1. Delimitación del concepto. No todo manejo por medio del cual se pagan menos impuestos al Estado es f. fiscal. A veces los ordenamientos jurídicos positivos permiten configurar un fenómeno o una transacción con fórmulas jurídicas distintas, todas ellas, por tanto, perfectamente legales. El optar por una de ellas con la finalidad concreta de pagar menos impuestos es evidente que no constituye f. fiscal, siempre que esa fórmula sea apta para dar forma jurídica al fenómeno de que se trata.
Ocultar una transacción con una construcción jurídica ficticia para eludir el pago de impuestos será perfectamente lícito si ese procedimiento está permitido por la ley, y los interesados se atienen a todas las consecuencias que se deriven de esa formulación jurídica, pero constituirá f. fiscal si la ficción no es legal y tiene por finalidad la evasión del pago del impuesto.
Entra dentro del f. fiscal el ocultar o falsear la base imponible mediante, p. ej., declaraciones falsas que tienden a engañar a la Hacienda pública. Es evidente que eludir el pago de los impuestos mediante el soborno del funcionario tiene una doble malicia: por una parte, se evita pagar un impuesto, y por esto constituye f. fiscal, y, por otra parte, supone un pecado de colaboración en el pecado que comete el funcionario, que estando ligado con la Administración por un contrato o cuasicontrato falta a una obligación contractual suya, lo que supone quebrantamiento de la justicia conmutativa; e independientemente del juicio moral que se emita sobre el mismo f. fiscal, y aun admitiendo la no obligatoriedad en conciencia de las leyes fiscales, el proceder del que soborna es inmoral y lesivo de la justicia conmutativa por su carácter de cooperación a un pecado de esta especie (v. CORRUPCIÓN; ESPECULACIÓN).
2. Gravedad. Lo que configura la gravedad del f. fiscal desde el punto de vista de la moral no es sólo la extensión del mismo, sino el evidente hecho de la falta de formación de la conciencia que produce, al no plantearse en muchas ocasiones como problema moral el incumplimiento de las leyes fiscales. Y aún añadiríamos un matiz lodavía ni,'¡,, inquietante, y es que no se cumplen esas leyes porque fallan los mismos principios del deber fiscal, es decir, la causa es un fallo doctrinal. Se puede hablar de una deseducación de los contribuyentes, de una indisciplina social, en una materia de excepesional importancia para el buen funcionamiento de la sociedad (v. JUSTICIA IV). Si nos preguntáramos por las causas que han provocado esta situación tendríamos que hacer referencia a estas tres: 1) las oscilaciones de los moralistas en esta cuestión; 2) la explicable -aunque no siempre justificable- psicología del contribuyente, y 3) los mismos abusos de la ley y de los órganos de la Administración. Veamos estas causas en particular.
1) Doctrina de los moralistas. De forma esquemática y en líneas generales puede exponerse así la evolución de la moral fiscal: a) obligatoriedad en conciencia hasta el s. XIII; b) obligatoriedad penal hasta fines del s. XV; c) obligatoriedad en conciencia durante los s. XVI y XVII; d) de nuevo, penalismo en los s. XVIII y XIX, y e) vuelta a la obligación en conciencia a partir del segundo tercio del s. XX.
Los moralistas de nuestros días se dividen en dos grupos. Los que defienden que las leves tributarias son meramente penales (v. LEY VII, 6) y aquellos para los que esas leves entrañan una obligación directa en conciencia. La teoría de las leyes meramente penales ha tenido una amplia aplicación al campo de las leyes fiscales, y hay autores para los que todas las leyes que exigen el pago de impuestos son de este tipo. Las razones que suelen aducir son las generales para defender la existencia de leyes penales (ausencia de deseo de obligar en conciencia en la autoridad, persuasión común, etc.), y otras específicas como el decir que el miedo a la pena es suficiente para garantizar el bien común, como lo prueba el hecho de que el Estado siempre cubre su presupuesto de gastos, y siendo la presión fiscal normalmente crecida en todos los países, supondría una carga pesada el obligar a pagar en conciencia todos los impuestos.
