I.
El concepto
El
bien (o lo bueno) es el «fin que todas las cosas apetecen» comienza diciendo
Aristóteles como definición tradicional (Ética Nic. i, 1-1094 a 3), y los
escolásticos recogieron su tesis (p. e., Tomás de Aquino ST. z q. 5 a. 1).
Como dato primigenio, el bien es tan indefinible como el apetecer. Solamente se
le puede describir y clasificar experimentándolo, es decir, a base de la propia
experiencia del apetecer. Dos orientaciones han adquirido importancia en la
tradición filosófica: según la manera y el grado de apetibilidad se ha
dividido el b. en bonum utile (bien útil, lo que sirve para algo), bonum
delectabile (el que satisface y agrada) y bonum honestum o bonum in se
(lo que vale en sí mismo, lo que debe ser); según su realidad o
realización, se ha dividido en bonum
onticum o naturale (bondad óntica, apetibilidad) y bonum exercitum (bien
apetecido, actuado, «realizado»); este último, en su más pura forma (como
querido consciente y libremente) lleva el nombre de bonum f ormale. Estos
dos modos de ver: el ético y el óntico-ontológico no coinciden, pero sí
guardan entre sí la más estrecha relación. La cuestión sobre cómo haya que
determinar más exactamente la relación entre ambos aspectos, la cual implica a
la vez la pregunta por el fundamento originario en virtud del cual el b. nos
atañe primeramente, de modo que podamos responderle con el apetito y la
reflexión, remite a la historia de la experiencia del b. y a la formulación
intelectual de la misma.
II.
Teorías históricas sobre el b.
La
metafísica escolástica, junto con el unum y el verum, incluye el
bonum entre los transcendentales. Todo lo que es según su grado o medida
óntica, es bueno primeramente para sí mismo y, por razón de la coincidencia
en un ser, también para los otros. El grado de entidad determina el grado de
bondad. En armonía con la analogía entre la substancia y el accidente, entre
las substancias mismas, entre el «paene nihil» de la materia prima y el summum
ens del esse ipsum, también la bondad va ascendiendo hasta el summum
bonum, el «bien supremo». La bondad no añade una nueva determinación al
ser, lo articula solamente dentro de la referencia a sí mismo por la referencia
a la facultad apetitiva (--> voluntad).
Dos
puntos de controversia se presentan en el terreno de esta concepción.
Primeramente, la cuestión de la relación del ens y el verum con
el bonum; y luego, la cuestión sobre la posibilidad y realidad del ->
mal. Siguiendo las huellas de Platón, la filosofía (o teología) agustiniana y
franciscana defiende la fundamental primacía del querer sobre el conocer y,
consiguientemente, permite ver más claramente la posibilidad y el poder del
mal. Eso no aparece tan claramente en la línea aristotélico-tomista, que
acentúa la primacía del conocer; también se ve menos aquí el carácter
original y el poder de la libertad (aunque ciertamente son afirmados y sometidos
a reflexión), así como la índole peculiar del bien mismo.
Con
ello tenemos ya el fundamento de que se
llegue a un encubrimiento de esta realidad propia del b. en el racionalismo, que
culmina en la concepción espinosiana del amor intellectualis, y, por
otra parte, a un irracionalismo de los valores, el cual, sobre todo en la
moderna filosofía de los -> valores, disocia en forma dualista el ser y el
b., el conocer y el querer (o «sentir») y no se percata de la unidad anterior
a la escisión tanto en el ser como en la conciencia. La apelación a un sentir
puramente irracional se contrapone como mera antítesis, incapaz de legitimarse,
a la impugnación positiva de la objetividad del b. En polémica con semejante
impugnación nació la posición aristotélica, que hubo de asegurar el
fundamento ontológico del b. contra la sofística. Pero, a la vez, esta
situación de controversia ha estrechado la visión del conjunto de los datos:
el poderío y las exigencias del b. pasan a segundo término, cediendo el primer
puesto a la descripción de una finalidad objetiva (potencia-acto) de lo real,
que luego es aplicada a una ética cuyo principio es la visión objetiva del
formado (sobre la estructura final de los actos hacia la perfección en la
eudaimonía).
