Una encíclica: ¿trivialidad o
genialidad?
http://www.revistaecclesia.info/index.php?option=com_content&task=view&id=4117&Itemid=49
Llega al límite
reconociendo que Dios es capaz de pasión y compasión, de amor y dolor con los
humanos y por los humanos.
HAY palabras que al
bien decirlas nos sentimos bendecidos por ellas, mientras que otras por el
contrario al mal decirlas terminan siendo malditas; desgastadas y desangradas
ellas terminan pervirtiéndonos a nosotros. Sólo recobrarán su belleza y
fecundidad originarias cuando un genio o un santo, pasándolas por su alma, las
profiera de nuevo. ¿Quién se atreverá hoy a cumplir esa tarea redentora de
ciertas palabras inolvidables?
La primera
encíclica de Benedicto XVI ha asumido esa ingente tarea: releer una relación tan
esencial para la vida humana, que necesitamos varias palabras para expresarla:
querencia, amistad, dilección, amor, caridad, y desde ella decir algo sobre
Dios, a la vez que sobre la relación que le une con el hombre. Desde Platón y
San Agustín hasta Kant y Newman, resuena irreprimible la pregunta: ¿Quién es
Dios, quién el hombre, qué relación va de Dios al hombre y del hombre a Dios? El
Absoluto ante el que siempre se sabe implantado el hombre, ¿es Poder o
Misericordia, Exigencia o Gracia, Silencio o Palabra? Lo más grave que le puede
ocurrir a un hombre es tener miedo a Dios, pensar que es su enemigo o el límite
de su libertad, cuando en realidad él es su fuente y su fundamento perennes.
¿Nos atreveremos a
comprender a Dios como amor y al hombre como criatura amorosa, receptor y
prolongador de ese amor? La osadía del cristianismo al definir a Dios como amor
determina también la comprensión del hombre y de su forma de vida. No se trata
de una propuesta filosófica o de una reflexión moral sino de una experiencia
hecha a la luz de la historia de un pueblo y de un hombre. El texto bíblico
clave de toda la encíclica, que tiene su falsilla en la 1ª Carta de San Juan, es
éste: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (4,16).
La sencillez del
texto pontificio es engañosa: detrás de él está toda la historia del pensamiento
occidental y con ella silenciosa y humildemente dialoga el Papa. ¿Qué ha
ofrecido el pensamiento griego a la humanidad en este orden? Una propuesta
metafísica, estética y ética desde una visión ascendente, que parte del hombre y
llevado por el impulso hacia lo alto, bello y absoluto, le mantiene en perenne
búsqueda del Bien, la Idea, la Belleza, el Ideal moral. El cristianismo aparece
como plenitud de los tiempos; cuando la humanidad había madurado y era capaz de
ser oyente de la divina palabra; pero no repite lo sabido y conocido ni por el
helenismo ni por el judaísmo.
La afirmación
esencial del cristianismo es que Dios ha descendido hasta ese hombre creado para
tales ascensiones, ha compartido su destino, ha gustado su pasión de existir y
así se le ha revelado como amor. El amor no es un imperativo ni una exigencia
sino un don previo, al que se responde con la misma palabra y moneda. No
responderle significaría que no había sido reconocido como tal. Lo más esencial
no es lo que el hombre hace o tiene que hacer, sino lo que Dios ha hecho por él,
la precedencia divina, que abre un camino para que el hombre marche hacia un
encuentro personal con él. Dios, que ha creado al hombre para ser su compañero
de viaje, comparte el destino de su amigo hasta el final. El amor se revela
definitivamente en la cruz donde Dios, en su Hijo Jesucristo, padece, comparte y
supera el destino del hombre, mortal y pecador.
El amor sólo es
reconoscible y respondible cuando se expresa en la compasión que asume y en la
debilidad compartida. Un amor absoluto en la distancia es humillante y no
redime; sólo redime el que com-parte y com-padece con la persona amada. La
definición de Dios como amor ha nacido y es creíble en la luz de la cruz v
resurrección de Cristo. Narrar esa historia e invitar a corresponderla con amor
ha sido la tarea suprema de la catequesis cristiana, genialmente formulada por
San Agustín («historiam narrare et ad dilectionem monere») en su obra «Sobre la
instrucción en la fe cristiana a los que la desconocen».
Pero todo esto, ¿no
es una trivialidad conocida desde siempre? Conocida y olvidada. Lo más grave que
le puede ocurrir a una persona o a una generación es sólo «consaber», es decir
olvidar la raíz de la que nacen y así quedar desarraigados. La encíclica es una
confrontación silenciosa con el platonismo, el judaísmo y el islam. Frente al
eros del platonismo y al nomos del judaísmo, expone lo que, prolongando
legítimas intuiciones en aquel y divina revelación en este, ofrece de específico
el cristianismo (ágape). En el horizonte del pensamiento moderno, la encíclica
tiene detrás la postura de Lutero y cierto pensamiento protestante que, llevado
de su acentuación del pecado, proyecta una mirada negativa sobre lo que este
desencadena en el hombre. Desde aquí se contrapone el eros, como impulso
ascendente, posesivo, impuro, propio del hombre pecador, al ágape, o amor
generoso, oblativo, de pura benevolencia, propio de Dios y del hombre redimido.
El libro del sueco A. Nygren (1890-1978), «Eros y Ágape. La noción cristiana del
amor y sus trasformaciones» (1932-1937), llevó la contraposición al límite,
oponiendo así el orden de la naturaleza y el orden de la gracia, la pasión
humana y el amor divino.
La encíclica
recupera una visión unificada de creación y redención, de amor divino y amor
humano, de eros y ágape. Llega al límite reconociendo que Dios es capaz de
pasión y compasión, de amor y dolor con los humanos y por los humanos. La cita
del Pseudodionisio, que define a Dios como eros y ágape al mismo tiempo, vale
por toda una biblioteca y deja fuera de juego mil objeciones a la comprensión
cristiana de Dios. Esta es tan ingenua como revolucionaria. Para los griegos y
paganos de todos los tiempos la verdad es la inversa: «El amor es dios». En su
reducción de la teología a la antropología, Feuerbach reasume esta fórmula e
intenta absolutizarla. La encíclica tiene ese trasfondo e intenta mostrar que
amor en Dios y amor en el hombre están en correlación, pero hay que diferenciar
estableciendo primacías.
El último trasfondo
de diálogo son Kant y los intentos de reducir el cristianismo a moral o en todo
caso hacerlo pasar por la aduana de la moralidad para convalidar su propuesta y
otorgarle derecho de ciudadanía en la sociedad. La fenomenología del siglo XX (R
. Otto, M. Scheler, R. Guardini, M. Eliade...) ha mostrado que la religión no
vive con permiso de la metafísica, de la ética o de la estética, que es un
universo propio de realidad, que como ellas tendrá que mostrar su aportación a
la vida humana pero desde su orden propio y no por sumisión a aquellas. No hay
mera razón sino razón extensible o reducida, oyente de una posible palabra
superior a ella o cerrado en sus límites. Cuando Kant repite que «no es esencial
y por tanto no es necesario saber lo que Dios ha hecho por el hombre sino saber
qué tiene que hacer él mismo para hacerse digno de la asistencia divina», se
coloca en los antípodas del cristianismo, expresado en las afirmaciones
bíblicas, que constituyen el centro de la encíclica: Dios nos ha amado primero y
nosotros tenemos que trasmitir ese amor.
Este texto
pontificio les parecerá simple y trivial a quienes no lo descubran como un
diálogo lúcido y generoso con la conciencia crítica de la modernidad. La primera
parte del siglo XX estuvo centrada en torno a la fe (modernismos, fascismos,
dogmatismos...); la segunda en torno a la esperanza y los consiguientes
proyectos revolucionarios (Teilhard de Chardin, Marcel, Laín Entralgo, Bloch,
Moltmann...). Ahora ¿será posible pronunciar esa palabra nueva «ágape» (amor,
caridad) con todo su peso de verdad y dignidad, como definidora y definitiva
tanto para Dios como para el hombre, sin esperar a tener el mundo redimido,
mientras intentamos todas las transformaciones necesarias? ¿No es el amor la
condición necesaria para redimirlo? Proclamarlo es el atrevimiento tan humilde
como genial del autor, propuesto como exigencia para los cristianos y como
oferta a todos los hombres.
http://www.periodistadigital.com/religion/object.php?o=318546
«Ahora que no está
unida a un sector político se puede hablar de teología de la liberación»
«La Transición
política la hacen la izquierda, la universidad, el mundo obrero y la Iglesia»
Miércoles, 8 de marzo 2006
Olegario González
de Cardedal nace en Ávila en 1934 y estudia en Oxford y en Múnich. Participó
en la tercera sesión del Concilio Vaticano II (otoño de 1964), ha sido miembro
de la Comisión Teológica Internacional y ha enseñado en las aulas centenarias de
esta Universidad Pontificia durante más de cuarenta años. Miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas, de su extensa obra cabe citar libros
como «La entraña del cristianismo», «Meditación teológica desde España», «Elogio
de la encina», «Raíz de la esperanza», «Dios», «La palabra y la paz» o «Sobre la
muerte», y ha dirigido «La Iglesia en España, 1950-2000».
-El Concilio tuvo una importancia extraordinaria porque, entre otras cosas, se admitió la libertad de conciencia y de culto, y se consagró la democracia. Sin embargo, el Régimen lo vivió como una traición.
-El Vaticano II significó una cosa para Francia, otra para Italia, otra para Alemania y otra para España. La pregunta es en qué sintonía estaba España respecto de las ideas que llegaron maduras y el Concilio desarrolló. En eso hay que confesar con toda humildad que estaba en los antípodas. Recuerde que a mediados de los 50 hubo un intento de apertura cultural con Ruiz Jiménez, ministro de Educación, Laín Entralgo, rector en Madrid y Antonio Tovar en Salamanca, que obtuvo una durísima reacción de algunas derechas políticas y eclesiales, tanto que se produjo un movimiento de repliegue político, social y cultural muy fuerte. Todo eso queda entre paréntesis cuando el 25 de enero de 1959 Juan XXIII convoca el Concilio. El Concilio coge a la España oficial a trasmano. La afirmación, por tanto, es de carácter colectivo, oficial, político. El Vaticano II es un fenómeno muy amplio, muy profundo. En España fue recibido, principalmente, en la medida en que tuvo repercusiones políticas: el decreto sobre libertad religiosa, el decreto sobre ecumenismo y la constitución pastoral «Gaudium et spes». En el orden eclesial, las otras tres constituciones también fueron decisivas.
-¿No es impensable la Transición política en paz sin el Concilio?
-Fue la preparación providencial de las conciencias para que, descubriendo que la reforma es una exigencia coherente con los principios católicos, se preparara la Transición política. Porque si en el orden más profundo de la fe la reforma no era una traición, sino una perfección de lo creído, con eso los ciudadanos católicos se abrían a pensar que la reforma en el orden político, civil y laboral tampoco era una traición a la conciencia española de siempre ni a la fe de la Iglesia, sino la expresión de una mayor fidelidad. No sabemos cómo hubiera sido la Transición de no haber existido el Vaticano II. Hay que decirlo con toda claridad: la Transición la hacen la izquierda, la universidad, el mundo obrero y la Iglesia. La burguesía media que luego llegó al poder no estuvo en las batallas de la Transición. La Iglesia fue un fermento de libertad, de reconciliación y de esperanza. Desde la Hermandad Obrera de Acción Católica de Guillermo Rovirosa los locales de la Iglesia eran el único ámbito de libertad. Cosa que obligaba a la Iglesia, porque quien tiene libertad, tiene que hacerla no un privilegio propio, sino un medio para que sea de todos. En ese sentido, el franquismo consideró que la Iglesia le estaba traicionando. Era verdad. Lo que pasa es que la Iglesia tiene una capacidad de experimentar cambios que los regímenes políticos no tienen. Roma tiene 25 siglos de capitalidad, 20 siglos de cristianismo y ha visto de todo. Por tanto, no pestañea.
-Volvamos al Concilio... ¿qué llevó a la Iglesia a tamaña reflexión?
-En los años 60 había una gran cuestión que venía desde el Vaticano I, que fue un agravio y una tragedia. ¿Por qué? La Iglesia se había propuesto hacer una gran reflexión sobre la fe, el Evangelio y su misión en la Historia. Pero ese horizonte de reflexión pastoral se fue angostando. No los temas teológicos, sino los eclesiológicos; no toda la eclesiología, sino sólo el lugar del obispo de Roma como vicario de Cristo; no toda la reflexión teológica, sino sólo su función magisterial. Y luego, por las prisas de la guerra franco-prusiana, sólo la función magisterial del Papa de Roma en situaciones límite y su capacidad de tomar una decisión última de orden infalible. Entonces, la gran constitución sobre la fe y la gran constitución sobre la Iglesia quedan en silencio ante el hecho de haber definido al Papa infalible. Desde fuera dicen: manda uno y todos obedecen, piensa uno y todos callan. Pero ese trauma provoca en la conciencia católica una inmensa reacción de redescubrimiento de la identidad como comunidad de fe. El redescubrimiento de la Biblia como fuente de inteligencia. Y el redescubrimiento de la espiritualidad del Dios vivo... Están Santa Teresa de Lisieux e Isabel de la Trinidad, surgen los movimientos bíblico, litúrgico, patrístico, ecuménico, en orden a una recuperación del cristianismo en su originalidad, su fecundidad y su catolicidad. Y todos estos grandes cauces van a desembocar en el Vaticano II que se centra en dos grandes propuestas. Primero, sobre la misión de la Iglesia hacia dentro y hacia fuera. Y segundo, el diálogo con la conciencia crítica de la modernidad a partir de la Ilustración, en orden a superar la dicotomía entre conciencia humana y conciencia eclesial.
-Sin embargo, uno de los frutos del Concilio, la llamada teología de la liberación, se convirtió en una fuente conflictos. ¿Qué ocurrió?
-La teología de la liberación es la prolongación del método expuesto en la «Gaudium et spes». Partiendo de la realidad, se analiza qué sintonía, qué distancia, qué rechazo se tiene con respecto al Evangelio. Si el Evangelio es una lucha de vida, de libertad y de esperanza, ¿qué palabras, hechos, instituciones y formas de vida proponemos cuando rigen no la libertad sino la dictadura, no la justicia sino la injusticia, no la vida sino la muerte? Eso es lo que está en el origen y eso es sagrado. Pero, ¿cómo se pasa de esa propuesta a una articulación política? Y ahí es donde entra el marxismo y donde se produce el problema. Claro, el marxismo da una interpretación materialista de la realidad, de la historia, de la economía, de la política y de la cultura. El problema es que ésa es «una» interpretación, pero hay otras. Por otro lado, hay que reconocer que dentro de la comprensión eclesial hay pluralismo, no todos consideramos las mismas primacías, las mismas urgencias, las mismas negatividades.
-Pero ¿qué pasó?
-La gran cuestión es que la teología de la liberación quedó afectada en su nacimiento por la situación del mundo dividida en dos bloques, y afectada luego por el hundimiento de uno de esos bloques. Se queda sin respaldo social, cultural, político. Ahora es cuando sí hay que hablar de teología de la liberación, cuando no va unida a un sector político. Ahora es cuando se tiene libertad y debe ejercer esa libertad para discernir, asumir y criticar las propuestas políticas que se ofrecen.
-¿En qué medida el catolicismo de resistencia polaco de Karol Wojtila marcó el declive de la teología de la liberación, desplazando, además, la influencia de los jesuitas hacia el Opus Dei, que participó en aquella lucha suya contra el comunismo?
-La historia de Juan Pablo II es la que es, uno no inventa su historia. Uno no nace, le nacen. Juan Pablo II no eligió Polonia ni el año veintitantos. Él tuvo esa historia y la gran cuestión es cómo la vivió, cómo respondió a ese desafío local y temporal. Y en eso, mire, cuando uno lee más sobre el tema, ve la grandeza heroica de un huérfano que interrumpe la ilusión de vida, que era ser actor teatral, para ser fiel a la fe, a la Iglesia y a la nación. Es sencillamente admirable. Luego, en sus años posteriores mantiene esa confianza en la identidad cultural de Polonia y en la capacidad histórica de resistencia de la fe. La gran cuestión no es cómo es Papa sino por qué lo eligen. Había ya un giro interno de la Iglesia. Ciertas cosas no podían seguir ocurriendo. Y esa convicción de que ciertas cosas no podían seguir ocurriendo y de que otras cosas son inolvidables y tienen que ser actualizadas es la que hace que se elija a Juan Pablo II, quien viene lógicamente con la historia que ha vivido. Y, por tanto, con una distancia entre sonriente e irónica frente a una Europa que se había preparado para ser la expresión occidental del proyecto socialista. Incluida la Santa Sede con la «ostpolitik» del cardenal Casaroli. Para él era el desistimiento y la renuncia a los valores de la libertad y a la comprensión cristiana de la vida. Hay muchas cosas que se pueden matizar, pero decir que Juan Pablo II no había hecho la Ilustración, eso no. Todos hubiéramos esperado que no se afirmara sólo un grupo, sino otros muchos grupos, no sólo unas figuras masculinas, sino también femeninas. En cualquier caso, las cosas hay que valorarlas en cada país y en cada época. No es lo mismo el Opus en España que en Alemania. En España es un factor político, económico, cultural y eclesiástico, y ha monopolizado Gobiernos durante el Régimen de Franco. En otros países sólo es un fenómeno religioso. Por su parte, la Compañía de Jesús es una de las inmensas aportaciones de España a la Iglesia Universal. Por lo que el Vaticano II ha significado como expresión de libertad, de modernidad, de reconocimiento de autonomía tenía que crear en ella una crisis, porque si una institución hubo de obediencia incondicional, ésa era la Compañía. El anuncio del Evangelio y la lucha por la justicia son sagradas, pero no se puede decir que sean cosas idénticas. No son separables pero tampoco identificables.
http://www.conoze.com/doc.php?doc=2140
España ha hecho en
los últimos cuarenta años conquistas admirables: la recepción generosa del
Concilio Vaticano II, la normalización democrática y constitucional, la
reconciliación histórica, la integración en Europa, la superación fundamental de
la pobreza por los sucesivos planes y procesos económicos. Junto a estos grandes
logros seguimos con problemas de fondo pendientes: el decrecimiento de la
población que nos obliga a depender de la inmigración, con las tareas, peligros
y riquezas del mestizaje cultural; el terrorismo que no cesa por la complicidad
de aquellas capas sociales y partidos políticos que anteponen su propia
afirmación a la defensa de la vida y libertad de todos; la escuela como lugar
concreto de formación de personas, ciudadanos y profesionales. Con el término
«escuela» me refiero aquí al espacio intermedio entre el «jardín de infancia» y
la «universidad», en el que la persona humana se abre conscientemente a la vida,
descubriendo sus horizontes, valores y límites e insertándose de un modo u otro
en la existencia. Con razón se ha dicho que uno es de donde ha hecho el
bachillerato y es tal cual era el bachillerato que hizo.
La escuela es hoy
el primer problema moral de España, resultante de muchas causas. El incremento
de saberes, métodos e instrumentos es tal que no es fácil saber qué materias
deben constituir el tronco de saberes objetivos y universales (instrucción), de
valores e ideales de sentido (cultura), de actitudes y criterios cívicos
(educación) que deben transmitirse en ella. (Es significativo que el Ministerio
responsable haya tenido esos tres nombres sucesiva o acumulativamente). Es
problema resultante también de lo que es un inmenso logro social: el acceso de
todas las clases a la enseñanza. Esa universalización no ha ido acompañada por
la necesaria personalización, concluyendo en algunos casos y lugares en
masificación. El tercer origen de los problemas es la suplantación de la escuela
como lugar personal de transmisión directa de saberes y valores por otros
ámbitos, instancias y poderes anónimos, que sin responsabilizarse de los
resultados y con intenciones no gratuitas emiten mensajes, reclaman atención y
subyugan conciencias (partidos políticos, información mediática visual,
propaganda que apela a lo primordial instintivo, dejando como impensable,
innecesario o inválido el esfuerzo intelectual y la honestidad moral).
Sobre este fondo la
consecuencia más grave es la impotencia sentida para educar, la desilusión y
depreciación social de los profesores. Se sienten impotentes o reducidos a la
insignificancia ante el acoso social de los padres, alumnos, sindicatos,
partidos políticos, opinión pública. Un libro francés lleva este significativo
título: ¿Es posible educar en democracia? Por supuesto que sí, pero el cómo es
la cuestión pendiente. El hecho más grave, sin embargo, es la desproporción que
existe entre el respeto, aprecio y agradecimiento que la sociedad ofrece a la
cultura y la ciencia por un lado, y por otro el que ofrece al juego, al
espectáculo y a la diversión de masas. Una sociedad y una cultura en las que los
futbolistas son alguien, «ídolos» y millonarios, mientras que los educadores,
investigadores y poetas son depreciados y menos reconocidos socialmente, han
perdido la autoridad moral para exigir a los educadores que transmitan valores e
ideales, porque niegan con hechos lo que les piden.
En esa escuela
comienza el próximo curso a transmitirse enseñanza de la religión. Esta tiene
dos dimensiones igualmente constituyentes: la objetiva y la subjetiva. La
primera la forman: las personalidades fundadoras, relatos, libros, cultos,
templos, comunidades, ideas, ideales, instituciones, arte, moral, utopías. Todo
ello ha dado origen a un conjunto de ciencias: fenomenología, historia,
psicología, sociología, filosofía... de la religión. La otra dimensión es la
subjetiva o la religión en la medida en que es vivida consciente y libremente
como verdad real determinante de la existencia personal. Ella pone al hombre en
relación con un Ser supremo invocado como sagrado y nombrado Dios. Así
comprendida, la religión confiere sentido a la existencia, nuevas potencias de
vida, libertad crítica frente a la absolutización de este mundo, esperanza de
salvación. Cuando se refiere a personas y hechos históricos, comprendidos como
revelación divina, entonces hablamos de fe. Y cuando ésta, con rigor, método y a
la altura del tiempo, reflexiona sobre su origen, presupuestos, contenidos y
consecuencias, entonces tenemos la teología.
En la actual
configuración de Europa, además del judaísmo y del Islam, ha sido decisivo el
cristianismo. De él, en diálogo incesante con el mundo de Grecia y Roma, la
Ilustración y la modernidad, han surgido las categorías de persona, libertad,
comunidad, prójimo, historia, esperanza, vocación, misión, responsabilidad,
derechos humanos y hasta la propia ciencia y democracia. El reconocimiento de
todo hombre como imagen de Dios llevó consigo el reconocimiento de su valor
absoluto. Ello ha hecho posible y necesario el ordenamiento jurídico y social
que tenemos hoy. Olvidar, excluir, cegar o no cultivar ya esas fuentes de
orientación para la vida humana equivale a serrar la rama del árbol sobre la que
estamos sentados, pensando que separados del tronco podremos crecer con mayor
autonomía y fecundidad.
La escuela queda
abierta a estas realidades para integrarlas en la forja personal de los
españoles. La religión, pensada en su forma y en sus deformaciones, debe ser
enseñada con el mismo rigor, seriedad y exigencias que las demás disciplinas.
Cada ciencia tiene luego su orden de realidad y de racionalidad propios, pero
todas deben estar abiertas a la verificación y confrontación con los demás
saberes. La arqueología, la bioquímica, la literatura, la teología, la ética, el
derecho, tienen en común el ofrecer saberes objetivos, con voluntad de
universalidad, queriendo ensanchar y enriquecer la vida humana, pero cada una
colabora a esos fines con sus contenidos, racionalidad y método propios.
La religión tendrá
dos formas de enseñanza en la escuela: una la correspondiente a la mayoría de la
población que la solicita en el ejercicio de sus derechos primordiales y que
luego la legislación articula. Otra la que por responsabilidad propia la
autoridad educativa establece, ya que tal saber resulta esencial para comprender
lo que ha sido la historia humana general y nuestra particular historia
hispánica, a la vez que necesaria para que el trato entre grupos religiosos
distintos sea real convivencia y no mera tolerancia en espera del resarcimiento.
