministro que celebra con la voluntad de Cristo y con
aquello que hace la Iglesia. Por consiguiente, es preciso que el ministro
pretenda al menos hacer lo que hace la Iglesia, uniendo así su propia voluntad
por medio de la Iglesia a la de Cristo, que ha instituido los sacramentos. De
esta manera se suprime la multiplicidad y la confusión de significados que
puede asumir una misma acción. Con la intención de hacer lo que quiere la
Iglesia, la acción ya no es equívoca, sino que conduce a la salvación: el
ministro recibe y dispensa deliberadamente la gracia de Cristo otorgada en la
realización de el gesto misma. Normalmente, expresa la intención debida con las
palabras, con la «fórmula» prescrita en el gesto cultual. Es precisamente en
este momento cuando el ministro vive su unión y conformidad con Cristo,
personam Christi gerit, es decir, representa a la persona de Cristo cabeza y
pastor.
El contenido de la intención ministerial consiste en hacer lo que hace la
Iglesia. De este modo, existe una conexión directa con toda la Iglesia, con el
sujeto integral de la celebración. En efecto, como afirma santo Tomás, esa
intención es suficiente para el sacramento, ya que el ministro actúa in
persona totius Ecclesiae 18,
en
persona de toda la Iglesia.
Puede suceder también que el ministro tenga una intención perversa, malévola.
Ésta forma parte de la maldad del ministro y, de por sí, no hace inválido el
sacramento. Si la perversión tiene que ver con el sacramento mismo, como
representar simplemente una parodia, entonces queda invalidado el sacramento. Si
la intención malévola tiene que ver sólo con otros elementos, como la finalidad
de ganancia, entonces el sacramento sigue siendo válido 19.
Debemos señalar que la intención del ministro es una condición sin la cual no
existe celebración válida. No tiene que ver, por consiguiente, con la eficacia
objetiva propia e intrínseca del mismo sacramento, como veremos después. Puede
hablarse de esta sólo cuando se da un sacramento válidamente celebrado.
Hemos considerado dos condiciones indispensables para la celebración válida por
parte del ministro. La Iglesia no ha considerado nunca necesaria, en toda su
historia, la fe del ministro.
En caso de que éste, aun siendo formalmente miembro de la Iglesia católica, haya
dejado de creer (cfr. LG 14), pero tenga la intención de hacer lo que hace la
Iglesia, la fe de toda la Iglesia, no simplemente la de la asamblea que
participa en el sacramento, como justamente señala santo Tomás, suple la falta
de fe del mismo ministro 20. De este modo, se explicita y
se pone de relieve el hecho de que la fe de la Iglesia de todos los tiempos y
lugares sirve de fundamento y mantiene una estrecha relación con toda
celebración sacramental. Es la fe de toda la Iglesia la que profesa la asamblea
y a la que se une para poder gozar de los méritos y de la gracia de Jesucristo.
El receptor en la celebración sacramental
Los sacramentos son acciones divino-humanas con las que Cristo se entrega, libre
y gratuitamente, a Sí mismo al hombre en su Iglesia. Por este motivo, así como
en la acción del ministro se requiere la intención y la conformidad con el obrar
munificente de la Cabeza del cuerpo de que forma parte, así también en el
receptor, en aquel a quien va dirigido el sacramento, debe haber la misma
razonable y libre apertura para recibir los dones divinos. Aunque existan
gracias para toda la Iglesia y para la asamblea reunida, el fin inmediato y, por
consiguiente, el beneficiario primero de la celebración, es aquel que recibe el
sacramento con sus beneficios.
El sacramento es una acción divino-humana en la que encontramos y recibimos la
redención de Jesucristo, es la experiencia de la relación con Cristo dentro de
una acción concreta y física. Sin embargo, es preciso que haya en el
beneficiario una disposición para recibir la gracia que ha sido otorgada.
Consiste ésta, sobre todo, en el estado de gracia y de filiación divina para los
así llamados sacramentos «de los vivos»; y la fe, la esperanza y el
arrepentimiento para los sacramentos «de los muertos», o sea, para los
sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos, que tienen, entre
otras, la finalidad de restablecernos en el estado de filiación adoptiva. El
bautismo, por constituir el inicio y la entrada en la vida cristiana y en la
Iglesia, exige una consideración aparte, que ha de hacerse en el estudio
específico del sacramento.
La disposición pretende confirmar, pues, que la gracia, al comunicarse en un
encuentro concreto con Cristo, ha de ser libremente querida y acogida por el
hombre. Mas, dado que el contenido de gracia y la comunicación de la vida nueva
en Cristo otorgadas por los sacramentos no pueden ser percibidas y
experimentadas en su esencia, no debemos confiarnos a nuestros sentimientos,
sino sobre todo al significado, indicado por la Iglesia, de lo que se realiza en
la celebración y a todos los elementos objetivos que nos transmiten las gracias
sacramentales 21. En efecto, la Iglesia nos pide que
dirijamos toda nuestra atención a la acción que incluye el arrepentimiento
expresado comunitariamente, a la escucha de la enseñanza, al seguimiento con
viva participación de cuanto se realiza en la celebración, es decir, volvernos
hacia Aquel que se entrega al hombre a través de los signos objetivos de su
acción salvífica. La disposición central y más fructuosa, por consiguiente, es
ir a Cristo, es nuestra petición de que nos santifique, que grita en voz alta el
deseo de que nos cure (cfr. Lc 17, 13; 18, 35-43). L. Giussani señala, por otra
parte, de manera oportuna: «El acercamiento de cada fiel a los sacramentos no es
un problema de piedad: es la participación de la historia de un hombre en el
designio de Dios, y esa historia particular está dentro de la historia del
mundo, que, en Cristo, ha alcanzado ya su plenitud... E ir a los sacramentos es,
sobre todo, afirmar con la propia presencia mendicante la gloria de Dios. Esta
fórmula expresa el bien que se desprende para la humanidad, en la historia, de
la muerte y resurrección de Cristo, como anticipo de la gloria final, de la
felicidad final»
22.
De este modo, el receptor recupera también la conciencia de su propio yo, de su
propia «persona», la vocación a la que ha sido llamado y el camino trazado por
Cristo para cada uno, y que cada uno tiene que recorrer en su propia vida, para
alcanzar la gloria eterna.
Para que el sacramento pueda otorgar sus efectos, es preciso que exista una
intención positiva interior en el receptor. Es ésta una condición
sine qua non, sin la que el sacramento no se
recibe de manera fructuosa. En efecto, la recepción del sacramento no puede ser
más que un acto humano, no una cosa; sólo puede tener lugar en el orden racional
y volitivo. Debe ser querida y libre en todos los sujetos capaces de ello. Los
que no poseen el uso de razón ni el ejercicio de la libertad pueden recibir los
sacramentos de manera fructuosa, ya que éstos son un don de Dios, y la Iglesia
no pretende privar de ellos a quienes no pueden recibirlos por propia decisión.
En este caso, la comunidad celebrante renueva su propia fe y disposición, y se
compromete a conducir a los interesados, en cuanto sea posible, a una
participación personal. La Iglesia católica, teniendo presente la voluntad
salvífica universal de Dios, y por tener conciencia de ser sacramento universal
de salvación, otorga las gracias divinas a los más pequeños y menesterosos, del
mismo modo que exige, inexorablemente, la decisión libre a quienes son capaces
de tomarla.
Está clara, además, la necesidad de la intención por parte del receptor, ya que
ésta le inserta en el orden eclesial. En efecto, el beneficiario del sacramento
obtiene los beneficios de la salvación, sometiéndose a la acción redentora de
Cristo y de la Iglesia. Actúa y se comporta libremente como parte de la Iglesia,
como miembro de todo el cuerpo. Como es evidente, la intención fingida o
simulación, que tiene que ver directamente con el sacramento y con la que
alguien da muestras de querer lo que realmente no quiere, lo hace infructuoso.
El magisterio de la Iglesia no ha definido nunca la necesidad de la intención
del receptor, aunque sí ha confirmado la necesidad de la disposición y de la
participación (cfr. DS 1529). El Código de Derecho Canónico insiste en que el
adulto sólo puede ser bautizado cuando ha manifestado la voluntad de recibir el
bautismo (cfr. c. 865).
4. El
signo
sacramental
El signo
Tras haber expuesto las dimensiones cristológica y eclesiológica del
acontecimiento salvífico sacramental y las figuras del ministro y del
destinatario, es preciso examinar ahora este mismo acontecimiento en su aspecto
de signo, esto es, intentar comprender el hecho de la real e indisoluble
conexión de lo sobrenatural con los elementos corpóreos y visibles propios de
los sacramentos. Es necesario precisar qué valor tiene exactamente el elemento
perceptible a través del cual se significa y transmite la gracia de Cristo en la
celebración realizada por la Iglesia. Después de haber indicado el aspecto
sensible del sacramento como signo, intentaremos exponer ahora un concepto
adecuado del mismo.
La noción de signo más apropiada parece serla siguiente: «El signo, en
consecuencia, es una experiencia real que me remite a otro. El signo es una
realidad cuyo sentido es otra realidad, una realidad experimentable que adquiere
su significado conduciendo a otra realidad. Y éste es el método con el que la
naturaleza nos llama a otro de por sí: el método del signo. Es asimismo la
manera normal en que se dan las relaciones entre los hombres, puesto que el modo
con el que intento decirte mi verdad y mi amor son signos 23.
Por eso, el signo es un encuentro casual con una realidad sensible que
conduce a comunicar y a participar de otra realidad. Eso es lo que sucede con la
creación, que es un signo, una imagen visible que nos pone en relación
cognoscitiva y real con el Creador; así sucede a través de la comunicación
verbal u operativa del hombre frente a uno de sus semejantes, frente a un tú; de
este modo, el hombre percibe y vive la experiencia de significado y de plenitud
de sí mismo.
Toda realidad tiene una transparencia que conduce a otra, en cuanto recuerda el
nexo con el fundamento último de su existir y con su destino. Es la misma
existencia de las cosas la que reclama indicar la razón del nexo con la
totalidad, con Dios. Eso es lo que le sucede también al hombre que se expresa a
través de su propia corporeidad, a través de su propio ser y su propia vida,
para poder encontrar a los otros y a Dios. Por esos motivos han existido siempre
en toda la humanidad lugares y tiempos sagrados, ritos religiosos y expresiones
simbólicas de la vida humana, del cosmos, de lo divino
24.
También el signo sacramental cristiano es una realidad que sobreviene, acaece y
me conduce a otra realidad, aunque lo específicamente cristiano es precisamente
la dimensión histórica, la inserción en el contexto histórico que tuvo su origen
con la revelación de Dios y ha alcanzado su plena realización con la
encarnación del Verbo. En efecto, lo que nos ha sido revelado y entregado,
después, con la venida del Hijo nos llega, personal y comunitariamente, en el
sacramento. Éste es un signo, ya que todo lo que se lleva a cabo en su
celebración va dirigido a significar y dar, completamente gratis y como acción
divina, la gracia de Jesucristo. El acontecimiento sacramental, en su aspecto
esencial, consiste en el hecho de que la gracia va ligada en su comunicación a
unos elementos visibles que llamamos signos. Signos visibles del don de una
gracia invisible. De este modo, Dios, en el orden sacramental, enlaza sus dones
sobrenaturales con el significado natural del signo, uniéndolos de manera
armoniosa. Eso no impide que el signo sacramental tome su significado y otorgue
la gracia exclusivamente por la institución de Jesucristo. El signo instituido
por Jesucristo y celebrado por toda la Iglesia suprime así también la inevitable
ambigüedad de los signos naturales o los múltiples significados que todo signo,
abandonado a sí mismo, puede ofrecer. Eso tiene lugar porque: «La naturaleza
material [...] ha sido elevada tan alto, mediante la Encarnación, que puede
cooperar con la virtud divina en la elevación sobrenatural del espíritu» 25.
Así como en la carne del Hijo de Dios habita verdaderamente la plenitud de la
divinidad (cfr. Col 2, 9) por la que tenemos una caro vivifican de la que
mana para nosotros la vida sobrenatural, también el signo sacramental es la
realidad que nos otorga la unión viva con lo sobrenatural.
El signo nos otorga asimismo en su acaecer el conocimiento personal de Cristo
como consistencia de todo y como vida nueva. En efecto, lo que reconocemos y
acogemos con fe y recibimos con el sacramento nos conduce al conocimiento
experimental, y al mismo tiempo, misterioso de nuestra participación en la vida
divina. El gesto mismo con la que Dios se hace presente y se nos entrega en el
sacramento transfigura y eleva nuestra capacidad cognoscitiva de las cosas y de
su valor, nos provoca y nos remite al conocimiento adecuado de nuestra vida y de
su significado.
De todos modos, hay que poner el acento en el hecho de que los sacramentos son
signos representativos de la salvación, no simplemente en cuanto que la dan a
conocer, o nos aproximan a Cristo, o suscitan en nosotros sentimientos que
corresponden a los de Él, sino en cuanto que por medio de ellos el misterio
salvador ejerce su acción salvífica en el receptor y lo configura con Cristo
26.
El signo sacramental significa y realiza
Como todo signo, también el sacramental está ligado y existe totalmente en
función del significado. En virtud de ello el signo sacramental es también
símbolo. Éste es, en efecto, el vínculo y la correspondencia entre el signo y el
significado, es la relación recíproca y la correspondencia que media entre el
acontecimiento sacramental y la gracia conferida. El signo sacramental se
convierte entonces en símbolo, en cuanto significa lo que realiza y realiza lo
que significa y por qué lo significa; significa y realiza, a la vez, la
participación en los «misterios de la carne de Cristo». Expresa asimismo el
hecho de que existe una coincidencia entre la forma visible del sacramento
(signo) y los efectos causados 27.
Para comprender de manera adecuada la noción de símbolo, usada con mucha
frecuencia por los Padres griegos y en la liturgia oriental, y fundamental para
la teología sacramental, es necesario tener en cuenta lo que afirma S. Marsili a
este respecto. Precisa este autor: «En el símbolo intervienen, pues, dos
elementos: ser signo "significante" de una realidad y ser "realización" de la
misma realidad significada. El "símbolo" [...] es en sí mismo "realización" del
signo, por el que la realidad significada está presente en el símbolo.