Otros autores adoptan una postura intermedia y defienden que las leyes tributarias que exigen impuestos indirectos son leyes meramente penales, mientras que son obligatorias en conciencia las de impuestos directos.
Para otros moralistas, todos los impuestos, cuando son justos, se deben pagar en conciencia, habiendo autores para los que esta obligación está urgida por la justicia conmutativa, al darse un cuasicontrato entre la Administración y los contribuyentes por el que aquélla se compromete a promover el bien común y éstos a proporcionarles los medios económicos necesarios para ello.
2) Psicología del contribuyente. La tendencia natural de éste es la evasión tributaria. Entre las causas que la motivan podríamos citar el egoísmo humano que encuentra, no sólo un beneficio monetario al no pagar los impuestos, sino también cierto placer especial en engañar al ser anónimo que es el Estado, máxime cuando no percibe como contraprestación de su impuesto nada concreto y definido. A esto hay que añadir que tratándose de ciertos tipos de gravámenes fiscales, la escrupulosidad moral exige una operación especialmente repugnante para ciertas personas: la declaración de algo considerado como perteneciente al ámbito de la intimidad y del secreto, es decir, los propios beneficios, rentas o riqueza como base imponible.
3) Actuación de la Administración. Históricamente -y esto ha sido en parte la causa de la postura de algunos moralistas- no siempre la autoridad se dejó guiar por criterios de justicia en materia de impuestos. Recordemos la época feudal y el estado absolutista; pero dejando a un lado abusos de pasadas épocas, vemos que tampoco en los tiempos presentes las cosas marchan siempre del todo bien. No todos los sistemas fiscales responden a las exigencias de la justicia distributiva que pide progresividad en la presión fiscal, la cual no siempre se obtiene cuando los impuestos indirectos pesan demasiado en el presupuesto de ingresos públicos. Por otra parte, el destino y la administración de los fondos públicos no aparecen en todos los casos como debieran ser si estuvieran guiados exclusivamente por los intereses del bien común rectamente interpretados.
Pero lo que envenena seriamente las relaciones entre el fisco y los contribuyentes es la existencia de un círculo vicioso, por otra parte muy difícil de romper. El Estado que tiene necesidad imperiosa de cubrir su presupuesto de gastos, contando con el hecho de la evasión fiscal, señala tasas impositivas superiores a las que debieran ser, para que de esta forma la recaudación efectiva sea la requerida. Y el contribuyente, basándose en que el Estado pide más de lo que debiera pedir, porque supone el hecho de la evasión, no tiene más remedio que eludir parte de los impuestos si es que no quiere pagar más de lo que debiera.
3. Finalidad de la política fiscal. Antes de acometer el estudio de la obligatoriedad en conciencia de las leyes fiscales actualmente, nos parece necesario analizar las funciones que de hecho desempeñan en nuestros días los impuestos, porque sólo a la luz de lo que realmente suponen las relaciones entre el Estado y los ciudadanos en materia fiscal será posible emitir un juicio moral.
Los impuestos nacieron con objeto de que el Estado pudiera arbitrar recursos para poder financiar la prestación de los servicios indivisibles prestados a la colectividad. Ésta es la función llamada fiscal de los impuestos y que en el Estado liberal era la única que desempeñaban, ya que éste postulaba la máxima abstención pública en la vida social. Pero el Estado liberal ha dado paso al Estado intervencionista, en el que la autoridad no se inhibe en los procesos económicos y sociales, ni fía la consecución del bien común a las fuerzas ciegas y automáticas del mercado. En la sociedad actual el Estado adopta una posición beligerante, y entre los instrumentos de política económica y social que utiliza uno, y de los más eficaces, es la Hacienda pública en su doble vertiente de ingreso y gasto público. Ya no sirve el impuesto sólo para recaudar dinero para atender a las necesidades públicas; además de esta función, que sigue siendo la principal y primordial, coexisten otras funciones extrafiscales del impuesto.