Si en 1970 llegó a parecer indiscutible que política y economía eran los dos
poderes determinantes de la vida humana, en 2003 es evidente que culturas y
religiones son potencias más originarias y radicales. Ignorarlas es, primero,
desconocer al hombre y, después, despreciar a la sociedad.
La nueva situación
educativa es una oportunidad histórica para la maduración cultural de todos,
superando radicalismos fundamentalistas y laicistas. Correspondiendo por un lado
y respetando por otro la libertad de todos, en un caso se estudia la religión
como hecho humano general (cultura) y en el otro como hecho vivido en la fe, que
-como en el caso cristiano- sitúa en el centro de esa historia la revelación de
Dios en Cristo (teología). Admitida la diferencia hay que subrayar lo que ambas
tienen en común (contenido, rigor, método, seriedad, lenguaje, aportación
formativa, responsabilidad social). Lo decisivo es la forma de enseñarla: la
cualificación y la dedicación del profesorado, que en ningún caso hará
proselitismo ni juzgará la fe personal. Lo mismo que en derecho, filosofía y
ética el profesor no juzga el sentido de la justicia, la sabiduría interior o la
vida moral del alumno sino los saberes y técnicas objetivos de cada uno de esos
campos igual ocurre con la enseñanza de la religión.
Conocimiento de lo
universal y humanamente significativo, construcción de la concordia social
dentro de la diferencia reconocida, fundamentación y cultivo de lo que son
logros ya irrenunciables de la humanidad (libertad, derechos humanos,
solidaridad con el prójimo...): esas son las grandes tareas que tiene delante de
sí la escuela siempre y, en su orden propio, son las que tiene que asumir
también la nueva enseñanza de la religión. Ella puede ser un bello y eficaz
puente tendido hacia una España más cualificada y moderna. Tristísimo sería que,
por recelos, discordias o sencillamente incapacidad e indolencia al asumir esta
tarea, este nuevo puente no llegara a la otra ribera.
http://www.conoze.com/doc.php?doc=859
Cada ser humano
tiene su lugar de nacimiento personal, donde sus raíces arraigaron o donde
quedaron al aire, sin humedad y sin jugo. Arraigo o desarraigo, confianza
fundamental en la vida o distancia resentida frente a ella, ¿quién nos los da?
¿De qué somos al final hijos: de la calle, de la escuela, de la familia? ¿De la
compañía que suscita y sostiene la libertad o del aislamiento y abandono que nos
dejan desvalidos ante el futuro?
La infancia y
adolescencia del hombre se forjan entre esos tres ámbitos de realidad y de
sentido: familia, calle y escuela. El rostro personal de la madre y el maestro
otorgaban antes las fibras primarias del tejido de la vida, en el que se
insertaban otras secundarias, hoy la situación se ha invertido. Es la calle la
que arrastra orientación y determina convicción. A la situación de la familia y
de la calle debemos mirar a la hora de comprender el logro o fracaso escolar. La
escuela era antes factor configurador; hoy, en cambio, es factor derivado.
¿Tiene fuerza en el orden psicológico para ser creadora de actitudes personales
y personalizadoras?
Ya no es posible
recluirse en los contextos naturales de origen, familia, religión, raza,
despreciando lo que la historia, cultura y racionalidad han conquistado como
saberes, derechos y responsabilidades. Ni el capitalismo ni el socialismo, ni el
cristianismo ni el islam pueden pretender ser forjadores de identidades
cerradas. La abertura a la alteridad, el ensanchamiento a la historia y el
diálogo como búsqueda cooperativa de la verdad son los caminos de lo humano y de
lo divino. Tenemos que conjugar identidad propia y universalidad ciudadana,
verdad y libertad, afirmación del individuo y solidaridad humana.
Si la familia es la
matriz primera de la identidad, la escuela es la puerta que abre hacia la verdad
histórica del hombre y hacia la personalidad compleja. Sin arraigo primigenio no
hay capacidad de vuelo hacia las alturas y distancias; pero sin vuelo hacia
otros mundos, el mundo propio se convierte en una cárcel. Occidente inclina hoy
a fiarlo todo a la escuela, como lugar de la razón pública y social, mientras
que el islam parece inclinar a fiarlo a la familia.
La relación entre
familia y escuela ha sido alterada y de su distonía derivan muchos problemas
escolares. ¿Qué ha variado en la estructuración de la familia en los últimos
años? Ha cambiado casi todo, comenzando por el contexto rural en el que se
forjó. Hemos pasado de una situación local, estática, a una movilidad y
dinamismo permanentes. Ha variado el orden de autoridad y las primacías de
decisión, pasando a la igualdad jurídica y moral entre padre y madre. A la
familia ancha y compleja, construida por abuelos, tíos, primos, que otorgaba a
sus miembros conciencia de variedad, complejidad, apoyo y confianza ha sucedido
otra, recortada y mínima, con sola madre o solo padre; en muchos casos dos
hijos, en otros uno solo. Antes educaban los hermanos en compañía y choque, en
reciprocidad y sostén. La variedad de hijos llevaba consigo el recorte y el
soporte entre ellos, el despego psicológico, sin que los padres los miraran como
espejo de autocontemplación narcisista (la llamada «religión de los hijos»). Han
variado las condiciones de trabajo y de vivienda. De ahí resulta también otro
hecho que comienza a alterar los tejidos interiores de los hijos sobre todo en
los niveles profesionales medios y altos: muchos hijos sólo ven a sus padres de
nueve de la noche a nueve de la mañana. El resto del día quedan entregados a
cuidadoras procedentes de otras culturas e incluso de otra lengua, o trasferidos
a esas zonas de espera impaciente, en que se convierten las guarderías, donde
los educadores sustituyen a los brazos maternales, que con su ternura aportan la
confianza fundamental, necesaria para existir sin difidencia en el mundo.
A la uniformidad
cultural de antaño, está sucediendo la diversidad cultural, racial y religiosa;
con mutaciones que no provienen sólo de hechos externos sino de convicciones
internas. ¿Cómo se vive la vida naciente y cómo se acoge tanto a las madres
gestantes como a los hijos que traen a este mundo? El drama supremo de Europa es
el rechazo de la vida en un sentido y su apropiación en otro. Este giro de
conciencia es el que debemos analizar, preguntándonos si él es garantía de mayor
fecundidad y valor moral o si no está amenazando en la propia raíz a nuestra
dignidad y con ella nuestro futuro. Cuando se comprende la vida como don de
Dios, se la acoge con agradecimiento, se la valora infinitamente y se favorece
su perduración ulterior. Los venideros tienen derechos que no podemos cercenar.
La vida humana surge y crece con unas condiciones objetivas materiales y
esponsales, que no podemos alterar a nuestro gusto. Están en juego las futuras
personas.
La escuela sola no
tiene capacidad para superar esos retos. Hay que repensar la estructura interna
de la familia, para integrar las nuevas y admirables conquistas de trabajo y
profesión de ambos esposos en un marco, que no convierta a uno de ellos en
víctima. Hay que rehacer la valoración de la madre y de la familia con
protección legal, apoyo económico y defensa moral frente a la trivialización
maligna que ahora está padeciendo. Hay que proveer a unas actitudes, instancias
e instituciones de prevención y no sólo de curación. Es desproporcionada la
relación entre presupuestos y medios otorgados a superar el sida, la droga o la
violencia en la familia, y los otorgados a prevenir esas lacras. No se puede
trivializar la educación sexual ni banalizar el amor hasta el límite de su
degradación personal en las relaciones entre la juventud, dejándolo todo al
remedio de utilización de preservativos o la píldora del día siguiente. ¿Es
posible una educación mínimamente humana, digna y con capacidad de futuro, si en
privado y en público no se orienta con ideales y criterios ni se robustecen las
actitudes personales y las capacidades morales con una palabra tan relegada como
necesaria: las virtudes?
Hay que reordenar
la familia en clave personal y reorganizarla en clave social, jurídica y fiscal,
de manera que pueda asumir su papel educativo. Hay que fijar la tarea de
formación y de extensión propia de la escuela. La colaboración crítica entre
ambas logrará hacer ciudadanos, hombres, hermanos. Nos alumbrará la capacidad
para la diversidad y comprensión del que viene de lejos. La recepción de
inmigrantes en Europa no debe ejercitarse desde el recelo. El que está y el que
viene, ambos tienen una palabra que decir. «Oh alma mía, estate preparada para
la venida del Forastero/ estate preparada para aquel que hace preguntas» (T.S.
Eliot). La policía no es la primera llamada a superar los problemas de
convivencia entre culturas y continentes sino la vigilancia del espíritu, la
actitud fraterna, el conocimiento del prójimo en su historia, cultura y
religión. De su casa a nuestra escuela debe ir un camino de acogimiento, no de
rechazo y desprecio humilladores, que siembran la simiente del resentimiento y
de la venganza.
Familia como hogar,
escuela y taller; reconstruida desde dentro de ella misma y apoyada por las
instancias sociales para que pueda cumplir su misión. La escuela no la puede
suplir. Escuelas como familias; familias como escuelas. Escribo estas líneas
cuando Juan Pablo II canoniza a José Manyanet, fundador de los Hijos de la
Sagrada Familia y las Misioneras de Nazaret. Él fue quien estuvo en el origen de
«La Sagrada Familia», ese milagro de genio, de santo y de pobre que levantó
Gaudí, con sus torres como llamas de luz para los hombres y de alabanza para
Dios.
http://www.conoze.com/doc.php?doc=855
Ayer el Papa
canonizó al padre Manyanet, inspirador del templo de la Sagrada Familia de
Barcelona, la gran creación del arquitecto catalán Gaudí, quien también se
encuentra en proceso de beatificación. El verdadero sentido de ese acto
litúrgico nos lo ofrecía el catedrático de la Facultad de Teología de Salamanca,
Olegario González de Cardedal, en un artículo magistral aparecido el viernes
pasado, paradójicamente, en el diario «El País». Recordaba, entre otros
acontecimientos históricos, aquello que escribió Unamuno sobre el templo durante
su visita a Joan Maragall en Barcelona: «A la gloria de Dios se alzan las
torres», y luego se atrevía a formular, sin concesiones hacia galerías
debilitadas, una defensa inteligente, sincera y valiente sobre la familia, así
como un alegato contundente, comprensible y respetuoso contra su trivialización.
¿Por qué, se
pregunta González de Cardedal, ha perdurado el pueblo judío con tal dignidad y
fecundidad cultural pese a tanto dolor y genocidio? Además de la respuesta
teológica, el académico y sacerdote encuentra otra «a ras de tierra y de
tejado». El pueblo judío perdura porque en él han sido sagradas la realidad de
la familia y de la madre, la de la casa y la del libro, la memoria y la
identidad. «Sin familia no hay arraigo en la existencia; sin el amor que ella
ofrece la libertad es mera soledad desesperanzadora; sin el cobijo que ella
emite no hay implantación gozosa ni germinación creadora en el mundo». Una de
las cosas que más me sorprendió de Zapatero fue cuando hace dos años, en el
verano de 2002, cogió al Partido Popular con el pie cambiado lanzando un
atractivo programa de impulso de la familia, por un lado, y de la seguridad
ciudadana, por otro, al tiempo que anunciaba que no subiría los impuestos. Por
lo que respecta a la familia, es probable que esas limpias promesas dichas
entonces se conviertan en agua de borrajas; o las transforme en esa especie de
«barra libre» ya anunciada, que no es otra cosa que la trivialización de la
familia a la que se refería González de Cardedal en su artículo de «El País».
La familia es el
pilar de la sociedad, algo muy simple: una especie de compañía de socorros
mutuos, para los creyentes unión sagrada, compuesta por una mujer, un hombre y
los hijos de ambos. Es probable que existan otros modelos familiares distintos o
extravagantes, pero el que entendemos todos por familia, con sus variables que
van produciéndose a lo largo de la vida, es el que debe impulsarse y protegerse.
La igualdad nada tiene que ver con la confusión, el papel de la madre no es el
mismo que el del padre, los hijos es bueno que tengan un modelo masculino y otro
femenino. La libertad no consiste en la disolución de la familia, en la ausencia
de reglas morales o en el rechazo de la autoridad legítima de los padres. Y, por
ultimo, la fraternidad, esa escuela de solidaridad que se va forjando día a día
entre los hermanos que conviven bajo un mismo techo, es difícil que pueda
desarrollarse en familias en las que apenas hay hermanos.
http://www.ciberiglesia.net/discipulos/03/03prensa-tresmaestros.htm
¿Desde dónde se puede y se debe escribir la historia de España? ¿Qué atalaya
permite columbrar más lejos, discernir más claro y penetrar más hondo en sus
procesos, instituciones, problemas? Unamuno repetía que la historia del mundo se
puede escribir desde los centros económicos, políticos y culturales de poder,
para que la aprendan en la escuela los niños de Matilla de los Caños, o por el
contrario, se puede escribir desde Matilla de los Caños, para que los
protagonistas que deciden esa historia se enteren de cómo la gozan y sufren los
pasionistas de sus decisiones soberanas. Porque hoy ya cada persona es un voto,
y cada voto puede decidir el destino de una aldea o del país más poderoso del
mundo. Por eso hay que volver la mirada a cada vida humana, porque en cada
terrón de tierra, que se disuelve en el mar, está implicado el entero
continente, y en cada muerte morimos todos los hombres.
Al acercarse el final del siglo, es necesario realizar una operación de
consumación del tiempo para que no se nos agote como se agota el agua de un
cántaro, pasan las horas del reloj o cesa el temporal de lluvia. El tiempo sólo
es humano, a diferencia del tiempo cronológico, si el hombre lo toma en su
propia mano, si vuelve la mirada a su trayecto, discierne sus contenidos,
reconociendo y rechazando lo que fue injusto, falso e inhumano, a la vez que
reafirma lo que con él la libertad forjó de verdadero, limpio y eterno.
Consumado de esta forma el tiempo, es acrecentamiento de conciencia y génesis de
libertad, porque, así purificada la memoria y reconstruida la dirección de la
vida, puede el hombre recobrar el tino. Lo que digo del individuo vale también
de las instituciones y de los grupos, de las minorías de sentido y de las
naciones.
Yo no puedo acercarme al final del siglo XX sin poner ante mis ojos lo que han
sido las raíces de mi destino personal y las del destino del país en el que he
vivido. Necesito recordar los elementos, nutricios del amor o generadores del
odio, en medio de las personas entre las que he existido y pensado. Soy hijo de
la República, crecí durante la guerra civil y me formé en los decenios
subsiguientes. Fueron tan fieros esos tajos en la convivencia nacional, que sólo
tras largos decenios dejaron de rezumar sangre las heridas. Y es tanta su
hondura y tan frágil la sutura, que al primer temor profundo de conciencia o
aparición de fenómenos inesperados, vuelven a supurar. Por eso es necesario
recordar con lucidez, asumir con responsabilidad y, en el perdón que olvida,
pasar a un siglo nuevo, que no sea víctima de las pasiones y desgarros de su
predecesor. Esto no es ingenuidad, sino magnanimidad; no es negación de lo
ocurrido, sino salto en libertad sobre la perversidad del corazón, afirmación
actual de humanidad sobre la inhumanidad que prevaleció entonces.
Cuando vuelvo la mirada a mi origen, compruebo que nací en un lugar donde se
estaba decidiendo el futuro de España a sangre y fuego. Lo vivido en mi más
tierna infancia no son placenteros recuerdos de un patio de Sevilla, sino el
silencio de muerte en las alturas de Gredos. Lo que entonces fue mudez y miedo,
con los años he logrado conocerlo día a día, nombre a nombre, palmo de cuneta a
palmo de cementerio. En los meses de julio y agosto de 1936 quedó fijado el
frente de la guerra. En Ávila, la línea divisoria estaba en el puerto del Pico.
En esos meses se enfrentaron hombres e ideas, situaciones y esperanzas, que
habían llegado al convencimiento de ser inconciliables, necesitando unas anular
a las otras para sobrevivir. En la vertiente norte de Gredos eran asesinados los
maestros; en la vertiente sur eran asesinados los curas.
Voy a proferir tres nombres de maestros en la ladera norte y tres nombres de
curas en la ladera sur, de los que yo me siento heredero y solidario, y a los
que acompaño con amor a este fin de siglo para que, pronunciados sus nombres por
alguien que alberga en sus entrañas el ser y las aspiraciones de ambos, se
encuentren entre sí, ellos que fueron símbolos victimados de poderes que los
excedían. Tres maestros de tres aldeas: don Luciano Alegre en Lastra del Cano,
arrancado de su casa y fusilado en la carretera de Hermosillo. Don Antonio
Muñoz, maestro en la escuela de Cardedal donde yo estudiaría luego, que,
sintiéndose en peligro las semanas últimas del mes de julio, decidió cruzar de
noche la sierra para unirse a la otra zona y, detenido por un guarda forestal,
que lo entregó a la Guardia Civil, fue fusilado en la plaza Mayor de Barco de
Ávila. Don Daniel Leralta, maestro de Navasequilla, el pueblo más alto de
España, junto con Trevélez en Sierra Nevada, y desde el que se tiene la vista
más sobrecogedora del pico Almanzor y de las crestas del macizo.
Don Daniel desapareció de Navasequilla una noche de julio, con el pretexto de
querer dormir con la boyada en la sierra. Cogió una manta, y hasta hoy no se ha
vuelto a saber nada más de él. En su casa quedaba una arqueta de madera con
libros de historia, literatura, derecho, ciencias. Para sus padres, aquel arca
era como un sagrario: ni a tocarla se atrevían. Era la presencia viva del
ausente, del que ni siquiera se sabía si había muerto. ¿Qué hacer con ella? Sus
padres, compañeros de los míos en trashumancias y agostaderos, se la entregaron
para que el niño, que era yo, pudiera ir aprendiendo desde bien pequeño.
Esperaban que su saber y su memoria, su pasión por la lectura y la verdad,
prendiendo en mí, fueran semilla profunda, y así los libros de Daniel, y Daniel
con ellos, tuvieran sucesión y vida perdurable. ¡De memoria los aprendí mientras
cuidaba los ganados, guareciéndome detrás de retamas y torviscos de los cierzos
que en aquella altura, dice Madoz, azotan fríos y violentos! Todavía hoy, cuando
vuelvo a la arqueta para sacar un libro, se estremecen mis redaños y me pregunto
cómo he administrado y correspondido a aquel legado de amor y muerte, de
sabiduría y esperanza.
Mi infancia en la ladera norte de Gredos tuvo su continuación durante la
adolescencia en la ladera sur, que tiene su centro en Arenas de San Pedro, y su
símbolo, en el palacio del infante don Luis. Por él pasaron Goya y Boccherini,
pintores, músicos y literatos. Allí aprendí letras, fe y otra historia también
de sangre. En los mismos meses de julio y agosto de 1936 habían sido asesinados
uno tras otro los sacerdotes de la zona. Enuncio sólo los nombres de tres de
ellos. Para quienes mandaban en aquella zona, la religión era el símbolo de la
reacción capitalista y de la alienación humana. Los sacerdotes eran considerados
exponentes culpables, lo mismo que en la ladera norte los maestros eran vistos
como los agentes de la República y de las ideas revolucionarias.
Cuando se cruza la sierra de Gredos por el camino que sale de Hoyos del Espino,
se va a caer en El Arenal y El Hornillo. A este pueblo llegó en los primeros
días de julio don Juan Mesonero, ordenado sacerdote el 6 de junio anterior. El
día 15 de agosto caía en una cuneta de la carretera que va de Arenas de San
Pedro a Candeleda. El día antes había muerto en el término de Pedro Bernardo don
José García, párroco de Gavilanes. Tenía 27 años. El día 19 del mismo mes era
despeñado, desde los altos riscos del puerto del Pico, don Damián Gómez, párroco
de Mombeltrán. Si éste ya era mayor, los dos primeros acababan de llegar a sus
pueblos: la eliminación no correspondía a un juicio sobre sus personas o la
forma de ejercicio de su ministerio. Contra el precepto bíblico de no hacerse
imagen de Dios ni del hombre, no se vio en estas personas rostros individuales,
sino poderes enemigos: la República y revolución en los maestros; la Iglesia y
la reacción en los sacerdotes.
La España real ha sido hasta ahora masivamente la España rural, a la que sólo se
ha visitado para contar con sus votos y recoger sus contribuciones. Desde esas
aldeas y hombres, hay que contar y comprender nuestra historia, también la
reciente. Decidían en Madrid o Barcelona quienes eran hijos de la burguesía y
habían estudiado en el Liceo Francés, la Escuela Británica o los colegios del
Pilar, Areneros y el Recuerdo. La imagen que ellos tenían de la España rural era
común: la propia de la burguesía, que mandaba siempre, con gobiernos de derechas
o gobiernos de izquierdas, utilizando la cultura y la religión al servicio de
sus programas. Los pobres de la tierra, incluidos maestros y curas, estaban
lejos. Eran citados con desprecio o compasión: "pasar más hambre que un maestro
escuela" o "llevar un traje más raído que la sotana de un cura de pueblo".
Esas dos laderas son el cuerpo que sostiene mi historia, magisterial y
ministerial, y la historia de todos los niños del campo, que sólo merced al buen
hacer de maestros (¡sobre todo de maestras!) y curas, hemos accedido a la
cultura, y con ella, a la libertad. Por eso, al sentirme heredero y solidario de
unos y de otros, hago memoria de todos al mismo tiempo y con la misma pasión. He
escrito esos seis nombres reales, con lugares y días reales, para que con ellos
queden nombrados, honrados y rescatados del olvido todos los que perdieron su
vida. Delante de Dios y delante de los hombres cuento su historia, para dejarla
en su divina mano creadora y recreadora; para hacerles justicia y confesar
públicamente nuestra injusticia; para recoger sus ideales y trenzarlas como
trama y urdimbre del futuro común. La España moderna no puede pensar en
alternativas trágicas la cultura y la religión, el atenimiento a los imperativos
cotidianos y la abertura a la trascendencia. Y pronuncio su nombre para que,
concluido el siglo, la memoria de unos no sea nunca más denuesto de otros, para
que nadie convierta el elogio de su correligionario en pedrada contra su
adversario, las canonizaciones en recriminaciones y los recursos viejos en
procesos nuevos. ¿Podré confiar en que esta historia mía sea la parábola de una
España que, definitivamente resanada y reconciliada, cierre el siglo con paz,
acogimiento del prójimo y esperanza?
lunes 11 de abril de 2005
EL 10 de abril de
1955, día de Resurrección, fallecía en Nueva York uno de los hombres que más ha
influido en la conciencia humana durante el siglo XX. Otro de los teólogos,
decisivos para la renovación litúrgica y teológica de la Iglesia católica, moría
también celebrando la vigilia pascual: Odo Casel. Un cristianismo ligado al
futuro, a la plenitud prometida por Dios y anticipada en la resurrección de
Cristo, comenzaba a relevar a un cristianismo más centrado en la moral, en el
pecado y en la redención. La lectura del Evangelio a la luz de la Ilustración,
racionalismo o ciencia positiva, era así completada con una nueva visión.
¿Qué es Teilhard:
científico, filósofo o místico? ¿Cuál fue el interés central de su vida:
ensanchar el campo de la geología y la paleontología; crear un sistema
filosófico a partir de la ciencia; abrir paso a una comprensión nueva del
Evangelio más ligada a una interpretación evolutiva del cosmos? Estas preguntas
nos sitúan en el corazón del enigma; un jesuita, con toda la riqueza de su
preparación cultural, filosófica y teológica, con su doctorado en el Instituto
de Paleontología humana en el Museo de Historia Natural de París (1912-1914),
que participa en expediciones científicas tanto en África como en China, que
llega a ser director del CNRS, equivalente de nuestro Consejo Superior de
Investigaciones Científicas (1946), que vive entre el aplauso o rechazo
científico por un lado, a la vez que bajo la fascinación de muchos lectores y la
sospecha de las autoridades eclesiásticas.
