La aparición del monoteísmo
Las tres religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islam, tienen cerca de 2.500 millones de creyentes, es decir, la mitad del género humano.
Existe entre las tres un claro nexo histórico y una limpia línea de continuidad doctrinal.
En el orden cronológico, el primer pueblo en profesar una religión monoteísta ha sido Israel. En un primer momento, con Abraham (hacia el siglo XIX a.C.), tal vez sólo tuvo la forma de monolatría. En la época de Moisés (hacia el siglo XIII a.C.), era ya un claro monoteísmo, cada vez más acentuado, acrisolado y purificado de contaminaciones politeístas gracias a las enseñanzas de los profetas (a partir del siglo IX a.C.). El mensaje cristiano de Jesús se declara heredero directo de esta fe monoteísta. En cuanto al islam, el Corán manifiesta en repetidas ocasiones que su doctrina sobre la divinidad es simple continuación de las doctrinas monoteístas de los judíos y cristianos.
La idea central común a estas tres grandes religiones es la afirmación de que hay un solo Dios, un solo Ser supremo, expresada en la declaración solemne: "No hay dios fuera de Dios"; "No hay otro Dios sino Alá".
De esta fe en un solo Dios se deriva el principio básico: hay un solo Creador. No existen dos principios creadores, el Bueno, origen de la luz y de las realidades positivas, y el Malo, del que procederían las tinieblas y las cualidades negativas.
Este Dios bueno es el Creador del género humano. Esta fe implica consecuencias de radical trascendencia para el código ético y las pautas de conducta de los creyentes: en cuanto creados por el único Dios, todos los hombres son esencialmente iguales. Las religiones monoteístas rechazan el racismo. No hay razas superiores, no hay hombres inferiores, todos son hermanos. La vida de cada hombre es sagrada en su misma raíz, porque todos proceden del único Dios creador.
Por qué caminos ha llegado la humanidad al concepto del
monoteísmo, es decir, a la idea de la existencia de un Dios único, cuya esencia
se sitúa infinitamente por encima de todos los seres de la creación?
Se dan diversas respuestas a esta pregunta. Los antropólogos han descubierto en prácticamente todas las culturas primitivas la creencia en fuerzas o poderes invisibles, ocultos tras las realidades visibles, que se manifiestan, entre otras cosas, a través de los fenómenos de la naturaleza. Estas fuerzas pueden intervenir en la vida de los hombres. Es, por tanto, preciso aplacarlos para evitar sus castigos y dirigirles súplicas para obtener sus bendiciones (totemismo, fetichismo, animismo, politeísmo). La psicología explicaría el origen de esta creencia como lógica consecuencia de la estructura del hombre, ser finito dotado de necesidades infinitas, que diviniza cualquier cosa que parezca satisfacer sus necesidades.
En un segundo paso, la historia de las religiones descubre en las altas culturas de la antigüedad múltiples intentos de organizar este universo de seres supraterrenos, jerarquizarlos, fijar sus características específicas, establecer sus ámbitos de competencias y determinar sus relaciones mutuas.
Se da un tercer paso, definitivo, en esta comprensión de la divinidad cuando las altas culturas de talante racional llegan, a través del análisis lógico, a la conclusión de que en el origen de todas las cosas creadas y finitas debe haber necesariamente -si se quiere evitar el absurdo de una cadena de eslabones infinitos sin principio ni fin- un único primer principio increado e infinito, al que se aplica el nombre de Dios. El Dios de los filósofos de Pascal.
Existe una segunda hipótesis de signo contrario. Según ella, el proceso conceptual habría recorrido el camino inverso. En los primitivos grupos humanos habría imperado al principio la adoración de un solo ser supremo que sólo más adelante habría degenerado en las creencias fetichistas, animistas y politeístas. Aunque ambas teorías gozan de la misma probabilidad teórica, los testimonios de la etnología y la arqueología apoyan más la primera de ellas.
No todos los sistemas de pensamiento comparten esta especie de ascensión conceptual de la mente a Dios. Para muchos pensadores, sobre todo en el tramo de la cultura europea que se inicia con la Ilustración, la noción de Dios es una simple proyección de la mente humana, tras la que no se oculta ninguna realidad objetiva.
Para las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam) la respuesta es de un signo totalmente diferente: el monoteísmo llega hasta los hombres en virtud de una revelación expresa de Dios, que tuvo lugar en un lugar y un momento concretos de la historia y tuvo como destinatario un hombre concreto: el patriarca Abraham. Este Dios no es un ser abstracto, no es un concepto. Es una persona viviente, que mantiene relaciones personales vitales con todos y cada uno de los seres humanos que pueblan la tierra a través de los tiempos. El monoteísmo no es, pues, producto de la razón. Es don de la fe a través de una comunicación personal con Dios.
Debe, de todas formas, consignarse que en las tres grandes religiones monoteístas ha habido siempre filósofos de enorme capacidad intelectual (Averroes, Maimónides, Tomás de Aquino) que han desarrollado magníficos esquemas intelectuales con el propósito de tender puentes de unión y armonización entre los contenidos de la fe y las conquistas de la razón.