Así
pues, en la concepción aristotélicotomista, el b. es entendido desde el
apetito, siendo considerado como lo que llena o satisface; la perspectiva ética
permanece elemento segundo, fundamentado en otro, de suerte que ahí aparece un
punto de partida para las formas falsas del hedonismo y del racionalismo. En
Platón, se mira al b. de manera más primigenia; cabría hablar de una
preeminencia de la perspectiva ética, si se toma la palabra en sentido más
originario y universal que en el esquema aristotélico (-> ética). En
efecto, aquí el b., como primer principio de la koinonía ideon, es
principio del ser y de la verdad, de la realidad y de la respuesta a ésta. El
b. queda ahí descrito con la imagen del sol, que da luz y vida. Toda realidad
es vista como participación de ese bien; y por eso lo participado, como el bien
mismo, no sólo es o quiere ser (en el appetitus naturalis), sino que
fundadamente es y quiere ser así (República vi y vii; Filebo). La
proximidad a la experiencia hebrea y cristiana (bíblica) es aquí
patente. Sin embargo, se plantea la cuestión de la materialidad, del contenido
concreto en los distintos grados de la participación. Esta cuestión afecta
también a las formas posteriores de dicho pensamiento; así, p. ej., cuando
Agustín establece el principio: «Ama y
haz lo que quieras» (Tract. in 1 Jo 7, 8 - MPL 35, 2033), pero solamente
por datos teológicos puede llenar la precisión que añade en aquella otra
frase suya: «Amad, pero atended a lo que merece amor» (En. in Ps 31,
2-5 - MPL 36, 260).
Tras
el nuevo punto de partida en Descartes (--> cartesianismo), esta visión
forma época, con la agudeza moderna, en Kant (-> kantismo). Su afirmación
fundamental de que nada absolutamente «puede ser tenido por bueno sino sólo
una buena voluntad» (Fundamentación de la met. de las costumbres i; edición
de la Academia de las ciencias tv, p. 393) recuerda el bonum f ormale de
la tradición, tanto más por el hecho de que esa voluntad ha de ser entendida,
no sólo en un sentido objetivista, sino también y sobre todo en el de que en
la volición lo querido es primeramente la voluntad misma, y en el de que en la
elección la --> libertad se elige a sí misma; pero a la vez lo matiza
añadiendo que él se refiere, no a lo querido de hecho, sino a lo querido de
derecho, a lo que se debe querer. Sin embargo, su situación polémica le impide
comprender la unidad entre la razón teórica y la práctica, de suerte que se
para en un formalismo del deber, lo cual explica los ataques de Hegel y, sobre
todo, de la filosofía de los valores, aunque no los justifique en su
radicalismo. Aquí entra en juego Fichte para lograr una síntesis entre
los elementos materiales que se dan en Kant y el formalismo de éste, así como
entre lo teórico y lo práctico, de orden ético. Y, a juzgar por las recientes
investigaciones, sería tan injusto el reproche de «idealismo subjetivo»
contra el sistema desarrollado por Fichte (por lo menos en su filosofía
posterior), como el caracterizar la doctrina aristotélico-tomista (o la de
Hegel mismo), diciendo que en sus últimas consecuencias es una justificación
inmoral y una elevación a norma de lo fáctico.
Después
de las descripciones de la fenomenología de los valores y de la «apelación»
de la filosofía existencial, M. Heidegger renuncia adrede a enunciados éticos,
no porque no vea el carácter valioso y exigente del ser, sino porque tiene
conciencia de lo insuficientes que resultan los modos de hablar de que
disponemos para expresar esta experiencia, que indudablemente determina su
pensamiento ontológico.
III.
Problemática
Según
las épocas, esta experiencia fundamental se ha interpretado unas veces más
bien ónticamente, otras más bien éticamente; unas veces desde la realidad con
sus valores, otras desde el imperativo del deber, sin negar en las grandes
formas del pensamiento (por ser ontológico-transcendentales) el aspecto no
resaltado, pero sin hacer tampoco plenamente justicia por igual a los dos. Lo
mismo hay que decir respecto de una visión más bien objetiva (natural) y de
otra más bien subjetiva.