Éste es, en efecto, el resultado de dos elementos que se reclaman recíprocamente
y que, reunidos, hacen evidente, esto es, real y presente, aquello que
significan» 28.
El autor señala aún que, según los Padres y según la liturgia, el símbolo
indica, a buen seguro, que la realidad significada está presente, aunque de
manera oculta, en la realidad significante. De este modo, el símbolo está para
indicar la realidad presente con la integración de los dos elementos de la
palabra anunciada y del gesto realizada. Así, el símbolo se convierte en la
clave de lectura del acontecimiento sacramental.
Si queremos precisar, a continuación, la simbología del signo sacramental,
deberemos añadir que éste es símbolo en cuanto expresa, en cuanto está ligado al
significado establecido por Jesucristo. Puesto que en los sacramentos es Cristo
mismo quien realiza la participación en la vida divina (el significado), sólo de
Él puede depender la significación del signo en su vínculo con los efectos
salvíficos. De esta suerte, con el sacramento se nos comunica cuanto Cristo ha
significado al instituir un sacramento.
Además de eso, el signo sacramental es símbolo de la fe de la Iglesia: en
efecto, la comunidad eclesial, al renovar, en la celebración sacramental, la
profesión de fe en Jesucristo salvador, se une a El y pone en este vínculo su
propio significado; de esta dependencia recibe los beneficios que la conservan y
la hacen crecer. Toda celebración es profesión de fe, símbolo de fe que
caracteriza su propia identidad de cuerpo de Cristo, de prolongación de la
acción salvífica divina.
En síntesis, podemos afirmar que los sacramentos significan, de manera
simbólica, la misteriosa participación del receptor en la pasión y resurrección
de Cristo, que se realiza precisamente por medio de la representación según la
modalidad sacramental. El signo sacramental y su simbología están presentes y se
dirigen a un fin: conferir lo que significan, la realidad simbolizada, esto es,
la configuración con Cristo y la participación en su vida.
La noción de sacramento como gesto no contradice ni es extraña a la visión
histórico-salvífica del sacramento, presente también en los Padres, como si
hiciera olvidar que el sacramento es un acontecimiento que salva y tiene
incidencia histórica. La concepción del sacramento como signo sensible que
proporciona la gracia nos parece, por el contrario, necesaria, porque expresa un
hecho que, objetivamente, en virtud de la institución por Jesucristo, otorga la
salvación. La noción de sacramento como hecho histórico salvífico, que es
preciso tener siempre presente, indica su forma y estructura generales. Se puede
precisar, a continuación, que, en cuanto acontecimiento salvífico, el signo
sacramental en un signo sensible que conduce a la realidad invisible de la
gracia con la eficacia debida a la obra de Jesucristo.
Nos queda por aclarar, finalmente, que el gesto sacramental sensible está
compuesto de palabras y acciones. La palabra es la «forma» de la acción. Esta
última puede servirse de elementos materiales, es la «materia», según la
terminología escolástica. Con la palabra se hace memoria de la pasión, muerte y
resurrección de Cristo y se renueva la profesión de fe de la Iglesia. Indica,
además, el significado específico del sacramento y la gracia conferida. La
palabra se convierte así, necesariamente, en la celebración en una «fórmula»
bien determinada, a fin de que no se quede en un plano genérico o impreciso el
significado del sacramento. El gesto establece el vínculo con el universo creado
y con las acciones salvíficas de Jesucristo. El elemento material, aunque
indique en general la realidad de que se sirve para conferir el sacramento, es,
de hecho, la acción misma que se realiza, como justamente precisa santo Tomás a
propósito del bautismo: «Por eso el sacramento no consiste en el agua, sino en
la aplicación del agua al hombre, es decir, en la ablución»
29.
Cuando el primer
factor, la palabra, da significado al segundo, se realiza el sacramento. San
Agustín, apoyándose en Jn 15, 3, afirma justamente que los discípulos fueron
lavados no sólo por el bautismo, sino también por la palabra que Jesús anunció
30. En efecto, con el agua está la palabra que purifica. Sólo ambos factores,
palabra y agua, y su unidad realizan el sacramento. Si se quita la palabra, ¿qué
es el agua sino simple agua? Del mismo modo, por otra parte, si la palabra no
se une al agua, ni purifica ni salva31.
5. La celebración sacramental
El signo sacramental, tal como acabamos de decir, está constituido por un gesto
que se desarrolla con palabras y acciones, en las que se hacen presentes los
misterios pascuales de Jesucristo. Ese gesto es realizado por la Iglesia como
una celebración en la que la comunidad cristiana, al hacer actual la obra de
Cristo, rinde al mismo tiempo el culto debido a la Trinidad y otorga a los
hombres la salvación. De este modo, la Iglesia, como sacramento y cuerpo de
Cristo, desarrolla su actividad específica anunciando, aplicando los méritos y
otorgando la gracia de Jesucristo. Los sacramentos, cual dedos de la mano de la
Iglesia, prolongan la fuerza y la gracia de Jesús crucificado y resucitado,
haciéndole encontrarse con los hombres. Dado que el sacramento está presente y
operante cuando se realiza, esto es, cuando se celebra, debemos precisar ahora
qué es la celebración del sacramento. Esta es la acción cultual de la única
Iglesia de Cristo, que existe en una Iglesia particular, con la que Jesús,
muerto y resucitado, se hace presente de manera real aquí y ahora entre
nosotros. Toda celebración sacramental tiene un aspecto conmemorativo por ser
memoria de los acontecimientos salvíficos pascuales (cfr. 1 Co 11, 2.23). Por
otra parte, es una participación viva y actual en la redención de Cristo y una
santificación que hace al hombre conforme y fiel a Cristo. Por último, hay un
aspecto profético a través del cual, anunciando la muerte y resurrección de
Cristo, participamos ya por anticipado y tendemos a la gloria eterna de la
Trinidad.
Si queremos indicar algunos aspectos de la celebración sacramental, es necesario
precisar ante todo que el sujeto integral de la celebración es el Christus
totus, Cristo y todo el pueblo de Dios jerárquicamente ordenado, no
simplemente la Iglesia particular o la asamblea convocada aquí y ahora32.
Es la Iglesia católica la que, de manera visible, es convocada y reunida por
Cristo como la realidad total que compone el orden de la salvación. El misterio
invisible de la Iglesia se realiza de manera visible. En la celebración
sacramental, junto con la presencia de Cristo, se hace operativa su acción, con
la memoria y la fe del pueblo de Dios se expresa la acción de la Iglesia. En la
memoria de los misterios de la vida redentora de Jesucristo se realizan tanto lo
que El ha prometido y obrado por la vida eterna, como el compromiso de responder
en el seno de la fidelidad a sus dones.
Determinado el sujeto primero e integral de toda celebración sacramental, nos
queda por describir la asamblea que, de hecho, ha sido reunida para la
celebración. De este pueblo convocado y congregado forman parte, evidentemente,
también el ministro y el receptor directo del sacramento, pero como ya hemos
hablado de ellos, no lo haremos aquí.
La asamblea
La Iglesia católica, mantenida en estado permanente de memoria por la energía
del Espíritu Santo, renueva la profesión de fe en Cristo en cada asamblea que se
reúne. La fe que interviene en cada acto litúrgico es, en primer lugar, acto del
pueblo y, a continuación, acto del individuo. Es la Iglesia en su conjunto quien
une su acción a la pasión de Jesucristo. Con la fe y la memoria propone de nuevo
y actualiza la autodonación de Cristo. Quien toma parte en la acción sacramental
se une antes que nada a la Iglesia y a través de ella, personalmente, a
Jesucristo. Y al renovar su pertenencia a la Iglesia y a su fe, se renueva a sí
mismo y participa en el sacrificio del Redentor.
La asamblea, además de profesar conjuntamente su propia fe, cuando celebra el
sacramento, anuncia la muerte del Señor hasta que vuelva (cfr. 1 Co 11, 26). La
celebración del banquete del Señor no puede dejar de ser asimismo el anuncio de
Jesucristo muerto y resucitado, hecho ahora presente. Tal como afirma H. Schlier,
el Señor, de quien se hace memoria, se encuentra presente en su acción
salvífica, en el centro de la misma
33. El Señor no es conocido por medio de un anuncio puramente verbal, sino en
aquel que acaece en la celebración de su muerte y resurrección. Éste es el
anuncio celebrado, que, aunque no sea único, sigue siendo siempre central y
decisivo.
Para hacer fructuoso el anuncio en la celebración sacramental, se da también una
explicación doctrinal, una enseñanza apostólica (cfr. Hch 2, 42; 5, 42), que
tiene la finalidad de instruir (cfr. 1 Co 14, 19.23-25). Se da, por tanto, una
enseñanza que va dirigida al hombre, a fin de que reconozca sus propios pecados
y se manifiesten los secretos de su corazón. Esto se lleva a cabo por medio de
la emisión de un juicio sobre el comportamiento humano, de modo que la
proclamación de que Dios está verdaderamente entre nosotros sea una palabra
reveladora y convincente para llegar postrados por tierra a la adoración de Dios
34. Esto se refiere no sólo a los alejados y a los
incrédulos, sino también a todos los miembros de la comunidad, que se encuentra
siempre en la situación de tener, inevitablemente, necesidad de la ayuda de la
Iglesia para renovar su propia fe. De este modo, quien participa en la
celebración del sacramento reconoce en ese momento que ha sido invadido por la
verdad de Jesucristo, puesto que ha sido manifestada y comunicada en esta
asamblea y dada a los presentes.
Los sacramentos son, por tanto, expresiones de la fe eclesial, una profesión de
fe. A través de ellos expresa la Iglesia su propia fe e invita a los fieles a
renovarla personalmente o a recuperarla sin más. La fe de toda la Iglesia y,
evidentemente, la de los participantes, empezando por la del ministro y la de
los receptores, es condición indispensable para poder obtener los frutos de la
vida sobrenatural.
Todos los momentos de la celebración sacramental constituyen esencialmente un
gesto único, un signo. No es un ensamblaje de cosas: acciones, por una parte, y
palabras, enseñanza doctrinal, por otra. Tiene un solo significado, concede una
única gracia de asimilación a Cristo. Dios, que ha creado al hombre como punto
en que tiene lugar el encuentro entre el espíritu y el cuerpo, le respeta y le
salva como tal: utiliza en los sacramentos, con una acción única, la materia y
la forma, para comunicarse de manera completa a Sí mismo. No se trata de cosas
con un significado sobreañadido.
La Iglesia católica dirige asimismo, en la asamblea reunida, la intención del
ministro; une, de hecho, la acción y la intención del ministro con el gesto de
todo el cuerpo de Cristo. En lo que está en su poder y permite la naturaleza del
sacramento, suple las carencias y deficiencias tanto del ministro como de los
receptores. En lo que es posible, suple asimismo los actos que en ciertos casos
no están en condiciones de realizar los beneficiarios, como en el bautismo de
niños pequeños. De manera sintética, podríamos decir que es la Iglesia quien une
la acción sacramental con la pasión de Cristo, agente principal que sigue
actuando. Los sacramentos son actos de Cristo y actos de la misma Iglesia en la
que Cristo, en y a través de ella, ofrece al Padre celestial el culto público
que le es debido por parte de su Esposa.
En la celebración de un sacramento la Iglesia profesa su fe, hace actual su
unión real e intencional con Cristo, su cabeza, y, al mismo tiempo, santifica al
hombre.
Una vez se han
cumplido las condiciones requeridas para la celebración válida de los
sacramentos, éstos actúan ipso facto, de manera eficaz, para la
consecución de sus efectos, dirigidos, en última instancia, a la justificación y
a la santificación de las personas hasta conducirlas a la visión gloriosa de
Dios. Lo que nos proponemos en esta parte es, precisamente, examinar la eficacia
de la acción sacramental, indicando, en primer lugar, lo que la tradición y el
magisterio nos han enseñado y, en segundo lugar, algunas breves alusiones sobre
el modo en que es explicada y propuesta la causalidad en la reflexión teológica.
La eficacia de los sacramentos en la tradición y en el magisterio
Jesucristo, con su
pasión y resurrección, ha establecido una nueva y definitiva alianza con los
hombres, que se lleva a cabo con la adopción de éstos como hijos de Dios. Según
la profecía de Ezequiel (cfr. Ez 36, 24-28), nos da un corazón nuevo, pone en
nosotros un Espíritu nuevo. Estos efectos son causados por la intervención
sobrenatural del Espíritu Santo, enviado por el Crucificado resucitado, que
obra con la energía divina y santifica a los hombres. El Espíritu actúa a través
de los sacramentos, signos operativos para la santidad del hombre y no simples
acciones humanas con las que se pretende actuar sobre Dios para obtener cuanto
se desea. A la celebración de los sacramentos van unidas, por ello, una energía
y una eficacia capaces de divinizar al hombre. A ellos son confiados el hecho y
el modo concreto de justificar y de santificar a los hombres, haciéndolos
pertenecer al pueblo de Dios con distintas modalidades, con una incorporación en
que la Cabeza da su vida a los miembros y el Espíritu habita en el corazón
humano como gracia, que, con el lavado de regeneración, perdona los pecados y
nos hace justos para empezar una vida nueva: «para que justificados por su
gracia llegáramos a ser herederos según la esperanza de la vida eterna» (Tt 3,
7). Por consiguiente, las acciones externas de los sacramentos a las que va
ligada la eficacia, como señala con agudeza Scheeben, «[...] no son únicamente
prendas que la garantizan, sino también verdaderos y propios vehículos de una
energía que concede Cristo, cabeza humano-divina, y rebosa en sus miembros; a
fin de que obren, poco más o menos, como Cristo mismo cuando, a través de sus
acciones, sus palabras o su toque, dejaba salir aquella fuerza que obraba los
milagros» 35. Así, es siempre Dios quien justifica (cfr.
