Obra en cuatro libros (120 ó 121 capítulos), que aparentaba ser de la autoría de Carlomagno, y escrita alrededor de 790-92. Es una crítica muy severa al Segundo Concilio de Nicea (Séptimo Concilio General), realizado en Nicea en el 787, particularmente respecto a sus actas y decretos en materia de las imágenes sagradas. De hecho, es un tratado teológico grave en el cual tanto el concilio iconoclasta de 754 y su oponente, el antedicho Segundo Niceno de 787, son traídos ante el foro del criticismo franco y juzgados igualmente erróneos, el primero por excluir a las imágenes de las iglesias como pura idolatría, el segundo por defender una adoración absoluta de las imágenes. Aunque fue publicado bajo el nombre real, los conocimientos teológico, filosófico y filológico desplegado sobrepasan por mucho los poderes conocidos de Carlomagno. El autor pudo ser Alcuino o posiblemente uno o más de los teólogos españoles o irlandeses que residían entonces en la corte franca.
La obra tuvo su origen en la muy defectuosa versión latina (vea Anastasio Bibliotecario en Mansi, Coll. Conc. XII, 981) de las actas griegas del Segundo Concilio de Nicea, que la negligencia de los copistas romanos desfiguraron aún más; en un texto crucial, por ejemplo, se omitió la partícula negativa, y en otro se hacía afirmar al concilio que las imágenes debían ser adoradas como la Santísima Trinidad misma, mientras que el texto griego auténtico es completamente ortodoxo. Esta versión fue criticada severamente por una asamblea de teólogos francos a la cual asistió Carlomagno. El abad San Angilberto recopiló de allí algunos (85) pasajes dañinos y los llevó al Papa Adrián I para su corrección. Este documento está perdido, pero su contenido se puede reunir de la moderada y prudente respuesta (794) de Adrián (PL 1247-92; cf. Nam absit a nobis ut ipsas imagines, sicut quidam garriunt, deificemus, etc.). Insatisfecho con esta defensa del concilio (no reputado ecuménico por los teólogos del rey) Carlomagno mandó a preparar la gran obra en cuestión, conocida desde entonces como “Quattuor Libri Carolini”.
Como una explicación ulterior de este paso notable, se ha señalado que Carlomagno estaba entonces muy irritado contra la emperatriz griega Irene, en parte debido al fracaso del proyectado matrimonio entre el hijo de ella y su hija Rotrudis; en parte por la protección y ayuda que ella le brindaba a Adelquis, el hijo del destronado rey de Lombardía, a lo cual se puede añadir ciertos celos por cualquier autoridad sobre sus súbditos francos por un concilio griego en el cual ellos no habían tomado parte. Algunos creen que él contemplaba incluso la asunción al título imperial, y por lo tanto estaba sólo demasiado deseoso de desacreditar la autoridad griega de cualquier modo posible.
La obra fue impresa por primera vez en París en 1549 por el sacerdote Jean du Tillet (Tilio), luego obispo de Saint Brieuc y luego de Meaux, pero anónimamente y sin indicar el lugar dónde encontró el manuscrito (se sospechaba que Tilio se inclinaba al calvinismo). Mientras los Centurarios de Magdeburgo de inmediato lo usaron como evidencia de la corrupción católica de la verdadera doctrina respecto a las imágenes, algunos aplogistas católicos afirmaron que era sólo una obra herética enviada por Carlomagno a Roma para ser condenada; otros decían que era una falsificación de Carlstad (el manuscrito de Tilio era, después de todo, uno muy reciente; Floss, De suspecta librorum Carolinorum a Joanne Tilio editorum fide, Bonn, 1860). Pasaban por alto el hecho de que Agostino Steuco (1469-1549), bibliotecario del Vaticano, al escribir en defensa de la Donación de Constantino, ya había citado un pasaje del “Libri Carolini” (I, 6) el cual declaró que había hallado en un manuscrito Vaticano escrito a mano en una antigua letra lombarda; sin embargo, había desparecido por 1759, según una carta del cardenal Domenico Passionei al erudito abad Frobenius Forster, quien entonces planeaba una nueva edición de la obra (vea prefacio núm. 10 a su edición de la Opera Alcuini). Floss (op. cit.) sostenía la tesis de la falsificación, pero la autenticidad de la obra no puede ser cuestionada desde que Reifferscheid descubrió (1866) un manuscrito (imperfecto) del siglo X en los Archivos Vaticanos (Narratio de Vaticano Libror. Carol. codice, Breslau, 1873). Además, Hincmar de Reims (Adv. Hincmar. Laud., c. 20) evidenció que la obra existía en la segunda mitad del siglo IX. Su autenticidad fue largamente admitida por los eruditos católicos como Jacques Sirmond y Alejandro Natalis VIII (Saec. VIII, Diss. VI, 6). La obra fue reimpresa por el editor imperialista Michael Goldast (Imperalia decreta de cultu imaginum, Frankfort, 1608, p. 67, ss. y Collect. Constitut. Imper., I. 23) de donde fue tomada por otros, por ejemplo Migne (P.L., XCVIII, 989-1248), aunque este último tenía a su disposición la mejor edición de G. A. Heumann, Augusta Concilii Nicaeni II Censura, es decir, Caroli M. de impio imaginum cultu libri IV (Hanover, 1731). Algunos fragmentos de ella aparecen reimpresos en Jaffé, Bibl. Rer. Germanic. VI, 220-42.
Los autores del “Libri Carolini” aceptan que se puedan usar las imágenes como ornamentos eclesiásticos, para propósitos educativos y en memoria de eventos pasados; sin embargo, es tonto quemar incienso ante ellas y usar luces, aunque es completamente errado sacarlas de la iglesia y destruirlas. Los escritores se escandalizaban principalmente por el término latino adoratio, dándole el significado erróneo de adoración absoluta, mientras que la palabra griega original Proskynesis sólo significa reverencia en actitud de postración. De modo que ellos insisten en que sólo Dios debe ser adorado (adorandus et colendus). Los santos deben ser venerados sólo de manera adecuada (opportuna veneratio). Afirma que se le debe rendir honor reverencial a la tradición eclesiástica, a la Cruz de Cristo, a la Santa Biblia, a las vasijas sagradas y a las reliquias de los santos. Censuran la excesiva reverencia que los griegos demuestran a su emperador, critican desfavorablemente la elevación de Tarasio al patriarcado de Constantinopla, y hallan defectos (no siempre sin razón) a la exégesis bíblica y patrística de los griegos. Por otro lado, ellos confunden ignorantemente los dichos y acciones de este concilio ortodoxo con las del conciliábulo iconoclasta de 754, a menudo tergiversan los hechos, y en general exhiben una fuerte tendencia anti-griega. Para explicar su actitud las siguientes palabras del cardenal Joseph Hergenröther (Kircheng., ed. Kirsch, 1904, II, 132) parecen apropiadas:
“Aparte de los errores (desconocidos) de la traducción, las actas y decretos del Séptimo Concilio General (Nicea II) ofendía de varios modos las costumbres y opiniones del mundo teutónico donde el paganismo, aunque últimamente derrotado, estaba todavía potente en las costumbres y vida popular. Los rudos teutones semi-paganos podían fácilmente malinterpretar en un sentido idolátrico los honores rendidos a las imágenes, pocas hasta ese entonces debido al gusto rústico de la gente. Por lo tanto, mientras se toleraba a las imágenes, todavía no se fomentaba su uso y mantenían un lugar subordinado. Los griegos siempre habían reverenciado altamente, no sólo la persona de los emperadores, sino también sus retratos y estatuas, y a este respecto el incienso y las postraciones (Gr. Proskynesis, Lat. Adoratio) eran de uso inmemorial. Por lo tanto, a ellos les parecía que no podían rendir la debida reverencia a las imágenes del Salvador y los santos de ningún otro modo. Era diferente con los germanos, que no estaban acostumbrados a postrarse o a doblar la rodilla delante de sus reyes. Tales actos parecían adecuados para expresar la adoración (latreia) que se debía a Dios solamente; cuando se les hacían a otros eran a menudo fuente de escándalo. Además, en la mente teutónica la vida eclesiástica más libre de Occidente ya contrastaba con la extravagancia del culto al emperador oriental.”