Es ante todo un
científico, dedicado a la geología general, llegando a ser uno de los mejores
conocedores de la geología china; a la paleontología de los mamíferos, con su
campo central de investigación, primero en Europa, luego en África y Asia; a la
paleontología humana, participando en las excavaciones donde se descubren los
restos del Sinanthropus. En ese orden siguen abiertas las investigaciones para
la verificación o deslegitimación de sus afirmaciones. Pero Teilhard no se quedó
ahí. La originalidad suya consistió en querer superar tres universos escindidos
entre sí: la investigación positiva de los científicos y con ello la dictadura
de los laboratorios, la reflexión y sistematización filosófica que en el momento
de su formación oscilaba entre el positivismo francés y el idealismo alemán, y
finalmente la vida religiosa, en su caso el cristianismo católico.
Es un pensador, que
no intenta proponer una filosofía nueva pero vive la desazón de una ciencia que
busca sentido a la vez que datos, que pregunta por fines, por el último fin de
todo y el lugar del hombre en medio de ello; por el dinamismo de la materia y de
la vida humana, sobre esos tres infinitos que ya asombraban a Pascal: el de
duración temporal, el de extensión a lo máximo o concentración en lo mínimo y el
de complejidad creciente. Aquí se sitúa al final de una herencia espiritual
apasionada por la persona (Pascal, Newmann) a la vez que por la vida y la acción
(Bergson, Blondel).
En este campo se
hallan sus aportaciones específicas, con la creación de un vocabulario:
hominización, cefalización, planetización; los tres órdenes de realidad, que
evocan los tres órdenes de grandeza de Pascal: biogénesis, noogénesis,
cristogénesis. Él ha vivido arrastrado psicológicamente por una desazón: la
distancia entre la investigación de los científicos o la propuesta dogmática de
las iglesias por un lado y la vida personal y social por otro. De ahí nacen sus
tres pasiones: por Dios, por la Materia, por Cristo, y por la relación entre las
tres. Él es un hombre de una piedad honda y heredada de su madre, y voluntad de
análisis que aprendió de su padre desde niño. De ahí esas tres pasiones
primordiales. Por Dios: «El verdadero interés de mi vida se orienta hacia un
mejor descubrimiento de Dios en el mundo». «Todo el problema humano se
remite-resuelve en el amor de Dios». Su segunda pasión era la materia. Cuando él
escribe esta palabra no dice cosas, ni hechos, ni cuerpos sino aquel principio
dinámico y polivalente, que en un proceso de acrecentamiento y de complejidad
incesante suscita siempre realidad nueva.
Él, que se definió
a sí mismo como «un hombre que busca expresar cándidamente lo que hay en el
corazón de su generación», dirá con la misma candidez que no sabe lo que es la
materia. «No hay nada científicamente pensable en la naturaleza que no se halle
en función de un enorme y único proceso conjugado de «corpusculización» y de «complejificación»
en el curso del cual se dibujan las fases de una interiorización gradual e
irreversible («conscientización») de lo que llamamos (sin saber lo que es )
Materia».
La tercera pasión
de su vida es Cristo. En él ve la presencia particular de un Absoluto y de un
Universal: El Dios vivo, que no sólo empuja a los seres desde atrás en el origen
sino que, sobre todo, los llama, atrae y plenifica hacia delante. En este
sentido reacciona contra una comprensión aristotélica del Motor extrínseco que
actúa a retro y de una comprensión fisista de la creación. Dios tiene que ser
comprendido como el punto final, trayente y atrayente, vocante y finalizador. Y
se pregunta: «¿Dónde dar con semejante Dios, funcional y totalmente Omega?
¿Quién será en definitiva el que dé su Dios a la evolución?».
Aquí sitúa a Cristo
a la luz de los textos bíblicos que le ven en el origen, en la constitución y en
el final de toda realidad (Colosenses 1,16); a los textos litúrgicos que en el
corazón de la eucaristía se dirigen a Dios por Cristo, ya que en él «nos creas,
santificas, vivíficas, bendices y nos das todas todas las cosas». Estos textos
que sitúan a Cristo en relación con la creación están ahí desde siempre y
Teilhard remite expresamente a ellos. «A Cristo se le ama como a una Persona y
se impone como un Mundo».
Cristo es el punto
Omega de la evolución porque es el Dios que a la vez finaliza, consuma y abre
hacia arriba la evolución. Sus claves de pensamiento son los dos vectores: el
vertical o de abertura a la trascendencia y el horizontal o de progreso en la
historia. De ahí su empeño por trascender a Cristo de su particularidad judaica,
incluso cristiana, para verlo en un horizonte de materialidad, universalidad y
consumación. Él soñó y esperó. Una de sus síntesis más breves y claras, con el
título: «El Dios de la evolución», concluye con estas palabras: «Esto es lo que
preveo. Esto es lo que espero». Todo desde dentro de la plena fidelidad a su fe
cristiana y condición de jesuita: «La sola garantía de que Omega existe es Jesús
y la Iglesia» (Diario, 29.10.1951). «Estoy decidido a sacrificarlo todo antes
que poner en peligro en mí, o alrededor de mí, la integridad de Cristo» (Carta
8,10.1933).
El problema surge
al pasar de la intuición al sistema, del programa a la realización. Sus tres
dimensiones: el científico, expresada en «El Fenómeno humano», el pensador,
representada en «El medio divino», y el místico en «El himno del universo», ¿son
convergentes? ¿están en conexión, dependencia u oposición entre sí? Aquí es
donde Teilhard encuentra eco afirmativo hasta los años 50- 60, luego la
distancia y el silencio, para recuperar hoy de nuevo audiencia e interés. Dejo a
los científicos el juicio sobre su área. Por lo que se refiere a la teología,
junto a las reservas y prohibiciones hasta 1962, ha encontrado una respuesta
serena en tres grandes jesuitas: Lubac, Rahner y Balthasar.
En un primer
momento estos dos muestran su rechazo. Rahner escribió un texto clásico a partir
de las ideas de Teilhard, «La cristología dentro de una comprensión evolutiva de
la realidad», pero mantuvo sus reservas porque «en él no queda claro qué
relación existe desde el punto de vista de la comprensión entre Jesús de Nazaret
y el Cristo cósmico, el punto Omega y la evolución del mundo».
Balthasar echa de
menos el lugar exacto que el pecado, nuestras rupturas del sufrimiento, la
muerte y la cruz de Cristo, pueden encontrar en su visión. Pero al final lo
mismo que Rahner le ha mantenido lo que A. Cordovilla -uno de los españoles que
junto con L. Ladaria y A. Pérez de Laborda le han dedicado últimamente atención-
ha calificado como «separación crítica junto a una secreta admiración».
Teilhard sigue
siendo un testigo elocuente para todos de una cuestión que no podemos dejar sin
responder: el sentido de la vida y la finalidad de la ciencia, la posibilidad de
que la razón y la esperanza se conjuguen en el mundo, la validez de los signos
que el Absoluto nos ha dado de sí mismo en la historia y sobre todo la conexión
entre Cristo, el hombre y el cosmos por un lado, Cristo y Dios por otro. Después
de Rahner el teólogo ya no puede pensar a Dios y a Cristo en desconexión del
hombre.
Después de Teilhard
ya no los puede pensar al margen del dinamismo del cosmos y de la historia, por
la sencilla razón de que confiesa a Cristo, como presencia viva de Dios en el
corazón de la materia, como el Alpha y el Omega.
http://www.abc.es/COM_ABC/servicios/imprimir/printPage.asp
11/04/2005
lunes 14 de
noviembre de 2005
... Tuvo por
maestros supremos a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y desde ellos como
europeo tuvo la osadía de adentrarse en el corazón de África para ser prójimo,
colaborador y hermano con todos...
¿QUIÉN es este
hombre a quien la Iglesia, desde la sede del apóstol Pedro en Roma, reconoce
como exponente auténtico de la fe en Cristo, modelo posible de vida cristiana y
adelantado de una fraternidad universal, que religa a todos los hombres en una
familia? ¿En qué medida un joven militar francés, que compartió los sueños
coloniales de Francia en África del Norte, durante fines del XIX y comienzos del
XX, puede ser hoy un espejo que refleja la santidad de Dios y en esa luz
alumbrar a los cristianos y guiar a todos los hombres?
Nacido en
Estrasburgo (1858) de familia noble y rica, Carlos, vizconde de Foucauld,
huérfano temprano de padre y madre, pasa dos años en la escuela militar de San
Ciro y otros dos en la de Saumur. Entre 1883 y 1884 inicia viajes de explorador
en Marruecos, y sus publicaciones le ganan el respeto entre los científicos.
Allí se realiza su primer encuentro con la fe de los musulmanes y el
descubrimiento del islam; secreto inicio de un movimiento que años después
(1886) le llevó a una conversión y cambio radical de vida.
De regreso en
París, su encuentro con un sacerdote ejemplar, Henri Huvelin (1838-1910), le
abre al universo real de la fe: el Dios vivo, como primera palabra, posibilidad
y necesidad del hombre. Eso fue la conversión para él: descubrimiento del Dios
viviente, como amor, reconocimiento de la propia existencia en su luz y
necesitando de él como necesitan las plantas de la luz para crecer, florecer y
fructificar. Lo mismo que para San Pablo, también para Carlos de Foucauld la
conversión, fe y descubrimiento de su misión futura fueron un mismo acto. «En el
mismo momento en el que creí que existía Dios, comprendí que no podía hacer otra
cosa más que vivir para él: mi vocación religiosa data de la misma hora que mi
fe» (Carta 14 agosto 1901).
Descubrir la forma
y exigencias concretas de esa vocación duró largos años y le llevó por rodeos
lejanos y meandros dolorosos. En 1890 ingresa en la Trapa de Nuestra Señora de
las Nieves en Francia, pasando luego al priorato que esta abadía tiene en Akbés
(Siria, 1890-1896). Aquí le nace un deseo profundo de revivir el evangelio en su
gestación silenciosa: «la vida de Nazaret». No nos solemos percatar de que el
cristianismo se refiere casi exclusivamente a lo que Jesús dijo, hizo, padeció y
experimentó en los tres últimos años de su vida. Pero, ¿qué hubo antes? Si él es
el Hijo de Dios encarnado, ¿cómo fue esa existencia de 30 años de trabajo en
Nazaret, su participación en nuestro destino, su oración, su relación con los
hombres, su propio misterio interior? ¿Cuál es el equivalente de ese misterio
suyo en nuestra vida?
Volver a la raíz
para estar enraizados y no desarraigados, volver a los inicios para tener
fundamentos, es una necesidad originaria del hombre. Esto en cristiano significa
volver a Nazaret y a Belén para ver surgir a Jesús, surgir con él y como él,
asistir admirados al fundamento que Dios puso en él y aprender con él a poner
los fundamentos de la propia fe en el Padre, de la personalísima relación con
él, de la misión de la Iglesia en el mundo. A Nazaret y a Belén volvió san
Jerónimo y fueron los primeros lugares que visitó Pablo VI cuando salió de los
muros del Vaticano. Allí están la raíz y savia de la revelación divina, de la
experiencia cristiana y de la fraternidad universal que deriva de ellas.
Carlos de Foucauld
une este descubrimiento de la gracia con su primera pasión de naturaleza:
África, el islam, el desierto, una presencia itinerante, colaboradora y fraterna
con las poblaciones saharianas de Marruecos y Argelia. Ya sacerdote, ermitaño,
explorador, se instala primero en Béni-Abbés, luego en el Hoggar y finalmente
con los tuareg en Tamanraset. ¿Qué intenta hacer allí, él solo? Ser como Jesús
en Nazaret, sin pretender otra cosa que convivir, ofrecer hospitalidad, ser una
alabanza incesante delante de Dios y una intercesión perenne en favor de los
hombres. Tres eran los centros de su vida: vivir el Evangelio, para que Jesús
viva en nosotros; amar la eucaristía para que Jesús esté en nosotros, como él
está en el Padre; ejercer la pobreza como forma suprema de atención, solidaridad
y amor al prójimo pobre.
Alrededor de estos
tres quicios (Evangelio, Eucaristía, Pobreza) giran las actitudes fundamentales
que moverán todo su hacer y estar: fraternidad, projimidad, solidaridad. Su
ermita estuvo siempre abierta a todos: «dar hospitalidad a todo el que llega,
bueno o malo, amigo o enemigo, musulmán o cristiano». Así se convierte en el
hermano universal, más allá de razas, culturas, religiones. «Quiero habituar a
todos estos habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a mirarme
como su hermano, el hermano universal» (Carta 7 de enero 1902).
Silencio de oración
y alabanza ante Dios a la vez que convivencia y promoción de los tuareg, cuya
lengua y cultura conoce a la perfección. Recoge siete mil versos de su poesía,
de memoria casi todos, anotados en cuadernos a lo largo de los años pasados en
el desierto. Reescribe poemas y proverbios y los traduce al francés. Elabora en
cuatro tomos un «Diccionario francés-tuareg y tuareg-francés», además de una
gramática. El 28 de noviembre de 1916 escribe en sus notas: «Final de las
poesías tuaregs». Tres días más tarde, el 1 de diciembre de 1916 era asesinado
en su ermita de Tamanraset.
La guerra y la
violencia acabaron con aquel hombre que había sido todo él don y paz. ¿Quedaría
apagada para siempre aquella voz y sofocado aquel fuego? Pensó en una familia
religiosa de «Hermanos y Hermanas de Jesús» y para ellos escribió unos
estatutos, que explicitarían esa forma de vida de Nazaret: adoración divina y
convivencia humana, obediencia a la voz del Padre a la vez que destino
compartido con los que viven en los extremos márgenes de la pobreza, exclusión
social y desamparo. A su muerte no le había seguido nadie. Una asociación de
amigos contaba con 49 miembros que mantendrían vivo su espíritu, hasta convertir
al Hermano Carlos en uno de los primeros maestros espirituales del siglo XX. Su
vida espiritual, su lectura de la Biblia y su propuesta evangélica nos son
accesibles en sus múltiples pequeños escritos, cuya edición completa en francés
abarca 17 volúmenes. Su oración «Padre, me pongo en tus manos» es ya un texto
clásico, recitado y memorizado por millones de creyentes. Su legado fue recibido
y mantenido por cuatro grandes nombres: Luis Massignon, el gran conocedor del
mundo árabe y de la mística; René Bazin, el académico que con su célebre
biografía de 1921 acercó su figura de héroe y místico a las generaciones nuevas;
J.M. Peyriguère (fallecido en 1959) que revive con iniciativas personales el
espíritu del hermano Carlos; R. Voillaume, orientador de las «Fraternidades» que
surgen a partir de 1933, a la vez que extiende a todos los cristianos la
vocación de Nazaret con su obra clásica: «En el corazón de las masas» (1950) y a
través del Padre Congar influye decisivamente en el Concilio Vaticano II para
hacer presente y programáticos el problema «la Iglesia y la pobreza en el
mundo».
Él, que fue «el
monje sin monasterio, el maestro sin discípulos, el penitente que sostuvo en su
soledad, la esperanza de un tiempo que no iba a ver» (R. Bazin), un siglo
después es padre de muchos. En los últimos decenios han surgido múltiples
agrupaciones, en estructura religiosa o seglar, de sacerdotes y de laicos, que
se remiten a su figura y quieren vivir, seguir su espíritu: Hermanitas y
Hermanitos de Jesús, del Evangelio, Fraternidades Carlos de Foucauld, Jesús-Cáritas...
Están presentes en todo el mundo; no hay barriada, ciudad portuaria o arrabales
de gran urbe donde no haya una pequeña casa abierta en la que se adora al
Santísimo siempre y siempre es acogido el prójimo. Pero ese silencio y
hospitalidad suyos no hacen ruido, por ello no son noticia y pocos saben que
existen. ¿Cuántos supieron en Nazaret que Dios estaba conviviendo con ellos en
la casa de al lado?
Carlos de Foucauld
tuvo por maestros supremos a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y desde ellos
como europeo tuvo la osadía de adentrarse en el corazón de África para ser
prójimo, colaborador y hermano con todos. Un cristiano en medio de musulmanes
reviviendo la gesta de Nazaret: Dios siendo prójimo de los hombres, de cada
hombre, sin preguntar por su identidad ni diferencia. La beatificación de este
hombre el 13 de noviembre no es un hecho particular solo; es una proclamación
universal: desde que Dios fue prójimo nuestro, cada ser humano es un hermano, y
esa fraternidad es criterio, fundamento y límite de toda relación humana,
también entre Europa y África, entre cristianos e islam.
Y no hay projimidad
donde no hay reconocimiento y solidaridad, justicia y misericordia, aceptación
de la diferencia y ejercitación de la identidad.
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14/11/2005
jueves 20 de
octubre de 2005
EL año pasado
celebrábamos el centenario de Karl Rahner, jesuita nacido en Friburgo, alumno de
Heidegger, discípulo de Marechal, profesor en Innsbruck y maestro de
generaciones enteras de teólogos, a la vez que uno de los propulsores del
pensamiento teológico más fecundo en el siglo XX.
Este año celebramos
el centenario de Hans Urs von Balthasar, nacido y crecido en las ciudades clave
de la cultura suiza: Lucerna, Zurich; y enclave de la cultura europea como
Basilea, donde todavía resuenan vivos los nombres de Erasmo, Burchkardt,
Nietzsche y Karl Barth. Este jesuita, arraigado también en las fuentes de la
espiritualidad ignaciana, teresiana y sanjuanista, llevó a cabo una obra
teológica personalísima, vivió preocupado por la verdad pensable y sobre todo
por la revelación trinitaria como principio de vida, amor y belleza. Nunca fue
profesor de universidad y, sin embargo, su pensamiento ha sido más radical,
nutricio y perforador que mucha erudición de técnica académica. Rahner y
Balthasar son los dos teólogos sistemáticos más potentes del siglo XX, surgidos
en el ámbito de la cultura germana. En 2004 dedicamos un recuerdo en esta página
a Rahner; hoy hablamos de Balthasar. Son diferentes, pero no se los puede
contraponer y sólo la malevolencia puede utilizar al uno contra el otro. Por eso
la «Escuela de Teología» en la Menéndez Pelayo de Santander está bajo el
patrocinio fraterno de ambos.
En la ciencia
positiva se progresa por acumulación de resultados que se convierten en
fundamento de nuevas hipótesis e investigaciones. En filosofía y teología, en
cambio, se repiensa como presente todo lo pensado con anterioridad: se parte
también de ello, pero no se repite. Lo contrario significaría arcaísmo y a la
larga esterilidad. Hay que repensar, reponer y recrear todo desde el horizonte
de la historia en que se vive y desde el horizonte de cada conciencia personal,
que accede a la realidad del ser, a la experiencia del mundo y a la revelación
de Dios. Si en alguien esto es evidente, es en Balthasar. Su conocimiento de la
cultura anterior y contemporánea es sobrecogedor. Tres volúmenes sobre la
filosofía alemana desde Kant hasta Heidegger («Apocalipsis del alma alemana»);
cuatro volúmenes sobre los Padres de la Iglesia (Orígenes, Gregorio de Nisa,
Máximo el Confesor, San Agustín); análisis de escritores, poetas y novelistas
contemporáneos (Buber, R. Schneider, R. Guardini, Bernanos...); traductor de
obras fundamentales para la historia de la espiritualidad y de la poesía
(Ricardo de San Víctor, Hopkyns, San Juan de la Cruz, Calderón de la Barca, C.
S, Lewis...). Y justamente por esta capacidad de renuncia previa para mejor
pensar con los otros y desde los otros, ha sido un hombre radicalmente original
y humilde; consciente de cómo todo lo que en este sentido no es tradición es
vulgaridad, cuando no plagio. Teólogo original y teólogo total. Nada de lo
cristiano es inteligible segregado de la totalidad, en la que está inserto, como
no lo son los brazos y los pulmones al margen del organismo cuya unidad,
estructura y belleza conforman. Teólogo de esa unidad orgánica y total, que es
el cristianismo: no provincial ni regional, sólo; no de adjetivos (teología
espiritual, litúrgica, ecuménica, política...); ni de genitivos (teología de la
cultura, del progreso, de la liberación...), aun cuando él haya sabido escribir
una obra excepcional también en esta línea («Teología de la historia»).
En perspectiva
filosófica hay que situarlo después de Kant, en el doble sentido del término:
heredándole y yendo más allá de él. Hegel, Husserl y todo lo que se agitó en
Europa hasta 1930 son sus raíces. La abertura al ser que nos precede y se nos da
llamándonos: como palabra (Wort) suscita nuestra respuesta (Antwort), y como
rostro que nos mira, con su luz, alumbra nuestro rostro (Licht- Antlitz). Hay
una ley universal: sólo desde el amor germina la libertad; sólo desde la luz
previa se identifican las tinieblas; sólo desde la belleza ofrendada en
gratuidad y valimiento solidario aparecen la verdad como necesidad y la libertad
como gracia.
Si yo tuviera que
seleccionar diez frases suyas,que fueran claves para entenderle, una de ellas
sería ésta: «El niño pequeño despierta a la conciencia al ser llamado por el
amor de la madre». El amor como luz y como autootorgamiento hace surgir la
conciencia y la confianza del otro en sí mismo. Si en el siglo XIX el
cristianismo puso el acento sobre la fe y su relación con la razón; si en la
primera mitad del siglo XX, lo puso en la esperanza, mostrando su relación con
la espera general y con las utopías históricas (Teilhard de Chardin, Marx, Laín
Entralgo, Marcel, Moltmann, G. Gutiérrez, J. Alfaro...), en la segunda mitad del
siglo XX Balthasar ha puesto ese acento en el amor.
La obra
programática que anticipa su sistema lleva este título: «Creíble sólo es el
amor» o «Sólo el amor es digno de fe». Frente a la «sola fides» de Lutero y a la
«sola spes» de Bloch, él ha vuelto a poner en el centro la definición de Dios
como amor que da el Nuevo Testamento. Dios aparece fiel y da que esperar porque
es amor y se da como perdón. Y esto no en la distancia e insolidaridad, sino en
el desvalimiento,solidaridad y asunción superadora de nuestro destino de culpa y
muerte, que es la cruz de Cristo, respondida y superada en la resurrección.
Frente a las
absolutizaciones de la verdad y la bondad, a las que se sienten tentados ciertos
biblicismos protestantes y dogmatismos católicos, Balthasar ha hecho de la
belleza el centro y la clave de su obra. La primera parte de esta trilogía está
centrada en la revelación de la gloria de Dios en el mundo, en la palabra
múltiple del hombre, en su revelación de histórica, en la persona de Cristo (Teoestética:
siete volúmenes). La segunda está centrada en el drama de la libertad finita
ante el Infinito; y con ello, en el drama de la libertad del Hijo encarnado,
acogida por unos hombres como gracia y por otros rechazada como amenaza a su
autonomía (Teodramática: cinco volúmenes). La tercera está centrada en la
palabra: ¿Cómo es capaz el ser finito de decir al Infinito, de expresar en razón
humana la Razón divina? (Teológica: tres volúmenes). La belleza y el amor son
así los pilares de su edificio teológico.
Balthasar tuvo una
gran influencia en el decenio 1950-1960. Durante el decenio siguiente fue
olvidado o relegado porque se opuso a ciertos acentos dominantes en el
posconcilio. Con la revista «Communio» quiso mantener abiertas dimensiones del
misterio de Cristo y de la Iglesia obturadas o relegadas. Desde los años ochenta
hasta hoy ha sido recuperado como un hontanar de agua viva, como un gigante que
ofreció su pensamiento en casi todos los géneros literarios: desde el poema
hímnico («El corazón del mundo»), a la diatriba («Seriedad con las cosas»);
desde el ensayo («Dios en el hombre actual», «El cristiano y la angustia», «La
oración contemplativa», «La verdad es sinfónica»), a los capítulos sistemáticos
y monografías ya clásicas («Escatología», «Verbum Caro», «Sponsa Christi», «El
misterio pascual»).
