Israel emerge en el horizonte histórico sobre un fondo que apenas
conocemos. Se autoproclama descendiente del patriarca Abraham, cuya tenaz
memoria oral ha retenido el dato de que formaba parte de los grupos arameos o
amorreos que se desplazaban, de acampada en acampada, al frente de sus rebaños
de cabras, ovejas y camellos, por la llanura mesopotámica, de manera similar a
los actuales beduinos seminómadas.
Aquel confuso conglomerado humano se diferenciaba claramente de todos los pueblos de su entorno: los hebreos adoraban a un solo Dios y se consideraban el pueblo predilecto de este Dios, llamado Yahvé. Entendían sus relaciones con la divinidad en términos de alianza o pacto: el pueblo de Israel se compromete a adorar en exclusiva a Yahvé y, a cambio, éste se compromete a darles la posesión perpetua de un país fértil "que mana leche y miel": la tierra prometida. El título de propiedad del pueblo de Israel es, por lo tanto, de "derecho divino". Mientras cumplan su parte del pacto, ningún poder terreno está legitimado para despojarles de esta tierra. Sólo puede hacerlo Dios, como castigo por el incumplimiento de las cláusulas pactadas.
Tal vez tras el obstinado aferramiento de la actual población hebrea a su tierra se perciba una pulsión ancestral inextinguible, que considera la posesión de Palestina como señal de que cuentan con la complacencia divina.
Desde los tiempos en que Noé recibió el encargo de salvar a una
pareja de cada especie del diluvio que Yahvé envió sobre la tierra como castigo
por la impiedad de los hombres, hasta el momento en que Moisés liberó a los
israelitas y los llevó a la tierra prometida, muchos personajes pueblan la
historia religiosa de Israel.
Algunos de ellos desempeñan cometidos determinantes en varios pasajes del Antiguo Testamento: es el caso de Abraham, Isaac, Terah, Onán o Sem. Las creencias hebreas evolucionan hasta llegar a la ley mosaica y, posteriormente, a la fundación, con David, de un verdadero Estado judío. Un Estado que, una vez destruido, dará lugar a la diáspora durante siglos.
Como sabemos, el judaísmo fue la primera religión claramente monoteísta. El islamismo y el cristianismo también lo son, pero hay que tener en cuenta que gran parte de su doctrina procede de las Escrituras hebreas. Así, desde que los judíos formaron un pueblo y, tras dejar atrás unos comienzos de monolatría, centraron su fe en un único Dios. Ya en el Deuteronomio se habla de un Dios único y creador del universo, que ha de ser adorado. En muchos pasajes del Génesis también se nos da la idea de los judíos como pueblo elegido: en el capítulo 17, versículo 7 Yahvé habla:
"Y estableceré mi pacto entre Mí y entre ti, y entre tu posteridad después de ti en la serie de sus generaciones con alianza sempiterna; para ser yo el Dios tuyo y de la posteridad tuya después de ti."
Ya antes de que a Moisés le fueran entregadas las tablas de la ley, el pueblo judío tenía unas reglas de comportamiento ético. Creían que todos los seres humanos habían sido creados con la inclinación para hacer el bien (yetzer-a-tov) y la inclinación para hacer el mal (yetzer-a-ra), y los códigos morales están encaminados a conseguir que triunfe el primero sobre el segundo.
Los acontecimientos que narra la Biblia y que preceden a
Abraham (la creación, la torre de Babel, el diluvio) tienen un valor mítico e
incluso fabuloso, pero no un peso específico en la religión judía. De hecho,
los once primeros capítulos del Génesis fueron escritos bastante después que
otros textos del Pentateuco. A partir de cierto momento, los hebreos parecen
olvidar cuestiones cosmogónicas y mitos sobre los orígenes (por otra parte tan
típicos de otras religiones surgidas en Mesopotamia) y se centran más en su
relación con Dios, en este caso Yahvé.