Rm 8, 33), aunque sirviéndose de las realidades sensibles creadas y de los
instrumentos humanos.
Para expresar esa
eficacia, la tradición y el magisterio han usado la expresión
ex opere
operato 36. Ésta, a lo que parece, tuvo un origen y un
sentido cristológicos al principio. Surgió relacionada con el valor de la
crucifixión de Cristo y con los méritos adquiridos de este modo. En la teología
escolástica medieval equivale a las expresiones de la pasión de Cristo por medio
de la obra realizada por Él, por su mérito; significa asimismo la transcendencia
de la acción de Cristo. En un segundo momento asumió un sentido sacramental: fue
usada para distinguir los «sacramentos» de la antigua alianza con respecto a los
de la nueva. Aquéllos (como, por ejemplo, la circuncisión, la nube y el paso del
mar Rojo, el maná y el agua de la roca) tenían la finalidad de rendir el culto
divino en fidelidad a la ley de Dios, pero sólo prefiguraban y esperaban la
expectativa de la venida del Mesías y de la nueva alianza.
Una vez adquirida la diferencia con
respecto a las «figuras» del A.T., la expresión ex opere operato se
empleó para indicar y especificar la eficacia de los sacramentos
neotestamentarios, sobre todo su origen. El concilio de Trento (cfr. DS
1604-1608) define que los sacramentos, en virtud de los mismos gestos que
realizan, confieren la gracia, sin que sea suficiente para alcanzarla sólo la fe
en la divina promesa. El mismo Concilio precisó el sentido de la expresión
recurriendo a otras: los sacramentos confieren la gracia en cuanto instrumentos,
por su propia fuerza o virtud, por medio de la acción realizada en ellos. Se usa
también en contraposición a la fe del receptor, a quien, por consiguiente, no se
le atribuye una eficacia sacramental propia 37.
Para la plena comprensión de la eficacia
salvífica de los sacramentos en cuanto tales, es preciso tener siempre presente
la praxis de la Iglesia, que bautiza a los niños recién nacidos y considera
fructuoso su bautismo. Eso es algo que no puede ser atribuido ni al receptor,
que es incapaz de realizar actos personales, ni a la santidad y ala fe o al acto
meritorio del ministro, que no son requeridos. El efecto de la gracia se
atribuye al mismo sacramento, al gesto sacramental en cuanto tal, teniendo
presente, de ordinario, la fe de la Iglesia actualizada por los padres.
En los cánones tridentinos que acabamos de
citar se condena además la doctrina que considera que los sacramentos fueron
instituidos únicamente para nutrir la fe, son exclusivamente signos externos de
la gracia o de la justicia recibida mediante la fe o distintivos de la profesión
cristiana, para que entre los hombres se distinga entre los creyentes y los no
creyentes. Se establece aún que mediante los sacramentos se confiere siempre y a
todos la gracia en cuanto depende de Dios y no sólo a veces y sólo a algunos.
A partir del concilio de Trento, aunque no
sobre la base de sus afirmaciones, la virtud y la energía de los sacramentos son
consideradas verdaderas y propias causas instrumentales en sentido estricto, no
simples condiciones u ocasiones que dispensan la gracia en virtud de un cierto
pacto o asistencia divina. Esto, por otra parte, ya había sido afirmado en el
concilio de Florencia (cfr. DS 1310), que, a diferencia del tridentino, no tenía
la preocupación de evitar el término causa, para no favorecer alguna de las
diferentes opiniones teológicas. El mismo concilio de Trento declara, de todos
modos, que el bautismo es causa instrumental de la justificación (DS 1529).
La encíclica Mediator Dei (DS
3844-3846) trata de manera amplia la eficacia de las acciones litúrgicas
sacramentales en orden a la gracia. Se ocupa, en primer lugar, de la eficacia de
la acción litúrgica mediante los ritos establecidos por la Iglesia orante en
cuanto unida a su Cabeza (ex opere operantes Ecclesiae). En los
sacramentos, sin embargo, la eficacia proviene de la virtud y de la institución
divina. Entre ambas acciones cultuales no existe ni contraposición ni carácter
extraño alguno, sino complementariedad. La eficacia ex opere operato no
hace superfluas o vanas las disposiciones del ministro o del receptor, sino, al
contrario, las requieren, ni hacen vanas las ceremonias instituidas por la
jerarquía eclesiástica o los sacramentales. La eficacia atribuida a los
sacramentos en este documento indica el origen en Cristo de los efectos
sacramentales, precisa la fuerza del sacramento mismo, mejor aún, la fuerza del
gesto en cuanto tal realizada en el sacramento.
De manera sintética, podemos afirmar que la
eficacia ex opere operato, mientras que, de una parte, niega todo valor
causal o meritorio a la acción humana del ministro y del receptor, de otra,
exige su disponibilidad, a fin de que no pongan obstáculo alguno. Establece y
muestra la visibilidad y la objetividad de la gracia conferida por la redención
definitiva merecida por el Crucificado. Así, el sacramento es el signo operativo
del misterio cristiano, que, a través de acciones sensibles, establece el
encuentro de los hombres con Dios. Es signo de la Iglesia, pueblo de Dios
«constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad,
es empleado también por El como instrumento de la redención universal y es
enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cfr. Mt 5,
13-16)» (LG 9). Es lo que dice también H. De Lubac: «[...] el misterio de la
causalidad de los sacramentos no reside tanto en la eficacia paradójica, en el
orden sobrenatural, de un rito o de una acción sensible, como en la existencia
de una sociedad que, bajo las apariencias de una institución humana, esconde una
realidad divina» 38.
Modos de concebir la
causalidad de
los sacramentos
En el curso de la reflexión teológica sobre
la eficacia de los sacramentos, teniendo presente y a partir de cuanto enseña la
tradición y el magisterio, han surgido muchas opiniones que revelan sin más la
riqueza de la experiencia cristiana y de su comprensión. Esto ha conducido
asimismo a una variedad y a tal cantidad de sentencias que es imposible
presentarlas y juzgarlas aquí 39. Por eso nos limitaremos
a unas cuantas alusiones y observaciones que, posiblemente, puedan ayudar a
encontrar un camino practicable que ilumine algunos puntos de esta intrincada
cuestión.
De entrada, está claro que los primeros
intentos de solución relativos al sentido de la causalidad de los sacramentos,
aunque dignos de loa e interesantes en algunos aspectos, son insuficientes. No
se puede sostener, en efecto, que los sacramentos sean concebidos como
recipientes, como vasos que contienen, de manera extrínseca, la gracia concedida
por Dios con ocasión de la celebración sacramental. Tampoco parece adecuado
sostener una asistencia y una presencia divinas para las que los efectos
sacramentales no provienen de la materia o de la acción unidos a la fórmula,
sino sólo de Dios, que obra interiormente la santificación. Ni tampoco se puede
considerar suficiente admitir una causalidad que disponga al hombre a recibir la
gracia. En este caso, el gesto sacramental prepararía, adornaría a los
interesados con una actitud de acogida y disponibilidad, para que tuvieran un
ánimo abierto a Dios, que es el único que infunde la gracia. Estos modos de
presentar la eficacia no alcanzan de hecho a considerar los sacramentos como un
instrumento verdadero y adecuado con una acción realmente causal.
En la reflexión teológica, de manera especial
en la contemporánea, se reconoce la necesidad de salvar la auténtica causalidad
de los sacramentos: la eficiente instrumental. Se considera la eficacia de los
sacramentos como una acción que en sí misma causa los efectos y confiere aquello
que Jesucristo ha instituido y establecido que se conceda en cada sacramento. No
sólo no es posible considerar los sacramentos como simples ocasiones o
condiciones para conferir la gracia, sino que tampoco pueden ser considerados
como causa material o formal o final. En caso de que la causalidad sea reducida
o reducible a una de estas modalidades de obrar, esa explicación no puede ser
considerada como satisfactoria. Menos aún puede concebirse como una causalidad
meritoria; en efecto, el mérito no está en los sacramentos.
La eficacia es independiente tanto de la fe y
de la santidad del ministro y del receptor, como de su incredulidad y de su
pecado. Efectivamente, su estado de santidad no constituye un elemento requerido
para la eficacia de la acción sacramental. Ésta requiere sólo, aunque sea un
elemento importante, que tanto el ministro como el receptor participen con fe y
con una disposición plena para encontrarse con Jesucristo y recibir su gracia.
El gesto sacramental tiene en sí mismo la fuerza para santificar, aun cuando el
destinatario no reciba esta salvación, realmente contenida en el sacramento
válido, a causa del obstáculo que se le pone.
Hemos indicado que la causa eficiente del
sacramento es instrumental; como es evidente, no puede ser principal, puesto que
no obra por su propia virtualidad, sino por la de la pasión y méritos de
Jesucristo, a quien está proporcionado el efecto
40. Por consiguiente, es signo
eficaz conmemorativo de tales acontecimientos. La causa eficiente principal es
Dios misericordioso, que de un modo totalmente gratuito nos lava, nos justifica
y nos santifica (cfr. 1 Co 6, 11), signándonos y ungiéndonos con el Espíritu
Santo, que es prenda de nuestra herencia (cfr. Ef 1, 13-14).
La causa (eficiente) instrumental obra en
dependencia de una virtualidad que recibe de la causa principal, con la que está
proporcionado el efecto. De este modo, se pone a la causa instrumental en
condiciones de producir un efecto superior a sus posibilidades, participa de la
virtualidad de la causa principal, aunque posee también la suya propia. El
efecto global está proporcionado, por tanto, a la obra del agente principal,
aunque haya una acción específica del instrumento.
Dados los diferentes y numerosos modos de
evaluación de la causalidad instrumental, hecho del que ya hemos dejado
constancia, vamos a proponer ahora algunos principios destinados a una
elaboración teológica que nos ayude a comprender la acción causal sacramental.
De entrada, parece que no puede haber un
punto de partida distinto al de la causalidad eficiente instrumental en el
sentido indicado. La causalidad instrumental que hemos tomado en consideración
es la de los signos convencionales. En éstos, la virtualidad causal procede de
la determinación de aquel que instituye el signo y lo aplica siguiendo su propia
voluntad y las capacidades propias del instrumento. Mas es preciso tener en
cuenta asimismo lo que hemos dicho sobre el signo. Éste conduce a una
experiencia real que remite a otra cosa, es una realidad experimentable que
adquiere su significado conduciendo a otra. Con el sacramento se realiza, pues,
la institución divina de una realidad, de un gesto que pretende hacernos llegar
a la participación en la vida divina. Del mismo modo que Jesucristo con los
milagros, que con una intervención suya sobre la realidad humana la sanaba y la
perfeccionaba, obrando todo con su poder divino, así también a través del signo,
que El mismo instituyó, lleva a cabo nuestra filiación adoptiva. Del signo
querido por Cristo mana el milagro o la obra redentora que sólo Dios puede
realizar. Un signo sacramental operativo y comunicativo de este tipo hace eficaz
la voluntad divina. Ese signo participa de la ordenación del agente principal. Y
de este modo la eficacia causal del signo está ligada y mana de la acción misma.
La eficacia del signo que se realiza en el gesto sacramental «[...] pretende
subrayar, en cambio, que aquellos signos eficaces son tales en cuanto don de
Dios [...] pretende confirmar que la gracia se comunica en un encuentro concreto
con Cristo, libremente querido por el hombre»
41.
Sólo de este modo actúa la salvación en toda
la persona, cuerpo y espíritu, sin prescindir de su naturaleza. Ésta obra, actúa
siempre en y a través de los elementos materiales-corporales. La concreción y la
materialidad del gesto sacramental no significan una cosificación del mismo, ni
tampoco un mecanismo mágico, sino una relación yo-tú objetiva y no subjetivista.
Sin un signo sacramental concreto y objetivo no habría causalidad real y, por
consiguiente, ni siquiera verdadera, siempre y para todos, puesto que el vínculo
dependería de las condiciones subjetivas del receptor o del ministro. La
garantía de una causalidad objetiva y siempre operante de la acción sacramental
únicamente puede darla un signo realizado de manera eficaz, del que se pueda
tener una experiencia concreta. La comunicación sensible es también la modalidad
con que Dios, a lo largo de toda la historia de la salvación, ha querido darse a
Sí mismo hasta llegar a la encarnación.
Pero no consideraremos el gesto sacramental
en un sentido justo y pleno más que teniendo presente que no está constituido
sólo por el elemento material-corporal, sino que está formado igualmente por la
palabra, asimismo elemento sensible, que expresa el significado del mismo gesto.
El poder de la palabra divina ha actuado y actúa en la creación, en la obra de
salvación dirigida al hombre, y alcanza su cima en la humanidad de Jesucristo,
Palabra hecha carne. Prosigue su acción a través del anuncio del evangelio y en
los sacramentos. En el sacramento, la palabra es, en particular, expresión
sensible del significado, en cuanto se refiere e indica la institución por
Jesucristo, la intención del ministro y la profesión de fe de la Iglesia. Así,
del mismo modo y a la vez, el gesto y la palabra constituyen el sacramento,
porque a través de ellos causa éste lo que significa y por qué lo significa, no
sólo en cuanto lo significa.
Los sacramentos prolongan la encarnación del
Verbo con una analogía precisa. En la encarnación, la Palabra de Dios, la
persona divina del Verbo, asume una naturaleza humana concreta, individual, a
través de la cual obra, merece y se expresa de manera humana. En los
sacramentos, el Verbo encamado, en virtud del Espíritu Santo, instituye una
acción humana, formada por una realidad material y de expresión verbal, para
transformar un signo natural en una causa eficaz que da la vida sobrenatural.
Así vemos que la causalidad de los sacramentos es, propiamente, la causalidad de
un signo operativo, práctico, con el que se manifiesta y obra de manera eficaz
la voluntad divina. Del mismo modo, tampoco el ministro puede querer ni realizar
con su propia inteligencia y voluntad, sino lo que, 'concreta y operativamente,
pretende realizar la Iglesia con este signo. Por otra parte, al ser el Señor el
agente principal del sacramento, sus efectos se extienden más allá de los
límites del espacio y del tiempo.