En España Balthasar
ha encontrado editores benévolos. Casi toda su obra es accesible en castellano,
a diferencia de la de otros grandes como Lubac y Rahner. Es triste que los
alumnos, amigos y hermanos de estos dos grandes jesuitas no hayamos sido capaces
de trasvasar a España las admirables ediciones nuevas de ambos. Se ha roto la
continuidad y Taurus, por ejemplo, que tradujo siete volúmenes de los «Escritos
de Teología» de Rahner, no ha continuado y sigue hoy otros caminos, si bien
estaría dispuesta a publicar la nueva edición de sus «Obras Completas» (Polanco
dixit) si una Fundación la hiciera posible, como felizmente está ocurriendo con
las «Obras Completas» de Ortega y Gasset. En tiempos de sequía generalizada hay
que volver a los manantiales de agua viva que no se agotan, prefiriéndolos a las
charcas y cisternas resecas.
La conciencia
humana está hoy ante un doble reto: ¿se acogerá en su creaturidad finita,
desplegando la autonomía regalada que la constituye, o preferirá negar las
huellas de su origen originado para reclamar ser toda y sólo desde su propio
origen originador, fin consumador y meta suficiente (pecado original). ¿Cuál
considerará la suprema gloria del hombre: erguirse como señor frente a todo y
dominador de todos, o ser con los demás prójimo, servidor, rehén y sustitución
en caso de necesidad?
Levinas y Balthasar
han dado a la última pregunta una respuesta complementaria en un sentido y
alternativa en otro a la de Kant y Rahner. El movimiento de búsqueda y ascenso
en el hombre se apoya en el movimiento de descenso, encuentro y amor previos de
Dios.
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20/10/2005
El Irrepetible-Absoluto y su
interacción
divino-humana
divino-humana
Una Cristología de
la Historia desde
los lineamientos de
Hans Urs Von Balthasar
1.
Introducción
2.
Análisis del Einmalig-Keineswegs
3.
Necesidad de la
irrupción del Irrepetible-Absoluto: Verbum caro factum est
4.
El
Irrepetible-Absoluto y su normatividad
5.
El
Irrepetible-Absoluto y el Abba: la interrelación en Cristo entre su
singularidad, su libertad, su receptividad absolutas y "su tiempo"
6.
El
Irrepetible-Absoluto y la Revelación
7.
El
Irrepetible-Absoluto como camino hacia Dios
8.
Conclusión
9.
Bibliografía
Considerando la
propuesta de la materia,
la cuál permite una amplia gama de temas cuyo margen sea Lo Cristiano;
los temas que más se acercan a tal iniciativa, o que, mejor dicho, lo expresan
más cabalmente, son los que giran entorno a la
persona
de Jesucristo. De allí que he considerado abocarme en su persona, la cual es la
figura más representativa, eminentemente, que abre, confirma y vivifica toda la
realidad que implica el término "cristiano".
El presente
trabajo, si bien no puede dejar de sumergirse en toda la riqueza que la teología
ha incorporado al contemplar la persona de Cristo, tampoco pretende desarrollar
un esquema puramente cristológico; sino que intenta un abordaje a la
consideración de Jesucristo, que desarrolla el teólogo suizo, Hans Urs Von
Balthasar, en cuanto lo considera el Irrepetible-Absoluto.
Tal visión es
realizada desde la
dinámica de la encarnación acontecida en
la Historia. De allí que los puntos a tratar manifiesten tal dinámica que
repercute en aquel sujeto fáctico-histórico, el cual se ha convertido en el
"blanco" de la obra salvífica de Dios.
La
exposición
mostrará un descensus, que va desde el tratamiento de la segunda persona
de la Trinidad, tanto en su dinámica esencial (1-2-3) e intradivina (4), como en
su relación con el hombre
(5-6). Aunque ningún tema estará desligado del factor "historia", ya que H. V.
Balthasar quiso tratar el tema desde la Teología de la Historia, integrará
líneas teológicas que marcan fuertemente la cristología.
"Quien emprende la
consideración de lo histórico en su conjunto, debe asignarle, si no quiere caer
en un mito
gnóstico, un sujeto general que obre y se manifieste en lo histórico, y que a la
vez sea una esencia universal normativa".
En la propuesta de
esta densa consideración, en la cuál el teólogo suizo, Hans Urs Von Bhaltasar,
manifiesta el estudio que realizará sobre una visión teológica de la historia,
es necesario abordar el tema del Einmalig-Keineswegs
(Irrepetible-Absoluto) no para quedarnos en una mera cristología que degrade
toda la realidad que implica la humanidad, sino más bien, todo lo contrario,
para comprender la misma realidad de modo pleno desde la excelsa obra de la
Encarnación del Verbo, ya que el
cristianismo
es la "concentración de la realidad, historia y persona en la humanidad de uno
de nuestra raza de hombres".
En la propuesta del
Einmalig (Irrepetible) podemos realizar previamente una mirada desde la
metafísica
del hombre
en general. Entendemos por irrepetible aquello único en su realización que ha
tenido un acontecer propio en el
tiempo
aportando una novedad. De allí que el hombre se realice en su concreción "aquí y
ahora" en la innovación
que aporte a su existencia desde su situación esencial de sujeto libre.
Pero en él esa
irrepetibilidad es relativa ya que esta ligado a la universalidad de su esencia
humana que comparte con otros, sin que esto sea negativo en su intensión, ya
que, "desde la historia, lleva al
concepto
más misterioso de una
comunicación y comunión de todas las
personas libres de idéntica esencia metafísica, en esa esencia, de tal manera
que si esa esencia se representa como realizada históricamente, debe realizarse
en una comunidad
de destino de las personas que la integran" (Vemos por ejemplo al pueblo de
Israel).
En todo caso, más
allá de toda conclusión de
carácter social, es
objetivo
considerar que hay una
solidaridad que conecta a todos los
hombres, la cual debe ser asumida desde la
libertad,
y que por lo tanto, las decisiones de cada uno tienen su repercusión en la
humanidad, de allí que mi realización incumba a todos en tal humanidad que fue,
es y será.
Vemos también, en
el misterio de Dios la irrepetibilidad, pero dándose en Él en sentido
eminentemente pleno, ya que Él es el ipsum esse per se subsistens
imparticipado, que en la realidad absoluta y única de su esencia le es propia la
originalidad plena de su ser.
Ahora bien, en la
consideración del Keineswegs (Absoluto), vemos un término aplicado a Dios
desde su total infinitud, pero ¿de qué le serviría al hombre si sólo queda
relegado al plano de lo "supra-trascendente" inalcanzable? ; si, desde la
perspectiva de la propuesta inicial, buscáramos la respuesta en el mismo hombre
¿no nos decepcionaríamos de que en el afán de comprender su existencia y su
historia, no es capaz de trascenderlas buscando una
síntesis
total de las mismas en él mismo?. Es clara la problemática al ver que "ningún
individuo
podría elevarse dominadoramente sobre los demás, sin poner en peligro
metafísicamente la humanidad de los otros y sin destronarla de su
dignidad".
Por otra parte Dios
"no necesita "historia" para llevarse como mediador hacia sí mismo". En
consecuencia, vemos dos peligros al abordar la temática desde una polaridad que
mira un extremo sin considerar al otro, donde peligraría la autosuficiencia
divina o la particularidad humana.
Consecuentemente,
el desarrollo
expuesto hasta ahora, no es para quedarnos en una abstracta elaboración
gnoseológica, donde el análisis del Irrepetible-Absoluto sea para alcanzar una
comprensión sintética de la historia, sino, para que, desde su propia realidad,
podamos captar, desde nuestra pobre capacidad, toda la riqueza que expresa en su
accionar salvífico-redentor.
"Después de la
caída de estos (Hombres), alentó (Dios) en ellos la esperanza de la salvación (Gén.,
3, 15) con la promesa de la redención".
Podemos decir que
se puede ver un "quiasmo" entre las realidades de la salvación y de la
redención, donde "la esperanza de la salvación" esta propuesta desde "la promesa
de la redención. Ello supone que sería un error identificar ambos puntos. La
salvación no supone la inserción del pecado del hombre (por la aceptación libre
del mismo por parte del hombre) sino el hecho de ser creatura, con lo cual, en
su situación limitada, no puede alcanzar su plenitud sino desde aquello que lo
trasciende, de allí que siempre estuvo llamado a ella, aún en su situación
primordial (Adán-Eva, en sentido figurativo). "Anunciar la salvación es anunciar
la vida en todas sus dimensiones". En
cambio,
la redención sí supone la
introducción del pecado en la historia,
de allí que es posterior al designio salvífico de Dios. Por lo tanto, ambas
deben darse en el hombre, el cual es limitado y esta herido por el pecado; si
acaso quiere trascenderse en orden a su plenificación.
Para superar la
finitud fáctica-histórica, que supone la esencia humana (profundizada por la
situación de "caída"), es necesario que alguno, lograra en sí, un enlace
intrínseco con el polo de lo esencial universal. "Para superar ese límite hacía
falta un milagro que para el
pensamiento filosófico resulta
inhallable e inimaginable: la unión entitativa de Dios y el hombre en un sujeto,
que, como tal, sólo podía ser algo irrepetible absolutamente, porque su
personalidad
humana, sin ser quebrantada ni violentada, sería asumida en la persona divina
que en ella se encarnaba y manifestaba". Tal unión conlleva la realidad del
centro óntico del hombre en el centro óntico de Dios, sin ser desintegrado,
sino, plenificado. Y tal realidad, la vemos en la "unión hipostática".
A lo largo de la
historia se han visto diferentes herejías con respecto a la consideración de
este punto. Tanto el arrianismo como el docetismo, y demás concepciones erróneas
que no vienen al caso, han sido interpretaciones unilaterales de la realidad bi-dimensional
de la encarnación del Verbo, quitando lo propio de la redención, que mira la
naturaleza
del hombre, en su situación creada y normal, sin trasladarla a un orden más alto
de ser y sin considerar la persona del redentor como mera apariencia de hombre.
Ahora bien,
considerando que el Unigénito nos permite el enlace con lo divino al ser a la
vez el Primogénito, vemos la prioridad de la acción en Él mismo, en el hecho de
interrelacionar su irrepetibilidad con la multiplicada realidad humana, al
realizar el descensus a tal realidad, ya que "siendo de condición divina,
no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando la
condición de esclavo, asumiendo condición humana y apareciendo en su porte como
hombre" (Fil. 2, 6-7). Esto conlleva la ascensio de la naturaleza humana
a Dios. "Solo entonces se hace comprensible... que en la irrepetibilidad de
Cristo pueda estar incluida la redención de nuestra multiplicidad".
Desde la vida de
Jesús, sería reducida la mirada sobre su acción como una simple liberación del
pecado. En Él se conjugan la realidad de la salvación y de la redención en una
integridad que lo conforma como portador de plenitud para el hombre: Él mismo es
salvación. De allí que al "hacerse carne" (Jn. 1, 14) asume la compleja finitud
humana abriendo las puertas al hombre a una nueva relación con Dios. Por lo
tanto, vemos que al hablar de salvación cristiana contemplamos toda la situación
del hombre, no sólo su situación de pecado sino su misma esencia humana
necesitada.
Es necesario ver
que la unión del Verbo con la naturaleza humana es de por sí salvífica, siendo
norma de todo hombre, debido a que obra en la historia. Así, "la irrepetibilidad
absoluta de Dios, que se une con la humanidad de Jesús, se sirve, para tener
lugar, de la irrepetibilidad relativa de esta personalidad histórica, dada por
el ser humano". Por lo tanto, el Redentor es único por su participación en la
irrepetibilidad divina. Además, en Él se integra la irrepetibilidad con las
leyes
normativas de la naturaleza humana, las cuales a él se someten y ordenan sin ser
eliminadas.
Ahora bien, tal
normatividad, histórica-salvífica, no se da sino por su irrepetibilidad, ya que
radica en ella "la revelación de la libre y concreta voluntad de Dios sobre el
mundo" que obra en la historia por la irrepetibilidad de la unión hipostática de
la irrepetibilidad de Jesús de Nazaret, el Verbo de Dios. Asombrosa realidad de
la "conexión" del polo de lo humano y lo divino manifestada en la persona de
Jesucristo.
"Jesucristo prueba
que ha de ser, en cuanto el irrepetible, el Señor de todas las
normas
de la creación, tanto en el
dominio de lo esencial cuanto en el de
la historia".
Su generalidad está
en lo particular. Podemos decir que Él mismo es historia, punto central y
originario de lo histórico desde donde emana toda la historia, después y antes
de él mismo y en donde conserva su centralidad. "Cristo se hace así, para la
comunidad primitiva, el criterio según el cual todas las vicisitudes humanas
pueden ser releídas y valoradas: este singular es la norma de la historia".
Verdaderamente la
luz
de Cristo nos muestra
la verdad novedosa, que estuvo desde siempre, de que "todo fue creado por Él y
para Él" (1 Col. 1, 16). Además, Él está engendrado en el eterno hoy y por tanto
consuma su obra en el tiempo de una sola vez y para siempre, lo que esto da
lugar a tratar el tema de su singularidad, tanto en la dimensión operativa, como
en la dimensión esencial de su persona.
4. El Irrepetible-Absoluto y el Abba: la
interrelación en Cristo entre su singularidad, su libertad, su receptividad
absolutas y "su tiempo".
Cuatro
consideraciones claves convienen remarcar en la relación entre Jesús y su Padre;
consideraciones que no permiten que la cristología se quede en un sutil "cristomonismo
barthiano" sino que expresan la trascendencia de Cristo en sí y por su absoluta
apertura al Padre.
1.
Singularidad
Persona
difícilmente entendida a lo largo de la historia ha sido Jesucristo.
"Signo de contradicción" (Lc. 2, 34) por su doctrina, sus obras y su
persona. Considerando a Olegario González de Cardedal, podríamos
demarcar tal singularidad en
torno
a "su autoridad personal, derivada de la forma concreta de
su existencia, de su predicación, de su libertad para estar ante Dios y
ante los hombres, de la manera de su vivir y de su morir; el hecho de
su resurrección, sentida e interpretada por los apóstoles como la
respuesta de Dios a la acción de los hombres, glorificando a Jesús y
constituyendo Señor del mundo a quién ellos habían humillado y
desterrado del mundo dándole
muerte;
su dimensión divina, por la cual él vive la común
humanidad en un nivel tal de plenitud, que nos vemos obligados a
confesar que es Dios mismo quién está presente en Él, operando desde Él
y viviendo en Él; por lo cual podemos al tiempo decir que Él esta en
Dios, opera desde Dios, es < Dios con nosotros> ".
En último
termino "la singularidad de Jesús emerge de aquella ultimidad
personal",
que se da por el hecho de ser irrepetible absoluto, segunda persona de
la Trinidad que realiza la salvación humana. De allí que la singularidad
de Cristo adquiere y posee una
soberanía
absoluta e inalcanzable por parte del hombre, siendo propia la obra de
Él, y de nadie más.
2.
Libertad, Receptividad y "el tiempo" de Cristo.
Por otra parte, si
quisiéramos mantenernos en un desarrollo que siga expresando la ilimitada
riqueza de la obra del Verbo en su encarnación, podrían encontrarse ciertos
riesgos
de caer en una visión mecanicista del mismo donde no se lo vería más que desde
la pura funcionalidad e instrumentalidad. De allí que podemos deducir la
necesidad de referirnos a la libertad absoluta de la acción de Jesucristo. "La
autodeterminación fundamental viene a traducirse así en el nivel de las
múltiples decisiones de todo momento, más o menos conscientemente poseídas: es
el nivel de la libertad < situada> o < empeñada> , o sea, de la libertad vista
en la tensión dentro de la amplitud trascendental de la opción fundamental y la
finitud de la posibilidad presente de la situación concreta".
Por lo tanto, vemos
que la autoposeción absoluta de su persona y de su obra le permiten la absoluta
soberanía, donde "el rango del mandato y de la obediencia, de la entrega y de la
aceptación, depende de la libertad del que actúa. Puede mandar en la medida en
que es una cosa con su voluntad; lo que presupone, claro está, que su voluntad
sea una misma cosa con la norma del justo querer. Puede darse a otro en la
medida en que se posee. Puede recibir a los demás en la medida en que está en sí
mismo. Eso significa: puede cumplir todos esos actos en la medida en que es
persona y realiza su personalidad".
"He bajado del
cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me ha enviado" (Jn.
6, 38). En Jesús, la negatividad ("no hacer mí voluntad) fundamenta una mayor
positividad ("hacer la voluntad del Padre"). "Su esencia, en cuanto Hijo del
Padre, consiste en recibir de otro, del Padre" todo, y recibirlo de forma que
todo lo posea en sí haciendo uso de todo como propio, "pero no en una
superación del recibir, sino como su confirmación perdurable, eterna, que le
funda a Él mismo".
En consecuencia,
esto le otorga su Yo, su interioridad y su novedad personal absolutas; donde
vuelve a confirmarse su total irrepetibilidad, siendo sólo Él "imagen,
palabra y respuesta". En el acto de la receptividad también adquiere toda la
voluntad soberana de Dios, sobre el mundo asumiendo todo propiamente.
En su eterna
conciencia
de Hijo, al encarnarse no pierde tal apertura, sino que progresivamente la va
asumiendo, siendo un hombre abierto a Dios, en definitiva "El Hombre".
Pero en Jesús se da una superación del hombre, denotándose en la relación entre
Él y el tiempo, ya que "la receptabilidad para todo lo que viene del Padre es lo
que para el Hijo se llama tiempo en su forma de existir como criatura, y funda
temporalidad".
Por ello, vemos que
se abre un nuevo panorama de la encarnación del Verbo. Al ser el Hijo eterno,
asume en su encarnación la temporalidad, debido a que la transforma en
manifestación de su absoluta y eterna filialidad. Tal filialidad no significa
apropiación de lo dado sino posesión en y por Dios, y a Él ofrecido, para ser
devuelto en la eterna reciprocidad, de allí que buscar diferencias entre su
existencia temporal y la celestial, sería mirarlo desde una "esquizofrenia
existencial".
El Hijo siempre
fue, es y será Hijo, y es lo propio de Él el serlo.
Al decir que Jesús
posee tiempo significa que asume totalmente la voluntad del Padre, y esto no es
una simple reseña, sino un punto que ilumina las raíces y consecuencias más
profundas del alejamiento del hombre de Dios. El mismo hombre salta el tiempo
creado, ordenado, providenciado y predestinado de Dios, o sea que no asume la
verdad que Dios le dio sobre su libertad la cual debe ir descubriendo la senda
que Aquél puso en su existencia. Dios ha determinado desde siempre todo bien
para el hombre, pero éste, debe encontrarlo a su debido tiempo. Por lo
tanto, la obra del Hijo, como Salvador, es la reordenación de ese erróneo
apresuramiento del hombre (no sólo el pecado original) el cuál ha
considerado la búsqueda de su felicidad en algo que no era Dios.
Cristo es la
verdadera existencia que debe ser seguida, asumida y aceptada. De aquí, que el
testimonio neotestamentario acentúe su paciencia, su humildad, su permanencia,
su sometimiento, su obediencia, su docilidad, etc. Por ejemplo, la relación
entre Jesús y "su hora" (Jn. 2,4) expresa aquello que llega a su debido momento,
sin poder
ser atrasado o apresurado, ni siquiera con su
conocimiento
(Mc. 13, 32), y esto, porque "el Hijo quiere recibir del Padre su hora tan
nueva, tan inmediatamente nacida del
amor
originario y de la eternidad, que en ella no esté visible ninguna huella ni
marca
de dedos sino en cuanto de la Voluntad del Padre". En cuanto Dios podría
conocerla, pero se guarda el derecho por ser Hijo. "Su perfección es su
obediencia que no se anticipa... y decir < sí> al Espíritu Santo, que transmite
como mediador la voluntad del Padre para cada instante", el cual es acogido
desde la absoluta libertad. Por lo tanto, podemos decir que "Dios no tiene otro
tiempo para el mundo sino en el Hijo, pero en Él tiene todo tiempo". De
allí que el tiempo verdadero es y debe ser aquel en el que el hombre se
encuentre con Dios, y no el irreal, el cual es el perdido en la proyección hacia
la nada.
Ahora bien, cabe
proponer un nuevo punto que emana de todo lo tratado hasta ahora pero que a la
vez completa y expresa una relación de estrechez entre la existencia de
Jesucristo y su obra. Ambas dimensiones se identifican en Él y revelan el porque
de su caminar en este mundo.
"En Jesús, Dios ha
sido un alguien con quien los humanos han podido convivir, o quizá, mejor,
pudiéramos decir que Jesús es la necesaria humanidad de Dios para poder Él ser
connatural y solidario con sus criaturas. Condescendencia, cercanía,
oferta
y presencia de Dios acontecen para los humanos en Jesús en una radicalidad tal
para Él y para nosotros, que Él se define a sí mismo como humanidad, palabra,
Hijo de Dios".
Con Olegario G. De
Cardedal se podría ver muy solapadamente lo que se viene desarrollando. Pero es
necesario tratar el tema por el cual todo lo anterior tiene su dasein: La
Revelación; ya que sin ella difícil hubiese sido al hombre llegar a los
postulados mencionados. Pero, la Revelación no es algo, sino alguien, "Jesús de
Nazaret [el cual] se convirtió... para los cristianos en la potenciación suprema
del hombre".
De allí que hay que
mirarla desde dos aspectos: Desde la dinámica divina (Jesucristo en cuanto
Revelador y Revelación) y desde la dinámica humana (Correspondencia del hombre:
la Fe).
1.
Jesucristo en cuanto Revelador y Revelación
"Dios sólo
establece su relación con el mundo allí donde Jesucristo es Él mismo el
centro de esa relación, el contenido y cumplimiento de la eterna
Alianza". Tres características de Jesucristo que claramente denota H. U.
Von Balthasar; de allí que Dios al revelarse a los hombres lo hace de
una manera insuperable en su Hijo. Por tanto esto hace suponer que
Jesucristo es el Revelador del Padre, pero no de manera extrínseca sino
intrínseca.
El punto
central para la intrinsicidad de la revelación en la persona de Jesús se
debe a la unión hipostática. "Debido a ella "no hay nada en Él que no
sirva a la autorrevelación de Dios". La relación con el Padre en lo
intratrinitario es tan absoluta que el Verbo en cuanto Hijo "nunca
entiende y aplica su modo de ser persona como algo excluyente, sino sólo
como el lugar de recibir y de la respuesta", acarreando que su
autoconciencia no se objetiva en Él, al encarnarse, sino que "la tiene
sólo para regalarla al Padre y a los hombres"; por lo tanto Él puede ser
la Palabra y el Verbo de Dios. "Cristo es la luz como vida, gracia,
verdad. La vida, la gracia, la verdad habitan
en el Hijo, que en cuanto verbo de Dios está en Dios y
es Dios, y vienen al mundo a través del Hijo".
Un
conflicto
que la Iglesia
ha tenido que superar ha sido el de la aparición del gnosticismo el cual
miraba a un Dios, considerado puramente como trascendencia espiritual,
que en su total superación de lo fáctico, solo podía ser alcanzado por
el pensamiento que lo hallaba sólo como espíritu. Pero, ésta, a la vez
que muchas otras líneas heréticas de matiz espiritualista o
racionalista, no han sido absolutamente contraproducentes para la misma
Iglesia, sino motivo de una fructífera superación donde, en este punto,
ha reafirmado siempre la necesidad de relacionar la revelación con el
"lugar" donde se lleva a cabo, la Historia, ya que eso señala la
Encarnación.
