sábado, 16 de abril de 2016

Esencia del cristianismo (ayer y hoy)

SUMARIO: 1. Creer en Cristo. - 2. Jesús, es el Cristo. - 3. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. - 4. La presentación de la encarnación y el misterio de la cruz como caminos para explicar la cristologia.


La esencia del cristianismo ayer y hoy consiste en afirmar que Jesús de Nazaret, el hijo de José y de María según el testimonio de los evangelistas y de los autores neotestamentarios, es el Dios Encarnado por obra del Espíritu Santo y es el Hijo de Dios y Señor nuestro. Este Señor y Dios nuestro que ha prometido volver de nuevo en gloria (Segunda venida o Parusía) es para los cristianos el Dios de la historia. El está presente en el universo y ha entrado a formar parte de la existencia humana o lo que es lo mismo, el cristianismo proclama solemnemente que este Dios se ha hecho hombre.
Cristo es el Señor, el centro del universo y el punto de partida de la historia, El es el Hijo de Dios, el Verbo Encarnado, nacido de María la Virgen. La fe a través de los autores neotestamentarios nos hace proclamar que es la Palabra que estaba junto a Dios, se ha hecho carne y habita entre los hombres (Jn 1, 14). Por lo tanto, el hombre puede experimentar su existencia y contemplar su rostro porque haciéndose semejante al hombre menos en el pecado (Hb 4, 15) se ha hecho historia en nuestra misma existencia.
Por medio de Jesucristo, es decir, por su Palabra, Muerte y Resurrección, Dios se ha manifestado en plenitud, de la forma más sublime que le es posible a los hombres conocer el misterio insondable de Dios, mientras los hombres vivan en la existencia y pertenezcan a la historia actual. Jesucristo es el Hijo y con su destino, no sólo nos ha mostrado quién es Dios, sino que a todos nos ha asociado a la relación de hijos que Él durante su experiencia terrenal vivió con Dios. En esta nueva experiencia de la humanidad, al manifestarse Dios, la persona ha adquirido nuevas posibilidades para interpretarse a sí mismo, en relación a los demás con los cuales está en una relación fraternal, en virtud de la misma Encarnación del Verbo. Dios así se ha manifestado y ha hecho posible que la persona sea un proyecto de esperanza, un proyecto de salvación que se actualiza y se realiza por medio del Hijo que es la impronta del ser del Padre (Hb 1, 3).
La historia será pues el lugar de la revelación de Dios en la que el mismo Señor expresa su libertad más genuina, su disponibilidad más suprema, para alcanzar el hábito donde el hombre, obra de sus manos, imagen y semejanza de su ser, se desarrolla y vive. Dios se manifiesta en la naturaleza humana, donde el ser, es decir, el hombre puede tomar distintas vías y opciones fundamentales que determinen su existencia. Dios en un alarde de su libertad, decide no interrumpir los planes del hombres, sino realizar con el un proyecto histórico salvífico.
Como el hombre es el objeto de la revelación divina, es obvio que sea el mismo ser humano aquél que se decida a optar por ese Dios que de manera gratuita se muestra y al que el hombre puede dar una respuesta, también desde su libertad, teniendo en cuenta su fragmentalidad. Creer por tanto en el Hijo de Dios es dejarse interpelar por la luz, la libertad y el amor. El hombre en cuanto tal puede ser el objeto de la proclamación de la divinidad. Creer por tanto, pertenece a la esfera de la esencia humana y por tanto a la misma esencia del ser cristiano, ayer y hoy.
1. Creer en Cristo

Jesucristo no debe ser desconocido por el cristiano por el mero hecho de ser un personaje histórico que murió allá en Palestina, durante el gobierno del procurador Poncio Pilato, hacia el año treinta de nuestra era. Jesús, como hemos dicho, es el Cristo, esto es, el Mesías de Dios, Ungido por la fuerza del Espíritu Santo, Elegido de Dios e Hijo de Dios. Este Jesucristo es el centro de la historia y del tiempo.
Nuestra fe en la Palabra es la respuesta de la comprensión humana al Dios Encarnado en nuestra misma corporalidad. La apertura a esa corporalidad divina es el gesto genuino y, al mismo tiempo, el reto de nuestra propia existencia. De ahí que resulte comprensible y razonable creer en Dios, manifestado en Cristo. Es razonable por tanto creer porque la fe se explícita en un Dios que se hace historia con el mismo hombre. Así Jesús, hombre histórico, es el Hijo de Dios y ese Hijo de Dios es Jesús. Dios se ha hecho acontecimiento para los hombres y en los mismos hombres.