A partir de tales premisas podemos precisar
también cómo la eficacia puesta y operante en el mismo gesto sacramental es la
forma externa y objetiva, la modalidad propia con que la benevolencia divina se
comunica al hombre. En efecto, de este modo: «La capacidad simbólica propia
inherente a la materia es utilizada por Dios y transcendida para comunicar la
vida divina. No es destruida, sino completada mediante una superación, como
sucede con el hombre, que, lejos de ser destruido por la gracia, se perfecciona
en ella transcendiéndose»
42 Así, el mundo sensible es de
manera plena el fenómeno y la expresión del Espíritu, mientras el Espíritu se
revela plenamente en su reflejo material de manera suprema y definitiva.
La virtualidad de la causalidad
sacramental es dada, pues, por el gesto sacramental, «materia y forma»,
de tal modo que es verdaderamente signo eficaz de gracia. Esta expresión, a
pesar de su carácter sintético y fragmentario, expresa lo que es propio de todos
los sacramentos de la nueva alianza y sólo de ellos, en cuanto son signos que
causan, verdaderamente, la gracia, haciendo al hombre hijo de Dios.
7. Los efectos del sacramento
El fin de los sacramentos es la inserción del
hombre en el misterio de Cristo hecho carne. Con ellos es configurado el hombre
con Cristo; la criatura es configurada y asimilada al Creador. De este modo se
adquiere una referencia objetiva y personal a Cristo. La finalidad de la
celebración y de la piedad sacramentales, para los creyentes, es unirse y
dejarse penetrar por el amor de Dios encarnado en Jesucristo. Por eso, tras
haber considerado la eficacia, es necesario precisar qué efectos manan de los
sacramentos. Estos se pueden resumir en la santificación, significada y
realizada en el signo sacramental y llevada a cabo de una doble manera.
El primer efecto es aquel con el que somos
conducidos a una conformidad con el designio salvífico del Padre realizado en
Jesús, no sujeto a las infidelidades o a las defecciones del hombre. Este es el
efecto que permanece en todo caso cuando el sacramento se celebra válidamente,
de modo que la salvación y la obra de santificación adquieran una visibilidad y
una referencia individuables objetivamente por todos, y acaezcan en un lugar o
tiempo determinados, hasta tal punto que se conviertan en faro para todos los
hombres y llamada para que los fieles peregrinos, siempre inclinados al pecado
en la tierra, vuelvan a reemprender el seguimiento de Cristo. Este efecto es
determinante y significativo de modo particular en tres sacramentos: el
bautismo, la confirmación y el orden. En este caso el efecto recibe el nombre de
«carácter» a3.
Existe también un segundo efecto que recibe
el nombre de gracia sacramental. Esta es el efecto último al que está orientado
todo lo demás: la adopción como hijos hasta el goce de la gloria de Dios. Es el
efecto que transforma al hombre, no de una manera extrínseca, sino personal,
haciéndole realmente una criatura nueva (cfr. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15). Se da una
efusión del Espíritu Santo obrada por los sacramentos, mediante la cual el que
los recibe se convierte en su templo vivo y posee la imagen y la semejanza que
le unen al Señor crucificado y resucitado. Sobre la base de lo que acabamos de
decir, trataremos, en esta parte, primero, del efecto sacramental llamado
también en la tradición eclesial «sacramento permanente», ornatus animae, res
et sacramentum; trataremos, a continuación, en particular, del carácter
sacramental del bautismo, de la confirmación y del orden. Por último, nos
ocuparemos de la gracia sacramental.
El efecto primero e inmediato de los
sacramentos
Afirma la tradición que el fiel, por medio
del efecto primero e inmediato del sacramento, recibe un estado en la Iglesia,
un nuevo modo de ser que antes no tenía 44.
Consiste éste en la llamada a vivir y a
desarrollar una misión en la comunidad cristiana, con la tarea de asumir las
condiciones y las ocasiones decisivas de su propia vida y santificarse en ellas.
Se trata de una pertenencia y de una identidad eclesiales, que posee la
iluminación y la fuerza necesarias para llegar a la santidad, según las
circunstancias específicas en que interviene el sacramento. Eso significa que
los sacramentos conceden a todos la gracia de ser incorporados de modo distinto
a la Iglesia, a través de una unión específica con la Cabeza. En consecuencia,
quien recibe un sacramento está llamado y destinado al culto de Dios, según los
actos sacrificiales y redentores de Cristo. Esta celebración de los misterios de
Dios, que nos configura con Cristo, tiene lugar en la Iglesia y une a ella según
las circunstancias en que viven los fieles. Para participar activamente en tal
celebración y recibir los dones divinos que de ahí manan, es preciso disponer de
una facultad, de un poder que nos es dado precisamente por los sacramentos y con
el que ellos nos unen y nos incorporan a la Iglesia. Podemos describir esto
mismo también de la manera siguiente: «[...] por ser la Iglesia, en cuanto
plenamente realizada, quien hace el sacramento, a través de él se producirá
precisamente esta misma Iglesia, se constituirán sus miembros, se instituirá la
unión de estos miembros con ella. Los sacramentos tendrán, en consecuencia, la
finalidad de hacer la Iglesia: perpetuarla, conservarla, propagarla, hacerla
crecer. Este es, por tanto, el primer efecto del sacramento: hacer que exista la
Iglesia [...]»
45.
Esto se lleva a cabo proporcionando un modo de ser, una
pertenencia, asumiendo una posición especial en la vida de la Iglesia. De ese
modo, todos los miembros de la Iglesia participan de la vida de la Cabeza y, con
su guía, cada uno a su manera, adoran a Dios y son la luz del mundo y la sal de
la tierra. Este es el aspecto esencialmente sagrado que lleva a cabo el culto
cristiano objetivo, visible e identificable a través de su vínculo con
Jesucristo y con su cuerpo. Para realizar esto, el primer efecto sacramental nos
proporciona una primera unión mística, especial, con la Iglesia, una disposición
específica para ser y vivir en la Iglesia, que, si no encuentra obstáculo,
concede la unión, todavía más perfecta e íntima, de la gracia sacramental. En
consecuencia, este efecto posee tanto un aspecto cristológico como otro
eclesiológico, como precisaremos en el parágrafo siguiente.
Veíamos, en el A.T., que Dios establecía su
morada en medio del pueblo: Él sería su Dios y ellos su pueblo (cfr. Lv 26,
11-12; Ez 37, 27). Así surgen los signos que indican la presencia de Dios y la
pertenencia a su pueblo: la alianza, el templo, la circuncisión... En efecto,
Abraham «recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe
que poseía siendo incircunciso» (Rm 4, 11). Con esta afirmación reconoce el N.T.
los signos y el sello que delimitan la pertenencia étnica al pueblo judío en el
A.T. y a través de los cuales manan los beneficios divinos. En el N.T.
encontramos también indicios de un efecto distinto del Espíritu Santo y de la
gracia santificante, que podemos poner como fundamento de la conciencia y de la
reflexión sobre el carácter, desarrolladas después en la tradición viva de la
Iglesia. En efecto, el don del Espíritu Santo confirma tanto a Pablo en el
ministerio apostólico, como a los cristianos de Corinto, confiriéndoles una
unción e imprimiéndoles un sello, signos distintivos y operativos de los
bautizados, del mismo modo con que el Espíritu está presente en sus corazones
como garantía, como comienzo real que anticipa la participación en la gloria de
Dios (cfr. 2 Co 1, 21-22; Ef 1, 13-14). Los ángeles tienen en la ciudad celeste
el sello del Dios vivo como signo de pertenencia y propiedad, además de como
distinción. Del mismo modo está signada la multitud de los fieles de Cristo,
nuevo pueblo de Dios, nuevo Israel (cfr. Ap 7, 2-8; Ga 6, 16). Quienes acogen la
predicación apostólica y se hacen bautizar son agregados, añadidos y unidos a la
comunidad ya existente y visible a través de sus acciones (cfr. Hch 2, 41-48).
El bautismo, además de la agregación, incluye una unción que lo enseña todo, así
como que es necesario permanecer firmes en su enseñanza (cfr. 1 In 2, 20.27).
Además de estas enseñanzas bíblicas, tenemos
también la praxis de la Iglesia católica, que no admite la repetición de los
sacramentos del bautismo, la confirmación y el orden, a pesar de las
dificultades encontradas para aceptar este principio y la costumbre contraria de
algunos lugares
46.
Esta praxis está probada también por las
controversias sobre la necesidad de volver a bautizar a los que procedían de la
herejía. El punto sometido a debate era la validez de su bautismo: en caso de
que el bautismo hubiera sido considerado válido, no existía necesidad alguna de
volver a bautizarse, aunque el sujeto procediera del campo de la herejía.
En los escritos de san Agustín encontramos
afirmaciones ciertas con respecto a los puntos esenciales de la cuestión. Afirma
el santo que el bautismo puede celebrarse de manera válida fuera de la Iglesia.
Enseña que ese sacramento permanece también en los herejes, en los cismáticos y
en los pecadores que pierden el Espíritu, y distingue entre el sacramento y su
efecto. Afirma, por otra parte, que las ovejas que se encuentran bajo los
desertores y los ladrones han de ser llevadas de nuevo al rebaño, desde el
momento en que se reconoce en ellas la marca (character) del Señor, marca
que no es violada en modo alguno y, por consiguiente, han de ser acogidas sin
ser bautizadas de nuevo: «Puesto que se debe corregir el error de una oveja,
pero sin alterar la marca impresa en ella por el Redentor» 47.
Las afirmaciones agustinianas fundamentales
sobre el sacramento, que sigue siendo distinto de la gracia santificante
(sacramentum permanens), y
sobre la imposibilidad de que pueda ser repetido, se vuelven elementos
tradicionales, mientras que el vocablo y la reflexión sobre la naturaleza del
carácter son obra y mérito de los teólogos medievales sobre todo. En este
período se establecen definitivamente la existencia del carácter en el bautismo,
la confirmación y el orden, su naturaleza indeleble, así como la imposibilidad
de ser repetidos. Todo esto va acompañado de una discusión sobre la naturaleza
del carácter con diferentes opiniones.
El magisterio intervino en distintas
ocasiones para definir la existencia del carácter, indicando asimismo su
naturaleza en términos tradicionales. Según el concilio florentino, tres
sacramentos —bautismo, confirmación y orden— imprimen en el alma un carácter
indeleble, es decir, cierto signo espiritual que los distingue de los otros. Por
eso son irrepetibles (cfr. DS 1313). En los mismos términos se expresa el
concilio de Trento (cfr. DS 1609; 1767; 1774). El Vaticano II enseña que los
fieles, incorporados a la Iglesia con el bautismo, quedan destinados al culto de
la religión cristiana por el carácter (cfr. LG 11). Con las palabras de la
ordenación episcopal, junto con la gracia del Espíritu Santo, se imprime el
sagrado carácter, «de tal manera que los Obispos en forma eminente y visible
hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice y obren en su nombre» (LG
21). También los presbíteros, en virtud de la unción del Espíritu Santo, están
marcados por un carácter especial que los configura con Cristo sacerdote, de
modo que puedan obrar en nombre de Cristo cabeza (cfr. PO 2).
Ahora podemos preguntarnos: ¿qué es el
carácter sacramental? ¿Cuáles son su naturaleza y su finalidad? Para responder
es preciso tener presente todos los aspectos y sólo con una visión de conjunto
podremos hacernos un concepto que se aproxime a este misterio con el que Cristo
nos configura consigo mismo. El punto de partida puede ser la afirmación de
Scheeben, según el cual el carácter es el distintivo con el que se caracteriza
la pertenencia de los miembros al Cristo cabeza mediante la asimilación con Él y
a través de una unión estable y definitiva con El. Así como la humanidad de
Cristo recibe la dignidad y la consagración divina en la unión hipostática con
el Verbo, así como es instrumento unido al Verbo marcado para siempre por esta
unión, así 4 ..1
también, en los miembros del cuerpo místico de Cristo, el carácter debe
consistir en un sello que representa y
realiza en ellos su relación con el Verbo
como algo análogo a la unión hipostática y basado en ella» 48.
A través de este carácter alcanzan las
personas el orden sobrenatural y a él quedan consagradas siguiendo diferentes
modalidades. Constituye también la base y la razón de la acción sobrenatural de
los sacramentos que no lo confieren. De este modo, los fieles de Cristo obtienen
una dignidad sagrada y quedan destinados a realizar las funciones más sublimes.
El carácter nos santifica y nos vuelve aceptos mediante una consagración. Esto
ha sido precisado por el concilio Vaticano II de la manera siguiente: «Los
bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la
regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las
obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las
maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cfr. 1 P 2,
4-10)» (LG 10). Quien recibe el carácter no se encuentra ya en la misma relación
con Jesucristo, no se encuentra ya en las mismas condiciones de antes. Se
produce un cambio en el ser, una relación nueva y objetiva con Cristo, aparece
un sello definitivo, que procede de la fidelidad de Cristo, para esta persona,
con independencia de la mayor o menor fidelidad humana y a pesar del pecado.
La finalidad del carácter consiste en
conferirnos la potestad de obrar, como instrumentos, en las manos de Cristo en
todo lo que tiene que ver con el culto público de la Iglesia y con el testimonio
de los prodigios que El ha realizado en nosotros, liberándonos del mal y
haciéndonos hijos de Dios. Somos parte activa del gesto dispensador de la gracia
de Jesucristo; de la consagración recibimos el deber de recibir y de realizar
acciones sagradas de modo perceptible e identificable, de suerte que la
salvación adquiera un carácter eficaz y visible en el mundo.