"No puede
ser simplemente Dios como el actor que obra en el mundo; debe ser un
trozo del cosmos, un momento de su historia y, además, en su punto
cumbre. Y esto es lo que afirma también el dogma cristológico: Jesús es
verdaderamente hombre, verdaderamente un trozo de
la tierra,
verdaderamente un momento en el devenir biológico de este mundo, un
momento en la historia natural humana, pues nació de
mujer
(Gál. 4, 4)". Con estas palabras Karl Rahner expresa bellamente la
radicalidad que implica afirmar la historicidad del Verbo Incarnatio.
Ahora bien,
Cristo, concentración de los misterios de encarnación, salvación,
redención y revelación, ¿podría tan solo trocar la conciencia del hombre
en su "afán" de levantarlo de la situación que empecinadamente está?;
¿podría "amarrarle", aunque sea un momento, la libertad para arriarla
hacia Él?.
Su amor lo
impide, el amor
de Dios por la creación lo impide desde su soberana y absoluta libertad
y potestad. Quizás muchos piensen que el gran error de Dios fue haber
creado al hombre con un "pedacito" de sí, o sea haberlo hecho a su
semejanza, por tanto, haberlo hecho persona.
Pero, qué
alegría la del hombre que descubre esto; que ensancha la mirada limitada
sobre sí en pos de una superación que está a su alcance, si es que
camina a su fin verdadero, donde redescubrirá la plenitud vital que
implica ser persona, a la luz de la "Persona". Todo quedará en el
misterio de lo que implica ser persona, y en los que estén implicados en
tal situación existencial. Pero dejando de lado todo análisis subjetivo
conviene abocarnos a la objetividad de la relación entre la salida al
encuentro de Dios y la decisión del hombre de responder a ello.
2.
Correspondencia del hombre: La Fe
"Comunicación de
Dios mismo es, por tanto, comunicación a la libertad e intercomunicación a la
libertad e intercomunicación de los sujetos cósmicos plurales. Esta
autocomunicación de Dios se dirige necesariamente a una historia libre de la
humanidad, sólo puede acontecer en una aceptación libre por parte de los
sujetos libres y, por supuesto, en una historia común.
La comunicación de
Dios mismo no se hace de pronto acósmica, dirigida solamente a una subjetividad
aislada. Es histórica de cara a la humanidad y se dirige a la intercomunicación
de los hombres, pues sólo en esto y a través de esto puede acontecer
históricamente la aceptación de
la comunicación
de Dios mismo"
Con K. Rahner
vemos, por tanto, que la revelación de Dios interpela a la libertad del hombre;
y, eminentemente, Cristo, Salvador y Revelador irrepetible absoluto,
interpela, por la irrepetibilidad de su persona, de sus obras y de su mensaje,
totalmente, al hombre; así, su vida lo confirma, donde fue objeto de rechazo y
de aceptación radicales. De allí, que el término Salvador, indique "aquella
subjetividad histórica en la que el suceso de la comunicación absoluta de Dios
mismo al mundo espiritual está ahí como irrevocable en conjunto".
Pero, es
consecuente, proponer la aceptación humana de lo desarrollado ya que "la simple
luz de la razón no basta para iluminar esta obra y se puede comprobar de un modo
irrefutable que todo aquel que intente dominarla mediante esa luz no le hace
justicia"
.
La fe, en cambió,
"ve esa forma [lo revelado que transforma] tal como es, y de un modo tan
palpable que la evidencia de la verdad de la cosa brilla en la cosa misma y a
partir de ella". Ella posee una "velocidad
de intuición", en cuanto capta desde la inmediatez. La fe es don de Dios; y más
allá de toda mirada puramente antropológica del hombre que naturalmente posee un
grado de "creencia", el cual le permite elegir, decidir y por tanto caminar,
aquélla accede a un plano que hace trascender la mera mirada humana de lo
fáctico en una "credibilidad" que confía en un postulado sobrenatural.
Pero hay que
aclarar que, al ser un don de Dios ofrecido al hombre, éste, en su recepción,
como naturaleza racional, no puede basarse en una pura captación intuitiva de lo
que lo trasciende, sino que su racionalidad, que está en la temporalidad, se
mueve discursivamente en la búsqueda de toda verdad. De allí todos los esfuerzos
que manifiesta la historia acerca del
diálogo
entre la fe y la razón.
En la
correspondencia entre la revelación y su acogida la luz interior, en su
disposición, necesita totalmente de la forma objetiva de la revelación para
encontrar su propio contenido, contenido que es acogido no sólo en la fides
quae, siendo lo revelado una pura objetividad, si no también, a través de la
fides qua, donde, por tanto, lo objetivo de lo revelado transforme la
subjetividad del que lo acoja, sin que el contenido quede en una pura
inmanentización (encerrándose en una pura
lógica
humana) ya que sigue conservando su objetividad.
Vemos por tanto,
sin querer desarrollar un análisis gnosceológico de la fe, que Dios otorga
aquello por lo cual quiere que se lo busque, pero ¿ de qué le valdría un mero
acercamiento a lo que quiere que sea conocido si en
concreto
el hombre sigue su rumbo sin horizonte?. ¿ Cuál es el contenido de la revelación
que transforma al hombre?
El
Irrepetible-Absoluto, en su persona, su obra y su palabra, obran en la
revelación ya que todo Él es la revelación. Por ello en la acogida por la fe de
lo revelado se acoge al mismo Jesucristo, no sólo en cuanto Redentor, sino
también, en cuanto Salvación; "en Jesús [se recibe] de Dios el don de la vida,
del conocimiento, de la inmortalidad y de la santidad, porque Jesús no [es] un
mensajero más en la sucesión veterotestamentaria de los profetas o sapiencial de
las filosofías, sino que en Él Dios mismo está visitando a su pueblo". Por lo
tanto, el misterio de Cristo, no se queda en una simple manifestación sino que
es transformación de toda la persona en su integridad, de allí que el punto
siguiente proclama a Cristo como el camino perfectísimo hacia Dios y una clara
dilucidación de las virtudes teologales, que corrigen su visión errónea y
expresan tres grandes dones que Dios le dió al hombre para, por Cristo, ir hacia
Él.
1.
Arquetipo y Prototipo
"La
descripción
del Hombre-Dios... no debe suscitar la impresión de que la au-
toconciencia de Jesús es absorbida por la conciencia del Logos. Nada
puede ser más plenificador y regalador, para la naturaleza y
la personalidad
del hombre, que este supremo prototipo [hecho ejemplar] de un hombre en
general que se hace arquetipo [idea ejemplar] para todos los demás
precisamente porque su mismidad no se convierte en tema..., sino, de
modo radical en oración".
Con estas
palabras, cargadas fuertemente de contenido teológico, H. U. V.
Balthasar expresa claramente la mediación de Jesucristo como el más
vivo y verdadero camino hacia el Padre. Por ello podemos
decir con él que Jesucristo mismo es oración; sólo Él cumple la
identificación entre la apertura al Padre en su eterno sí y la
receptividad de su ser. Y por ello, nos acoge en el ofrecimiento santo y
total a su Padre. Él es el Hombre que ofrece todo y se ofrece todo al
que todo le ha dado, de allí que es el prototipo de todo hombre para
Dios.
En su
inserción en la historia "Cristo no se puede poner en el mismo plano que
la de Adán ni la de los redimidos... [Él], como idea prístina del hombre
ante Dios..., ha subordinado tanto lo modal como lo categorial a su
irrepetibilidad... [Su tiempo] es plenificación del tiempo de Adán,
puesto que, yendo más allá de la gracia de éste, es acceso a Dios, esto
es, apertura para el mundo de la eterna interrelación personal de Padre
e Hijo en el Espíritu". Por ello, el tiempo de la historia, el cual está
marcado por el pecado, es reconocido y asumido para que con su tiempo lo
llene a aquél otro de sentido.
"Jesús, al
acoger en sí mismo el sí, el amén de Dios al mundo, devolviéndole con un
amén al que nos podemos unir todos los creyentes..., se ha constituido
en canon personal de la fidelidad y en fuente de fidelidad". ¡ Que gran
regalo Jesús nos dejo a través de su persona mediante la fidelidad, la
cual no es sólo ejemplo, sino una realidad intrínseca que le compete a
todo creyente y que debe ser descubierta y asumida!. En ello radicará la
realización de uno como persona y como creyente.
Visto el
camino, sólo queda andarlo, vista la señal sólo queda ponerse en pie y
acudir en pos de responderle dejándose iluminar. Caminar con fe, confiar
con esperanza y vivir en el amor.
Si el
hombre pudiera armonizar estas tres características fundamentales de
todo cristiano, viviría en un constante y progresivo ordenamiento hacia
Dios. Fe, Esperanza y Caridad (amor), son tres virtudes que la Iglesia
llama teologales por su origen directo en Dios, las cuales como don, o
sea gracia objetivada, son ofrecidas al hombre. Las mismas son valiosas
"herramientas"
en la peregrinación hacia Dios mismo.
Sería
edificante, expresar a continuación, con San Pablo, el cual "aparece
como difícil amigo..., y como inignorable guía", la relación y lugar
propio de las mismas virtudes.
2. Fe,
Esperanza y Amor
La existencia
histórica cristiana se desarrolla mediante la "fe, esperanza y amor (1 Cor. 13,
13). Pero hay consideraciones negativas que afectan a la realidad de las dos
primeras virtudes, ya que se piensa, que en el pasaje de lo temporal la fe y la
esperanza dejarán de tener sentido funcional. El pasaje paulino muestra otra
concepción muy diferente: "El amor lo disculpa todo, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta" (1 Cor. 13, 7); . Vemos, por tanto la integralidad del
amor que supera la fe y la esperanza, pero no descartándolas sino integrándolas.
En la plenitud "la
esperanza... sería la disposición del amor que queda abierto a lo infinito...
sabiendo que Dios para él es el siempre mejor; la fe... sería la
actitud
de la criatura que se ofrece y entrega, con ello ofrece y entrega también toda
verdad y evidencia propias, prefiriendo en amor la verdad de Dios, siempre mayor
y más verdadera, a la propia".
Ambas están en una
apertura hacia lo absoluta, la esperanza hacia el Dios siempre mejor y la fe,
hacia el Dios como dador infinito. Por ello se ve que en tal apertura a lo total
"ambas cosas son en su núcleo modos auténticos del amor", el cual, tanto en la
vida eterna como, en la vida terrena, sigue y seguirá siendo el normador de todo
hombre, ya que, él mismo a imagen del Hijo, que recibe el amor del Padre y
corresponde a ese amor en el ordenamiento de todas las cosas como
Irrepetible–Absoluto, también ordena a Dios toda la realidad del hombre.
Fe, Esperanza y
Amor; tres términos que podrían caer en mera conceptualización si no se los
considera como potencializaciones de la realidad humana. Sólo el misterio de la
libertad de cada uno podrá adherir o no, a ellos y por ende a Jesucristo. Pero
adherir a Él significa, principalmente, reconocerlo como el
Irrepetible-Absoluto, el cual enlaza la eternidad y el tiempo. "Si el acto
de existir del hombre Cristo se funda centralmente en una visión temporal...,
entonces el imitador no logra realizar nada de ese acto, y su carácter
prototípico y arquetípico se vuelve dudoso por ello mismo.... Si de Cristo se
dice que es fundador... y perfeccionador... de la fe, eso no puede entenderse en
sentido de una mera causalidad práctica, sino que debe querer expresar una causa
ejemplar operante".
En la imitación de
la fidelidad obediencial y de la paciente renuncia de Jesús, características que
permiten a Jesús estrechar la mano de Dios con la del hombre; se ve en total
profundidad lo que significa cree, esperar y amar. "Solo así se abre la
verdadera intimidad de la imitación, en la participación de una análoga vida
espiritual" a la que invitan la persona, la obra y los hechos del
Irrepetible-Absoluto, Jesús de Nazaret, Verbo e Hijo del Dios eterno.
La visión de Cristo
como el Irrepetible, que a la vez es el Absoluto, permite una gran interacción
de temas que ayudan a su vez a expresar la realidad de este Dios que se encarna.
¡Cuanta riqueza hay en este sublime misterio!, misterio del "universal
concreto, irreductible a una universalidad vaga y abstracta", y que expresa
el punto más fecundo del diálogo entre la fe y la razón.
Sería provechoso
que se vean trabajos de
investigación desde la puntualización
teológica-histórica sobre la Cristología de la historia, la cual depurada de
toda visión errónea barthiana exprese la absoluta belleza de la obra de Cristo.
Muchas puertas se podrían abrir en este intrincado mundo, surgiendo fervorosos
personajes que, así como H. U. V. Balthasar, sueñen, piensen y desarrollen una
teología que ilumine toda la realidad humana. Es posible hacerlo, así como para
este teólogo suizo, fue posible una nueva mirada de lo teológico matizado desde
lo estético, en donde en el culmen de lo bello en sí se cobija el rostro de
Dios.
Ayudar al hombre de
hoy es compromiso urgente e imprescindible, mucho más en el cristiano. Desde el
enfoque tratado se puede dar mucho sentido a la existencia humana, la cuál
muchas veces no reconoce su propia dignidad y a lo que está llamada.
El
Irrepetible-Absoluto abre sus brazos como firme faro que orienta a lo propio, a
lo esencial, a lo salvífico-redentor que es descubrir que "todo fue creado por
Él y para Él" (1 Col. 1, 16). De aquí, que el hombre asume el lugar que le
corresponde en la creación y entra a participar en la dinámica del Hijo eterno,
de su total receptividad al Padre.
· Hans Urs Von Balthasar.
Teología de la Historia. Ed. Guadarrama.
Madrid.
1959.
· Hans Urs Von Balthasar.
Gloria. La
Percepción de la Forma.
Vol. I. Ed. Encuentro. Madrid. 1985.
· Olegario González de Cardedal.
Jesús de Nazaret. B.A.C. Madrid. 1978.
· Olegario González de Cardedal.
Elogio de la Encina. B.A.C.. Madrid. 1978.
· Karl Rahner. Curso Fundamental
sobre la Fe. Ed. Herder.
Barcelona. 1979.
· Romano Guardini. Realidad
Humana del Señor. Ed. Guadarrama. Madrid. 1960.
· Bruno Forte. Gesu de Nazaret,
storia di Dio, Dio della storia. Ed. Paoline.
Roma.
1982.
· Francisco de Mier. Salvados y
Salvadores. Ed. San Pablo. Madrid. 1998.
· Ricardo Ferrara. El Misterio
de Dios. Ed. Sígueme. Salamanca. 2005.
Presentado por:
Pablo Balario
pbalario@yahoo.com.ar
Pontificia
Universidad
Católica Argentina
"Santa María de los
Buenos Aires"
Facultad de Teología
Carrera:
Bachillerato + Profesorado en Teología
Materia: Teología
Fundamental III
Revelación
Toda reflexión
crítica, a diferencia de la actitud ingenua, parte de la percepción refleja del
lugar y tiempo, del contexto y cerco al pensamiento en el acto de pensar, no
para volver siempre sobre ellos sino para ser consciente de los límites y
posibilidades que ellos crean. La vida humana es un milagro de unidad y de
complejidad, de continuidad y de rupturas. El hombre llega a sí mismo en la
medida en que diferencia los diversos pliegues y despliegues de su existencia.
Estas afirmaciones valen tanto para el filósofo como para el teólogo, para el
creyente como para el increyente.
El solar de la
filosofía y de la teología
A todo texto
escrito precede un lenguaje, a todo lenguaje un uso de la razón, y a toda razón
una forma de vida. A la altura del pensamiento en el siglo XXI ya podemos
diferenciar esas implantacio- [ 5 ] nes en la realidad de las que brotan una
actitud diferente ante la existencia y con ella un pensamiento. Éste no existe
en aquella soledad, a la que Descartes nos invita separando pensar y sentir,
cerrando los ojos y remitiendo nuestro espíritu más allá de las cosas, como si
la res cogitans fuera absolutamente aislable de la res extensa, el
pensar aislable de la vida, y la vida individual aislable de la historia
colectiva. Tenemos que diferenciar, pero no podemos separar:
1. Formas de vida.
2. Usos de la razón.
3. Juegos del lenguaje.
4. Textos escritos.
Los hombres nos
diferenciamos por aquel último rescoldo de evidencia que nos sustenta a cada uno
y por la implantación primordial que tenemos en la existencia. De ella deriva la
forma de vida que llevamos, a partir de la cual nacen las relaciones que
instauramos y las que evitamos, las reflexiones que consideramos esclarecedoras
y las que nos parecen insignificantes. Esa implantación primaria en la realidad
es como la raíz y el tronco de los que toman su savia todas nuestras acciones y
decisiones. Tal implantación no es un absoluto que deba prevalecer sobre la
historia ulterior, sino que debe ser reasumida desde un lúcido ejercicio de la
razón, desde la abertura a la historia anterior y desde la comunicación con el
entorno inmediato. Implantación primordial y decurso ulterior son los dos polos
de una vida.
En esa existencia
personal así local, temporal, biográfica y socialmente situada, hay que
comprender la razón y su ejercicio. Previamente deberíamos situar la razón, como
una forma concreta de usar la inteligencia; ésta es más radical, amplia y
definitiva que aquélla. Y a su vez radicar la inteligencia en una comprensión
espiritual (pneuma) del ser humano, ya que a él pertenecen igualmente la
memoria y la esperanza, como capacidad de recuperar el origen absoluto y de
anticipar el futuro absoluto. De esta forma el instante al que abren la razón y
la inteligencia se halla abarcado por la memoria, como capacidad reasuntiva del
eterno Presente, y la esperanza, como capacidad anticipativa del Futuro
absoluto. Así situada la razón en la estructura personal, afirmamos lo que desde
Platón hasta Kant ha sido una constante en Occidente: la razón tiene diversos
usos posibles o modos de ejercitación, que reclaman legitimidad para sí, pero no
pueden absolutizarse. Hay un uso científico, un uso filosófico, un uso histórico
y un uso religioso de la razón, nunca separables pero nunca reductibles a los
demás. Hay un necesario camino entre la pluralidad irreconciliable de las
racionalidades y el uso despótico de «la» racionalidad, cuando a ésta se la
hacer derivar de una sola ciencia.
La implantación en
la existencia y el uso de la razón son humanos en la palabra que eleva las cosas
desde el silencio, mudez y espera, a la transparencia auditiva y visual,
olfativa y táctil. Porque las palabras terminan teniendo peso y rostro, sonido y
gusto. Pero las palabras sólo dicen y sienten, dan que pensar y sentir desde su
contexto: hablan en situación y sólo son inteligibles viéndolas nacer,
asistiendo a su despliegue y juego. Wittgenstein tiene toda la razón. Nada más
necesario que los diccionarios para entender las palabras y, sin embargo, nada
más insuficiente. Éstas se dicen a sí mismas en acto, en el drama que
interpretan, en el juego que juegan, con sus reglas, por supuesto. ¿Qué juego de
vida está jugando el hombre que habla? Ésa es la cuestión primordial a la hora
de preguntar por la relación entre filosofía y teología. Los libros, y las
formas equivalentes de textos escritos, tienen detrás de sí esos tres niveles de
realidad o fases de historia. Vienen de mucho más allá de ellos mismos. No hay
libro sin palabras, que remiten a un uso determinado de la razón, a un universo
de sentido y a un horizonte de futuro. Los montes, encinas, sembrados y ríos de
Soria aparecen en los informes técnicos de los ingenieros agrónomos y en los
poemas de Antonio Machado. Son los mismos, expuestos en un caso y trascendidos
en otro. Al alcance de la mano y la verificación métrica en el primer caso; en
el segundo sólo al alcance del deseo absoluto, de la imaginación que crea, de la
esperanza que adivina las cosas en su plenitud anhelada y prometida más allá de
su situación actual.
La filosofía y la
teología entre el mito y la ciencia
A la luz de esta
reflexión previa deberíamos explicitar ahora cuáles son las implantaciones
fundamentales en la existencia, o lo que podríamos llamar la atención
primordial, el interés originario, el abalanzamiento inevitable de cada vida
humana y de cada generación histórica. Implantación meramente sensitiva,
implantación utilitaria y calculadora, implantación técnica y científica,
implantación ética, implantación contemplativa o filosófica, implantación
religiosa y teológica. El hombre puede reaccionar a los estímulos que le llegan
de fuera o ponerse ante las cosas como realidad; puede preguntar por la
estructura física y por el servicio funcional que le pueden prestar; puede
intentar comprender su constitución material para reconstruirla y hacerla
funcionar en un orden nuevo; puede dejar que las cosas sean ante sí y acoger su
voz; puede finalmente llegar a comprender las cosas como lugar de una presencia,
signos de una alteridad, voz de Alguien que le llama, ante quien está y quien
está ante él.
La mitología, la
filosofía, la ciencia, la religión y la teología han ido naciendo en la medida
en que el hombre se enfrentaba con todo lo real y consigo mismo, tomaba sobre sí
el cosmos y se preguntaba por el sentido tanto del ser como del devenir, tanto
de la realidad de los entes como de su propio destino. Esas ejercitaciones
fundamentales de la existencia son innegables teóricamente e irreductibles
prácticamente. Variará la relación entre ellas; en cada momento será
privilegiada una u otra de ellas, pero antes o después las demás reclamarán su
derecho de existencia y volviendo ejercitarán una presión y poder mayores,
propios de la venganza que ejercen las realidades larga y violentamente
reprimidas. De la ejercitación contemplativa, diorática, nace la filosofía; de
la ejercitación religiosa, que supone aquélla y se amplía a otras dimensiones de
la realidad percibida, nace la teología. Las dos son constituyentes de la
historia espiritual de Occidente y en conjunción con el cristianismo forman ya
la trama y urdimbre de nuestra existencia. El destino de la filosofía y de la
teología en Occidente nunca está del todo diferenciado, ni en el origen primero
ni en el momento actual. En los comienzos ambas tuvieron que segregarse y
afirmarse frente a una mitología, ligada a la magia en unos casos y al poder en
otros, incapaz de llegar a las perspectivas y exigencias morales, que son
inherentes a la sacralidad del ser humano. Platón defiende su propuesta frente a
Homero y Hesíodo, ya que los mitos que proponen resultan corruptores de los
hombres por inmorales, y lo mismo hace Aristóteles frente a los «mitólogos», que
confunden la realidad física con supuestas acciones o luchas de los dioses. En
el final del siglo XX la filosofía y la teología están cercadas, protegidas en
un caso y amenazadas en otro, por la ciencia. Sólo parece legítimo lo racional
en el sentido de la ciencia positiva, y sólo se les otorga carta de legitimidad
si acceden a definirse por el método, el lenguaje, los programas de
investigación y transmisión que las ciencias empíricas, las llamadas exactas y
duras, exigen en sus propios campos.
Desde el mismo
inicio, el mito y la ciencia son los compañeros y coadjutores, pero a la vez los
secretos usurpadores de la función propia asignada a la filosofía y a la
teología. Son sus necesarios compañeros de viaje, ya que las realidades de las
que éstas hablan tienen una dimensión de universalidad englobante, que filósofo
y teólogo sólo pueden explicitar en aquella forma de enunciación y evocación que
es el mito; pero a la vez ellas piensan y hablan desde un hombre y una historia
concretas, constituidas en una estructura y sucesión, que sólo puede ser
dilucidada por la ciencia. Ahora bien, mito no es el cuento o narración ingenua
propios de hombres y culturas que no han llegado a madurez crítica, sino aquel
lenguaje del hombre que es consciente del desbordamiento absoluto de lo real
sobre su vida y del oscurecimiento radical de su destino entre un origen
desconocido y un futuro indominable. En el mito el hombre alumbra el presente
desde la íntegra totalidad del cosmos verificable y del Universo inverificable
como elementos que entran en el juego de su vida. No los describe físicamente ni
los define metafísicamente, sino que los evoca e invoca. Al nombrarlos en la
palabra los hace presentes, sabiéndose extendido por lo que ellos quieren decir
y él no sabe explicar.