Es cierto que la historia acaecida es irrepetible y la capacidad de constatarla se limita a la que poseemos los hombres, depende de los documentos que usa el historiador. Los científicos actuales consideran la historia como ciencia con sus dos auxiliares, la arqueología y la paleografía. La primera es una constatación de hechos brutos que no puede dar lugar a hipótesis, y la segunda son los documentos escritos que tenemos de la antigüedad y que nos aproximan al dato exacto que es comprobable también por la mente humana. Así la historia no es lo que aparece al hombre a través de las capacidades sensoriales, sino lo que puede comprobarse en los documentos acerca de Cristo; porque en ellos se refleja la profundidad de lo meramente humano que con frecuencia se oculta. Nos referimos a los documentos históricos fuera del ámbito puramente religioso, es decir, fuera de la Biblia y de la Tradición de la Iglesia, así como del naciente cristianismo.
De otra parte, es cierto que si la historia imita los métodos de las ciencias de la naturaleza, aumenta incalculablemente la certeza de sus afirmaciones, pero también es cierto que esto supondría una terrible pérdida de la verdad, mayor que en el caso de la física de tal modo que así sólo aparecería como "histórico" lo auténtico, esto es, aquello que los ingleses afirman como historisch, es decir, lo que se averigua por los métodos de la misma historia.
Hablando con propiedad afirmamos que la historia (Historie) no sólo descubre la historia (Geschichte), sino que la oculta. Por eso, es evidente que la historia (Historie) puede considerar a Jesús hombre, pero difícilmente puede ver en El, su ser Cristo, en cuanto verdad de la historia (Geschichte), porque escapa a la posibilidad de comprobar lo que es puramente auténtico.
2. Jesús, es el Cristo

Según la teología cristiana, Jesús es el Cristo. Pero surge una pregunta: el tratado de Cristo, es decir, ¿la cristología se ha de probar históricamente?, esto es, ¿en lo meramente histórico? O, ¿se debe iluminar pese a todo? El modo de iluminar o esclarecer los hechos, sería a través de los instrumentos verídicos y demostrables para llegar a una constatación. Pero nuestra reflexión debe considerar que llegar a una comprobación significa reducir a Cristo a lo que es meramente constatable y de esta forma también limitaríamos la fe.
Esta afirmación anterior la profesamos por las siguientes razones: de una parte, trasponer la cristología a la historia o reducirla a ésta, es de muchos modos configurar el hecho fundamental a un dato histórico establecido por el mismo hombre y de otra parte, abandonar el dato histórico es considerarla superflua a la fe y entonces llegamos a la cuestión tan debatida en el siglo pasado: ¿Jesús o Cristo? La teología moderna comenzó a desvincularse de Cristo, para reiniciarse con Jesús como realidad comprensible históricamente. Este camino lo inicia Bultmann quien plantea de Jesús de Nazaret al Cristo de la fe. Esta realidad da lugar a numerosos problemas en el ámbito de la cristologia y también de la eclesiología y sobre todo tuvo una gran incidencia en la exégesis bíblica y en la teología bíblica. Hoy se ha cambiado el sentido, es decir, la reflexión cristiana y cristológica parte de Cristo y culmina en Jesús de Nazaret, más aún, tanto el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, no deben ser dos realidades separadas sino unidas, porque de los contrario, reduciríamos una u otra realidad del mismo Cristo, tal como lo presentan los autores neotestamentarios.
La profesión de fe en el Hijo ha dado lugar a la separación de los cristianos y de los no cristianos y también de cristianos de diversas tendencias. Porque lo que sabemos sobre el Padre puede unirlos. El Hijo pertenece a muy pocos, el Padre a todos y todos a El; la fe ha separado, el amor puede unir. Cristo predicó a todos los hombres el Padre común y los hizo así hermanos.
De nuevo surge el problema: abandonemos a Cristo predicado, porque es objeto de la división de la fe y volvamos al Cristo que predica y llama al amor, símbolo de la unión entre los hermanos, bajo un mismo Padre.