Además del aspecto directamente cristológico
está el eclesiológico. Desde este punto de vista el carácter sacramental
consiste en un cambio que caracteriza ontológicamente al hombre, fundando un
nuevo modo de ser y de actuar en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. De este
modo, establece la pertenencia a la Iglesia en cuanto comunidad visible y
terrestre instituida por Jesucristo para el culto divino y para dar testimonio
de la obra de la salvación. El carácter es un vínculo que establece el sello
indeleble y cambia ontológicamente al fiel, convirtiéndole en miembro de la
Iglesia. El carácter bautismal, por ejemplo, es la investidura y el fundamento
de la agregación a la Iglesia y del sacerdocio bautismal propio y exclusivo de
todos los que han sido unidos a Cristo con el sacramento. El carácter se
convierte así también en la razón de ser miembros vivos del organismo viviente
que es la Iglesia.
Con el carácter impreso por el sacramento del
orden, los miembros, unidos con una impronta real e intrínseca a su Cabeza,
forman una comunidad orgánica, dotada de una estructura jerárquica, es decir, de
una autoridad sagrada. En efecto, aun poseyendo todos la dignidad fundamental de
hijos adoptivos de Dios, pueden pertenecer a la Iglesia de manera diversificada
y variada. Como observa con justicia E. Masi, el carácter del bautismo y de la
confirmación forman a los miembros de la Iglesia, del pueblo de Dios, y el
carácter del orden otorga la jerarquía, que guía y gobierna a este pueblo en
nombre y por la autoridad de Cristo49.
Todo esto hace que el efecto primero e
inmediato del bautismo, la confirmación y el orden, reciba propiamente el nombre
de carácter, por tener la propiedad específica de formar y hacer existir de
manera definitiva ala Iglesia con un signo indeleble y, por eso, irrepetible.
El carácter nos otorga un poder real capaz de
habilitar y hacer partícipes de la vida de Cristo, presente y activo en la
Iglesia. De este modo, la participación en el misterio de la Iglesia precede y
supera a la libre elección del bautizado, es el don de la llamada de Dios, que
no falla nunca y nos une a El con un vínculo objetivo indeleble, para poder
obrar al servicio de la misión de la Iglesia sobre la base y en la medida de la
naturaleza y de la finalidad del carácter recibido.
El carácter es una participación en la
naturaleza humana hipostasiada de Cristo, lleva consigo la exigencia de la
participación en la naturaleza divina (cfr. 2 P 1, 4). Sólo un obstáculo por
parte del receptor puede impedir que el carácter conduzca también a la gracia de
la vida divina. El carácter está plenamente realizado y activo cuando se imprime
en aquel que lo recibe y lo hace fructificar en la santidad y en la unión íntima
con la Trinidad.
La reflexión sobre el carácter sacramental
incluye también, por consiguiente, el caso en que, dada la celebración válida de
los sacramentos, no haya sido comunicada la gracia que ellos significan por la
falta de disposición de quien los reciben. En este caso, una vez removido el
obstáculo puesto por el hombre (obex gratiae), ¿se puede obtener el
efecto de la gracia en un segundo momento? Se trata del caso de la llamada
reviviscencia de los sacramentos50
Consiste ésta en una recepción subsiguiente
de los frutos del sacramento recibido de manera válida, aunque infructuosa, con
la remoción del obstáculo. Es opinión común que la gracia «revive», es otorgada
después, en caso de que se suprima el obstáculo por parte del receptor y
subsista un vínculo entre el receptor y el sacramento recibido. Se considera que
esto no es posible con los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia. En
el primer caso, porque no subsiste un vínculo entre el sacramento y el receptor;
en el segundo, porque no se puede conferir un sacramento válido e infructuoso;
en efecto, los actos que constituyen el signo sacramental requeridos para la
validez incluyen también las disposiciones del receptor. Mas, como principio
general, es importante tener presente que la gracia puede revivir, porque, con
el carácter, el fiel es o ha sido incorporado a Cristo en la Iglesia.
El hijo menor, aun habiéndose alejado de casa
siguió siendo hijo a pesar de todo, y cuando volvió arrepentido a la casa del
padre, pudo gozar de nuevo de la vida que se lleva en la morada paterna (cfr. Lc
15, 11-32).
Afirma el concilio de Florencia que los
sacramentos de la nueva alianza, a diferencia de los del A.T., «contienen» en sí
la gracia y la confieren a quienes los reciben dignamente (cfr. DS 1310). El
concilio de Trento añadió que confieren la gracia que significan y no son
únicamente signos externos de la gracia o de la justicia recibida con la fe o
distintivos de la profesión cristiana por la que se distinguen, entre los
hombres, los fieles de los incrédulos. En el gesto sacramental la gracia se
otorga siempre y a todos, en lo que depende de Dios. Para recibirla, no basta la
fe en la promesa divina, sino que es otorgada en virtud del mismo sacramento (cfr.
DS 1606-1608). De la aserción de que los sacramentos confieren la gracia que
significan, se deduce que no puede tratarse de una dispensación cualquiera o
simplemente de la gracia santificante. Es específica, corresponde al signo
sacramental y procede del mismo. En consecuencia, el sacramento es, al mismo
tiempo, signo y causa instrumental de la gracia. Hay en él un poder divino, que,
al obrar en el acto sacramental, causa su efecto, o sea, confiere propiamente la
gracia sacramental.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos:
¿en qué consiste específicamente la gracia sacramental? ¿En qué difiere de la
gracia santificante, de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo?
A esta pregunta responde santo Tomás que se trata de una «ayuda divina
específica otorgada para conseguir el fin del sacramento»
51.
Ahora podemos precisar que la gracia sacramental está
ordenada principalmente a dos fines: borrar las culpas de los pecados cometidos
y perfeccionar el alma en lo que tiene que ver con el culto a Dios según la
religión cristiana, por ser estas dos las finalidades generales de los
sacramentos 52.
Por consiguiente, la gracia sacramental es,
ante todo, gracia que justifica o su incremento santificador cuando ya es
poseída. Pero dado que los sacramentos significan y representan de modo
principal el misterio pascual de Cristo, la gracia sacramental posee también la
característica de provenir de la encarnación y de hacer participar de la muerte
en la cruz y de la resurrección. Por haber asumido Jesucristo la condición de
siervo obediente hasta la muerte en la cruz y haber sido exaltado por el Padre,
a fin de que todo hombre proclame que es el Señor (Flp 2, 6-11), es configurado
el fiel a este misterio con el sacramento y recibe la gracia para ser santo en
la misma modalidad con que lo fue su Redentor. El misterio de la muerte y
resurrección de Cristo marca y caracteriza la santidad de todos los que creen en
Él y se hacen partícipes con los sacramentos. Esa gracia santificante sigue
siendo en cada caso la finalidad de todo sacramento y expresa la exigencia
verdadera y eficaz del mismo cuando éste es válido, pero no fructífero. Al
sacramento le es esencial ser causa eficiente instrumental del don de la
santidad, aunque no la confiere a quien no está dispuesto.
La gracia sacramental, además de hacemos
participar de la santidad de Jesucristo, nos proporciona la ayuda específica
para ejercer el culto cristiano, incorporándonos a Cristo e integrándonos en la
vida de la Iglesia, según la finalidad y las circunstancias por las que se
celebra el sacramento. Puesto que el significado específico de cada sacramento,
su naturaleza y su finalidad derivan de su signo sacramental y del carácter que
imprime de manera indeleble, serán éstos los que indiquen y causen su propia
gracia sacramental. Ésta es la gracia de Cristo, diversificada y otorgada
siguiendo siete modos diferentes de unión y de santificación. En consecuencia,
su configuración propia habrá de ser indicada y expuesta al tratar cada
sacramento en particular.
Podemos añadir aún que la gracia sacramental
es el don de la santidad concedido a quien recibe el sacramento, en cuanto el
receptor es insertado más íntima y públicamente en la comunidad cristiana. Todos
los sacramentos significan y realizan fases distintas y cada vez más apremiantes
dirigidas a formar un solo cuerpo en un solo Espíritu, para convertimos en el
cuerpo de Cristo y en sus miembros, cada uno por su parte (cfr. 1 Co 12, 13.27).
Esa incorporación creciente a Cristo en la Iglesia nos conduce por sí misma a la
santidad y a la fidelidad. De este modo, recibimos la gracia santificante por
ser injertados en la Iglesia, y nos dejamos conducir por ella a vivir cada vez
más intensamente el misterio redentor de Jesucristo. La gracia sacramental nos
santifica, a fin de que sólo en la plena y creciente adhesión a la Iglesia
podamos alcanzar la configuración con Cristo indicada y causada por el gesto
sacramental. La gracia sacramental nos hace justos y amigos «según la esperanza
de la vida eterna» (Tt 3, 7) y el amor de Dios se derrama en nuestros corazones
por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado (cfr. Rm 5, 5).
8. Los sacramentos
como signos operativos de la nueva alianza
En este apartado nos proponemos llevar a cabo
un intento encaminado a hacer explícito y a profundizar en el significado y en
la aportación que brindan los sacramentos a la realización del designio
salvífico de la Trinidad. Con ello no pretendemos añadir o superponer
consideraciones extrínsecas o que sólo aparezcan como tales, sino simplemente
precisar la modalidad y el valor del acontecimiento sacramental en la historia
de la salvación, de la vía sacramental de la salvación en este tiempo de la
nueva y eterna alianza sellada con la sangre de Jesucristo. Desde esta
perspectiva, tres parecen ser los puntos principales a presentar. En primer
lugar, debemos mostrar que los sacramentos son memoria de los acontecimientos
salvíficos de Jesucristo, signos presentes y operativos en nuestra vida terrena
y participación anticipada de la vida divina aquí en la tierra. En segundo
lugar, trataremos los sacramentos en cuanto hacen presente la Iglesia en la
historia, con una consistencia objetiva y estableciéndola en la comunión. Por
último, pretendemos poner de manifiesto que los sacramentos comunican un sentido
de la vida nuevo a los miembros de la Iglesia.
Los sacramentos como signos conmemorativos,
demostrativos y proféticos
Los sacramentos como signos conmemorativos
Como afirma santo Tomás 53, los
sacramentos son antes que nada conmemorativos, esto es, hacen presente el pasado
ahora. El pasado en sentido propio se vive en el presente, obra aquí y ahora.
Los sacramentos, en particular, no son memoria de lo que ha acaecido como un
acontecimiento del pasado ya lejano y concluido, o que sólo tengan consecuencias
en el presente como cualquier acontecimiento histórico. Son, más bien, memoria
en cuanto que producen ahora lo que significan. Dado que indican nuestra
pertenencia a la Iglesia y la unión santificadora con Jesucristo, nos son
conferidos también realmente en la forma posible y adecuada al hombre peregrino
en la tierra. En efecto, los sacramentos nos hacen participar de manera eficaz y
objetiva de la vida divina, nos introducen y hacen vivir en la dinámica de la
fe, es decir, de los hijos adoptivos de Dios. Al comunicarnos esta vida y la
conciencia correspondiente, nos hacen vivir la caridad redentora de Cristo y nos
incitan a llevar a la práctica cuanto hemos recibido.
Los sacramentos hacen memoria de las acciones
de Cristo, las hacen presentes, de modo operativo, dentro de nuestra historia y
de nuestra vida. En consecuencia, realizan de una manera concreta y detemiinada
nuestro encuentro con Cristo. Así, los sacramentos y la oración cristiana, a
diferencia de la religiosidad natural, prolongan y continúan una historia que
asalta y transforma nuestra vida, como enseñan el Magníficat
y el Benedictus
(cfr. Lc 1, 46-55.68-79). Tienen como contenido una historia cuyo acontecimiento
central, que da sentido a todo lo demás, ha acaecido ya definitivamente y de una
vez para siempre, pero que Jesucristo ha querido que continuara precisamente en
la modalidad sacramental, es decir, instituyendo unas acciones que sean su
representación eficaz. La memoria del acontecimiento salvífico de Jesucristo,
realizada y vivida en el signo, ha sido llamada, por la tradición y por la
liturgia, memorial, en el caso de la eucaristía, como precisaremos en su momento54.
No entraremos en la concepción plena del
sacramento como gesto y como vida, si no partimos y no somos dominados por la
memoria, esto es, si no vivimos, aquí y ahora, el acontecimiento que nos
recuerda y comunica la presencia redentora de Jesucristo sobre la tierra. Sólo
así se siente y se hace partícipe la comunidad cristiana, en la celebración
sacramental, de una realidad nueva y de una relación con Jesucristo y con toda
la Trinidad.
Los sacramentos como signos demostrativos
Los sacramentos, además de ser
conmemorativos, demuestran los frutos de la santificación que Jesucristo obra en
nosotros. Son acontecimientos de la gracia de Cristo sobre todo porque nos
transforman ontológicamente con un primer efecto objetivo, que, en algunos
casos, es el carácter, y la gracia santificante. Recibimos también las virtudes
y los dones especiales, necesarios para el camino de salvación del hombre,
erizado de pruebas y de obstáculos, que el Espíritu Santo nos concede con ellos.
A continuación, se injertan en la vida cristiana en el sentido de que nos
ofrecen también su paradigma esencial. En efecto, nos hacen saber que en el
acontecimiento del Señor está la gracia y se manifiesta su presencia salvífica:
este acontecimiento es el que nos manifiesta y nos da su gracia redentora. Es
gracia. Como respuesta a tal acontecimiento, llevamos a cabo el gesto de acogida
y de gratitud. Esa estructura de el gesto sacramental debe ser también, por
consiguiente, la dinámica de toda relación que se establezca con Jesucristo, así
como de toda oración. De este modo, la modalidad de la salvación sacramental no
se limita al momento de la celebración, sino que se extiende a toda la vida y
alcanza a toda nuestra experiencia cristiana. Sólo de este modo se vuelve, de
manera verdadera y extensiva, demostrativo del modo como la encarnación de
Jesucristo ha sancionado, definitivamente, la dinámica del encuentro con Él: en
el signo concreto y visible, sacramental o no, se nos entrega El mismo.
Además de esto, el sacramento se vuelve
demostrativo porque vivimos en todo la gracia que se nos da, vivimos como
renacidos a una vida nueva, como criaturas renovadas en todos los detalles de la
vida. Eso significa, naturalmente, la tendencia, por lo menos, a vivir, en lo
concreto de las relaciones, esa novedad, como un hecho que repercute en la vida.