Por otra parte, la concepción del origen del universo que se ofrece en los primeros capítulos del Génesis es bastante distinta de la que nos da, por ejemplo, el Enuma elish mesopotámico. Yahvé (en algunas fuentes llamado Elohím) crea el mundo a partir de la palabra, por etapas, pero no hay en ese proceso ningún concepto antagónico. Es decir, no hay un caos o un agua primordial de la que Dios extraiga violentamente la tierra, como el caso de la mitología babilónica: no hay combate cosmogónico como el que se libra entre Marduk y Tiamat: Yahvé va creando todo sin más. Es cierto que se habla de un océano primordial (en hebreo Tehom), pero éste no está personificado (Tiamat, en la mitología mesopotámica) en una deidad que se oponga al creador.
La parte de la Biblia que habla de los descendientes de
Adán y Eva, hasta llegar a Noé, está llena de detalles fabulosos, fácilmente
relacionables con mitologías como la griega. Set, Henoc y Matusalén son hombres
que viven más de ochocientos años. Algunos de ellos, según ciertos pasajes, son
fruto de relaciones de seres celestes (ángeles caídos) con mujeres terrenales:
engendran una especie de héroes, de semidioses similares al griego Heracles.
Esto se corresponde con la visión estrictamente monoteísta del judaísmo.
Estas uniones entre ángeles caídos e hijas de mortales molestaron a Dios, por lo que decidió limitar la edad del hombre a ciento veinte años.
Varios de los mitos previos a Abraham parecen tener referentes en leyendas de otras culturas. El diluvio bíblico, de cuya acción mortal sólo se salvaron Noé, su esposa y sus hijos (Sem, Cam y Jafet), tiene muchos puntos en común con el poema de creación babilónico Enuma elish. Y el episodio de la torre de Babel, en que la soberbia hace a los hombres tratar de alcanzar el cielo, es muy similar a mitos de culturas tan diversas como la babilónica o las creencias de las religiones no andinas de Sudamérica. En ellas se habla de héroes, personajes legendarios, reyes o chamanes que tratan de alcanzar el cielo con ayuda de un árbol, una cuerda o una lanza.
Para los hebreos, la historia sagrada adquiere un claro valor ejemplarizante a partir de Abraham, pero la estructura y la función mitológica de los capítulos anteriores de la Biblia sientan también unas bases culturales y religiosas. Éstas serán completadas en la doctrina judía (y más tarde, en parte, la cristiana y la islámica) durante la época de los patriarcas: Abraham, su hijo Isaac, su nieto Jacob y José, que establecerán una tradición llamada por algunos autores "culto al Dios del padre".
El primer gran patriarca del judaísmo vivió hacia en año 1900
antes de nuestra era y, como sabemos, se llamaba Abraham; viajó con su familia,
dejando la ciudad de Ur, en Mesopotamia, con la esperanza de encontrar una
tierra fértil para los pastores que le seguían. Su viaje tuvo una importancia
religiosa capital: dejando de lado los ídolos tan comunes en aquella época,
estableció una alianza con Yahvé, que se mantendría en todos sus descendientes
y culminaría siglos más tarde con la llegada a Canaán (la tierra prometida por
Dios para premiar la fe de su pueblo) de Moisés y los israelitas.
El corpus teórico del judaísmo lo aportará Moisés con el Pentateuco o Torá (los cinco primeros libros de la Biblia), pero el paso decisivo hacia el monoteísmo lo había dado Abraham.
Todas estas tradiciones marcarán la diferenciación religioso-cultural del pueblo hebreo y serán continuadas durante siglos: pensemos que el judaísmo es una de las pocas religiones anteriores a Jesucristo que han mantenido su doctrina prácticamente inamovible a través del tiempo.
El primer libro de la Biblia (el Génesis) habla de
los orígenes. En primer lugar explica la "prehistoria" de la
humanidad, aunque desde una óptica religiosa en la que prevalecen los relatos
de sabor mitológico y las genealogías que de alguna manera sitúan el panorama
"histórico" de los pueblos que progresivamente se separan entre sí y
se alejan de Dios. La creación, el paraíso, el árbol de la vida y del
conocimiento, el pecado como pretensión humana de igualar a Dios, la muerte de
Abel a manos de su hermano, el diluvio y la torre de Babel desembocan en una
larguísima tabla genealógica que, pretendiendo comprender a "todos los
pueblos", en realidad incide particularmente en los pueblos semitas.