El Jesús del que hablaba Harnack, era un sueño romántico, un espejismo del historiador, reflejo de un sueño romántico de su sed y anhelo que desaparecen a medida que prosigue el camino. Bultmann --emprendió otro camino: lo importante es el hecho que Jesús existiese, decía el teólogo protestante, por lo demás, la fe no dice relación a esas hipótesis inciertas que no nos proporcionan seguridad histórica, sino solamente al acontecimiento de la predicación por el que la existencia humana se abre a su luz.
Pero con todo respeto, esto no tiene sentido, ni es razonable para la fe cristiana, sobre todo porque son muchos los que aún hoy abandonan el kerigma y el Jesús histórico extenuado por el fantasma del hecho para encontrar lo humano del hombre que, después de la muerte de Dios, se presenta como la última chispa de lo divino en un mundo secularizado. La teología de la muerte de Dios, nos dice que a Dios ya no le tenemos, pero nos queda Jesús como señal de confianza que nos anima a continuar el camino. A lo mejor hemos de retrotraer el problema y ver si el hecho de querer hacer una teología sin Dios, no muestra ya una clara conciencia de falta de crítica. El camino al Jesús histórico está cerrado. La historia pura no crea actualidad sino que afirma el haber-pasado.
Volvemos a reiterar, no puede darse uno (Jesús) sin el otro (Cristo), siempre hemos de referir el uno al otro, porque en realidad Jesús no existe sino como Cristo y Cristo no existe sino en Jesús. La fe no es una reconstrucción sino la actualidad, no es una teoría sino una realidad de la existencia vital. Ahora bien ¿qué dice la fe cristiana, acerca de Cristo?
La expresión de la fe se profesa con estas palabras: "Creo en Cristo Jesús". Esto no es un nombre, sino un título, es decir el Mesías. Esto quiere decir que la comunidad cristiana de Roma formuló la profesión de fe, porque tenía conciencia clara del significado de la Palabra divina. La palabra "Cristo" designa lo que es Jesús. Cristo, es un título que se ha convertido en una especie de singularidad con el que designamos a un hombre de Nazaret. La unión del nombre con el título y de éste con el nombre aparece el núcleo de la comprensión de la figura de Jesús de Nazaret, realizada por la fe. En sentido propio la fe que en ese Jesús manifiesta que ya no debemos distinguir entre el oficio y la persona. La persona es el oficio, el oficio la es la persona.
Por eso, la autocomprensión de la fe se inicia en que el mismo Cristo no ha realizado una obra distinta y separada de su yo. Comprender a Jesús como Cristo significa más bien estar convencido de que Él mismo se ha dado en su palabra, se ha identificado de tal manera en su palabra que yo y palabra no pueden distinguirse: Él es la Palabra.
La persona de Jesús es su doctrina, y su doctrina es Él mismo. La fe cristiana en Jesús como Cristo es, pues, verdadera "fe personal". La fe no es la aceptación de un sistema, sino de una persona que es su Palabra; la fe es la aceptación de la Palabra como persona y de la persona como Palabra. La Palabra es el misterio que se automanifiesta al mundo para crear vínculos de esperanza que conduzcan al hombre a la verdadera realidad para la que fue creado. La Palabra así comprendida es Cristo. La misma Palabra divina siendo vehiculizada por amor a todos, con la misión universal de garantizar la obra salvadora, asume el riesgo y la misma muerte de los hombres, así llegando a la cruz se convierte en punto de partida de nuestra fe.
El origen de la fe cristiana es la cruz. Jesús no se proclamó abiertamente como Mesías (Cristo). Poncio Pilato lo proclamó rey de los judíos, Mesías, Cristo. La inscripción con el motivo de la sentencia, se convirtió en paradójica unidad, en "profesión", en raíz de la que brotó la fe cristiana en Jesús como Cristo.
Jesús es Cristo, es rey en cuanto crucificado. Su ser rey es el don de sí mismo a los hombres, es la identidad de Palabra, misión, existencia en la entrega de la misma existencia; su existencia es, pues, su Palabra. Él es la Palabra porque es amor. En Él se identifican mensaje y persona. Jesús es "Palabra"; el Logos mismo.
Partiendo de la cruz, los cristianos llegan a identificar persona, Palabra y obra. Eso es lo decisivo; todo lo demás es secundario. La profesión de fe puede limitarse simplemente al acoplamiento de las palabras de Jesús y de Cristo; en esa unión se dice todo. La plena unidad entre Cristo y Jesús que para la historia siguiente de la fe es constitutiva y siempre lo será aparece en el hecho que para San Juan la "cristología", es el testimonio de la fe en Cristo, es mensaje de la historia de Jesús y, por el contrario, la historia de Jesús es cristología.