Hoy estamos
inclinados a descartar absolutamente el mito y a confiarnos exclusivamente a la
ciencia. Si por un lado es necesario diferenciar el mito de la magia,
preilustración y arcaísmo, por otro lado es necesario recuperar la intención
propia de aquél, aprender su lenguaje y entrar en el juego al que él invita. A
su vez la ciencia debe ser diferenciada del poder absoluto sobre lo real y de la
respuesta a las últimas cuestiones que de verdad interesan al hombre, cuando
reencuentra su puesto ante las ultimidades del ser, de la historia y de su
destino. Las tres últimas preguntas de Kant (¿qué debo hacer? ¿qué me está
permitido esperar? ¿qué es el hombre?) y las tres de Zubiri (¿quién ha contado
conmigo para mi existir? ¿merezco el amor y la pena absolutos a alguien? ¿qué va
a ser de mí?) no encuentran respuesta en la ciencia. Muchas reacciones, unas
críticas y otras fundamentalistas, ante la ciencia a lo largo del siglo XX (Tolstoy
y Weber en un sentido, Wittgenstein y Heidegger en otro) derivan de esta
pretensión de la ciencia a ser la única palabra verdadera y suficiente para el
hombre.
Filosofía y
teología no suplantan, pero suponen el mito y la ciencia; cuentan con ambos y
van más allá de ellos. La teología se ha visto desgarrada en el siglo XX por
tres tendencias radicales: la historificación, que sólo retiene lo que es
verificable por la arqueología, la filología y la historia (liberalismo, Harnack...);
la desmitificación, que situándose en el extremo opuesto de la línea
anterior se queda sólo con el significado existencial de los relatos
originarios, al margen de los conceptos, ideas y presupuestos propios de aquella
época y que siendo inaceptables en nuestra época científica deberían ser
eliminados (Bultmann...); la positivización autoritaria o dogmática, que
remite todo sólo a la tradición normativa, a la confesión de fe y a la
predicación eclesial, aislando el evangelio de la historia religiosa general y
de la historia de la racionalidad occidental (teología dialéctica, Barth,
integrismo católico...).
La investigación
histórico-positiva es necesaria para la fe y, por ello, el estudio filológico de
la Biblia ha sido explícitamente reclamado por la Iglesia católica en la
Constitución dogmática Dei Verbum (1965) del Concilio Vaticano II y en un
documento de la pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia
en la Iglesia (Roma, 1993). Los métodos histórico-críticos han sido asumidos
en conjunción con otros métodos, a la vez que decantados en algunos de sus
presupuestos teóricos. Sobre ese fondo es comprensible la recuperación del mito,
en su más profundo sentido, como forma inevitable de hablar de Dios. Hablando de
un dogma concreto de la iglesia K. Rahner escribe: El enunciado puede
presentarse en la forma de un mito, porque éste es de todo punto un medio
legítimo de representación para experiencias últimas del hombre, un medio que no
puede sin más sustituirse radicalmente por otra forma de enunciado. También la
más abstracta metafísica y filosofía de la religión tiene que trabajar con
representaciones
imaginativas, que no son sino mitologómenos abreviados y descoloridos (K. Rahner,
Curso fundamental sobre la fe, Barcelona, 1979, p. 145).
De nuevo aquí
entramos en un problema más de fondo: ¿desde dónde podemos nombrar el Absoluto,
el Origen radical, el Fin último, en concreto a Dios, si cada una de las
palabras y conceptos remiten a aspectos particulares, que la razón aprende bajo
una perspectiva particular? ¿No necesitará la razón de la imaginación, de la
memoria y del deseo, yendo mucho más allá de Descartes, que culpa a la
imaginación de todos los errores en filosofía y teología? Un mínimo de
representación mitológica es inevitable, porque no se puede nombrar a Dios sin
imaginarlo, ni imaginarlo sin mitologizarle (E. Gilson, L’athéisme difficile,
París, 1959, p. 37).
La filosofía y la
teología tienen un destino común frente a la mera mitología y la pura ciencia.
Tienen que salvar la realidad del ser y del deber, del esperar y de Dios, en los
que el hombre es hombre. Sin ellos su vivir sólo es mero perdurar y su estar en
el mundo no es morar en él, sino habitarlo sólo fácticamente; no es construirlo
como una morada propia, sino apropiárselo como simple objeto. En la situación
contemporánea ambas están amenazadas, en su existencia universitaria, desde un
imperialismo científico, que niega realidad y existencia a los objetos de los
que ambas hablan. No tendrían ni una verificabilidad ni una falsabilidad
universales, quedando reducidas por tanto a mundos del temor o del deseo,
legítimos en la intimidad de cada individuo pero sin capacidad de reclamar un
presencia pública. Contra esta «dictadura de los laboratorios » se revelaba
Ortega y Gasset en su curso ¿Qué es filosofía? (1929), reclamando la
autonomía de ésta frente a la ciencia, aludiendo explícitamente a la reclamación
de la especificidad de la teología que por esas fechas estaba haciendo K. Barth.
Esta posición llevó
en algunos países a la eliminación de las facultades de Teología de la
Universidad del Estado en la que habían estado siempre, ya que crecieron con
ella y de su seno nacieron impulsos científicos, morales y técnicos en no pocos
casos. Esa separación fue, en parte, consecuencia de la separación de la Iglesia
y del Estado. Pero, y las facultades de Filosofía, ¿podrán perdurar en una
sociedad donde la ciencia, la economía y la estadística política son los únicos
determinantes de la verdad pública y donde la democracia no tiene capacidad para
invertir los procesos democráticos que puedan conducir a subvertirla? Karl
Rahner hizo en la Universidad de Salamanca la siguiente afirmación: «Una
Universidad en la que no hay espacio para una reflexión pública, rigurosa y
racional sobre Dios no tiene legitimidad para ofrecer un espacio público a la
metafísica y a la ética, porque no son más verificables el ser y el deber, en la
perspectiva de la ciencia contemporánea, que Dios; y desde el punto de vista
histórico positivo la realidad de Dios ha tenido tanta presencia en las
conciencias humanas y sigue determinando el pensamiento y la acción hoy con más
fuerza, o al menos con tanta, como la preocupación metafísica o la actitud
moral».
El doble origen de
ambas: Grecia e Israel
Desde el mismo
inicio del pensamiento en Grecia las cuestiones filosóficas sobre la physis
y el todo, sobre el origen y la composición de los seres, han ido unidas a
la reflexión sobre «lo divino», «los dioses», «el dios», «Dios». Ese pensamiento
desemboca en un hombre que no es profesionalmente filósofo sino algo diferente,
mucho menos en un sentido y mucho más en otro: Sócrates. Él incorpora y expresa
tanto la religión griega como el pensamiento para pensar al hombre como ser
movido por un «entusiasmo» (apoderamiento por lo divino e inspiración por él) a
la vez que reclamado por un deber moral y una vocación de servicio a la
ciudadanía. Con él la filosofía deja la naturaleza para encontrar en el hombre
su centro y medida, pero ambos abiertos a la exigencia moral y al consentimiento
religioso. De manera análoga, en otro campo, el cristianismo tendrá en profetas
y orantes el lugar concreto que expresa la religión como una forma específica de
implantación en la existencia, con su lógica y lenguaje propios a la vez que
como intérpretes de esa relación (cf. J. Ladrière, La articulación del
sentido. II. Los lenguajes de la fe, Salamanca, 2001). Los profetas primero
y Jesucristo después son el lugar equivalente para el cristianismo de lo que
Sócrates es en el mundo griego. La conciencia cristiana, al comprender a
Jesucristo como el Logos eterno y encarnado, se considerará heredero,
continuador obligado y transformador de lo que el mito, la religión y la
filosofía griegas supusieron. Aquello fue comprendido como «preparación
evangélica» y Cristo como «plenitud de los tiempos». La ejercitación humana de
la existencia que vivieron y expresaron de diversas maneras Sócrates y
Jesucristo confieren validez perenne a la dimensión pensante y creyente de la
existencia, a la que corresponden la filosofía y la teología. Expresivo de esta
radicación en el origen y en su ordenación final, existencial, sapiencial y
religiosa de la filosofía es el hecho de que K. Jaspers haga preceder su obra
Los grandes filósofos de una introducción con el título: «Los hombres que
han dado la medida: Sócrates, Buda, Confucio, Jesús» (trad. esp: Los hombres
decisivos, Madrid, 1993).
La filosofía y la
teología han coexistido en concordia crítica desde los orígenes con Platón,
Aristóteles y San Agustín, hasta nuestros días, con Buber, Heidegger,
Wittgenstein, Levinas, Unamuno y Zubiri por un lado, y por otro Bultmann, Rahner,
Balthasar, Pannenberg... La cuestión de Dios es la constante que enhebra la
conciencia filosófica de Occidente desde los presocráticos hasta hoy. Él irá
recibiendo sucesivos nombres: el Absoluto, el Principio, la Causa primera, el
Fundamento, el Fin último, la Razón universal, el Ipsum Esse subsistens,
el Non aliud... Bajo una u otra denominación o invocación ha sido una
presencia permanente. Cuando H. Heimsoeth enumera Los seis grandes temas de
la metafísica occidental (Madrid, 1974) comienza con un capítulo sobre «Dios
y el mundo» y en el segundo vuelve por un rodeo a la misma cuestión: «La
infinitud y lo finito». Dios es el permanente tema común a la filosofía y a la
teología en la historia occidental del espíritu.,,,, El término «teología» no ha
sido forjado por el cristianismo; éste lo ha heredado de los griegos. No carece
de interés que este término no exista en el Nuevo Testamento, mientras que sí
aparecen los de «filosofía» y «filósofos». Es verdad, sin embargo, que
encontramos un término que ya tiene en su raíz lo que después será la teología.
La palabra «theodidaktoi» (los cristianos han sido enseñados y han
aprendido de Dios) y otra cercana, «theopneustos» (las Sagradas
Escrituras del pueblo de Israel son divinamente inspiradas), ponen en el camino
de lo que será luego un saber que se remite a una revelación de Dios en la
historia y a unos textos que, siendo escritos por hombres de un lugar y cultura
concretos, sin embargo son percibidos por la comunidad como inspirados y dados
por Dios para que sean lámpara que guíe la vida de los hombres según la voluntad
de Dios y así alcancen la salvación.,,,, Platón utiliza el término «theologia»
en relación con las formas anteriores de hablar de Dios. Él deja atrás las
formas que las mitologías utilizaron hablando de lo divino y de los dioses, para
comenzar preguntando por «el dios» en singular, preocupado por la recta forma de
nombrarle. Para Platón ésas son las dos cuestiones primordiales de la vida
humana: cómo pensar y cómo hablar de Dios.
¿Qué normas serían
las que habría que seguir al hablar de los dioses (oi typoi peri theologias)?
Aproximadamente éstas: debe representarse al Dios como es realmente, ya sea en
versos épicos, líricos o en la tragedia (República 379a).
Platón tiene detrás
una situación en la que los dioses aparecen como causantes de los males. Frente
a Homero, donde todavía estaban confundidos el bien y el mal, y como los dioses
eran inmorales, estaban mezclados y casi confundidos con los héroes, semidioses
y mortales, Platón escinde el mundo de la realidad entre el orden del mal, que
es el nuestro, y el orden del bien, que es el de lo divino. A la vez quiere
superar una comprensión de lo divino que no incluye el orden moral y supone un
escándalo para los hombres. Para Platón los dioses no son malos, ni hechiceros o
engañadores de los hombres. En ellos no hay diferencia entre apariencia y
realidad.
Lo propio de Dios y
de lo divino es en todo sentido ajeno a la mentira. Por completo. Por lo tanto,
el dios es absolutamente simple y veraz tanto en sus hechos como en sus palabras
y él mismo no se transforma ni engaña a los demás por medio de una aparición o
del envío de signos, sea en vigilia o durante el sueño... Entonces estarás de
acuerdo conmigo en cuanto a la segunda parte a la que hay que atenerse para
hablar y obrar respecto de los dioses, que no son hechiceros que se transformen
a sí mismos ni nos induzcan a equivocarnos en palabra o acto (República
382a-383a).
La cuestión del
pensamiento recto sobre los dioses y la de la consiguiente vida buena o moral
son inseparables en Platón y Aristóteles.
El primero escribe:
Hijo mío, tú eres
joven: el paso del tiempo te hará cambiar de opinión sobre muchos puntos hasta
llegar a pensar lo contrario de lo que actualmente piensas. Espera, pues, hasta
ese momento para decidir sobre cuestiones de tanta monta; la mayor de todas
ellas, aunque tú no le des ninguna importancia, es el pensar correctamente
acerca de los dioses y, consiguientemente, vivir una vida buena, o todo lo
contrario (Las Leyes 888ab).
Mientras Platón
sitúa la cuestión de Dios sobre todo en un horizonte moral y antropológico,
Aristóteles sitúa la teología en un horizonte cosmológico y metafísico. Teólogos
son los que consideran divinos los principios de la realidad («haciendo dioses a
los principios y atribuyéndoles un origen divino», Met 1000 a 1-10). Al
pensar las partes en que se puede subdividir la filosofía, escribe: «Por
consiguiente, habrá tres filosofías especulativas: la matemática, la física, la
teológica (pues a nadie se le oculta que, si en algún lugar se halla lo divino,
se halla en tal naturaleza) y es preciso que la (filosofía) más valiosa se ocupe
del género más valioso» (Met
1026a 18-22).
Esta noción
aristotélica fundará una tradición que sitúa a Dios dentro de la metafísica,
como un contenido más de ella, junto a la naturaleza y los números. El término
«theologia» sólo cuaja como designación de un tratado con el estoicismo (Cleantes,
Panecio), y así llegará en su sentido filosófico hasta Varrón, de quien lo
recibe San Agustín en su famosa división de la teología entre los filósofos
gentiles: la teología mítica de los poetas, la teología física de los filósofos
y la teología política de los legisladores (La Ciudad de Dios VI, 5-10).
Sin embargo, el término tardará siglos en ser asumido por los cristianos como
válido para expresar el conocimiento propio del Dios revelado en Jesucristo y
propuesto en la Iglesia.,,, Las palabras remiten a los universos de sentido y
experiencia en los que nacen. El término «Theos» y su correspondiente
«theologia» son deudores de las formas de vida y del uso específico de la
razón en medio de los que cristalizan. «Theos» en griego ha sido siempre
un concepto predicativo y hay que entenderlo dentro de un horizonte politeísta,
aun cuando en la religión vivida oriente hacia un único principio supremo, que
se expresa en muchas formas. Ese término se empleaba para designar cualquier
manifestación de potencia, inmortalidad, excelencia. Un dios «acontece» cuando
se dan ciertos hechos y experiencias. Allí no hay Dios, y Dios no es, en el
sentido posterior de unicidad, potencia y acción que el término tiene en la
historia de Israel y en el cristianismo. «Theos» es múltiple,
transferible y variable en el mundo griego (U. von Wilamowitz- Moellendorf,
Der Glaube der Hellenen, Stuttgart-Basel, 1959, pp. 17- 19). Los cristianos
tenemos el peligro de allanar la diferencia existente entre lo que un oído
griego percibía con esa palabra y lo que percibimos los lectores de la Biblia.
Allí, cuando las realidades son tan sorprendentes se convierten en sujeto de una
afirmación como ésta: el amor es Dios, la verdad es Dios, la justicia es Dios.
En la experiencia judeocristiana Dios es siempre sujeto de cuanto acontece en el
mundo como signo suyo. Nunca, por el contrario, surge nada del mundo de lo cual
se pueda decir: es dios, es divino, es Dios. La categoría de Creador y creatura,
de Eterno inmortal y temporal mortal, ha escindido la comprensión de la
realidad. Sólo en la encarnación se dará ese salto al límite logrando una
definitiva forma de unión entre Creador y creatura, pero sin obliterar la
distancia abismal que los separa, ni sucumbir a panteísmo alguno.
La revolución del
cristianismo
Con el cristianismo
se invierte la dirección de la mirada. No se parte como en la filosofía de la
búsqueda de sentido por parte de los hombres, que en un ascenso desde el mundo
llegan a «postular », «reconocer», «comprender» a Dios, sino por el contrario de
una experiencia de haber sido llamados, elegidos, visitados, agraciados y
responsabilizados por Dios (Abraham es el padre y protocreyente). Los profetas
primero y Jesucristo después son los exponentes y altavoces de esa búsqueda que
Dios hace de los hombres. El sujeto de la verdadera filosofía –si es que ésta
tiene como tarea suprema el conocimiento de Dios y del resto en él– en adelante
no serán los conocedores de Aristóteles (física, lógica, ética) sino los
cristianos sencillos. Una frase se hizo clásica en la tradición cristiana: la fe
procede «non aristotelice sed piscatorie», no surge de quienes son
seguidores del filósofo griego sino de quien llamó a los apóstoles, que eran
pescadores. Si la filosofía surge desde abajo en ascenso hacia lo sumo y hacia
lo profundo, la teología surgirá desde el reconocimiento de Dios en el corazón
de la historia humana, bajando hasta donde está el hombre con su pobreza y
muerte, revelándose a éste y éste reconociéndole agradecidamente. La fe es
respuesta a la revelación de Dios con la voluntad de conocer lo que se ha
recibido de ella y por ella. La teología se propone dar razón de los hechos
fundamentadores, del contenido de esa revelación, de la legitimidad de la
adhesión a ella en la fe, de las consecuencias teóricas, históricas y
escatológicas que ésta implica, de su perduración en la iglesia. La teología,
como saber nuevo, está fundada en estos tres pilares: revelación, fe, iglesia.
Donde se parte de ellas para hablar de Dios tenemos la teología; donde, en
cambio, se habla de Dios al margen de ellas tenemos la filosofía.
Un texto del
profeta Isaías 65,1 reasumido por San Pablo, manifiesta esta diferencia de la
percepción que el hombre griego tenía poniendo en primer plano el carácter real
y universal de lo divino, frente al carácter histórico y particular de la
revelación de Dios, manifestado a un pueblo que no tenía pasión metafísica ni
voluntad teórica: «Fui hallado de los que no me buscaban, me dejé ver de los que
no preguntaban por mí. Pero a Israel le dice: "Todo el día extendí las manos
hacia el pueblo incrédulo y rebelde"» (Rom 10, 20-21). Esa conciencia de lo no
adquirido por el hombre sino sobrevenido desde Dios a su vida ha troquelado la
conciencia del judaísmo desde el origen hasta nuestros días, haciendo casi
imposible una verdadera teología dentro de él y segregando una mera filosofía
que tiene en la fe sus orígenes, pero que en parte se vuelve contra ella,
poniendo una distancia peligrosa entre razón y fe, como es el caso de Levinas.
La filósofa S. Weil
escribe: «Búsqueda del hombre por Dios. "Quaerens me sedisti lassus"...
Notar que en el evangelio nunca se hace cuestión, salvo error, de una búsqueda
de Dios por el hombre. En todas las palabras es Cristo quien busca a los hombres
o bien el Padre los hace traer a sí por sus servidores. O, incluso, un hombre
encuentra, como por casualidad, el reino de Dios, y entonces, pero solamente
entonces, lo vende todo» (S. Weil, Intuitions pré-chrétiennes, París,
1951, p. 9). Un contemporáneo nuestro, A. Heschel, lleva esta posición al límite
en el mismo título de su libro: Dios en busca del hombre. Filosofía del
judaísmo, Nueva York, 1955. Esta convicción es tan radical que un hombre
como Spinoza, quizá el más sutil analista especulativo y a la vez el más
riguroso reclamador de una demostración geométrica de lo divino y de lo humano,
considera que la salvación del hombre tiene dos cauces igualmente válidos: uno
por la filosofía y la razón; otro por revelación y la fe (cf. Lacroix,
Spinoza et le problème du salut, París, 1970).
La teología en
Occidente nace con dos caras, de dos raíces y con dos direcciones hacia las que
crece: las de Grecia y las de Palestina, la reflexión teórica de la filosofía
griega y la experiencia histórica de las gestas salvíficas de Israel primero y
de la Iglesia después. No podrá, ni querrá, prescindir de la filosofía, pero
nace y tiene que atenerse a una historia que no es un episodio particular de
unos hombres, gestando su trayectoria desde una cultura particular, sino la
historia misma de Dios, revelándose a sí mismo en hombre y revelando a su vez a
los hombres, en la medida en que les ofrece verdad y salvación, sentido para el
vivir presente y una meta para el fin último. Si la filosofía habla del Absoluto
y de lo Universal, la teología hablará del Absoluto encarnado en lugar y tiempo,
del Universal personal concreto. La razón en Occidente será física, lógica y
teórica (legado de la sabiduría griega), a la vez que anamnética, utópica y
escatológica (legado de la historia, profetismo de Israel, Jesucristo). Para
percatarse de esto basta leer unas páginas de Marx, Bloch, Rosenzweig o Levinas.
La tensión y
atracción perennes entre filosofía y teología nacen de la lógica misma del
acontecimiento cristiano, que como nadie han pensado San Pablo y San Juan. El
cristianismo no nace de la mera acción o predicación de Jesús sino del acto de
su muerte en cruz y de la resurrección por Dios, de las que emana el envío del
Espíritu Santo. Para un judío, esa muerte en cruz era la denegación de toda
legitimidad profética de Jesús para un judío y de toda dignidad sapiencial para
un griego. La cruz apareció como la alternativa nueva al Logos griego y a la
Thorá judía. El cristianismo estaba así ante la disyuntiva: elegir la cruz
contra el ser (enajenándose así a los griegos) y al Crucificado frente a la
Thorá (enajenándose a los judíos).
El capítulo 1 de la
Carta a los corintios es la sobrecogedora expresión de esta dialéctica, que San
Pablo reconoce y se propone superar. Parte del escándalo y locura de la cruz de
Cristo, pero no se queda ahí: esa cruz tiene una potencia interna para suscitar
una forma nueva de existencia, una luz de conocimiento y un poder de futuro:
«Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura
para los gentiles; a Cristo potencia de Dios y sabiduría de Dios para los
llamados tanto judíos como griegos, porque la locura de Dios es más sabia que
los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres» (1 Cor 1,23-24).
Concluye absolutizando el hecho particular de Cristo frente a los valores y
esperanzas universales anteriores: «Por Dios existís en Cristo Jesús, que ha
venido a seros de parte de Dios sabiduría (frente a los griegos), justicia
(frente a los judíos), santificación (frente a los ritos de misterios),
redención (frente a promesas políticas)» (1,30).
Esa dialéctica de
búsqueda humana y de revelación divina, de existencia particular de Jesús y de
pretensión de verdad universal por parte del cristianismo, está planteada en
otros términos en San Juan. Él es quien más acentúa los rasgos, procedencia,
personalidad judía de Jesús y, sin embargo, es también quien lo muestra como el
Verbo eterno, encarnado en el tiempo, para manifestar la gloria de Dios,
alumbrar la verdad a los hombres y ser vida del mundo. Lo es no precisamente por
ser judío sino por ser el Verbo, en quien fueron creadas todas las cosas, que es
inherente al hombre y que, por tanto, al aparecer en persona dentro de la
historia desvela nuestra entraña (antropología) y la entraña de la realidad
(metafísica). La Carta a los Colosenses 1,16 fundamenta esta dimensión crística
de la realidad, del hombre y de la historia: «En él fueron creadas todas las
cosas del cielo y de la tierra...; todo fue creado por él y para él». La
filosofía ya no será posible sin cristología, ni la cristología sin filosofía
(Cf. X. Tilliette, El Cristo de la filosofía, Bilbao 1994; Id., Le
Christ des philosophes, Namur 1993; Id., La christologie idealiste,
París, 1986; Id., La Semaine Sainte des philosophes, París, 1992; Id.,
Les Philosophes lisent la Bible, París, 2002).
Estas dos
acentuaciones (particularidad de Cristo con la correspondiente implantación en
la existencia –universalidad de su palabra a la vez que su condición fundante,
reveladora, redentora–) llevarán a dos posiciones extremas en los filósofos. M.