La segunda parte -la más importante y extensa- relata el nacimiento del pueblo de Israel. Se trata de un relato que avanza por etapas sucesivas hasta llegar a su objetivo: Jacob con sus hijos entrando en Egipto, donde los descendientes se convertirán en un pueblo numeroso.
El Génesis habla de un Dios que crea a los hombres y que
pacta después con ellos un reconocimiento como único Dios verdadero; para ello,
se vale primero de Noé, y después de Abraham y de sus descendientes. Dios les
guardará de los peligros y los conducirá a Egipto, desde donde se convertirán
en un pueblo numeroso y cohesionado.
El Génesis constituye un conjunto de narraciones sobre los patriarcas, a través de las cuales se percibe la intensificación de la proximidad entre Dios y el hombre. Prevalecen las tradiciones familiares, muchas de ellas centradas en lugares concretos, casi siempre santuarios locales. Estas narraciones pueden considerarse agrupadas alrededor de tres personajes principales distribuidos en tres bloques: Abraham e Isaac (capítulos 12 a 25), Isaac y Jacob (capítulos 25 a 36), y José y sus hermanos (capítulos 37-50).
El ciclo de Abraham e Isaac empieza con la invitación que Dios
dirige a Abraham para que abandone su tierra y su familia y se encamine al país
de Canaán, y termina con la muerte del patriarca.
El punto capital de las narraciones lo constituyen los diversos episodios que aseguran a Abraham que gozará de una descendencia numerosa, que poseerá el país en el que vive como nómada y que él será para los pueblos una fuente de bendición. Estos anuncios se ven confirmados por unas promesas en forma de juramento o de pacto, cuyo signo entre los humanos será la circuncisión de Abraham y de todos sus descendientes.
Todo ello mezclado con una crónica familiar constituida por tradiciones y leyendas que nos pintan un entorno indómito y unas costumbres de nómadas primitivos entre las que no faltan matanzas, raptos, sodomía, prostitución, incesto, engaños, trazas de sacrificios humanos y la permanente idolatría contra la que Moisés luchó denonadamente y que todavía denunciaban los profetas.
En el ciclo de Isaac y de Jacob, el primero no tiene un
protagonismo propio excepto en los pasajes en los que Dios le renueva las
promesas realizadas a Abraham y hace que sea respetado por sus vecinos. El
protagonista real es Jacob, y aquí toman relieve dos hechos dramáticos: Jacob,
futuro padre del pueblo de Israel, suplanta a su hermano Esaú; y, emigrado al
país de los arameos y casado con dos hijas de su tío Labán, arameo, termina por
emanciparse de éste. En ambos casos la protección divina salva al futuro pueblo
de Israel: Esaú se separa definitivamente de su hermano y Labán regresa al país
de los arameos después de haber fijado la frontera que protegerá a los
descendientes de Jacob. El punto central de la narración es el retorno de Jacob
sumamente rico y con un gran número de hijos. Su prosperidad y la protección
divina se fundamentan en una visión en el santuario de Betel y en una extraña
lucha nocturna de Jacob contra Dios mismo en el santuario de Penuel: allí
recibe el nombre de Israel.
Aquí de nuevo, raptos, venganzas e incestos se entretejen en la narración de las promesas divinas.
La narración de José y sus hermanos incorpora elementos de
orígenes diversos, pero aun así es una de las más extensas y unitarias de toda
la Biblia. Jacob ("Israel") tiene en ella todavía un lugar destacado,
pero el protagonismo de José y la intención final de la narración piden una
lectura como si de un ciclo independiente se tratara. El argumento narrativo
queda interrumpido solamente por la noticia sobre la descendencia de Judá y por
el tono poético de las bendiciones de Jacob antes de su muerte.