Como ya se ha dicho, el Papa Adrián I, en una carta dirigida a Carlomagno, contestaba extensamente los ochenta y cinco Capitula sometidos ante su consideración. Le recordó al rey que doce de sus obispos que habían formado parte de un sínodo romano (previo al Segundo Concilio de Nicea) y que habían aprobado el “culto” a las imágenes; refutaba cierto número de argumentos y objeciones presentadas, y afirmaba la identidad de su enseñanza con la del muy respetado Papa San Gregorio I (Magno) respecto a las imágenes. También defendía de manera digna, todavía no reconocido por él finalmente, llamando la atención al mismo tiempo a su propia justa ofensa contra los griegos que todavía retenían las iglesias y propiedades que el iconoclasta León III (717-41) le había arrebatado violentamente a la jurisdicción romana. Esta carta del Papa Adrián (m. 795) quizás no era conocida por los obispos y abades del sínodo que se reunió en Frankfort en 794 y en la antedicha suposición errónea rechazaban (can. 2) el Segundo Concilio de Nicea. Carlomagno le envió las acatas del sínodo a roma, con una demanda por la condena de Irene y Constantino VI, pero parece que gradualmente cedió ante la suave y prudente firmeza de Adrián, por quien profesaba todo el tiempo la más sincera admiración y amistad.
Un último eco del conflicto teológico se cristalizado en el “Libri Carolini” se oyó en el Sínodo de París de 825, el cual, no más sabio que su predecesor en cuanto a las versiones erróneas de las actas en cuestión, buscó en vano obtener del Papa Eugenio II el abandono de la posición tomada por Adrián. A pesar del creciente favor del “cultus” a las imágenes entre el pueblo, los obispos francos continuaron su oposición al Segundo Concilio de Nicea; sin embargo, éste eventualmente ganó reconocimiento especialmente después que Anastasio Bibliotecario, bajo el mandato del Papa Juan VIII (872-82) preparó una nueva y algo más exacta versión de las actas y decretos. Mientras tanto el escritor franco Walafrid Strabo había resumido y popularizado la verdadera doctrina eclesiástica en su excelente "Liber de exordiis et incrementis rerum ecclesiasticarum", escrita cerca del año 840 (ed. Knöpfler, Munich, 1890). Vea Iconoclasia, Veneración de Imágenes; Concilio de Frankfort; Dungal de San Denys; Jonás de Orléans.
Fuente: Shahan, Thomas. "Caroline Books (Libri Carolini)." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03371b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina
La obra tuvo su origen en la muy defectuosa versión latina (vea Anastasio Bibliotecario en Mansi, Coll. Conc. XII, 981) de las actas griegas del Segundo Concilio de Nicea, que la negligencia de los copistas romanos desfiguraron aún más; en un texto crucial, por ejemplo, se omitió la partícula negativa, y en otro se hacía afirmar al concilio que las imágenes debían ser adoradas como la Santísima Trinidad misma, mientras que el texto griego auténtico es completamente ortodoxo. Esta versión fue criticada severamente por una asamblea de teólogos francos a la cual asistió Carlomagno. El abad San Angilberto recopiló de allí algunos (85) pasajes dañinos y los llevó al Papa Adrián I para su corrección. Este documento está perdido, pero su contenido se puede reunir de la moderada y prudente respuesta (794) de Adrián (PL 1247-92; cf. Nam absit a nobis ut ipsas imagines, sicut quidam garriunt, deificemus, etc.). Insatisfecho con esta defensa del concilio (no reputado ecuménico por los teólogos del rey) Carlomagno mandó a preparar la gran obra en cuestión, conocida desde entonces como “Quattuor Libri Carolini”.
Como una explicación ulterior de este paso notable, se ha señalado que Carlomagno estaba entonces muy irritado contra la emperatriz griega Irene, en parte debido al fracaso del proyectado matrimonio entre el hijo de ella y su hija Rotrudis; en parte por la protección y ayuda que ella le brindaba a Adelquis, el hijo del destronado rey de Lombardía, a lo cual se puede añadir ciertos celos por cualquier autoridad sobre sus súbditos francos por un concilio griego en el cual ellos no habían tomado parte. Algunos creen que él contemplaba incluso la asunción al título imperial, y por lo tanto estaba sólo demasiado deseoso de desacreditar la autoridad griega de cualquier modo posible.