Desde esta perspectiva, afirma J. Daniélou con toda justicia: «Los grandes
acontecimientos del mundo presente son, por tanto, los actos sacramentales.
Éstos son realidades mucho más grandes que las grandes obras del pensamiento y
de la ciencia [...] Pero los sacramentos son grandezas en el orden de la caridad
[...] Esto es lo que no se comprende de una manera suficiente. Por eso nos
dejamos impresionar tanto por las grandezas de la carne y de la inteligencia,
olvidando que somos nosotros los instrumentos de los designios de la caridad
trinitaria» 55.
La participación en la grandeza de los signos
sacramentales, que procede de la fe en el Hijo de Dios y de la representación de
su vida a través de los gestos que la revelan y comunican, nos conducen a una
nueva conciencia de nuestro ser y de nuestro obrar.
Las acciones sacramentales son aún
demostrativas por el hecho de que recapitulan todo en Cristo a través de la
Iglesia y edificándola. Dios derrama su gracia, de manera abundante, sobre
nosotros, porque nos ha hecho conocer el misterio de su voluntad según lo que
había preestablecido, para llevarlo a cabo ahora en la plenitud de los tiempos.
Ahora recapitula en Cristo todas las cosas. Hemos sido constituidos herederos de
todo lo que Cristo ha sometido bajo sus pies. Eso tiene lugar por haber sido
constituido El como Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, plenitud de Aquel
que se realiza enteramente en todas las cosas (cfr. Ef 1, 8-23). La Iglesia, al
celebrar las acciones de la vida de Cristo que nos aportan la gracia, es la
plenitud de Cristo, y completa y lleva a su conclusión la obra de Jesucristo.
Los sacramentos
como signos proféticos
Con la participación en los sacramentos
tomamos parte ya en la vida divina, como herederos de la gloria futura. Poseemos
y participamos ya en los bienes celestes, somos ya desde ahora hijos de Dios,
aunque de manera inicial, pues todavía no ha sido revelado lo que seremos (cfr.
1 Jn 3, 2). Los sacramentos nos anticipan la salvación eterna. Con ellos vivimos
ya, de modo germinal, en la posesión de la vida futura. Ellos nos infunden, como
cumplimiento de las promesas veterotestamentarias y de las promesas de
Jesucristo, la certeza de que gozaremos de la bienaventuranza eterna que
experimentamos por gracia divina. En cuanto depende la vida cristiana de los
sacramentos y no de nosotros mismos, nos hace capaces de albergar motivos de
esperanza para la consecución de la gloria de Dios (cfr. Rm 5, 2), contra toda
desesperación humana que brota de nuestros límites y pecados. Eso nos permite,
por otra parte, vivir en la alegria como estado de vida consciente de cuanto
hemos recibido. La alegria de ser personas perdonadas y transfiguradas, y la
gloria inicial que entrevemos ya, nos brindan la posibilidad de celebrar el
sacramento como fiesta. Pero permanece firme que sólo tales motivos son válidos
como causa de una celebración que es fuente y momento de fiesta y de alegria, a
gozar sobre todo en la vida cotidiana.
Los sacramentos nos hacen hijos de Dios y, en
cuanto tales, también herederos de la gloria. En este sentido poseemos la
esperanza cierta de la gloria futura, que es el céntuplo sobre esta tierra, y la
fuerza para hacer frente a las dificultades y los sufrimientos de la vida
presente derivados del hecho de ser discípulos de Jesucristo. Es lo que nos
sugiere Rm 8, 16-18: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos
de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él
glorificados. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son
comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros».
La inmanencia en los misterios celebrados
sacramentalmente nos proporcionan las motivaciones suficientes y decisivas para
la conducta moral cristiana. Ésta tiene así, en última instancia, un fundamento
sólido, porque ha sido puesto por Dios en nosotros con la gracia habitual y la
pertenencia a la Iglesia. Ésta, lugar primero de la comunicación de la vida
divina, hace posible la constitución de las condiciones objetivas necesarias
para un auténtico obrar cristiano. Con este ámbito y guía llegamos a la
fidelidad y al conocimiento del Hijo de Dios.
La fisonomía
sacramental de la vida eclesial
Hemos hablado ya de la Iglesia como
sacramento universal de salvación y sujeto global de la celebración sacramental.
Ahora tenemos que presentar asimismo el aspecto correlativo y complementario:
los sacramentos caracterizan el ser y la acción de la Iglesia terrestre y
ofrecen la verdadera fisonomía de la vida eclesial. Eso es lo que pretendemos
mostrar en este parágrafo.
De entrada, es preciso tener presente que la
Iglesia empieza a existir en un lugar, y crece cada vez más en extensión y en
profundidad con la fe y los sacramentos. Sobre su base nace y se extiende ésta
en cuanto al número de sus miembros y a la intensidad de su vida cristiana,
tanto con el crecimiento en la unión con Jesucristo, en la santidad, como con la
presencia de un cuerpo bien compaginado y unido, que da razón de su propia
esperanza y de su propia experiencia humana.
Los sacramentos establecen una referencia
objetiva de todos los miembros con el cuerpo. Eso conduce no sólo a una unidad
visible, signo de la acción eficaz de Cristo en la historia, sino también a una
vida nueva, a un nuevo modo de existir más profundo, que es el proceso de
santificación.
La misión de la Iglesia universal alcanza su
finalidad cuando arraiga y florece una comunidad cristiana en un lugar. El
comienzo y la presencia viva y operativa de esta comunidad se deben a los
sacramentos, en cuanto acciones en las que se profesa la fe en Jesucristo y de
los que se recibe la vida y la prenda de la gloria. Eso es lo que sucede con el
anuncio de Cristo muerto y resucitado realizado por Pedro: «Los que acogieron su
Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas 3.000 almas» (Hch 2,
41). Con el arrepentimiento y el bautismo para la remisión de los pecados
comienza, a la vez, la vida cristiana y eclesial. La comunicación sacramental de
Jesucristo a los hombres se identifica con el comienzo y la presencia de la
Iglesia. Jesucristo se da a través de los sacramentos, constituyendo ese ámbito
al que están llamados todos los hombres. Aquellos que lo forman después de
manera concreta con la conversión y el bautismo «acudían asiduamente a la
enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las
oraciones» (Hch 2, 42). A partir de este pasaje se puede constatar que, a causa
del crecimiento de los miembros del cuerpo de Cristo, se da también de inmediato
tanto el sacramento del orden, con el que los apóstoles, y después sus
sucesores, guían y enseñan con autoridad, como el sacramento de la eucaristía,
en el que los fieles reciben al mismo Cristo, presente realmente con su Cuerpo y
su Sangre. De este modo, «el Señor agregaba cada día a la comunidad a los que
eran salvados» (Hch 2, 48).
Además del comienzo y el crecimiento, los
signos sacramentales aseguran, en segundo lugar, la consistencia objetiva de la
Iglesia en el curso de la historia e indican asimismo las condiciones de
pertenencia a la misma. Eso acontece, por ejemplo, con la transmisión genuina,
sin alteración de salida de toda la vida y la doctrina divinas, que están
garantizadas por la sucesión apostólica realizada con el sacramento del orden.
El magisterio, desarrollado por aquellos que han sido ordenados, tiene una
función interpretativa de la verdad de Dios en un determinado momento histórico,
y ha sido instituido, precisamente, para que los discípulos de Cristo
permanezcan fieles a su palabra, conozcan la verdad y la verdad les haga libres
(cfr. Jn 8, 31-36). La consistencia objetiva de la Iglesia procede, pues, del
hecho de que hay unos gestos sagrados concretos y visibles que establecen las
exigencias y los límites de la pertenencia a la Iglesia.
Respecto a las condiciones para formar parte
de la Iglesia y vivir en ella, el concilio Vaticano II nos enseña lo siguiente:
«A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el
Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de
salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la
fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, a su
organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de
los Obispos» (LG 14). La permanencia en la historia de la única e idéntica fe y
de los mismos sacramentos hace de los creyentes una Iglesia única, una sola
realidad, de suerte que el mundo tenga el signo que le permita creer que el
Padre ha enviado verdaderamente al Hijo para la salvación (cfr. Jn 17, 21). De
este modo, el pueblo de Dios «bajo la dirección del magisterio, [...] se adhiere
indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos (cfr. Judas
3), penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en
la vida» (LG 12). Así pues, la presencia y la consistencia eficaz de la Iglesia
en el curso de la historia se basan, justamente, en la genuina y fiel adhesión a
Cristo por parte de toda la Iglesia y de sus miembros. Pero eso es efecto de los
dones del Espíritu Santo, que, en y a través de la acción sacramental, ha sido
derramado en la Iglesia para vivificarla y santificarla. De este modo, podemos
afirmar sin más que el poder salvador de Cristo en el mundo, su capacidad de
cambiar el mundo, coincide con la comunidad cristiana, con la Iglesia, como
sujeto y sacramento de su poder
56.
En tercer lugar, los sacramentos proporcionan
a la Iglesia un tipo de vida nuevo basado en el hecho de que todos se refieren a
Cristo y Este se convierte en el sentido de la vida para todos. Se trata del
estilo de vida llamado comunión, que tiene su origen en los sacramentos y
caracteriza la existencia eclesial, a pesar de sus límites y pecados. La
comunión de vida en la Iglesia se fundamenta y alcanza su cima en la eucaristía.
El cáliz y el pan que bendicen los cristianos son comunión con la Sangre y el
Cuerpo de Cristo. Así, los fieles, aun siendo muchos, son un solo cuerpo: en
efecto, todos participan del único pan (cfr. 1 Co 10, 15-18). De este modo, el
acceso sacramental a Cristo forma un solo cuerpo, proporcionando asimismo un
significado único y unitario a la Iglesia y a todos los que a ella pertenecen.
Esto permanece siempre presente en la Iglesia, dado que mana de los sacramentos,
que, en el Espíritu Santo, vivifican y santifican, continuamente, a la Iglesia.
Es la unión sacramental la que fundamenta la unión entre los cristianos. Así,
los creyentes se unen en un solo corazón y en una sola alma, hasta tal punto que
en la Iglesia de Jerusalén permanecían juntos y lo tenían todo en común y
frecuentaban juntos el templo todos los días (cfr. Hch 2, 44-46; 4, 32).
De aquí brotan también las acciones más
expresivas y características de la Iglesia primitiva. Pongamos un ejemplo: «En
este amplio contexto se comprende mejor el motivo por el que Pablo, obedeciendo
las palabras de Pedro y de sus compañeros, se tomó tan a pecho la recogida de
ayuda en favor de la Iglesia de Jerusalén entre las Iglesias de Asia Menor y de
Grecia, y la razón de que, para designar esa recogida, no se sirviera nunca del
término "colecta", sino exclusivamente de la palabra "comunión" (koinonia):
a sus ojos, no se trata de liberalidad o de filantropía, sino de una
expresión de amor fraterno, de comunión con Cristo, con los apóstoles, con los
otros creyentes; es una expresión de la propia ofrenda personal a Dios antes que
una renuncia a una parte de los propios bienes. Una renuncia cuya finalidad no
es sólo ayudar a los "pobres", sino enriquecer a los donantes, y dar testimonio
de la fe común y de la unión recíproca en Cristo» 57.
El sentido de la
vida comunicado por los sacramentos
Puesto que la única razón del gesto
sacramental es la afirmación de la muerte y resurrección de Cristo como sentido
de la existencia y de la historia 58, nos queda por
considerar qué sentido de la vida comunican los sacramentos a los receptores más
o menos inmediatos.
Antes que nada, la recepción de los
sacramentos por el hombre significa la participación personal en el designio de
Dios hasta la vida eterna, y la respuesta fiel, no subjetiva, a la propia
vocación en el marco universal y objetivo de la Iglesia. El bautismo realiza la
vocación común a todos los hombres: el designio de ser recapitulados en Cristo.
A partir de esta excepcional dignidad y libertad se nos indica, con un encuentro
preciso, el camino personal a recorrer, sellado y sostenido siempre por los
sacramentos. Así, recibir el sacramento es también participar de manera personal
en el designio de Dios sobre nosotros; en esto vivimos la llamada que Dios nos
dirige. Nos insertamos en la plenitud de Cristo, entregada al hombre con su
adhesión a la Iglesia.
Por ser el sacramento un gesto que se
convierte en encuentro con Cristo, el yo empieza y vive ipso facto una
dimensión de relación con un tú, una existencia de comunión. El yo supera así la
soledad y una concepción fragmentada de la existencia, y vuelve a encontrar un
sentido unitario y un contexto, un nosotros, que edifica y conduce a la
totalidad, precisamente porque en ese encuentro alcanza el sentido último de la
vida, que es Jesucristo. Quien recibe el sacramento llevando a cabo un encuentro
inmediato y personal con Cristo, se pone en relación con la verdad última del
hombre y se hace partícipe de la misma.
El sacramento, además de brindarnos el
sentido de la vida, haciéndonos participar en el designio de Dios sobre nosotros
y haciéndonos superar una soledad existencial, nos ofrece la posibilidad de
vivir en una dimensión libre y responsable. En efecto, quien recibe el
sacramento entra en comunión con Cristo a través de un signo concreto, con una
libertad y una adhesión plenas, y recibe su gracia. La libertad humana es
condición esencial para participar en el misterio cristiano, que, a través del
signo sacramental, nos llama a la comunión con el Hijo de Dios hecho hombre. Es
por medio de un consentimiento pleno y consciente como se accede a Dios, como
Él, de un modo absolutamente libre y gratuito, se nos entrega. En particular,
quien recibe el sacramento vive su propia libertad en la decisión de liberarse
del mal y del pecado, y en la adhesión a Cristo, experimentado como camino,
verdad y vida.