La intriga de la narración de José está muy bien articulada: Dios ha decidido encumbrar a José hasta la más alta cima del poder y se lo ha revelado en un doble sueño; los hermanos intentan impedirlo y nuevos tropiezos terminan por provocar la desgracia de José. Sin embargo, los mismos infortunios abren el camino para que se cumplan los designios de Dios.
El propio José, al final de su historia, explica el sentido de la narración: su accidentada vida era por completo obra de Dios, quien se había propuesto salvar la vida del numeroso pueblo con el que había pactado la supervivencia y la protección.
Aquel confuso conglomerado humano se diferenciaba claramente de todos los pueblos de su entorno: los hebreos adoraban a un solo Dios y se consideraban el pueblo predilecto de este Dios, llamado Yahvé. Entendían sus relaciones con la divinidad en términos de alianza o pacto: el pueblo de Israel se compromete a adorar en exclusiva a Yahvé y, a cambio, éste se compromete a darles la posesión perpetua de un país fértil "que mana leche y miel": la tierra prometida. El título de propiedad del pueblo de Israel es, por lo tanto, de "derecho divino". Mientras cumplan su parte del pacto, ningún poder terreno está legitimado para despojarles de esta tierra. Sólo puede hacerlo Dios, como castigo por el incumplimiento de las cláusulas pactadas.
Tal vez tras el obstinado aferramiento de la actual población hebrea a su tierra se perciba una pulsión ancestral inextinguible, que considera la posesión de Palestina como señal de que cuentan con la complacencia divina.
Los primeros monoteístas
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Algunos de ellos desempeñan cometidos determinantes en varios pasajes del Antiguo Testamento: es el caso de Abraham, Isaac, Terah, Onán o Sem. Las creencias hebreas evolucionan hasta llegar a la ley mosaica y, posteriormente, a la fundación, con David, de un verdadero Estado judío. Un Estado que, una vez destruido, dará lugar a la diáspora durante siglos.
Como sabemos, el judaísmo fue la primera religión claramente monoteísta. El islamismo y el cristianismo también lo son, pero hay que tener en cuenta que gran parte de su doctrina procede de las Escrituras hebreas. Así, desde que los judíos formaron un pueblo y, tras dejar atrás unos comienzos de monolatría, centraron su fe en un único Dios. Ya en el Deuteronomio se habla de un Dios único y creador del universo, que ha de ser adorado. En muchos pasajes del Génesis también se nos da la idea de los judíos como pueblo elegido: en el capítulo 17, versículo 7 Yahvé habla:
"Y estableceré mi pacto entre Mí y entre ti, y entre tu posteridad después de ti en la serie de sus generaciones con alianza sempiterna; para ser yo el Dios tuyo y de la posteridad tuya después de ti."
Ya antes de que a Moisés le fueran entregadas las tablas de la ley, el pueblo judío tenía unas reglas de comportamiento ético. Creían que todos los seres humanos habían sido creados con la inclinación para hacer el bien (yetzer-a-tov) y la inclinación para hacer el mal (yetzer-a-ra), y los códigos morales están encaminados a conseguir que triunfe el primero sobre el segundo.
El Génesis como aproximación religiosa
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Por otra parte, la concepción del origen del universo que se ofrece en los primeros capítulos del Génesis es bastante distinta de la que nos da, por ejemplo, el Enuma elish mesopotámico. Yahvé (en algunas fuentes llamado Elohím) crea el mundo a partir de la palabra, por etapas, pero no hay en ese proceso ningún concepto antagónico. Es decir, no hay un caos o un agua primordial de la que Dios extraiga violentamente la tierra, como el caso de la mitología babilónica: no hay combate cosmogónico como el que se libra entre Marduk y Tiamat: Yahvé va creando todo sin más. Es cierto que se habla de un océano primordial (en hebreo Tehom), pero éste no está personificado (Tiamat, en la mitología mesopotámica) en una deidad que se oponga al creador.
Héroes, patriarcas longevos, diluvios y torres malditas
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Estas uniones entre ángeles caídos e hijas de mortales molestaron a Dios, por lo que decidió limitar la edad del hombre a ciento veinte años.