Jesús es el Cristo. El lazo de unión entre Jesús y el Cristo, la inseparabilidad de la persona y de la obra, la identidad del hombre con su acto de entrega, son el lazo de unión entre el amor y la fe, ya que el yo de Jesús, su persona, que es el punto central, tiene esta propiedad. Jesús es identidad de Logos (verdad) y de amor; así se convierte el amor en Logos, en verdad del ser humano.
Creer en Cristo significa hacer del amor el contenido de la fe hasta el punto de poder afirmar que el amor es fe. Confesar a Cristo significa reconocer a Cristo en los hombres, confesar a Cristo es comprender la llamada del amor como exigencia de la fe (Mt 25, 31-66). La unión de Jesús con el Cristo, es decir, la consecuencia que nace del núcleo de la cristología, es aun tiempo el lazo de unión entre la fe y el amor. Una fe que no sea amor no es verdadera fe cristiana, es sólo un sucedáneo.
3. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre

El cristiano es aquel que afirma que Jesús es el Cristo, es decir, aquel en quien se identifica persona y obra; de ahí llegábamos a la unidad de la fe y del amor. La fe cristiana está orientada al yo de Jesús, a un yo que es plena apertura, plena "Palabra", pleno "Hijo".
La fe cristiana no se refiere a ideas, sino a una persona, a un yo que es Palabra e Hijo, total apertura. De ahí se deduce una doble consecuencia en la que sale a la luz el dramatismo de la fe en Cristo, es decir, la fe en Jesús como Cristo, como Mesías, y su necesaria e histórica transformación en el gran escándalo en el Hijo como fe en la verdadera divinidad de Jesús. El desarrollo cristológico del dogma afirma que la radical mesianidad de Jesús exige la filiación y que la filiación incluye la divinidad. Esta es la gran cuestión hoy de la teología y de la eclesiología. No es que no sean claras las verdades dogmáticas, sino su interpretación que hacen posible una separación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, dos realidades que como ya hemos indicado son inseparables.
El Jesús histórico tuvo que presentarse como una especie de maestro profético nacido en la cálida atmósfera escatológica del judaísmo tardío de su tiempo; en ese ambiente predicó que se acercaba el reino de Dios. Jesús acentuó tanto el ahora que el tiempo venidero no parecía lo decisivo a un observador atento. Aunque Jesús pensaba en el futuro, en el reino de Dios, esto no era sino una invitación a la conversión, a la decisión.
Jesús fue crucificado y murió como un fracasado por motivos que no podemos reconstruir. Después, sin que sepamos cómo, nació la fe en la resurrección, es decir, se creyó que vivía y que todavía significaba algo. Paulatinamente se desarrolló esta fe y posteriormente se formó una concepción igualmente comprobable según la cual Jesús volvería al final de los tiempos como hijo del hombre o como Mesías.
El mensaje pasó muy pronto del mundo semita al helénico. Este hecho tuvo consecuencias importantísimas. Dentro del mundo judío se había predicado a Jesús mediante categorías judías que eran incomprensibles para el mundo helénico. Y esto dio lugar a la aparición del pensamiento griego: el hombre divino, el hombre Dios que hace comprensible la figura de Jesús.
El "hombre divino" del helenismo tiene dos rasgos fundamentales: obra milagros y tiene origen divino, es decir, procede de Dios Padre de alguna forma. La aplicación a Jesús del hombre divino tuvo como consecuencia que se trasladasen a El las dos características antes mencionadas. Entonces se comenzó a decir que había obrado milagros; por idénticas causas se creó el "mito" del nacimiento virginal. Esto contribuyó, por su parte, a concebir a Jesús como Hijo de Dios, ya que ahora Dios parecía ser su padre de forma mítica. Cuando el helenismo concibió a Jesús como "hombre divino" con las necesarias consecuencias, transformó la idea de la cercanía de Dios, que para Jesús había sido decisiva, en la idea "ontológica" de la procedencia de Dios. La fe de la Iglesia primitiva siguió esta huella hasta que, por fin, el dogma de Calcedonia fijó el concepto de la filiación divina de Jesús. Este concilio dogmatizó el origen ontológico divino de Jesús y lo rodeó de una erudición tal que las consecuencias míticas terminaron por convertirse en el núcleo de la ortodoxia. Todo gira en torno a la filiación divina de Jesús.
