Un estudio intentó conseguir la comunicación entre humanos y delfines uniendo bajo un mismo techo a una joven investigadora, un macho de media tonelada de peso y algunas gotitas de LSD. El resultado fue un desastre.
Amor hasta el fin | Foto: Lilly State
avier Pérez Rey | @javierperezrey | Madrid | Actualizado el 08/07/2014 a las 08:05 horas
Los delfines tienen una capacidad de comunicación y un cerebro muy desarrollados, un aspecto que siempre ha fascinado al ser humano. El neurólogo John Lilly, pionero en la investigación con estos cetáceos, pergeñó en 1964 un proyecto que buscaba que los delfines aprendieran nuestro lenguaje.
Para esta labor, que tuvo financiación de la NASA, contó con la investigadora Margaret Lovatt, de 23 años, que se empeñó en convivir en una casa semi-inundada con uno de los tres delfines que el científico tenía en cautividad en las Islas Vírgenes.
Lilly había estudiado el cerebro de estos animales, estableciendo paralelismos entre sus sonidos y chillidos y algunos aspectos de la comunicación humana. Entonces surgió la idea descabellada: si los niños aprenden el lenguaje de sus padres ¿por qué no intentar que un delfín se exprese como nosotros?
Lovatt llevó la idea aún más al extremo. Volverse a su casa cada día después de trabajar no era lo apropiado para enseñar a Peter, el delfín macho que eligieron para el experimento, pensó.
“Me fijé en cómo una madre enseña a sus hijos a hablar”, cuenta Lovatt en un documental que se acaba de estrenar en la BBC. Lo mejor era diseñar una casa en la que los dos pudieran estar las 24 horas del día, con estancias a las que el delfín pudiera acceder a nado y en las que la maestra pudiera dormir y llevar ropa seca algunas horas del día.
De esta forma podría impartir dos clases al día, seis días a la semana y durante dos meses y medio... En principio, porque pronto las cosas comenzaron a ir mal.
Sueños de un delfín seductor
El joven delfín pronto decidió saltarse las clases y pasar a la acción, dando rienda suelta a sus instintos. Peter comenzó a cortejar a Margaret, mordisqueando suavemente sus pies y sus muslos, algo que de primeras puede parecer simpático por la sonrisa perenne que tienen en su boca.
Pronto comenzó a mostrarse más interesado en la anatomía de Margaret, poniéndose más agresivo: quería satisfacer su apetito sexual, no quería una maestra ni una madre. La investigadora se protegía con una escoba y unas botas de goma, pero cuando se ponía demasiado bruto le tenía que llevar con los otros delfines hembras para que se saciara.
Ese turismo sexual del animal cortaba el ritmo de la clase, así que Margaret tomó la sartén por el mango y decidió salvar el experimento masturbando al cetáceo. “Por mi parte no era algo sexual, era una forma de sentirnos más cerca: yo estaba ahí para conocer a Peter y 'eso' era parte de Peter”, recuerda Lovatt cincuenta años después.
El delfín consiguió pronunciar “ball” (pelota) e imitar –que no entender– la estructura de las frases de su cuidadora. Pero el experimento quedó eclipsado cuando la “historia sexual” apareció en una revista pornográfica, narrando el alivio manual de Margaret a Peter como algo lividinoso.
Un toque lisérgico para arruinar el experimento
John Lilly decidió ir un paso más allá después del fiasco de la convivencia. Probar el LSD, legal y poco estudiado por entonces, para comprobar si se mejoraba la comunicación entre humanos y delfines. Solamente lo hizo con las dos hembras, en ningún momento lo utilizó con el delfín que amaestró Margaret.
La sustancia no funcionó en absoluto y el neurólogo no logró demostrar que el cerebro de los delfines tuviera la capacidad del lenguaje.
Peter y sus dos compañeras acabaron en un depósito de Miami y, al poco tiempo, el protagonista de esta historia decidió acabar con su vida ¿Cómo lo hizo? Tras haber experimentado un importante deterioro dejó de respirar y se dejó caer hasta el fondo.
Un suicidio en toda regla, ya que la respiración de los delfines no es automática como la nuestra: “Cada respiración es un esfuerzo consciente: si la vida se vuelve difícil el delfín deja de respirar”, cuenta un veterinario en el documental de la televisión pública británica.
Quizás se dejó llevar por los recuerdos. A lo mejor fue un acto de romanticismo, pero después del trágico final del mamífero, Margaret retornó a la casa que compartió con él. Ahora, casada con el fotógrafo que antes les había retratado juntos durante el experimento, y con el que tuvo tres hijas.
Este no es el clásico amor de juventud que rememorar junto a la chimenea pero sí la mejor historia de un experimento fallido (con historia sexual de por medio) con un delfín.
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