El hombre, a través de la acogida del gesto
sacramental como acontecimiento que produce en nosotros esa liberación y
adhesión a Cristo, se abre y vive el significado de cuanto se realiza y de la
gracia que de ahí se sigue. En él, penetrado del significado de cuanto Cristo
lleva a cabo en nosotros sacramentalmente, se forma una conciencia original y
nueva, que se traducirá, consecuentemente, en las acciones yen las obras
cotidianas. Quien se acerca al sacramento con toda su propia humanidad y
espontaneidad queda liberado del vínculo que lo limita y lo somete al pecado, y
se une a la luz y a la bienaventuranza eternas. Entonces, como Cristo «en lugar
del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está
sentado a la diestra del trono de Dios» (Hb 12, 2), también la creación alimenta
«la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar
en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
Hasta los estudios que comparan los mitos
paganos y las religiones mistéricas con la conversión cristiana, a la que siguen
los sacramentos de iniciación, señalan diferencias substanciales. Efectivamente,
en estos últimos ha sido excluido todo formalismo; exigen una conversión
personal que renueva al hombre de manera radical y lo introducen en una comunión
personal con la Trinidad. Por eso señala H. Rahner con razón: «En este mundo, el
misterio bautismal es una opción decisiva, que dura toda la vida, entre la luz y
las tinieblas, entre Cristo y Belial, entre la vida y la muerte. O bien, para
usar otra imagen cristiana antigua, el mystes es de veras un llegado al
puerto del más allá, aunque sigue navegando en medio de peligros; lleva
ciertamente, en el alma, el sello que le abre todas las puertas para el viaje
hacia el cielo, pero su ascensión está acechada aún por enemigos, por el reino
de los espíritus»
59.
Y aún: el fiel se une y participa, con los
sacramentos, en la fe yen la vida de la Iglesia universal de manera objetiva. No
queda abandonado a sí mismo, sino que es bautizado y confirmado en la adhesión a
la fe de la Iglesia. Al participar en el sacramento de la eucaristía pedimos al
Señor que no mire nuestros pecados, sino la fe de su Iglesia y le conceda la
unidad y la paz, o sea, que la conserve en la comunión con Él y que nos haga
miembros dignos 60.
Con los sacramentos recibidos con plena
confianza en Cristo cesa la presunción de un contenido de fe formulado de manera
individualista o una adhesión a la Iglesia hecha a nuestra medida. Es cierto que
todavía anda difundida entre los fieles una recepción preponderantemente
intimista e individualista, con una notable deformación de la idea del signo
sacramental. Pero el encuentro con Cristo en los sacramentos está, por el
contrario, anclado en unos signos objetivos, y no ha sido abandonado a la
relatividad y a la dimensión instintiva, ni siquiera a los pecados del hombre.
Los sacramentos, con la acción redentora concreta de Dios, superan nuestros
límites y, al menos en parte, nos liberan de ellos.
Por último, para comprender de manera
adecuada el sentido de la vida comunicado por los sacramentos, es necesario
tener presente que un aspecto fundamental de la participación en los sacramentos
es seguir el acto celebrado por la Iglesia y en la Iglesia, seguir su desarrollo
concreto, a saber: las acciones redentoras de Cristo, que se representan
eficazmente para la salvación del hombre. De este modo, quien recibe los
sacramentos aprende un aspecto fundamental del sentido de la vida humana y
cristiana: el seguimiento. En los sacramentos, el Señor nos da la vida divina y
nosotros seguimos y acogemos la bondad y la benevolencia divinas usadas con
nosotros. En efecto: «No hay necesidad alguna de saber reflexionar, de encontrar
expresiones adecuadas, de encontrar emociones en consonancia con el
acontecimiento. Lo decía bien, con su agudo carácter sintético, el catecismo,
cuando aclaraba, por ejemplo, que para acercarse a la eucaristía es preciso:
"Saber y pensar a quién se va a recibir", esto equivale a decir que es preciso
ser conscientes del significado de la Gran Presencia [...] Lo que cuenta es el
libre "ir a", llevándonos a nosotros mismos como petición, lo que cuenta es la
presencia de nosotros mismos a Cristo, consciente, que se hace petición [...]»
61.
Sólo de este modo es libre el hombre frente a la gracia
concedida, porque se decide a recibirla. La fuerza de la libertad y del
seguimiento nos viene de Dios y nos sirve para enriquecemos a nosotros mismos
con los dones divinos. El llevarnos a nosotros mismos como petición y la
presencia de nosotros mismos a Cristo tienen un valor fundamental en la
recepción de los sacramentos precisamente porque, como afirma D. Barsotti en su
estudio de los sacramentos de iniciación, la vida cristiana es hundirse cada vez
más en la presencia, es ser absorbidos de manera creciente por la presencia de
Cristo. De este modo, la inteligencia lo ve todo a la luz de Dios, con los ojos
de la fe, la voluntad ama y sigue sólo a El y la memoria se vuelve recuerdo y
sentimiento de Dios. El autor añade después, siempre con referencia a la acción
sacramental: «Toda la vida interior no tiene otro contenido que Dios. El alma no
pasa ya de una cosa a otra, sino que se hunde en Dios» 62.
9. Los sacramentales
San Pablo exhorta a los cristianos a que lo
hagan todo, tanto de palabra como de obra, en el nombre del Señor Jesús, dando
gracias a Dios Padre por medio de El (cfr. Col 3, 17). Y nos exhorta aún: «ya
comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de
Dios» (1 Co 10, 31). El fiel debe reconducir y recapitular toda su vida y todo
el universo en Cristo. Eso lo puede realizar con la ofrenda, cuyo significado es
la afirmación del señorío de Jesucristo: todo le pertenece y El es el
significado de cuanto se realiza, de toda la realidad y de todas las relaciones
humanas. Es la afirmación del vínculo de la realidad, don de Dios, con El; en
efecto, todo ha sido creado por medio de Él y en vistas a Él (cfr. Col 1, 16).
Pero esto sigue siendo hoy particularmente difícil, tanto porque lo creado está
sujeto al mal, inscrito en la maldición que cayó sobre el hombre pecador, como
por la inclinación al mal del mismo hombre. Éste, débil y pecador, encuentra una
ocasión de pecado en el universo, abusa de las cosas, especialmente pervirtiendo
su significado.
Para poner remedio a semejante situación y
recapitular todo en Cristo no disponemos sólo de los sacramentos, con los que
Cristo nos hace alcanzar personalmente su redención, sino también de los
sacramentales 63. Estos nos ayudan a restaurar el reino de
Dios en la tierra, a liberar el mundo del dominio del mal y unirlo a Cristo.
Como ha enseñado el concilio Vaticano II, los sacramentales «son signos sagrados
creados según el modelo de los sacramentos, por medio de los cuales se expresan
efectos, sobre todo de carácter espiritual, obtenidos por la intercesión de la
Iglesia. Por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los
sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida» (SC 60).
Por consiguiente, son, en primer lugar,
gestos no instituidos por Jesucristo, pero sí queridos por la Iglesia como
impetración dirigida a Dios y expresión devota de la propia fe vivida y
profesada a través de las acciones concretas. Quien participa en un sacramental
renueva su confianza en Dios liberador y le dirige una oración por medio de
Jesucristo, uniéndose a la fe y al tesoro de gracias de la Iglesia.
En segundo lugar, es evidente que su eficacia
no deriva del gesto sacramental, sino de la obra santificadora de la Iglesia (cfr.
Mediator Dei:
DS 3844). En consecuencia, el efecto es debido al gesto de la Iglesia, que ora,
para que en el beneficiario reine el Señor y venza su gracia, y a las
disposiciones y a la santidad del hombre. Como nos recuerda aún el concilio
Vaticano II, con los sacramentales se ofrece, a los miembros de la Iglesia, la
posibilidad de santificar los acontecimientos de la vida por medio de la gracia,
que fluye del misterio pascual de Cristo. Del mismo modo, el uso de las
realidades materiales y espirituales puede ser dirigido a la santificación de
los hombres y a la alabanza de Dios (SC 61). Pero también es preciso tener en
cuenta que la santificación de la vida humana se obtiene reforzando la Iglesia,
inicio y semilla del reino de Dios en la tierra.
En tercer lugar, hemos de señalar que también
los sacramentales, lo mismo que los sacramentos, se componen de una oración
(fórmula) y de un signo externo sagrado. Esto encierra una función ciertamente
importante por el carácter elemental del significado expresado y la facilidad
con que introduce a los fieles, de una manera consciente y activa, en la
salvación del misterio de Cristo. Los sacramentales han sido establecidos por la
Iglesia considerando las necesidades de ella misma, de sus miembros y otras más
generales de nuestro tiempo. Dejando unos de lado e introduciendo otros, la
Iglesia puede usar los sacramentales según las oportunidades, especialmente con
la búsqueda del método más apto y eficaz, a fin de que se encienda en todos los
hombres el deseo de la bienaventuranza eterna. En efecto, la misma existencia
del sacramental sugiere y hace nacer una llamada al camino de la salvación y a
la vida eterna en el interior de un hecho o de un aspecto de la vida humana.
Los sacramentales son, en general,
bendiciones de personas, lugares, objetos. Los bautizados, bendecidos con toda
bendición espiritual en los cielos en Cristo (cfr. Ef 1, 3), están llamados a
bendecir todo y a todos, incluso a aquellos que los maldicen. Animados por un
afecto fraterno, misericordiosos, humildes, partícipes de las alegrías y de los
dolores de los otros, deben responder siempre bendiciendo, porque a eso han sido
llamados, para tener como herencia la bendición de Dios (cfr. 1 P 3, 8-9). La
bendición se convierte entonces en una invocación, a fin de que la gracia de
Cristo llegue y transforme todas las cosas y a todas las personas.
Están también las consagraciones, que tienen
como finalidad dedicar o destinar, de manera específica, a personas, objetos o
lugares a Dios, al uso litúrgico, o establecer funciones en la vida de la
Iglesia. En las consagraciones, las comunidades eclesiales expresan su confianza
en Jesucristo, le suplican para que conceda su gracia redentora a toda la
creación, para pasar de los sufrimientos del momento presente a la gloria
futura.
Hemos de hablar también de los exorcismos.
Como Jesús expulsó a los demonios, así también dio a los doce el poder de hacer
lo mismo (cfr. Mc 1, 25 s.; 3, 15; 6, 7). Este poder acompañó la predicación del
evangelio y será un signo que acompañará la fe en Jesucristo, de este modo los
creyente gozarán desde ahora, en virtud de su acogida al Hijo de Dios, de una
liberación terrena. El exorcismo está destinado a expulsar a los demonios o a
liberar de su dominio, y no tiene nada que ver con enfermedades psíquicas o de
otro tipo. Sólo puede ser ejercido siguiendo las normas eclesiásticas y la
autoridad recibida para esta finalidad específica.
Los sacramentales pueden asumir hoy un
significado no secundario en el cumplimiento del misterio (cfr. Ef 3, 9), aunque
requieren atención, como ocurre con todas las formas de religiosidad y de
devoción popular, a fin de ser liberados de la intromisión de supersticiones o
concepciones mágicas 64.
Responden a la demanda de sentido de los
acontecimientos humanos, deben ir acompañados de una catequesis donde se enseñe
que todo está en relación con Cristo, cabeza de la Iglesia y del universo, y que
por eso todo puede conducimos a El y convertirse en medio de salvación. En
particular, pueden ser un remedio saludable y fructuoso contra el subjetivismo y
espiritualismo exasperados, ciertamente contrarios al realismo de la encarnación
(cfr. 1 Jn 4, 2). Están referidos al hecho de que Jesús curaba, exorcizaba con
acciones concretas que desprendían su poder divino (cfr. Mt 8, 3.15.26; 9,
20.25.29; 20, 34), adecuadas a la naturaleza corporal-espiritual del hombre y a
su conocimiento, que empieza por la percepción sensible. Los sacramentales son
asimismo importantes contra el materialismo práctico, tan difundido que ciega al
hombre hasta el punto de hacerle incapaz de considerar toda la realidad como
signo de la creación gratuita de Dios. Con los sacramentales: «Las cosas se
vuelven encuentros con Cristo. Con ellos y en ellos se lleva a cabo la entrega a
El. Él está en medio de la vida cotidiana y otorga a las cosas ordinarias
significado, apoyo y seguridad. Los sacramentales son una expresión del carácter
precioso y de la pertenencia a Dios de la vida cotidiana, así como de los
objetos y de los trabajos que la llenan. Muestran que Dios abraza y santifica
las cosas de cada día»
65.
_____________________________
_____________________________
1. Cfr. Pío XII. Constitución
apostólica Sacramentum Ordinis, 3. Cfr. DS
3858.
2. S. Th. III.
60, 1: «Et secundum hoc sacramentum ponitur in genere signi».
3. L. Giussani.
Perché la Chiesa, tomo
2. 11 segno efficace del divino nena
storia, Milano, 1992, p. 102.
4. J.H. Newman, Lo sviluppo della
doctrina cristiana, Bologna, 1967, p. 343 (edición española: Teoría del
desarrollo doctrinal. Cristianismo y justicia, 1991).
5. Siguiendo el estudio de G. Colombo,
Dove va la teología
sacramentaria?, en: «La Scuola Cattolica» 6 (1974), pp. 673-717, somos de la
opinión de que la propuesta de generalizar la noción de sacramento,
extendiéndola asimismo a la creación y a Jesucristo, tiene un carácter puramente
formal y, por ello, de dudoso valor. Aun admitiendo una cierta legitimidad al
hecho de referir la noción de sacramento a Jesucristo, no parece que esto pueda
tener una razón suficiente. G. Colombo afirma justamente: «consideramos más a
propósito para la teología asumir como "principio" suyo el Verbo que se ha hecho
carne y que es el "primogénito" entre todas las criaturas, antes que asumir como
principio suyo la noción de "signo" y, por consiguiente, de "sacramento". En el
fondo, sin Jesucristo, la noción de "signo" se queda por debajo del perfil
rigurosamente teológico, privada de contenido. Por eso, es propiamente
Jesucristo quien otorga sentido a la noción de signo, y, viceversa, no es la
noción de signo la que puede expresar el sentido de Jesucristo» (p. 709).