El concepto de hombre divino no aparece nunca en el Nuevo Testamento. Pero tampoco en la antigüedad se califica al hombre divino de "Hijo de Dios". Ni la Biblia conoce al hombre divino ni la antigüedad conoce la idea de la filiación divina en el ámbito del hombre divino. El concepto "hombre divino" apenas se utilizaba en tiempos precristianos; surgió solamente más tarde. Pero el título "Hijo de Dios" y todo lo que implica, no puede explicarse por el contexto del título y de la idea del hombre divino.
El Nuevo Testamento distingue claramente entre la designación "Hijo de Dios" y el calificativo "el hijo". Ambas cosas pueden parecer lo mismo, pero originalmente pertenecen a diversos ambientes y expresan cosas distintas.
"Hijo de Dios" procede de la teología real del Antiguo Testamento que a su vez muestra su afinidad con la desmitologización de la teología real oriental; su significado se expresa en la teología de la elección (Sal 2, 7). El salmo citado es además un decisivo punto de partida del pensamiento cristológico. Pero en una segunda etapa la teología de la elección se convirtió en teología de la esperanza del rey futuro; el oráculo real se transformó en promesa de que un día surgiría un rey: "Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado. Pídeme y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra" (Sal 2, 7-8). Aquí comienza la utilización del salmo por parte de la comunidad cristiana. El salmo comenzó a aplicarse a Jesús en el contexto de la fe en la resurrección. La comunidad pensó que la resurrección de Jesús era el momento en el que se realizaba realmente el salmo.
Contemplando al crucificado, el creyente comprende el verdadero sentido de aquél oráculo y de la elección: no es un privilegio ni un poder para sí, sino un servicio a los demás. Ahí comprende el verdadero sentido de la historia de la elección, el verdadero sentido de la realeza: ser "representación".
La idea del Hijo de Dios que por el Salmo (Sal 2) se convirtió en explicación, exégesis de la resurrección y de la cruz y entró a formar parte de la profesión de fe en Jesús de Nazaret, no tiene nada que ver con la idea griega del hombre divino ni puede explicarse por ella.
El título Hijo de Dios tanto en el mundo griego como romano nos ofrece un auténtico paralelo lingüístico y conceptual, no con la idea del "hombre divino", con la que no tiene nada que ver, sino con la designación de Jesús como Hijo de Dios, expresión que motiva una nueva compresión del poder, de la realeza, de la elección y de la existencia humana. También al emperador Augusto se le llama "hijo de Dios". Por primera vez aparece en el mundo antiguo, en el culto romano al emperador, el título "hijo de Dios" relacionado con la ideología real; esto no se da, ni puede darse en ningún otro sitio por la ambigüedad de la palabra "Dios".
El título "hijo de Dios" pertenece a la teología política de Roma y se refiere al medio ambiente del que nació la designación neotestamentaria "Hijo de Dios". El Nuevo Testamento utiliza la palabra en una dimensión nueva originada a raíz de la explicación que le dio Israel al vincularla a la teología de la elección y de la esperanza.
La designación de Jesús como el "Hijo" se distancia del concepto de "hijo de Dios" ya dicho. La expresión "hijo" tiene otra historia y pertenece al mundo del misterioso lenguaje de las parábolas que propuso Jesús, siguiendo la línea de los profetas y de los maestros sapienciales de Israel. La palabra establece sus reales no en la predicación exterior, sino en el círculo íntimo de discípulos de Jesús. La vida de oración de Jesús es la fuente segura de donde fluye la palabra; corresponde íntimamente a la nueva invocación de Dios Abba.
Joachim Jeremias ha puesto en evidencia cómo las pocas palabras que el Nuevo Testamento griego nos ha conservado en el original arameo, nos indican muy bien la forma de hablar de Jesús. La invocación Abba es una de las pocas joyas literarias que la comunidad cristiana dejó sin traducir por la importancia que para ella revestía.
El Antiguo Testamento llamó a Dios Padre; pero la expresión Abba se diferencia de las del Antiguo Testamento, por la familiaridad íntima que supone con Dios. La familiaridad de la palabra Abba impidió que los judíos la aplicasen a Dios; al hombre no le está permitido acercarse tanto a Dios. Cuando la primitiva comunidad cristiana conservó esta palabra en su sonido original, afirmó que así oraba Jesús, que así hablaba con Dios y que esa intimidad con Dios le pertenecía personalmente a Él.
