Los cristianos tuvieron que hacer
frente, en la larga etapa de la Reconquista, a dos invasiones integristas
musulmanas que llegaban del norte de África. La primera, la de los almorávides
en el siglo XI que ya vimos que fue frenada por el Cid y la segunda, la de los
almohades, a principios del siglo XIII.
Los almohades eran guerreros bien
organizados, con una fe ciega en el Islam primitivo, deseosos de recuperar el
terreno que los cristianos habían conseguido ir recuperando con el paso de los
años. Su llegada a la Península fue definida por las crónicas de la época como
la de un mar de hombres. La amenaza para los reinos cristianos era muy grande y,
por una vez, dejando a un lado sus diferencias, los reyes de Castilla, Alfonso
VIII, de Aragón, Pedro II el Católico y de Navarra, Sancho el Fuerte, decidieron
aunar sus fuerzas para hacer frente a un invasor que se juzgaba terrible.
La amenaza era de tal calibre que
el Papa Inocencia III declaró Cruzada a esta lucha contra el infiel, concediendo indulgencia y bula a todos los caballeros europeos que
participasen en ella. Y para reforzar la ayuda divina decretó tres días de ayuno.
Pero los caballeros europeos pronto
volvieron grupas porque las perspectivas de botín eran escasas, el terreno sobre el que luchar de una gran dureza, así como el
calor agobiante que en junio hacia ya por estas latitudes. Además de todo esto, en cuanto
llegaron a tierras hispanas se dedicaron a matar a los primeros infieles que
encontraron, los judíos, que eran súbditos del rey de Castilla y protegidos del
mismo. Hubo que parar la matanza y con ello los guerreros del continente
perdieron mucho aliciente.
Los tres ejércitos, con un pequeño
contingente de franceses, cuya presencia era casi testimonial, se pusieron en
marcha aunque la desproporción numérica entre cristianos y musulmanes era muy
grande: 100.000 de los primeros por 400.000 de los segundos.
EI20 de junio de 1212, las tropas
aliadas, al mando de Alfonso VIII, dejaron Toledo y se dirigieron al encuentro
de las tropas almohades al mando de Mohammed I, el famoso "Miramolín"
de los cristianos. Aunque la aventura comenzó bien, porque conquistaron en
apenas cuatro días el castillo de Malagón y se apoderaron de Calatrava, los
almohades estaban confiados en sus fuerzas muy superiores.
Alfonso VIII tuvo noticias de que
el ejército musulmán se encontraba en las Navas de Tolosa, Jaén, y allí se
encaminó el contingente cristiano que, además de contar con los ejércitos
reales, se hallaba reforzado con las tropas de los obispos de Toledo, Palencia,
Sigüenza, Osma, Ávila y Tarazona; los caballeros de las órdenes de caballería: el
Temple, Calatrava y Santiago, así como el señor de Vizcaya y los condes del
Rosellón, Ampurias, Barcelona y de Lara. Numerosos concejos y otros nobles contribuían
también con aquellos voluntarios y tropas propias que habían querido participar
en la batalla que se avecinaba.
La vanguardia de Alfonso se topó
con un obstáculo casi insalvable: el desfiladero de Losa, donde fue recibida con una lluvia de flechas musulmanas. Ante aquel problema se
celebró unconsejo en el que unos eran partidarios de la retirada, esperando un lugar más
propicio para luchar y otros estaban decididos a mantenerse firmes en el intento. Mientras se
especulaba sobre qué hacer y cómo hacerlo, llegó un pastorcillo al campamento cristiano
con un mensaje para el rey castellano. Este pastor, Martín Halaja, conocía un camino por el que
podían avanzar sin ser detectados por el ejército enemigo y que los situaría sobre la cumbre
del desfiladero. Se mandaron exploradores para comprobar la veracidad de la información, que era
cierta y, al día siguiente, la tropas cristianas coronaban la planicie donde se situaba n los
musulmanes. Años después los cristianos convirtieron al zagal en San Isidro Labrador que les
había socorrido en este trance, pero lo más seguro es que fuera un pastor sin más.
La sorpresa de Mohamed I fue notable,
pero decidió dar la batalla, a lo que se negaron los cristianos, que estaban derrengados por el esfuerzo de avanzar, durante
toda la noche, por el sendero milagroso. Además, el día siguiente era domingo y por lo tanto no
podían combatir en el día sagrado.
El lunes 16 de julio se produjo el primer
choque entre ambos ejércitos. La lucha fue durísima y los almohades rompieron las
filas cristianas y casi alcanzaron el campamento de éstos.
Alfonso vio que la situación era desesperada, pero no cabía más que combatir. Tenía por segura la derrota y así se lo manifestó al arzobispo de Toledo que luchaba a su lado, pero las palabras de ánimo de prelado le decidieron al contraataque.
Ahora se volvieron las tornas. La
ferocidad de los que se creían ya vencidos, quebró las filas musulmanas. La dureza de la lucha era terrible. Ambos bandos batallaron
sin descanso hasta que las tropas de Alfonso VIII llegaron a la tienda de Miramolín, el
caudillo árabe. Allí los mandobles se volvieron épicos, pues la tienda estaba defendida por mil negros
encadenados entre sí, armados con lanzas contra las que se estrellaron los jinetes
cristianos. Volvieron a la carga, pero esta vez pusieron los caballos al revés, con los cuartos traseros
cara a los defensores negros con objeto de que los coceasen.
Tampoco esta vez se tomó el real de
Miramolín. Sancho de Navarra se lanzó a la tremenda y en un ataque suicida
comenzó a repartir espadazos a diestro y siniestro abriéndose paso entre la
escolta negra. Por la brecha penetraron los cristianos y Miramolín, espantado por
el hecho, emprendió la huida mientras el desánimo cundía entre las filas
almohades que se dispersaron.
Los castellanos se quedaron con el
estandarte almohade y lo llevaron el monasterio de Las Huelgas, en Burgos, para
acreditar aquella portentosa victoria y, por su parte, Sancho de Navarra incluyó en su escudo las cadenas que cercaban la tienda de Miramolín y
que todavía campean hoy orgullosas del bravo gesto de aquel rey apodado "el Fuerte".
A partir de esta batalla ya nada
fue lo mismo para las fuerzas almohades y para la España musulmana. Las Navas de Tolosa fueron la puerta que se abrió hacia la conquista
del valle del Guadalquivir.
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