Varios de los mitos previos a Abraham parecen tener referentes en leyendas de otras culturas. El diluvio bíblico, de cuya acción mortal sólo se salvaron Noé, su esposa y sus hijos (Sem, Cam y Jafet), tiene muchos puntos en común con el poema de creación babilónico Enuma elish. Y el episodio de la torre de Babel, en que la soberbia hace a los hombres tratar de alcanzar el cielo, es muy similar a mitos de culturas tan diversas como la babilónica o las creencias de las religiones no andinas de Sudamérica. En ellas se habla de héroes, personajes legendarios, reyes o chamanes que tratan de alcanzar el cielo con ayuda de un árbol, una cuerda o una lanza.
Para los hebreos, la historia sagrada adquiere un claro valor ejemplarizante a partir de Abraham, pero la estructura y la función mitológica de los capítulos anteriores de la Biblia sientan también unas bases culturales y religiosas. Éstas serán completadas en la doctrina judía (y más tarde, en parte, la cristiana y la islámica) durante la época de los patriarcas: Abraham, su hijo Isaac, su nieto Jacob y José, que establecerán una tradición llamada por algunos autores "culto al Dios del padre".
El paso definitivo hacia el monoteísmo
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El corpus teórico del judaísmo lo aportará Moisés con el Pentateuco o Torá (los cinco primeros libros de la Biblia), pero el paso decisivo hacia el monoteísmo lo había dado Abraham.
Todas estas tradiciones marcarán la diferenciación religioso-cultural del pueblo hebreo y serán continuadas durante siglos: pensemos que el judaísmo es una de las pocas religiones anteriores a Jesucristo que han mantenido su doctrina prácticamente inamovible a través del tiempo.
El libro del Génesis
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La segunda parte -la más importante y extensa- relata el nacimiento del pueblo de Israel. Se trata de un relato que avanza por etapas sucesivas hasta llegar a su objetivo: Jacob con sus hijos entrando en Egipto, donde los descendientes se convertirán en un pueblo numeroso.
El plan de Dios
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El Génesis constituye un conjunto de narraciones sobre los patriarcas, a través de las cuales se percibe la intensificación de la proximidad entre Dios y el hombre. Prevalecen las tradiciones familiares, muchas de ellas centradas en lugares concretos, casi siempre santuarios locales. Estas narraciones pueden considerarse agrupadas alrededor de tres personajes principales distribuidos en tres bloques: Abraham e Isaac (capítulos 12 a 25), Isaac y Jacob (capítulos 25 a 36), y José y sus hermanos (capítulos 37-50).
Abraham e Isaac
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El punto capital de las narraciones lo constituyen los diversos episodios que aseguran a Abraham que gozará de una descendencia numerosa, que poseerá el país en el que vive como nómada y que él será para los pueblos una fuente de bendición. Estos anuncios se ven confirmados por unas promesas en forma de juramento o de pacto, cuyo signo entre los humanos será la circuncisión de Abraham y de todos sus descendientes.
Todo ello mezclado con una crónica familiar constituida por tradiciones y leyendas que nos pintan un entorno indómito y unas costumbres de nómadas primitivos entre las que no faltan matanzas, raptos, sodomía, prostitución, incesto, engaños, trazas de sacrificios humanos y la permanente idolatría contra la que Moisés luchó denonadamente y que todavía denunciaban los profetas.
Isaac y Jacob
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Aquí de nuevo, raptos, venganzas e incestos se entretejen en la narración de las promesas divinas.
José y sus hermanos
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La intriga de la narración de José está muy bien articulada: Dios ha decidido encumbrar a José hasta la más alta cima del poder y se lo ha revelado en un doble sueño; los hermanos intentan impedirlo y nuevos tropiezos terminan por provocar la desgracia de José. Sin embargo, los mismos infortunios abren el camino para que se cumplan los designios de Dios.
El propio José, al final de su historia, explica el sentido de la narración: su accidentada vida era por completo obra de Dios, quien se había propuesto salvar la vida del numeroso pueblo con el que había pactado la supervivencia y la protección.
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