Por encima de estas razones, parece, teológicamente, más que fundada la
tradición que no refiere la noción de sacramento a Jesucristo. Esto es asimismo
verdad en el caso de Agustín, Ep. 187, 11, 34, un pasaje que se cita con
frecuencia, donde haciendo referencia a Ap 10, 7 se afirma únicamente que Cristo
es el Dei mysterium, en quien son vivificados de nuevo aquellos que
murieron en Adán.
6. San Ambrosio, De sacramentis
IV, 4, 13.
7. Cfr. San Agustín, In lo. Ev. 9,
10.
8. S. Th. III, 64, 2, ad 3.
9. Cfr.
G. Van Roo. De sacramentis
in genere, Roma. 1960 2. pp. 114-119.
10. Muchos y variados han sido los intentos
que han comparado y explicado los siete sacramentos a partir del dinamismo de la
existencia humana, de las situaciones fundamentales y de los momentos cruciales
de la vida humana. Los resultados han sido igualmente variados y más o menos
felices. De todos modos, es preciso distinguir entre aquellos que establecen una
simple comparación de aquellos otros que hacen depender en cierta manera el
significado de los sacramentos, y, por consiguiente, también de sus efectos
salvíficos. de las distintas situaciones vitales humanas, a las cuales son
referidos. Los sacramentos toman su significado y eficacia de la institución y
del significado que les atribuyó Jesucristo. Por otra parte. santifican al
hombre y los distintos momentos de su existencia llamándolo a realizar la
voluntad de Dios, según el designio divino y la vocación propia de cada uno.
11. Cfr. H. Schlier, La Chiesa
mistero di Cristo, en: 11 tempo de la Chiesa, Bologna. 1966, pp.
481-493.
12. Cfr. S. Ubbiali, Eucaristia e
sacramentalitá. Per una teologia del sacramento. en: «La Scuola Cattolica»
110 (1982), pp. 540-576, especialmente p. 573.
13. H.U. von Balthasar,
Le persone del dramma: l'uomo in Cristo,
vol. III de Teodrammatica, Milano, 1983, p. 395 (edición española:
Teodramática, 5 vols., Encuentro, 1990).
14. Por lo que respecta al Vaticano II, véase
W. Kasper, Teologia e Chiesa, Brescia, 1989, pp. 247-265 (edición
española: Teología e Iglesia. Herder, Barcelona, 1989); entre la
abundante bibliografía que trata el tema de la Iglesia como sacramento, cfr.
H. De Lubac, Meditazione sulla Chiesa, Milano, 1979, pp. 49-76;
135-159 (edición española: Meditación sobre la Iglesia, DDB, 1953;
Encuentro, Madrid, 1988); J.-G. Pagé,
Qui est l'Église,
I, Montreal, 1977,
pp. 240-257, con la bibliografía allí citada; O. Semmelroth, La Chiesa
sacramento di salveza, Napoli, 1965; P. Smulders, La Chiesa sacra-mento
di salvezza, en: G. Baraúna (ed.), La Chiesa del Vaticano II,
Firenze, 1966 (edición española: La Iglesia en el Inundo de hoy, Studium,
1967); J.L. Witte, La Chiesa
«sacramentunn unitatis» del casino e del genere umano, ibid.
15. L. Giussani, Perché la Chiesa,
tomo 2, p. 15. Respecto a lo humano como medio de lo divino puede recordarse
lo que afirma san Gregorio Magno, Diálogos II, 23, 6: «Mas para
que el hombre —hecho de tierra— pudiera ejercer un poder tan alto, el mismo
creador del cielo y de la tierra bajó del cielo a la tierra; y para que la carne
pudiera juzgar también a los espíritus, en su benevolencia Él, que es Dios, se
dignó hacerse carne para la salvación de los hombres. Por consiguiente,
precisamente porque el poder de Dios se rebajó por debajo de sí mismo y se hizo
débil, nuestra debilidad de hombres ha sido elevada por encima de sus
posibilidades».
16. San Agustín,
De civitate Dei 10, 6.
17. Cfr. S. Tu. III, 64, 8, ad 1.
18. Cfr. S. Th. III, 64, 9, ad 1; cfr.
PO 2; SC 33.
19. Cfr. S. Th. III, 64, 10.
20. Cfr. S. Th. III, 64, 9, ad 1. Santo Tomás
reitera una vez y otra que el ministro deI sacramento actúa en persona de toda
la Iglesia, cuya fe suple lo que falte a la fe del ministro.
21. Para una exposición más profunda de este
punto, cfr. L. Giussani, Perché la Chiesa, tomo 2, pp. 100-103.
22. Ibid. pp.
101-102.
23. L. Giussani. Il
sonso religioso, Milano, 1986, p. 149
(edición española: El sentido religioso, Encuentro, 1994).
24. Para el concepto de
sagrado en la historia de la humanidad, cfr. en particular AA.VV., Le
origini e il problema dell'homo
religiosas, vol. I del Trattato di
Antropologia del Sacro. Milano, 1989: L. Bouyer.
11 rito e ramito.
Brescia. 1964; M. Eliade, Innmgini e
simboli, Milano, 1981 (edición española: Imágenes y símbolos, Taurus,
1992).; J. Ratzinger. 1l.Fondamento
sacramentale dell'esistenza cristiana,
Brescia. 1971; J. Ries, 11 sacro
aella storia del/'umanitá, Milano, 1991
(edición española: Lo sagrado en la historia de la humanidad. Encuentro.
1989).
25. M. J. Scheeben,
l misteri del cristianesimo,
Brescia, 19602, p. 556.
26. De lo que hemos dicho queda
claro que la noción de signo, referida al sacramento, como aquello que conocido
anteriormente conduce al conocimiento de otra realidad, que por lo general se
atribuye a san Agustín, es reductora y no responde de manera adecuada a la
doctrina sacramental.
27.
A partir del Medioevo el concepto de sacramento como
signo que confiere la gracia que significa es común tanto entre los teólogos
como en el magisterio. En lo que respecta a este último, cfr., por ejemplo, DS
1310; 1606; 1639; 3315; 3489; 3858.
28.
S. Marsili,
Teologia della
celebrazione dell'eucaristia, en: AA.VV., Eucaristia. Teologia e
storia della celebrazione, Casale Monferrato, 1983, p. 49.
29. S. Th. III,
66, 1.
30. In lo. Ev.
80, 3: «Quare non ait, mundi estis
propter baptismus quo lotis estis, sed ait: propter verbum quod locutus sum
vobis, nisi quia et in aqua verbum mundat? Detrahe verbum et quid est aqua, nisi
aqua? Accedit verbum ad elementum, et fit sacramentum, etiam ipsum tamquam
visibili verbum» (¿Por qué no dice: estáis limpios por el bautismo que habéis
recibido; sino: por la palabra que os he anunciado, porque junto al agua está la
palabra que purifica? Si quitas la palabra, ¿qué es el agua sino agua? Accede la
palabra al elemento, y se realiza el sacramento, que es él mismo como palabra
visible).
31. A la noción de símbolo en
la teología contemporánea está dedicado el número 27 (1985) de la «Neue
Zeitschrift für systematische Theologie und Religionphilosophie». Véase además:
AA.VV. Eucaristia. Teologia e storia de la celebrazione, Casale
Monferrato. 1983, pp. 44-58; A. Bertuletti, Conoscenza simbolica.
Rivelazione e Eucaristia, en: Il
u:angiare di Dio con noi (Quaderni di studi e memorie),
Bergamo. 1980, pp. 81-102; A. Caprioli,
1I sacramento tra conoscenza simbolica e
rivelazione, en: «La Scuola Cattolica» 5
(1989), pp. 452-464; L.-M. Chauvet, Linguaggio e símbolo. Saggio
sui sacrameno.
Torino, 1988; Idem, Simbolo e sacramento.
Una rilettura sacramentale dell'esistenza cristiana, Torino, 1990 (edición
española: Símbolo y sacramento, Herder, 1991); S. Ubbiali,
Eucaristia e sacramentalitá, en: «La Scuola Cattolica» 6 (1982), pp.
540-576. Para el símbolo en las religiones, cfr. J. Ries (ed.),
1 simboli pelle grande religioni,
Milano, 1988; M. Eliade,
Inmagini e sbnboli. Milano. 1981 (edición española: Imágenes y símbolos,
Taurus, 1992).
32. La afirmación de santo Tomás
(S. Th. III, 64, 9), que ya hemos considerado, de que el ministro se
une con su intención a toda la Iglesia, constituye también, ciertamente, una
precisión con la que se sostiene que toda la Iglesia es sujeto operante en la
celebración de todos los sacramentos.
33. Cfr. H. Schlier, L'anrmcio nel
culto della Chiesa, en: 11 tempo della Chiesa, Bologna, 1966. Cfr.
todo el estudio, sobre todo las pp. 401ss.
34. /bid.
pp. 413ss.
35. M.J. Scheeben, o.c., p. 561.
36. A. Michel, Opus operaruni, en:
DThC XI, 1, Paris, 1931, cols.: 1084-1087.
37. El concilio de Trento expone su propia
doctrina en referencia, sobre todo, al pensamiento de los Reformadores. En lo
que a esto respecta, véase el parágrafo que se le dedica en el capítulo primero.
38. H. De Lubac, Cattolicismo,
Milano, 1978, p. 51 (edición española: Catolicismo, Encuentro. Madrid,
1988). El autor remite a M.J. Scheeben, o.c., parágrafo 82.
39. Sobre la causalidad sacramental cfr.
D. Bertetto, Note sulla causalitá sacramentaria presso i teologi
cattolici moderni, Torino, 1950; H. Bouéssé, La causalité
efficiente instrumentale de 1'humanité du Christ et des sacrements chrétiens,
en: RevTh 39 (1934). pp. 370-393; J.F. Gallagher, «Significando
causant». A study of sacramental efciency, Fribourg. 1965; L. Leeming,
Principies of sacramental theology, London-New York-Toronto, 1960;
J.H. Nicolas, La causalité des sacraments, en: RevTh 62 (1962), pp.
517-570; G. Van Roo, De sacramentis..., pp. 273-348.
40. Cfr. S. Th. III, 60. 3.
41. L. Giussani, Parché la Chiesa, tomo
2, p. 97.
42. J: G. Pagé. o.c., p. 125.
43. Sobre el carácter sacramental,
cfr. H. Moureau, Caractére sacramentel, en: DThC, 1I.2, Paris,
1923, cols. 1698-1708. Desde el punto de vista histórico, la necesidad de
reconocer, sobre todo al bautismo y al orden, un efecto permanente e
independiente de las disposiciones personales del receptor y del ministro,
condujo a la afirmación de lo que más tarde recibió el nombre de carácter. Se
llegó después al reconocimiento de un efecto equivalente en todos los
sacramentos. ese efecto recibió, más tarde, el nombre de res et sacramentum.
Se llegó a esa noción a través de una reflexión adecuada tendente a la
noción completa de sacramento. Para nuestra exposición sistemática nos ha
parecido oportuno y lógico empezar por aquello que es propio de todos los
sacramentos, para exponer, en un segundo momento, lo que es específico. bajo
este aspecto, del bautismo, la confirmación y el orden, esto es, el carácter
sacramental.
44. Para lo que se afirma en la
tradición, véase el estudio citado en la nota precedente. Cfr. asimismo G.
Van Roo, De sacramentis..., pp. 216-262.
45. R. Masi. Cristo, la Chiesa, i
sacramenti, Roma, 1968, p. 263.
46. En tomo a la doctrina medieval sobre el
carácter, cfr. J. Galot, La sature du caractére sacramentel. Étude de
théologie médiévale, Paris, 1956.
47. San Agustín, Ep. 185, 6,
23. Para el pensamiento de san Agustín, véase G. Van Roo, De
sacramentis..., pp. 170-174; 224-227, donde se ofrece también una
presentación crítica del estudio de N. Háring, St Augustin 's Use of
die world Character, en: «Mediaeval Studies» 14 (1952), pp. 79-97.
48. M.J. Scheeben, o.c., p. 573.
49. R.
Masi, o.c., pp.
306-307.
50. A.
Michel. Reviscence des sacrements,
en: DThC, XIII.2, Paris 1937, cols. 2618-2228.
51. S. Th. III,
62, 2.
52. S. Th. III. 62, 5;
III, 60,
5.
53. S. Th.
111. 60. 3.
54. Misal Romano, Canon
Romano: «Por eso, Señor, nosotros tus siervos, y todo tu pueblo santo, al
celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro
Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable
ascensión a los cielos, [...]».
55. J. Daniélou, Saggio su/
rnistero della storia, Brescia, 1963, p. 94 (edición española: El
misterio de la historia, Dinor, 1957).
56. Cfr. L. Giussani, Perché la
Chiesa, tomo 2, p.
91.
57.
L. Moraldi, Riccheza
perdura. Quale cristianesimo? Ricerche sui priori due secoli dell'era cristiana,
Cosenza, 1986, pp. 89-90.
58.
L. Giussani.
Perché la Chiesa.
tomo 2. p. 102.
59. H. Rahner, Miti greci
nell'interpretazione cristiana, Bologna, 1971, pp. 102-103. Además de este
estudio, que sigue siendo fundamental, véase también G. Bardy, La
conversione al cristianesinno nei priori secoli, Milano 19944,
(edición española: La conversión al cristianismo durante los primeros siglos,
DDB, Bilbao).
60. Misal Romano,
Oración para antes de la comunión: «Señor
Jesucristo, que dijiste a los Apóstoles: "Mi paz os dejo, mi paz os doy", no
mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y, con-forme a tu palabra,
concédele la paz y la unidad».
61.
L. Giussani,
Perché la Chiesa, tomo 2, p. 101.
62. D.
Barsotti, La vita in Cristo. 1 sacramenti
dell'iniziazione, Brescia, 1983, p. 139
63. A. Michel, Sacramentaux,
en: DThC, XIV.I, Paris, 1939, cols. 465-482.
64. Cfr. AA.VV., Religiositá popolare e
teologia popolare, en: «Communio» (ed. it.) 95 (1987).
65. M. Schmaus, I sacramenti,
Tori no. 1966, p. 123.
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Los sacramentos de la iglesia
Benedetto Testa
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