A esta expresión corresponde perfectamente la autodesignación de Jesús como Hijo. El Abba de la invocación de Jesús a Dios nos revela la espina dorsal de su relación con Dios.
Para San Juan, cuando Jesús se llama a sí mismo hijo, no expresa el poder que le pertenece exclusivamente, sino la total relatividad de su existencia. Al describirse así explica su existencia como esencialmente relativa que no es sino "de ser" y de "ser para"; pero al ser relatividad total, coincide con lo absoluto. Por eso el título "hijo" es semejante a la designación de Jesús como "palabra" o "enviado". Cuando San Juan lo aplica a Jesús el dicho isaiano "yo soy", indica lo mismo, es decir, la total unidad con el "yo soy" que resulta del pleno abandono.
San Juan nos ofrece una "ontologización", un regreso al ser escondido detrás de lo fenomenológico del puro acontecer. Ya no se habla de la acción, de la obra, de las palabras y de la doctrina de Jesús; se afirma, más bien, que sus doctrina es El mismo.
Jesús es el que se vacía a sí mismo y es el verdadero hombre, el hombre del futuro, la unión del hombre y Dios. Los dogmas de Nicea y Calcedonia sólo quisieron expresar la identidad entre el servicio y el ser en la que sale a la luz la trascendencia de las palabras "abba-hijo". La ontología del cuarto evangelio y las antiguas confesiones de fe contienen una actualidad mucho más radical que muchas de las afirmaciones radicales que surgen por doquier. La cristología de San Juan y la de las primitivas confesiones va mucho más lejos, porque afirman el ser mismo como acto: Jesús es su obra. Ese ser inseparable de su actualitas, coincide con Dios y es el hombre ejemplar.
4. La presentación de la encarnación y el misterio de la cruz como caminos para explicar la cristología

Dos vías para llegar a una comprensión de un tratado de Cristo, de modo que el cristiano actual contemple de manera explícita la esencia de su fe cristiana son las siguientes. De una parte, la teología de la Encarnación del Verbo, visto como el acontecimiento ante la unidad del hombre y de Dios y, por eso, Dios es hombre. De otra parte, el misterio de la cruz no contempla tanto el ser sino la acción de Dios en la cruz y en la Resurrección de Jesús, queda destruida la muerte y se manifiesta Cristo como Señor y esperanza de la humanidad.
Jesús es como dice al Apóstol "el último hombre", el que lleva a los hombres a su futuro que consiste en estar unido a Dios, y no sólo en ser puro hombre (1 Cor 15, 45).
El hombres está orientado al otro, al verdaderamente otro, a Dios; está tanto más en sí mismo cuando más cerca está en el totalmente otro, en Dios. El hombre llega a sí mismo cuando se supera. Cristo es el que en verdad se supera a sí mismo; por eso es el hombre que en verdad llega a sí mismo.
La plena encarnación del hombre supone la encarnación de Dios; en ella se cruza por primera vez y definitivamente el puente de lo animal a lo lógico y se abre la suprema posibilidad que comienza cuando por vez primera una esencia formada de barro y tierra se supera así misma y a su mundo, y habla al tú de Dios. La apertura al todo, a lo infinito es lo que constituye al hombre.
En Jesús se unen la humanidad y la divinidad y el Nuevo Testamento lo expresa, llamándolo Adán, en cuanto revela la unidad del género humano, porque "atrae a sí a toda la humanidad". Cristo en cuanto hombre futuro no es el hombre para sí, sino el hombre especialmente para los demás; en cuanto hombre totalmente abierto es el hombre del futuro. El futuro del hombre consiste en "ser para". Cristo es el hombre totalmente abierto en quien desaparecen los límites de la existencia, como el hombre que es "paso" ("pascua").
San Juan describe que el traspasado, no es sólo una escena de la pasión, sino toda la historia de Jesús (Jn 19, 37). Cuando la lanzada ha terminado con su vida, su existencia es totalmente apertura; es completamente "para"; en verdad ya no es individuo, sino el "Adán", de cuyo costado, nace "Eva", la nueva humanidad.
El costado abierto del nuevo Adán repite el misterio creador del "costado abierto" del varón: es el comienzo de una nueva y definitiva comunidad de hombres; la sangre y el agua son los símbolos con los que Juan alude a los principales sacramentos cristianos, bautismo y eucaristía, y mediante ellos, a la Iglesia, signo de la nueva comunidad de hombres. El futuro del hombre cuelga de la cruz; la cruz es su salvación.