La obra fue impresa por primera vez en París en 1549 por el sacerdote Jean du Tillet (Tilio), luego obispo de Saint Brieuc y luego de Meaux, pero anónimamente y sin indicar el lugar dónde encontró el manuscrito (se sospechaba que Tilio se inclinaba al calvinismo). Mientras los Centurarios de Magdeburgo de inmediato lo usaron como evidencia de la corrupción católica de la verdadera doctrina respecto a las imágenes, algunos aplogistas católicos afirmaron que era sólo una obra herética enviada por Carlomagno a Roma para ser condenada; otros decían que era una falsificación de Carlstad (el manuscrito de Tilio era, después de todo, uno muy reciente; Floss, De suspecta librorum Carolinorum a Joanne Tilio editorum fide, Bonn, 1860). Pasaban por alto el hecho de que Agostino Steuco (1469-1549), bibliotecario del Vaticano, al escribir en defensa de la Donación de Constantino, ya había citado un pasaje del “Libri Carolini” (I, 6) el cual declaró que había hallado en un manuscrito Vaticano escrito a mano en una antigua letra lombarda; sin embargo, había desparecido por 1759, según una carta del cardenal Domenico Passionei al erudito abad Frobenius Forster, quien entonces planeaba una nueva edición de la obra (vea prefacio núm. 10 a su edición de la Opera Alcuini). Floss (op. cit.) sostenía la tesis de la falsificación, pero la autenticidad de la obra no puede ser cuestionada desde que Reifferscheid descubrió (1866) un manuscrito (imperfecto) del siglo X en los Archivos Vaticanos (Narratio de Vaticano Libror. Carol. codice, Breslau, 1873). Además, Hincmar de Reims (Adv. Hincmar. Laud., c. 20) evidenció que la obra existía en la segunda mitad del siglo IX. Su autenticidad fue largamente admitida por los eruditos católicos como Jacques Sirmond y Alejandro Natalis VIII (Saec. VIII, Diss. VI, 6). La obra fue reimpresa por el editor imperialista Michael Goldast (Imperalia decreta de cultu imaginum, Frankfort, 1608, p. 67, ss. y Collect. Constitut. Imper., I. 23) de donde fue tomada por otros, por ejemplo Migne (P.L., XCVIII, 989-1248), aunque este último tenía a su disposición la mejor edición de G. A. Heumann, Augusta Concilii Nicaeni II Censura, es decir, Caroli M. de impio imaginum cultu libri IV (Hanover, 1731). Algunos fragmentos de ella aparecen reimpresos en Jaffé, Bibl. Rer. Germanic. VI, 220-42.
Los autores del “Libri Carolini” aceptan que se puedan usar las imágenes como ornamentos eclesiásticos, para propósitos educativos y en memoria de eventos pasados; sin embargo, es tonto quemar incienso ante ellas y usar luces, aunque es completamente errado sacarlas de la iglesia y destruirlas. Los escritores se escandalizaban principalmente por el término latino adoratio, dándole el significado erróneo de adoración absoluta, mientras que la palabra griega original Proskynesis sólo significa reverencia en actitud de postración. De modo que ellos insisten en que sólo Dios debe ser adorado (adorandus et colendus). Los santos deben ser venerados sólo de manera adecuada (opportuna veneratio). Afirma que se le debe rendir honor reverencial a la tradición eclesiástica, a la Cruz de Cristo, a la Santa Biblia, a las vasijas sagradas y a las reliquias de los santos. Censuran la excesiva reverencia que los griegos demuestran a su emperador, critican desfavorablemente la elevación de Tarasio al patriarcado de Constantinopla, y hallan defectos (no siempre sin razón) a la exégesis bíblica y patrística de los griegos. Por otro lado, ellos confunden ignorantemente los dichos y acciones de este concilio ortodoxo con las del conciliábulo iconoclasta de 754, a menudo tergiversan los hechos, y en general exhiben una fuerte tendencia anti-griega. Para explicar su actitud las siguientes palabras del cardenal Joseph Hergenröther (Kircheng., ed. Kirsch, 1904, II, 132) parecen apropiadas:
“Aparte de los errores (desconocidos) de la traducción, las actas y decretos del Séptimo Concilio General (Nicea II) ofendía de varios modos las costumbres y opiniones del mundo teutónico donde el paganismo, aunque últimamente derrotado, estaba todavía potente en las costumbres y vida popular. Los rudos teutones semi-paganos podían fácilmente malinterpretar en un sentido idolátrico los honores rendidos a las imágenes, pocas hasta ese entonces debido al gusto rústico de la gente. Por lo tanto, mientras se toleraba a las imágenes, todavía no se fomentaba su uso y mantenían un lugar subordinado. Los griegos siempre habían reverenciado altamente, no sólo la persona de los emperadores, sino también sus retratos y estatuas, y a este respecto el incienso y las postraciones (Gr. Proskynesis, Lat. Adoratio) eran de uso inmemorial. Por lo tanto, a ellos les parecía que no podían rendir la debida reverencia a las imágenes del Salvador y los santos de ningún otro modo. Era diferente con los germanos, que no estaban acostumbrados a postrarse o a doblar la rodilla delante de sus reyes. Tales actos parecían adecuados para expresar la adoración (latreia) que se debía a Dios solamente; cuando se les hacían a otros eran a menudo fuente de escándalo. Además, en la mente teutónica la vida eclesiástica más libre de Occidente ya contrastaba con la extravagancia del culto al emperador oriental.”
Como ya se ha dicho, el Papa Adrián I, en una carta dirigida a Carlomagno, contestaba extensamente los ochenta y cinco Capitula sometidos ante su consideración. Le recordó al rey que doce de sus obispos que habían formado parte de un sínodo romano (previo al Segundo Concilio de Nicea) y que habían aprobado el “culto” a las imágenes; refutaba cierto número de argumentos y objeciones presentadas, y afirmaba la identidad de su enseñanza con la del muy respetado Papa San Gregorio I (Magno) respecto a las imágenes. También defendía de manera digna, todavía no reconocido por él finalmente, llamando la atención al mismo tiempo a su propia justa ofensa contra los griegos que todavía retenían las iglesias y propiedades que el iconoclasta León III (717-41) le había arrebatado violentamente a la jurisdicción romana. Esta carta del Papa Adrián (m. 795) quizás no era conocida por los obispos y abades del sínodo que se reunió en Frankfort en 794 y en la antedicha suposición errónea rechazaban (can. 2) el Segundo Concilio de Nicea. Carlomagno le envió las acatas del sínodo a roma, con una demanda por la condena de Irene y Constantino VI, pero parece que gradualmente cedió ante la suave y prudente firmeza de Adrián, por quien profesaba todo el tiempo la más sincera admiración y amistad.
Un último eco del conflicto teológico se cristalizado en el “Libri Carolini” se oyó en el Sínodo de París de 825, el cual, no más sabio que su predecesor en cuanto a las versiones erróneas de las actas en cuestión, buscó en vano obtener del Papa Eugenio II el abandono de la posición tomada por Adrián. A pesar del creciente favor del “cultus” a las imágenes entre el pueblo, los obispos francos continuaron su oposición al Segundo Concilio de Nicea; sin embargo, éste eventualmente ganó reconocimiento especialmente después que Anastasio Bibliotecario, bajo el mandato del Papa Juan VIII (872-82) preparó una nueva y algo más exacta versión de las actas y decretos. Mientras tanto el escritor franco Walafrid Strabo había resumido y popularizado la verdadera doctrina eclesiástica en su excelente "Liber de exordiis et incrementis rerum ecclesiasticarum", escrita cerca del año 840 (ed. Knöpfler, Munich, 1890). Vea Iconoclasia, Veneración de Imágenes; Concilio de Frankfort; Dungal de San Denys; Jonás de Orléans.
Fuente: Shahan, Thomas. "Caroline Books (Libri Carolini)." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03371b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina
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