El
b. como realidad transcendental que exige es a la vez un deber-ser y un ser-deber;
y en cuanto tal se le puede contemplar y realizar en una forma objetiva e
incondicional, pero no simplemente teórica. Más bien, es experimentado por una
apertura de la persona fundamentalmente volitiva, que no significa tanto apetito
cuanto obediencia y entrega. Y tal apertura se produce de modo que ella
ciertamente no constituye el b. (pues sigue a su experiencia y atracción), pero
sin embargo en su forma concreta «acontece junto con» él (--> moralidad).
Del mismo modo que la -> verdad es en cada caso el resultado de la
actualización única y conjunta del que conoce y de lo conocido, igualmente el
b. es siempre un único acontecer conjunto de la llamada (misión) y de la
respuesta dócil (tanto del individuo como de una época), es el tránsito (Przywara)
de lo bueno a la autonomía. ¿Puede evitar el enunciado de este estado total de
cosas la apariencia de un relativismo historizante o de una mitización de la
realidad (y hasta de lo fáctico), así como la apariencia de un humanismo;
comoquiera se lo entienda, y, por otra parte, de un formalismo de la mera
«decisión»? Tal vez aparezca en esta perplejidad el carácter problemático
del intento (por otra parte licito y necesario) de pensar y hablar sobre el b.
Pues como tal b. tiende de suyo a ser querido y realizado, a ser «amado», y su
auténtica experiencia (en el sentido indicado de un comportamiento activo y
pasivo, de un aprehender dejándose aprehender) en principio sólo inadecuada y
parcialmente puede ser objeto de reflexión. Lo cual debe afirmarse aquí más
decididamente que el hablar de la experiencia teórica (--> conocimiento,
-> decisión).
La
«experiencia del b.» es punto de partida y dirección constante de la
reflexión, y es operada por el llamamiento del b., lo mismo que por el sujeto
que a él se abre; desde los dos cabos se ve claro que esta experiencia puede
tener su historia, por más que el b. siempre permanece el b. Como acto de la
libertad, su forma concreta no puede deducirse ni fijarse materialmente más
allá de cierto rasgo general, a saber, como -> «amor», que al realizarse
bajo las diversas categorías permanece siempre amor y no puede ni debe
convertirse en odio; y en este sentido excluye negativamente determinados
contenidos (-> ética de situación).
Desde
dos lados ha intentado el pensamiento asir más precisamente el b.: 1) como
perfección y felicidad, que para la libertad y el espíritu significan
naturalmente bondad y amor (sin que éstos puedan entenderse como camino y medio
para aquéllas; más bien han de entenderse como su constitutivo esencial); 2)
como entrega o amor, que para la libertad y el espíritu significa naturalmente
plenitud (la cual no es el fin en sí misma, sino en cuanto «amor aceptado»).
Tras estos intentos aparece lo inaprehensible, que no sólo es apetecido de hecho,
sino que también debe ser afirmado, y ello por razón de su propia
alteza y gloria; o sea, aparece aquello que es desde luego «bueno para mí»,
pero sólo en cuanto de forma absoluta es «bueno en sí y por sí». Ese b.
exige y posibilita al hombre su propia aceptación, y a la vez lo distancia
irremediablemente de la manera más viva por razón de la insuficiencia de su
respuesta («nadie es bueno»... Mt 10, 18). Mas, por cuanto es el b. (no sólo
lo debido), subsana la claudicación después de esta experiencia del hombre y
se revela sin obligación ni necesidad lógica, pero realmente, como -->
gracia, entendiendo esta palabra en toda la amplitud de la experiencia designada
bajo ella (desde su simple uso antes de toda reflexión, hasta los grandes
testimonios de la historia de la religión). Pero con ello llegamos al límite
donde nuestro hablar sobre el b. desemboca en lo -> santo.
Jórg
Splett
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