Heidegger en uno de sus primeros textos, Fenomenología y teología (1927),
en momentos en que la influencia de Barth y de Bultmann, escindiendo fe y razón,
es muy fuerte, rechaza toda relación del cristianismo con la filosofía o verlo
como posible filosofía cristiana, pensándolo únicamente como nueva forma de
vivencia de la temporalidad abierta y expectante del fin. Por el contrario,
todos los grandes del idealismo (Hegel-Schelling, Fichte) se han remitido a los
textos paulinos y joánicos para elaborar desde la historia de Cristo, como su
paradigma exterior, una metafísica. Los textos y relatos sobre el Logos, la
Kénosis, el Viernes Santo y Pentecostés serán la falsilla sobre la que describan
al Absoluto y su destinación a la historia. Y surgirán una teología, una
cristología, una eclesiología y una soteriología filosóficas o especulativas.
¿Son éstas una reducción ilegítima de la fe a razón y de la teología a
filosofía, sin necesidad de creer en nada, o son la legítima expresión
filosófica de realidades que se le han desvela- do al hombre en luz de la fe y
que ya exigen una reflexión rigurosamente filosófica? Que esos planteamientos no
pertenecen al pasado sino al presente más actual lo revelan los libros de M.
Henry Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo (Salamanca,
2001) y Encarnación. Una filosofía de la carne (Salamanca, 2002). El
cristianismo (como integración pensadora de Grecia, Israel, Roma, la
subjetividad centroeuropea y el positivismo o pragmatismo anglosajón) ha vivido
de realidades, memorias y esperanzas de las que luego han nacido experiencias y
convicciones, conceptos y sistemas, que han logrado consistencia por sí mismos y
hoy forman parte del posible legado universal irrenunciable: las ideas de la
creación, la persona, la responsabilidad ante un Ser sagrado que funda y reclama
la libertad de cada hombre, la vocación y misión como constituyente de la
libertad del sujeto, el carácter incompleto de la existencia, la tierra como
patria verdadera y su destinación eterna, la imposible divinización del hombre y
sustitución del Santo e Inmortal por el mortal y pecador, la inseparabilidad de
la fe y la moral... La pregunta hacia el futuro es si estos valores e ideales
podrán subsistir cuando, seccionados de su raíz y tronco originante, pretendan
sustentarse en sí solos (Cf. O. González, «Europa y el cristianismo.
Reciprocidad de su destino en los siglos XX y XXI», en: Salmanticensis 2
(2001), 207-238). En qué medida estos valores, que parecen ya autónomos y
universales, están radicados y fundados en el universo espiritual del
cristianismo puede comprobarse leyendo el libro del filósofo F. Revel y de su
hijo M. Ricard, doctor en biología molecular y convertido en monje budista:
El monje y el filósofo (Barcelona, 1998).
Relación entre ambas en la historia de Occidente
¿Cuál ha sido la relación entre filosofía y teología en Occidente una vez
que el cristianismo se afirma, determinando la cultura y la vida humana en
general desde el núcleo de realidades y relatos que lo fundan y diferencian: la
persona, predicación y destino de Cristo? En todo movimiento que se quiere
legitimar y afirmar históricamente prevalece en los orígenes el establecimiento
de lo propio nuevo con la distancia explícita a lo anterior; en nuestro caso con
la «ley» como expresión de lo que era el judaísmo, pero a la vez de los mitos,
cosmologías, propuestas teóricas o salvíficas (filosofías) del mundo griego.
Pero una vez hecho esto, y después de rechazar los «elementos de este mundo»,
una «vana» filosofía (2 Col 2,7) y una «gnosis de falso nombre» (1 Tim 6,20), su
fe invita a los cristianos a discernirlo todo, asimilando todo lo bello y
verdadero que encuentren en su entorno. El primer documento cronológico de los
cristianos dice: «Discernidlo todo y quedaos con lo bellobueno (tò kalòn)»
(1 Tes 5,21). Y otra carta de San Pablo: «Hermanos, atended a todo cuanto
encontréis verdadero, justo, sagrado, amable, laudable, virtuoso, digno de
alabanza. Tenedlo en cuenta todo» (Fil 4,8).
Es bien
significativo que el cristianismo no instaure conexión ni con las religiones ni
con la política existentes sino con la filosofía. La razón de fondo es que sólo
la filosofía planteaba entonces la cuestión de la verdad y de la religio vera.
Los mitos, los cultos, las fidelidades políticas eran intercambiables y no
pretendían responder a la cuestión de la verdad, uniéndola con la de la
salvación metatemporal y la vida moral en el tiempo. Ésta era justamente la
pretensión radical del cristianismo: la unión de la verdad, de la salvación y de
la vida. Eso era lo que intentaba de otra manera también entonces la filosofía,
que se entendía de una manera muy diferente a como lo hizo en siglos
posteriores. Entonces se comprendía a sí misma como una forma de vida, aprendida
a la luz de un maestro, constituyendo con él una comunidad de existencia,
ordenada a la conversión personal y orientada a la salvación definitiva. La
filosofía no era una profesión sino una forma de vida, no un quehacer técnico o
científico sino un proyecto de existencia, abierta a los problemas de la verdad,
del bien y de la salvación (cf. las obras de P. Hadot).
En los siglos
sucesivos, a partir de Clemente, Orígenes, los Padres Capadocios (San Basilio,
San Gregorio de Nisa, San Gregorio Nacianceno) y San Agustín la filosofía
encontrará en la Iglesia su lugar propio y la teología en la filosofía el esbozo
de sus contenidos, el método para su discurso y un lenguaje para la transmisión
de su mensaje. La interpretación de la Biblia, la formulación de los credos y
las definiciones de los Concilios se harán a la luz de la filosofía
contemporánea y con su ayuda, hasta el extremo de introducir en el corazón de un
Credo conciliar un término filosófico para fijar la identidad divina de Cristo,
siendo el Credo que seguimos rezando todavía hoy en la celebración de la
Eucaristía. Me refiero al término «omousios = consubstancial con el
Padre», del Concilio de Nicea.
San Agustín y Santo
Tomás son las dos figuras máximas que conjugaron en unidad de sujeto ambas
lecturas de la realidad y del propio cristianismo: la filosófica y la teológica.
No se trata en el caso de Agustín de un neoplatonismo proyectado sobre la
revelación divina, ni en el de Santo Tomás de un aristotelismo como lecho de
Procusto dentro del cual se incrusta el evangelio, sino de dos hombres
rigurosamente contemporáneos de su mundo y radicalmente creyentes. Lo que
decimos de ellos lo debemos decir de todos los grandes pensadores cristianos: no
han sido filósofos que luego hayan hecho teología, o teólogos que hayan ido a
pedir prestada una filosofía. Cuando Rahner fue preguntado por las bases de su
sistema filosófico y por su autocomprensión como científico, contestó con aquel
ingenuo y admirable mal humor propio de los hombres de la Selva Negra: «Yo no
tengo sistema alguno; yo no soy un científico. Yo soy únicamente un cristiano
que quiere creer con absoluta sinceridad intelectual y un cura que quiere
predicar el evangelio en toda su verdad teológica y su significación
antropológica ».
Si tuviéramos que
tipificar las formas de relación que de hecho han existido entre filosofía y
teología, podrían distinguirse los siguientes matices en su conjunción o
ejercicio: 1) Unidad indiferenciada. 2) Diferenciación pacífica. 3)
Diferenciación enfrentada. 4) Sometimiento o reclamación de servidumbre de la
una a la otra. 5) Relación circular o de intercambio. 6) Una da que pensar (cómo
pensar y qué pensar) a la otra. 7) Pretensión de absoluto y exclusividad de una
respecto de la otra. 8) Perplejidad cuando una u otra dudan de su identidad o de
la forma histórica en que tienen que cumplir su misión. Como síntesis diremos
que ha sido la relación propia entre dos hermanos gemelos: relación casi siempre
fraternal y en algunos casos fratricida.
En los momentos
cumbres han ido unidas y han convivido hasta el punto de ser diferenciables pero
no separables. San Agustín, San Anselmo, Santo Tomás, ¿qué eran de hecho,
filósofos o teólogos? Ya es sorprendente que el argumento ontológico surja en el
texto de un abad para ayudar a sus monjes a vivir su vocación monástica, mejor
conocer y amar a Dios, mejor celebrar la divina liturgia. La tercera meditación
de Descartes, que concluye casi en una oración de alabanza a Dios, ¿qué es,
filosofía o teología? Común a toda la historia de Occidente ha sido la
centralidad de Dios como tarea de la filosofía. De Spinoza a Hegel y Husserl
corre la afirmación del primero: «Summum mentis bonum est cognitio Dei» (Ethica,
V. Pro 28). Esa afirmación sigue siendo válida para todos, aun cuando la
ruptura que Lutero introduce en la historia de Occidente rechace la filosofía
como vía y ayuda hacia el conocimiento de Dios, hasta afirmar que no sólo no es
necesario Aristóteles para hacer teología sino que es necesario prescindir de él
y de toda la filosofía para conocer al Dios verdadero (Disputatio contra
scholasticam theologiam, 1517 Prop. 43).
El Dios de los sabios y filósofos-El Dios de los
profetas y de Jesucristo
Este punto de partida explica la doble relación que
ha predominado en Europa: el catolicismo se ha sentido más cercano, necesitado y
apoyado por los filósofos, mientras que el protestantismo se ha sentido
orientado hacia la Biblia. La fórmula de Pascal, contraponiendo el Dios de los
filósofos y el Dios de los profetas, tiene en su raíz una experiencia profunda.
Si bien la intención última de filósofos y profetas tiende a la misma realidad,
no la perciben ni acogen de la misma forma. Dios aparece en la filosofía como
origen creador, fundamento requerido por el hombre, meta del dinamismo
histórico, garantía del conocer humano y de la afirmación definitiva de la
justicia, presencia en la razón, que se crea su propia evidencia, lo mismo que
la luz haciendo ver otras cosas se patentiza a sí misma en ellas y más allá de
ellas (argumento ontológico). Dios aparece en el horizonte del filósofo actual
unido a la pregunta por el ser y por el sentido, por la finalidad de todo y por
la desproporción existente entre el yo anhelante y deseante por un lado y el yo
real y desproporcionado a sus deseos por otro. E. Weil expresa así esta
reclamación de Dios como esperanza antropológica: «El yo no encuentra
satisfacción de ser. La encuentra oponiéndose otro yo, por el que sea
comprendido como sentimiento, satisfecho como deseo, determinado como hombre, y
no sólo como ser natural: Dios» (E. Weil, Logique de la philosophie,
París, 1974, p. 175).
Con referencia a
este autor H. Bouillard resume así lo que sería la cosecha filosófica respecto
de Dios, una vez que la filosofía ha roto la conexión con la religión y el
cristianismo: «Una filosofía del sentido que encuentra en el fondo y en el punto
de consumación de todo discurso humano, una eternidad de la presencia, que no
existe nada más que en el tiempo de la historia, un incondicional, pero que no
se muestra más que a aquel que se sabe con- dicionado: una presencia donde
revive, tras la superación de la noción bíblica y teísta de Dios, el sobre-ser
indecible de la tradición filosófica» (H. Bouillard, Verité du christianisme,
París, 1989, p. 321).
Al hombre
religioso, en cambio, y específicamente al cristiano, Dios se le aparece como
sujeto de una historia reveladora, como palabra apeladora a una conversión y
misión, como redentor, santificador y personalizador, como agente y paciente de
la historia de Jesucristo, que llega hasta nosotros por su Santo Espíritu y la
comunidad de creyentes en él. Es el Dios humilde y humillado, no el mero
trascendente absoluto, no la causa de las causas, ni la causa sui incapaz
de apiadarse de nadie y por ello inexorable y nunca invocable. La conjunción de
estas dos percepciones se da desde el lado del creyente, que descubre cómo en
esas afirmaciones del filósofo late una realidad que él ha identificado desde la
revelación y en la fe, con tales posibilidades y eficacia, en cuanto causa, fin,
fundamento, sentido, presencia. Él conoce al Dios creador a partir del Dios
redentor, y al que es causa del ser a partir del que es mediador de nuestra
salvación. El lugar natal de la idea de Dios ha sido siempre la religión y desde
ella se entiende el tránsito que Santo Tomás o Leibniz realizan al afirmar ante
las reflexiones fundamentadoras de los filósofos: «Et hoc omnes intelligunt
Deum et hoc dicimus Deum» (STh I q 2 a 3). Lo nombra Dios quien ya antes lo
ha conocido divinamente y no sólo como condición de posibilidad del ser, del
conocer humano y del sentido de la historia. «El Dios de la religión y el
fundamento del mundo como base de la metafísica pueden ser idénticos en
realidad, pero en tanto que sujetos de la intención, los dos son
diferentes por naturaleza. El Dios de la conciencia religiosa "es" y vive
exclusivamente en el acto religioso y no en el pensamiento metafísico sobre los
datos y realidades exteriores a la religión. El fin de la religión no es el
conocimiento racional del fundamento del mundo, sino la salvación de los hombres
por la comunión vital con Dios» (M. Weber, Vom Ewigen im Menschen, Bern,
1954, p. 327).
Las relaciones
entre filosofía y teología se quiebran en el siglo XIX con el intento radical de
reducir la teología a antropología (Feuerbach), de explicitar la génesis de la
idea de Dios a la luz de las condiciones sociales de existencia (Marx), de
mostrar su irrealidad (Nietzsche) o de considerar la religión sólo como fruto de
las neurosis infantiles colectivas (Freud). La fe se ha quedado en esos casos
sin la teología correspondiente, pero no por ello se ha desfondado. Job es el
exponente de una fe sin la correspondiente teología que en la palabra y el
silencio se gesta su propia corporeidad lógica hasta reencontrarse a sí misma.
Heidegger ha escrito que el final de la metafísica no es el final del
pensamiento, y nosotros podemos afirmar que el final de una teología no es el
final de la fe. Ésta perdura hoy tan viva como en siglos anteriores y de ella
van brotando los gérmenes de una nueva expresión teológica, tanto de sus
contenidos específicos como de su legitimidad personal.
Final
No solo Dios, pero ante todo Dios es la gran
cuestión común a la filosofía y teología. La teología quedará descarnada de sus
sistemas anteriores y reducida a un temporal silencio, que ella vivirá como
adoración ante Aquel que es irreductible al poder de nuestros conceptos y por
tanto acogerá tales tiempos de inclemencia como gracia ejercitándose en la
alabanza de acuerdo al lema clásico: «Tibi silentium laus» (Ante ti
nuestro silencio es alabanza). Los capítulos de este libro muestran, sin
embargo, que la filosofía en el siglo XX no sólo no calló sino que habló
largamente sobre Dios. La filosofía está emplazada hoy a discernir su identidad
entre la ciencia y la política. Podrá prescindir de la respuesta al Absoluto y
de la afirmación positiva de la existencia de Dios, pero no puede cerrar de
antemano la posibilidad de preguntar por Él, de discernir el sentido de su
posible existencia y de pensar la lógica de la fe, ejercitada por los creyentes
en Él. Saber de Dios, que es el Indecible, Inefable, Indefinible, es poco pero
es a la vez gran sabiduría. Buscar una palabra sagrada para decir al Inefable es
nuestra sagrada tarea, común a filósofos y teólogos. Así se han expresado éstos
cuando agotados los esfuerzos mentales desfallecen ante la realidad divina.
«Apud Te est os meum sine voce et silentium meum
loquitur tibi» (Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, Lib. III, Cap.
21,1). Y como si fuera eco de estas palabras así escribe una mujer del siglo XX:
«El lenguaje es mi esfuerzo humano. Por destino tengo que ir a buscar y por
destino vuelvo con las manos vacías. Pero vuelvo con lo indecible » (C.
Linspector).
BIBLIOGRAFÍA
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http://www.cuentayrazon.org/revista/doc/115/Num115_012.doc
En mi exposición, una primera introducción
trata de esclarecer las palabras que aparecen en el título: cuáles son la
naturaleza y las categorías con que interpretar la Reforma y cómo comprender la
periodificación y las claves de fondo del siglo XVI. Tras la introducción,
dividiré mi intervención en diversas partes. Una primera hace una especie de
visión panorámica de lo que podrían denominarse los momentos decisivos de este
siglo. Una segunda expone las cinco formas o las cinco explosiones de la
conciencia religiosa como voluntad primeramente creadora y sólo en un segundo
momento reformadora. Y en una tercera parte expondré los impulsos, las
aportaciones y los límites de ese inmenso movimiento histórico.
El estudio de la Reforma Católica de manera
primordial en España ha estado lastrado por una serie de hechos que brevemente
expongo:
I) Se ha visto el fenómeno a la luz de la Reforma
Protestante como un momento segundo, reactivo, explicado por él y condicionado
por él. Esto es históricamente falso. La Reforma como hecho global de Europa es
anterior, en cada área espiritual tiene sus determinaciones y en España tenía ya
cuarenta y cinco años de puesta en marcha antes de que en 1517 estalle el
fenómeno de Lutero. Por eso las terminologías pueden oscilar. Se puede hablar de
Prerreforma, Reforma y Contrarreforma. Otros hablarán de Reforma General, de
Reforma protestante, de Mística Católica. Incluso en alemán existen dos
palabras: se habla de Reform en sentido general y de Reformation,
que se refiere explícitamente al fenómeno desencadenado por Lutero. Hay que
comenzar clarificando: la Reforma Católica es un hecho que surge en los últimos
decenios del siglo XV, 1470, que tiene un enorme despliegue, que tiene una
lógica propia y que a partir de los años treinta, inexorablemente, va a estar
condicionada por el hecho de Lutero y, a partir de 1559, 1560, se va a convertir
de forma explícita en un fenómeno de reacción frente al luteranismo. Esto ha
llevado consigo también que el siglo XVI nos haya sido transmitido, en primer
lugar, a través del Barroco, que lo integra en su lógica, que era otra. Nos ha
sido interpretado por la leyenda negra y hemos encontrado también una barrera
objetiva, el uso interesado que después de la contienda civil se hizo del gran
siglo XVI contraponiéndolo a otros siglos, en concreto al siglo XIX. Gracias a
Dios, las investigaciones históricas desde distintos puntos de vista nos han
permitido tener una comprensión objetiva.
Hay una gran cuestión que deberíamos aclarar
previamente: las grandes conmociones de fondo de ese siglo XVI que dan unidad a
esta etapa histórica. ¿Qué está detrás de ese siglo?: ¿los problemas de los
conversos y la inquisición?, ¿un gran proyecto regio?, ¿la pasión por estar
presentes en Europa?, ¿el problema del islam o África?, ¿es la apertura,
despliegue, desangre en el Nuevo Mundo lo primordial?, ¿es una explosión mística
lo que caracteriza a este siglo?, etc.
Podríamos periodizar el siglo XVI, en clave
religiosa. Voy a distinguir cinco grandes momentos: 1) Punto de arranque de un
momento creador, que va de 1470-1475 hasta 1500-1505. A partir de 1478 acontecen
una serie de hechos relevantes para la vida espiritual española: por ejemplo, el
concilio nacional en Sevilla en 1478, en el que los Reyes Católicos y los
obispos llegan a un acuerdo, bajo la presidencia del gran Cardenal de Toledo, de
que la corona y el episcopado llevarían a cabo la Reforma de la Iglesia,
rechazando otras influencias como la del Papa. El Papa en ese momento es un
soberano político y, por tanto, lo que está en juego es algo muy distinto a lo
que representa hoy esta figura. De 1493 a 1507, Fray Hernando de Talavera es el
primer Arzobispo de Granada y, por su influencia como confesor real, se nombran
obispos reformadores.
La fecha de 1492 es clave: la publicación de la
gramática de Nebrija, la conquista de Granada y el descubrimiento de América. En
1495 el nombramiento de Jiménez de Cisneros como Arzobispo de Toledo. Se trata
de un franciscano de la observancia que va, junto con la reforma de los
dominicos, poniendo en marcha toda una reforma de órdenes tanto femeninas como
masculinas. La Reina lo invitará a ser su confesor. Por eso es importante
considerar a Fray Hernando de Talavera, Jiménez de Cisneros y la Reina como las
referencias claves. En 1498 es nombrado reformador y visitador de las órdenes
religiosas, y se da comienzo a las obras de la Universidad de Alcalá, y en 1499
es un año clave porque nacen tres grandes gigantes: el maestro Juan de Ávila,
apóstol de Andalucía, San Pedro de Alcántara y San Juan de Dios.
Cerrando este primer punto, hay que decir que la
Reforma Católica de España es el fruto maduro de decenios en los que estas
personalidades señeras a las que me he referido se proponen una real Reforma en
la cabeza y los miembros, que era la demanda y la gran esperanza del siglo XV.
Este es el punto de arranque.
II) Primera explosión de tres volcanes en España:
Lutero, Erasmo e Ignacio. Sitúen este momento histórico, en cuanto a aparición
pública se refiere, en 1517-1526. En 1517-1519, Carlos V Emperador. En 1517 se
publica la Políglota Complutense. En 1518, encuentro teológico entre el
Cardenal Cayetano y Lutero en Augsburgo. En 1520 están las obras claves de
Lutero. En 1520 la bula del Papa, amenazándole con la excomunión. El 10 de
diciembre de 1520 Lutero la quema públicamente. El 3 de enero de 1521 es,
finalmente, la excomunión. Este hecho de la excomunión del Papa junto con la
condena del Emperador cierra este primer momento de la Reforma. Es el momento
donde si se hubiera situado lo que fue el Concilio de Trento, toda la historia
de Europa habría variado. Si el decreto de la justificación se hubiera publicado
en el Concilio Lateranense V, 1513-1517, y no en el Concilio de Trento, ni el
luteranismo hubiese sido necesario ni la historia espiritual de Europa hubiera
sido la misma. A partir de este momento, comienzan a aparecer otra serie de
fenómenos como el alumbradismo; con lo cual, comienzan a conjugarse fenómenos
tan distintos como los llamados movimientos recogidos, los alumbrados, los
erasmianos y los luteranos. Esta convergencia de fondo en todos ellos, una
voluntad de actitud evangélica en algún sentido, de reforma eclesial en otro
sentido, va a hacer que a partir de este instante comience una actitud de
sospecha, de ambigüedad, de indiferenciación. A partir de este instante, todo
son novedades sospechosas y muchos no se atreven a hablar mientras que otros se
sienten obligados a delatar; porque el lenguaje termina siendo traidor. El siglo
XVI es el problema de una nueva experiencia religiosa y de un nuevo lenguaje. En
1526 se realiza la traducción de la obra clave de Erasmo por Alonso Fernández de
Madrid. Más que una traducción se trata de una transposición, es decir, retoca,
repone, recompone, etc. Los españoles no leen directamente a Erasmo; lo cual
plantea ciertos problemas.
3) El punto cumbre de crisis, de susto, de decisión,
de plante, frente a Europa. La sospecha y el miedo se adueñan de los españoles.
El punto final son los años de 1556, 1559, 1563. En 1556 se produce la renuncia
del Emperador. Su muerte en 1558. En 1559, el índice de libros prohibidos de
casi toda la producción bíblica, espiritual y teológica, que no estuvieran en la
estricta línea terminológica de la Escolástica. 1559-1563 es la fase final del
Concilio. Son, por tanto, tiempos de miedo, de sospecha y delación.
4) La cuarta fase es lo que podríamos denominar
desembocadura admirable de un momento creador: en 1591 muere San Juan de la
Cruz, en el mismo año también Fray Luis de León, y en 1598 Felipe II.
5) Se abre una fase nueva a nivel tanto cultural
como religioso: en 1599 nacen Velázquez y Calderón. Una cultura de brillantez en
la poesía, literatura, teatro, donde aquella experiencia poderosa se hace
concepto fijo. Prima el concepto sobre la palabra creadora, sobre la experiencia
inmediata. Estamos lejos ya del borbotón de una lengua viva y creadora. Es una
técnica.