El cristianismo por su fe en la creación cree en el primado del Logos, en la Palabra Creadora como principio y como origen, lo acepta también específicamente como fin, como futuro, como lo venidero. En esta perspectiva estriba el auténtico dinamismo histórico de lo cristiano que en el Antiguo y Nuevo Testamento realiza la fe como esperanza y promesa.
La esperanza se convertiría en utopía si la meta a la que aspirase fuera la creación del hombre. Es verdadera esperanza porque se integra en el sistema de coordenadas de tres grandezas: la del pasado, es decir, la de la transformación realizada; la de la actualidad de lo eterno que hace del tiempo divino una unidad; la del futuro que afecta a Dios y al mundo y así hace de Dios en el mundo y del mundo en Dios el punto omega de la historia.
La fe cristiana dice que para la historia Dios está al final, pero para ser Dios está al principio. La fe sale al encuentro de lo venidero, desde Abrahám hasta la vuelta del Señor. Pero en Cristo se le ha revelado el futuro; existirá el hombre que puede comprender la humanidad porque él y ella se han perdido en Dios. La fe cristiana no parte del individuo atomizado, sino de la convicción de que no se da el individuo puro, de que el hombre es él mismo cuando se refuerza en el todo: en la humanidad, en la historia, en el cosmos.
La Iglesia y el cristianismo existen por la historia, por los lazos que condicionan al hombre. El ser cristiano no es un carisma individual sino social. Uno es cristiano no porque sólo los cristianos se salvan, sino porque la diaconía cristiana tiene sentido y es necesaria para la historia. El cristianismo depende a fin de cuentas del individuo, de Jesús de Nazaret que, crucificado por el medio ambiente, por la opinión pública, en su cruz destruyó el poder de la gente, el poder del anonimato que aprisiona a los hombres. La llamada del cristianismo se dirige radicalmente al individuo, porque considera la historia como un todo. La radicalidad reside aquí, en que se cree que un individuo, Jesucristo, es la salvación del mundo. El individuo es la salvación del todo y el todo recibe la salvación únicamente del individuo que lo es verdaderamente y que, por eso mismo deja de estar solo.
El cristianismo nace del principio de corporeidad (carácter histórico), debe ser pensado en el plano del todo donde únicamente tiene sentido, pero al mismo tiempo admite y tiene que admitir el principio del "individuo" que es su escándalo y que así se nos presenta en su necesidad y racionabilidad íntimas.
La fe cristiana solicita al individuo, no para sí mismo, sino para el todo. Los brazos abiertos del crucificado expresan la adoración porque nos revelan la entrega total a los hombres.
¿Qué es ser cristiano esencialmente? Ser cristiano significa pasar del ser para sí mismo al ser para los demás. Esto explica el concepto de elección. La elección no significa preferir a un individuo y separarlo de los demás, sino entrar en la tarea común. Por eso la decisión cristiana supone no girar ya en torno a sí mismo, sino unirse a la existencia de Jesucristo consagrado al todo. El seguimiento de la cruz está subordinado a la idea de que el hombre, dejando atrás la cerrazón y la tranquilidad de su yo, sale de sí mismo para seguir las huellas del crucificado y para existir para los demás, mediante la crucifixión de su propio yo.
La existencia cristiana consiste en la vivencia de un éxodo, este salir de nosotros mismos para entrar en una nueva dimensión, la del "vosotros". San Juan expresó una imagen vegetal, la del grano de trigo que ha de pudrirse y da fruto al brotar de nuevo (Jn 12, 26).
Cuando el hombre sale de sí mismo, para que esta salida sea provechosa, necesita recibir algo de los demás, de aquel que es en verdad el otro de toda la humanidad y que, a un tiempo, es uno con ella: Jesucristo, Dios-hombre.
Cristiano no es un adepto a un partido confesional, sino el que, mediante su ser cristiano, se hace realmente hombre. Cristo no es el que acepta vilmente un sistema de normas y las piensa en relación consigo mismo, sino el que se ha liberado para ir en pos de la bondad sencilla y humana. En verdad el principio del amor, si es verdadero, incluye la fe. En el principio del amor está también presente le principio de la esperanza que, superando el instante corre en busca del todo. -> Jesucristo; historia y fe.
Antonio Llamas

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