Las tres religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islam, tienen cerca de 2.500 millones de creyentes, es decir, la mitad del género humano.
Existe entre las tres un claro nexo histórico y una limpia línea de continuidad doctrinal.
En el orden cronológico, el primer pueblo en profesar una religión monoteísta ha sido Israel. En un primer momento, con Abraham (hacia el siglo XIX a.C.), tal vez sólo tuvo la forma de monolatría. En la época de Moisés (hacia el siglo XIII a.C.), era ya un claro monoteísmo, cada vez más acentuado, acrisolado y purificado de contaminaciones politeístas gracias a las enseñanzas de los profetas (a partir del siglo IX a.C.). El mensaje cristiano de Jesús se declara heredero directo de esta fe monoteísta. En cuanto al islam, el Corán manifiesta en repetidas ocasiones que su doctrina sobre la divinidad es simple continuación de las doctrinas monoteístas de los judíos y cristianos.
La idea central común a estas tres grandes religiones es la afirmación de que hay un solo Dios, un solo Ser supremo, expresada en la declaración solemne: "No hay dios fuera de Dios"; "No hay otro Dios sino Alá".
De esta fe en un solo Dios se deriva el principio básico: hay un solo Creador. No existen dos principios creadores, el Bueno, origen de la luz y de las realidades positivas, y el Malo, del que procederían las tinieblas y las cualidades negativas.
Este Dios bueno es el Creador del género humano. Esta fe implica consecuencias de radical trascendencia para el código ético y las pautas de conducta de los creyentes: en cuanto creados por el único Dios, todos los hombres son esencialmente iguales. Las religiones monoteístas rechazan el racismo. No hay razas superiores, no hay hombres inferiores, todos son hermanos. La vida de cada hombre es sagrada en su misma raíz, porque todos proceden del único Dios creador.
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Se dan diversas respuestas a esta pregunta. Los antropólogos han descubierto en prácticamente todas las culturas primitivas la creencia en fuerzas o poderes invisibles, ocultos tras las realidades visibles, que se manifiestan, entre otras cosas, a través de los fenómenos de la naturaleza. Estas fuerzas pueden intervenir en la vida de los hombres. Es, por tanto, preciso aplacarlos para evitar sus castigos y dirigirles súplicas para obtener sus bendiciones (totemismo, fetichismo, animismo, politeísmo). La psicología explicaría el origen de esta creencia como lógica consecuencia de la estructura del hombre, ser finito dotado de necesidades infinitas, que diviniza cualquier cosa que parezca satisfacer sus necesidades.
En un segundo paso, la historia de las religiones descubre en las altas culturas de la antigüedad múltiples intentos de organizar este universo de seres supraterrenos, jerarquizarlos, fijar sus características específicas, establecer sus ámbitos de competencias y determinar sus relaciones mutuas.
Se da un tercer paso, definitivo, en esta comprensión de la divinidad cuando las altas culturas de talante racional llegan, a través del análisis lógico, a la conclusión de que en el origen de todas las cosas creadas y finitas debe haber necesariamente -si se quiere evitar el absurdo de una cadena de eslabones infinitos sin principio ni fin- un único primer principio increado e infinito, al que se aplica el nombre de Dios. El Dios de los filósofos de Pascal.
Existe una segunda hipótesis de signo contrario. Según ella, el proceso conceptual habría recorrido el camino inverso. En los primitivos grupos humanos habría imperado al principio la adoración de un solo ser supremo que sólo más adelante habría degenerado en las creencias fetichistas, animistas y politeístas. Aunque ambas teorías gozan de la misma probabilidad teórica, los testimonios de la etnología y la arqueología apoyan más la primera de ellas.
No todos los sistemas de pensamiento comparten esta especie de ascensión conceptual de la mente a Dios. Para muchos pensadores, sobre todo en el tramo de la cultura europea que se inicia con la Ilustración, la noción de Dios es una simple proyección de la mente humana, tras la que no se oculta ninguna realidad objetiva.
Para las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam) la respuesta es de un signo totalmente diferente: el monoteísmo llega hasta los hombres en virtud de una revelación expresa de Dios, que tuvo lugar en un lugar y un momento concretos de la historia y tuvo como destinatario un hombre concreto: el patriarca Abraham. Este Dios no es un ser abstracto, no es un concepto. Es una persona viviente, que mantiene relaciones personales vitales con todos y cada uno de los seres humanos que pueblan la tierra a través de los tiempos. El monoteísmo no es, pues, producto de la razón. Es don de la fe a través de una comunicación personal con Dios.
Debe, de todas formas, consignarse que en las tres grandes religiones monoteístas ha habido siempre filósofos de enorme capacidad intelectual (Averroes, Maimónides, Tomás de Aquino) que han desarrollado magníficos esquemas intelectuales con el propósito de tender puentes de unión y armonización entre los contenidos de la fe y las conquistas de la razón.
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