Vamos a ver ahora exponentes diversos de una
explosión de la conciencia religiosa como voluntad creadora y reformadora:
Cisneros, Erasmo, Lutero, Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús y San Juan de
la Cruz. Erasmo (1466-1536) no quiso venir a España a pesar de ser invitado por
el Cardenal Cisneros para colaborar en la Políglota. Para él no es bueno
hispanizar. Esto es una tierra poco menos que de evangelización. Erasmo es ante
todo un humanista. Su proyecto es el proyecto de una filosofía Christi y se
puede decir que es un moralista genial. Desde una actitud moralista, de
recuperación del espíritu de Cristo y San Pablo, de recuperación del Sermón de
la Montaña, etc., realiza su proyecto, tratando de descubrir en los sabios de la
antigüedad una especie de cristianismo universal y eterno: Cicerón, Aristóteles,
Plutarco, Boecio, Petrarca, los evangelios, San Pablo… Erasmo quiere que la ley
inscrita en lo más hondo de los seres esté en armonía divinamente establecida
con la ley de Cristo. Cada vez más los humanistas cristianos se empeñan en
extraer del evangelio una filosofía; pero toda filosofía para ellos está
coronada por los evangelios. De ahí que la actitud de fondo de Lutero sea un
acceso a la biblia en clave filológica, literaria y moral. Es una ilustración
sin iglesia. Lo que Erasmo va a significar en España es algo más bien ideado y
deseado que lo que el propio Erasmo como totalidad es. Por eso vamos a ir
encontrando esa especie de desencanto de las grandes figuras hacia Erasmo. Si el
proyecto de Erasmo podríamos sintetizarlo en la frase "filosofía christi", el
proyecto de Lutero es, por el contrario "evangelium christi". Mientras que a
Erasmo le preocupa la paz social, la guerra entre los príncipes, a Lutero le
preocupa la herida del propio corazón personal, la situación del pecador, la
insuperable culpa, la imposible justificación por uno mismo, el retorno a un
evangelio puro. Erasmo ha escrito en La querella de la paz que se ha de
recuperar a Cristo como príncipe de la paz. Nada más lejos para Lutero; pues,
para él, lo único que preocupa es cómo lograr un Dios benévolo, que se
reconcilie conmigo y que no sea mi juez y acusador. Lo que hay detrás de Lutero
es la transmutación como resultado de una inmensa tormenta espiritual, que no
cree poder encontrar dentro de lo que es la experiencia histórica y de la
Iglesia contemporánea una salida; por lo que inicia un retorno al puro
evangelio, leído e interpretado a la luz de la lectura de San Pablo donde la
idea de justificación de Dios y justicia de Dios no es activa. Se trata de la
justicia no que Dios nos pide, sino Dios nos da. A partir de ahí, Lutero intenta
una relectura fundamental de toda la historia del cristianismo. En Lutero se
produce una transmutación frente a la propia Iglesia.
En cuanto a Ignacio de Loyola (1491-1556), la
fórmula latina, si seguimos con la analogía, que le preocupa es el "Regnum
Christi" y la "secuela christi", cómo servir al Reino de Cristo en el mundo y
cómo seguirle. Viene de una experiencia imperial, ha sido soldado, después de
leer los tres grandes libros, La vita Christi de Cartujano, La leyende
Aura de Santiago de la Vorágine, La imitación de Cristo, que proviene
de la corriente espiritual de la devotio moderna en la que surge Erasmo
pero con otros tonos. La figura de San Ignacio nos ha llegado releída por el
Barroco, adaptada a la Contrarreforma, haciendo de él un antilutero, un puro y
duro asceta; lo cual no tiene nada que ver con la realidad. Hay que tener claro
que lo determinante en él es una experiencia mística, una voluntad de tener
caudal de letras para servir al Reino de Dios. Es el paso del ascetismo a las
letras. Comenzó a estudiar a los 33 años, primero gramática en Barcelona.
Posteriormente, irá a París donde intenta crear una comunidad cristiana, para
ponerse más tarde a disposición del Papa.
El modelo siguiente es Teresa de Jesús y Juan de la
Cruz. Santa Teresa vive en ese mundo pero, sin embargo, lo que ella vive nace de
una experiencia y pasión interior. Está influida por la lectura de libros, entre
otros de caballería y de libros de piedad. La obra de San Juan de la Cruz es una
especie de gran irrupción creadora tanto poética como espiritual. Y fue un
desconocido para sus contemporáneos a excepción de las monjas carmelitas, que
son quienes le dan cobijo y audiencia.
Tenemos una Reforma de Cisneros que lo abarca todo.
Es una reforma de órdenes religiosas, una reforma humanista, también con
fascinación por la mística. Se trataba de una Reforma total. La Reforma de
Erasmo es un proyecto teórico-humanista-ilustrado de naturaleza moral. La
Reforma de Lutero nace de unas pasiones mucho más profundas: "No se tienen las
manos limpias por puro ascetismo. La transformación del corazón es otra cosa.
Delante de Dios nadie es justo". San Ignacio une otros elementos de experiencia
mística y una clara identificación eclesial, en absoluto ingenua. Justamente
porque ve al Papa como cabeza y responsable de una misión y de un Reino de Dios
en el mundo, crea el cuarto voto en función de una incondicionalidad del
servicio misionero. Finalmente, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz son
impresiones en las que no valdría la palabra Reforma. Para ellos la Reforma no
es más que un 15 por ciento de lo que para ellos es un inmenso proyecto creador.
III) Impulsos, aportaciones, límites de esta gran
gesta hispánica. Se ha dicho por un historiador francés que el siglo XVI es un
siglo que quiere creer, que quiere experimentar, que quiere tener una palabra
nueva. El siglo XVI tiene voluntad de universalidad, de imperio.
En cuanto a las grandes aportaciones de la Iglesia
española al siglo XVI en lo que a cultura e Iglesia se refiere, comencemos con
el Concilio de Trento. Es un hecho de la Iglesia universal, desde el punto de
vista estructural. Es el órgano supremo de la Iglesia católica, que está
extendida por todo el mundo. Sin Carlos I y Felipe II no hubiera sido convocable,
aguantable y clausurable el Concilio de Trento. En segundo lugar, sin la pujanza
de los teólogos españoles tampoco habría sido posible. Frente a la alternativa
islámica para Europa y protestante para España, el Concilio de Trento discierne
y fija de manera clara y normativa lo que es la verdad del Evangelio y lo que es
la unidad de la Iglesia. Esa es la gran decisión. Sin Felipe II no sabemos si
Europa hubiera seguido siendo cristiana y no islámica. El protestantismo en un
determinado momento histórico español resultó algo enormemente deslumbrante.
Visto desde una perspectiva histórica, el hecho del Concilio de Trento, en la
medida en que España está presente, es la gran aportación.
En segundo lugar, el despliegue de su vitalidad
evangelizadora trasladada a América. Las grandes figuras evangelizadoras, las
grandes figuras que recogen todas esas lenguas y con la base estructural de la
gramática de Nebrija crean las gramáticas de todas las lenguas de América.
En tercer lugar, otra gran aportación es la victoria
sobre el turco o Lepanto como freno en 1571.
En cuarto lugar, la fundación de la Compañía de
Jesús, que en 1540 queda constituida. Sin ella no sabemos qué hubiera sido de la
Reforma Católica.
En quinto lugar, la teología de Salamanca, con
Vitoria a la cabeza, que piensa con categorías éticas y evangélicas los
problemas de la conquista y establece un orden jurídico. A lo que hay que añadir
el humanismo bíblico de Fray Luis de León.
En sexto lugar, la comprensión y la expresión
teórica, gramatical, pictórica y antropológica de las culturas en medio de las
cuales los misioneros de América predican el evangelio.
En séptimo lugar, una experiencia espiritual, los
místicos, en las más diversas expresiones: desde los franciscanos a los jesuitas
y pasando por los supremos exponentes de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la
Cruz, que han abierto al hombre a lo absoluto como realidad de amor y con ello
han comprendido al hombre como criatura amorosa, compañero de destino con ese
absoluto que nos da origen, nos funda y nos da amor.
Un drama que sufrimos y que hay que reconocer es que
los españoles hemos recuperado a los místicos españoles de manos de los
franceses. No se recupera a los grandes genios sino en la medida de una
genialidad proporcional en quien los lee.
En octavo lugar, se trata de una lengua que, desde
esas experiencias históricas, es capaz de expresar el cristianismo con
categorías y sonoridades nuevas en función de los nuevos intereses.
En noveno lugar, la universalización de la
conciencia humana tiene lugar. A la unidad de Dios corresponde la unidad del
mundo y del hombre, hecha posible por españoles y portugueses.
En décimo lugar, la expresión de una conjugación
entre relación con Dios y realización humana, entre experiencia religiosa y
creación artística, entre concentración en Dios y extensión en las dimensiones
tanto geográficas del mundo como estructurales de la realidad, tal como ella se
expresa en la pintura, la arquitectura, la poesía, la música. Eso fue el siglo
XVI español: la capacidad de articular con coherencia de perfección vivida y de
expresión lingüística, artística, pictórica, musical, lo que era la fe vivida,
la humanidad vivida.
Este siglo tiene también sus límites. Son los
reversos de toda empresa grande. Se podrían enumerar los siguientes: la
unificación del sujeto español con el rechazo del otro, a partir de la expulsión
de los judíos y moriscos. La imposición de la fe y no la persuasión. La
instrumentalización política de la Iglesia. La ambigüedad de ciertas
realizaciones de la presencia de la Iglesia en América. El endurecimiento en la
propia verdad recuperada y en la afirmación de la propia identidad frente al
luteranismo. En consecuencia, la prevalencia de la Contrarreforma protestante
frente a la Prerreforma católica. La pérdida del acceso a la Biblia a partir del
índice de libros prohibidos de 1559, y a los grandes textos espirituales de
nuestra mejor historia. Nuestra cultura ha crecido sin contacto directo con la
Biblia. Por último, el silencio impuesto a minorías emergentes y a los
movimientos espirituales femeninos, que son primordiales en el siglo XVI:
alumbrados, recogidos, teresinos.
Ha habido tres grandes crisis en la historia del
catolicismo: la crisis del Imperio romano, la crisis frente al luteranismo, la
crisis sobrevenida después del Concilio Vaticano II. Podría concluir del
siguiente modo: "Sé muy bien que esta reacción de la Iglesia a la Reforma de
Lutero, tal y como se manifiesta en las expresiones aludidas, tiene sus partes
de sombra. Un nuevo centralismo romano, que fue muy distinto de lo que había
sido el centralismo de la Edad Media, la acentuación parcial de aquellas
doctrinas específicamente católicas en la teología, en la enseñanza, en la
piedad, en el arte eclesiástico, como toda iglesia barroca muestra. No queremos
ahora discutir sobre si hubiese podido ser de otra forma, sino que queremos
atenernos a los hechos. Y el hecho es que la Iglesia católica, a pesar de las
graves pérdidas que había sufrido por la escisión de las iglesias, en torno a
1600, era mucho más potente y externamente tenía mucha más vitalidad que un
siglo antes de estallar la crisis de la fe. Esto era no sólo una consecuencia
del Concilio de Trento, sino de la transformación interior que había tenido
lugar en el hombre y que se manifestó en los grandes santos de ese siglo. Que la
Iglesia postridentina en los siglos siguientes se aferrase con excesivo interés
y falta de flexibilidad a las decisiones de Trento y que perdiese el contacto
con el mundo nuevo que posteriormente emergería, esto ya pertenece al capítulo
siguiente".
sábado 23 de agosto
de 2003
http://www.almendron.com/politica/pdf/2003/reflexion/reflexion_0022.pdf
EL 21 de febrero de
1915 firmaba en Baeza Antonio Machado su elogio de Francisco Giner de los Ríos.
Labores y esperanzas, empeño por la cultura nueva y voluntad de modernización
científica, técnica y económica caracterizan esos años. Los nombres señeros de
Ramón y Cajal, premio Nobel en 1906 y de Ortega y Gasset con su nueva revista
son el marco de esas palabras del poeta. Por esos mismos años caía desvencijada
por el peso del tiempo y la desatención del hombre la ermita de Cardedal. Sólo
quedaban en pie un lienzo de pared, la espadaña y su campana…
En 1916, a la vez
que se derruía la ermita, se construía la escuela y hacia ella se trasladaron la
espadaña y la campana. Bajo ellas entraríamos los niños durante los sesenta años
que duró el nuevo edificio. Este iniciaba el siglo, como símbolo de la cultura,
la ciencia y la voluntad política de hacer uso público de la razón.
Modernización de las instituciones y surgimiento de nuevos movimientos sociales
caracterizan el momento, a la vez que el modernismo literario por un lado y el
modernismo religioso por otro intentan superar la conciencia dolorida del fin de
siglo, que más allá del desastre hispánico del 98, con su fácil interpretación
literaria dada por algunos autores, es el choque entre dos actitudes: la
ilustrada y la romántica, la que asume la historia encarándola y la que se deja
apresar por una melancolía que no siempre discierne las fuentes vivas de nuestra
historia que siguen manando, de las nieblas que oscurecen y de los señuelos que
fascinan engañosamente a la inteligencia… En el mismo elogio estampó Machado
aquellos versos que han sido para muchos programa y lámpara de vida: «Sed buenos
y no más, sed lo que he sido/ entre vosotros; alma,/ los cuerpos mueren y las
sombras pasan,/ lleva quien deja y vive el que ha vivido./ ¡Yunques sonad;
enmudeced campanas!».
¿Se volvían a poner
de nuevo en contraste la ilustración y la oración, la industria que se atiene a
la materia conocida y subyugada al servicio del hombre, con la llamada a
trascender el tiempo y rimarlo con la eternidad, que ésa ha sido y seguirá
siendo la vocación de las campanas? Yunques y libros, campanas y laboratorios,
¿han sido durante el siglo XX amigos fraternos y concordes colaboradores en la
vocación humana o han terminado en distancia y choque? Campanas grandes y
campanas medianas, humildes cimbanillos, recónditos campaniles y esquilas, han
ido rimando el tiempo de las ciudades convocando a la divina alabanza,
recordando a ciudadanos y aldeanos, que la eternidad no es lo que adviene
después del tiempo, sino la inserción del Absoluto, como Luz y esperanza en su
conciencia personal y en su quehacer concreto. Las campanas rompen la monotonía
del sucederse mudo y ciego de los instantes para abrirlos a su fondo de
eternidad. Esta es la misión sagrada de las campanas, que en tiempos de
violencia han convocado no sólo a la oración, el culto y la paz, sino también a
la guerra y violencia. Su degradación llegó al extremo cuando fueron fundidas
para construir cañones. Su serena voz de paz llamando a la oración se convirtió
entonces en un ruido violento de destrucción y muerte.
¿Sería haciendo
memoria gozosa o implícita confesión de culpas como escribe Heidegger en 1954 su
breve texto: Sobre el misterio del campanario? Después de haber descrito cada
una de las siete campanas de su aldea natal, los sones propios y las
convocaciones que cada una de ellas tenía encomendadas, desde anunciar la misa
mayor, doblar a difuntos o hacer resonar el Angelus al amanecer, a mediodía y al
anochecer, escribe: «La misteriosa ensambladura (Fuge en alemán es a la vez
término musical y costura de los instantes) en la cual se iban tejiendo las
fiestas litúrgicas, los días de vigilia y el curso de las estaciones del año,
las horas de la mañana, del mediodía y de la tarde de cada día, de forma que
ininterrumpidamente un Läuten (tocar, sonar, doblar, repicar y voltear) iba
transitando por los jóvenes corazones, los sueños, oraciones y juegos -esa
ensambladura es realmente uno de los misterios más fascinadores, sanadores y
permanentes del campanario, que trasformado e irrepetible se va regalando a sí
mismo en su último sonar hasta adentrarse en la montaña del ser (ins Gebirge des
Seyns)».
Montaña del ser y
misterio de Dios. Mientras haya campanas, los humanos sabremos que nuestra
vocación definitiva no son la tierra, el silencio y la muerte sino el Ser, la
Palabra y la Vida eterna. Ellas nos harán mirar más allá de los diminutos oteros
de nuestros pueblos para columbrar las cumbres escarpadas, donde la luz es más
real y el silencio que traen el ventalle de los pinos y el resol de las nieves
nos remiten a nuestra irrestañable vocación a la altura y a la luz. ¿Qué
encontramos cuando hemos llegado a las cimas de nuestras montañas o a los suelos
de nuestros personales abismos? «Ha sido encontrada. ¿Qué? La Eternidad»,
escribió A. Rimbaud (La Patience). La escuela de mi infancia estuvo presidida
por la espadaña. A ella fui convocado todos los días a campana tañida. Pero los
signos de esperanza con que se abrían el siglo y la escuela han cambiado su
rumbo. Por aquellos años, con una manta al hombro, medio centenar de hombres,
calle abajo, sin más bagaje que la esperanza, salían camino de Argentina. Tras
un repunte de vitalidad en los años de la autarquía económica, la aldea se fue
quedando vacía, la escuela fue cerrada y después de varios decenios de soledad
es convertida en casa rural. Los mapas estuvieron por el suelo, bajo el polvo
los libros, cuadernos, tinteros y compases, una esfera partida, un encerado
desgarrado, fotografías de las supremas autoridades sucesivas de la nación
desfiguradas o rasgadas por el suelo. Allí los decenios se han ido sucediendo
sin rupturas, porque las novedades tardaban medio siglo en llegar y cuando
ascendían a la altura de 1500 metros, en la que está situada mi aldea, eran ya
antigüedades. Por eso allí no se cambiaba el nombre de las calles. Siguen siendo
los de la naturaleza: Calle de la Fuente, de la Fragua, de la Iglesia, de la
Dehesa. Nunca eran nombres de personas. Hace pocos días en una villa de ilustre
trayectoria política comprobé cómo habían querido mantener esa memoria personal
en los actuales rótulos de sus calles, poniendo en letra pequeña todos los
titulares del siglo XX. Una de ellas comprendía la historia completa de este
siglo: Duque de Frías (1923), Fernando de los Ríos (1932), Francisco Franco
(1950), para concluir con su primitiva denominación: Calle del Hospital (1980).
Campo, ermita,
escuela, casa rural. Esas han sido las formas primordiales, reflejo de la vida
de una aldea española entre el comienzo del siglo XX y el del siglo XXI. A la
inicial implantación en la naturaleza y en la fe, ¿ ha seguido la implantación
en la cultura y en la libertad? Los hombres vamos descubriendo el mundo y
nuestra relación con él, a la vez que nos descubrimos a nosotros y a Dios.
Ningún descubrimiento debe ser vivido como alternativa a lo anterior. Vamos
dominando la naturaleza hasta guarecernos de sus asaltos, perderle el miedo y
recuperar el gozo de estar protegidos ante ella. Pero cada vez que dominamos el
mundo, somos remitidos al enigma de nuestra vida como personas, inmersos en el
tiempo y ganosos de lo que la temporalidad alberga en su tuétano indestructible,
como creadores y como creaturas. Naturaleza, historia y Dios nunca han sido
alternativa para un ser humano, sensitivo y pensativo. Cultura, ciencia y fe
tienen un origen común y un común destino. No en vano nuestro vocabulario
castellano enhebra en la misma raíz la relación con la naturaleza (cultivo), con
el espíritu (cultura) y con Dios (culto)… Todavía he llegado a tiempo para
recoger los papeles y cuadernos. Pero ha habido algo ante lo que me he quedado
sin palabras en la boca y con lágrimas en los ojos: el sillón del maestro. En su
tabla interior, casi escondidas, escritas a lápiz, estas palabras: «Román
Reviriego y Juan García, para Cardedal 1916». En su solidez ha llegado hasta
hoy, tras haber soportado el peso y el empeño de los titulares de la escuela
(todos hombres hasta 1946 y todas mujeres hasta 1976). ¿Qué hacer con él?
Convertirlo en astillas para alimentar el fuego, hubiera significado para mí
astillar mi alma, negar un siglo de historia, olvidar a quienes desde él
enseñaron y a los niños que, hacia él mirando, aprendieron. Lo he recogido,
limpiado, curado contra la carcoma, y al no saber de otro destino mejor, lo he
llevado a la iglesia, para que sirva de cátedra desde la que se parta el pan de
la palabra (evangelio) y el de la vida eterna (eucaristía). Ni el sillón puede
encontrar mejor destino final, ni la iglesia puede recibir mejor préstamo, que
es don y reclamación para que desde allí la voz de la cultura humana y de la
presencia divina resuenen conjugadas en sinfonía fraterna. Allí queda la cátedra
junto a la campana, a recaudo y cobijo, cumpliendo una nueva misión, hasta que
sea reclamado para iniciar otra andadura en esta misma aldea.
http://www.abc.es/servicios_2002/imprimir/imprimir.asp?id=202944&seccion=Opinion&dia=hoy
(4 de 4) [23/08/2003 9:11:46]
"La mujer fuerte.. es como una
nave de mercader
que desde lejos trae su pan" (Prov 13,14)
¿De qué tierra lejana nos trajistes el trigo
para damos el Pan de la Palabra:
nos masaste la harina con nueva levadura
para ofrecemos la hogaza de tu Hijo?
Tú surcaste los mares y el desierto
en los que habita Dios con su silencio
y bajaste a los senos de la tierra
para arrancarle virgen su simiente primera.
La cosecha y el trigo, la molienda y la harina
en tu entraña crecieron y en tus senos beldaron;
tu memoria amorosa y tu cuerpo ofrecieron
el agua y el molino, el rescoldo y el horno.
De lejos nos trajiste el pan que da la vida;
de Dios mismo viniendo llegó hasta nuestra tierra;
de ti misma naciendo llegó hasta su presencia,
retoño en vuestra viña de humana sementera.
Tu libertad orante fue el lugar del milagro;
tu carne estremecida dio su fruto granado
para hacer a Dios mismo consanguíneo del hombre,
al hacer a los hombres solidarios del Verbo.
Señora del Pan y la Palabra, abogada de pobres,
tú eres ya para siempre el abismo que enlaza
la pobreza del hombre, floreciendo y granando,
con el Dios que se abisma en la carne del tiempo
Señora de Belén, donde pones con júbilo
la mesa con m pan a los pobres del mundo,
partiéndonos la hogaza de tu entraña entregada,
diciendo en tu silencio la Palabra del Padre;
Soberana Señora, hermana de los hombres,
danos siempre ese pan, que nos torna fraternos,
y dinos la palabra que nos dice quién somos,
¡Tú que, nave ligera, la trajiste de lejos¡
que desde lejos trae su pan" (Prov 13,14)
¿De qué tierra lejana nos trajistes el trigo
para damos el Pan de la Palabra:
nos masaste la harina con nueva levadura
para ofrecemos la hogaza de tu Hijo?
Tú surcaste los mares y el desierto
en los que habita Dios con su silencio
y bajaste a los senos de la tierra
para arrancarle virgen su simiente primera.
La cosecha y el trigo, la molienda y la harina
en tu entraña crecieron y en tus senos beldaron;
tu memoria amorosa y tu cuerpo ofrecieron
el agua y el molino, el rescoldo y el horno.
De lejos nos trajiste el pan que da la vida;
de Dios mismo viniendo llegó hasta nuestra tierra;
de ti misma naciendo llegó hasta su presencia,
retoño en vuestra viña de humana sementera.
Tu libertad orante fue el lugar del milagro;
tu carne estremecida dio su fruto granado
para hacer a Dios mismo consanguíneo del hombre,
al hacer a los hombres solidarios del Verbo.
Señora del Pan y la Palabra, abogada de pobres,
tú eres ya para siempre el abismo que enlaza
la pobreza del hombre, floreciendo y granando,
con el Dios que se abisma en la carne del tiempo
Señora de Belén, donde pones con júbilo
la mesa con m pan a los pobres del mundo,
partiéndonos la hogaza de tu entraña entregada,
diciendo en tu silencio la Palabra del Padre;
Soberana Señora, hermana de los hombres,
danos siempre ese pan, que nos torna fraternos,
y dinos la palabra que nos dice quién somos,
¡Tú que, nave ligera, la trajiste de lejos¡
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