Se podrían enumerar algunas de estas finalidades a cuyo servicio coloca la autoridad el instrumento fiscal o parafiscal. Así la estabilidad económica con la suavización de los baches de inflación y deflación. El desarrollo económico en el que se requiere provocar ahorro forzoso, siendo uno de los procedimientos de conseguirlo la presión fiscal. Para una política redistribuidora de la renta nacional, necesaria en no pocos casos, tal vez la mejor arma sea la fiscal. Sectores concretos de la vida económica requieren intervenciones públicas que pueden adoptar ventajosamente la forma de política fiscal, así, p. ej., los aranceles protectores de la industria naciente o las desgravaciones fiscales que favorezcan la implantación o localización de nuevas fuentes productivas. La existencia de ciertos programas de ámbito nacional, como la seguridad social, piden la utilización de la llamada por los hacendistas parafiscalidad, que supone allegar coactivamente recursos para fines concretos y específicos desglosados de la contabilidad general del Estado.
Nos parece que con esta enumeración queda suficientemente demostrado que en la mentalidad de la autoridad y en la realidad, el binomio impuesto-gasto público juega un papel importantísimo, y a veces insustituible, en la consecución de ciertas metas exigidas imperiosamente por el bien común, que no podrían ser alcanzados si los contribuyentes eluden el cumplimiento de la legislación fiscal.
A esto podríamos añadir que, según algunos autores, la presión fiscal es un buen medio para que en un régimen de propiedad privada los bienes cumplan, parcialmente al menos, con su función social. Así se considera el impuesto como la percepción por la colectividad de la parte en el uso de los bienes que le corresponde.
4. Obligación moral. Es a la luz de esta realidad, y bajo la perspectiva de la doble función fiscal y extrafiscal del impuesto, como hay que estudiar el problema de si los impuestos hay que pagarlos en conciencia o sólo se trata de leyes puramente penales.
Analicemos la sentencia de la obligatoriedad puramente penal de las leyes tributarias. Sin necesidad de negar la posibilidad de la existencia de leyes meramente penales se puede llegar a ver que son inaplicables a las leyes fiscales de nuestros días. Es realmente significativo que los dos más grandes sistematizadores de las leyes penales, Suárez y Castro, no las apliquen a las leyes que exigen el pago de impuestos, que para ellos obligan en conciencia. Aun fijándolos en la finalidad puramente fiscal de los impuestos (recaudar fondos para atender a los gastos públicos), es tan íntima e insustituible la conexión de estas leyes con el bien común que no se ve cómo se las puede sacar del ámbito de la obligatoriedad moral directa. Si se tienen en cuenta, además, las múltiples exigencias del bien común cuyo alcance está subordinado al cumplimiento de esas leyes, aparece mucho más insostenible aquella postura. La experiencia prueba abundantemente que el solo miedo a la pena, por grave que ésta sea, no es suficiente para que se garantice suficientemente el cumplimiento de la ley. Hay muchas maneras de evadir la ley y la pena, y son muchos los que burlan completamente el pago de impuestos justos que sobre ellos pesan, con el consiguiente perjuicio para el bien común y los restantes contribuyentes.
Si se arguye diciendo que el f. fiscal no perjudica de hecho al Estado, ya que éste siempre consigue obtener los recursos que necesita y cubrir así su presupuesto de gastos, hay que decir que el argumento no vale, porque tal vez sea verdad que el Estado saca siempre lo que necesita, pero lo que el f. fiscal provoca es una distribución injusta de la carga impositiva global, ya que si unos pagan menos de lo que deben otros pagarán más, y, además, impide en ocasiones el que se puedan conseguir ciertos fines extrafiscales que se pretenden conseguir, ya que, como hemos visto, no se trata siempre exclusivamente de recaudar fondos. Los problemas que pueda plantear la excesiva carga fiscal, si es que se da, habrá que resolverlos por caminos distintos de la afirmación del carácter meramente penal de esas leyes.
La postura de urgir en conciencia el pago de ciertos impuestos y considerar a otros como problema penal nos parece, además de lo indicado, falta de lógica, ya que la diferente forma de cobro de los impuestos es una cuestión de técnica fiscal que no tiene por qué afectar al planteamiento moral. Aun cuando sea evidente que dentro de la moral católica los principios son inmutables, es cierto también que, a veces, los mismos principios aplicados a realidades distintas pueden conducir a conclusiones diferentes. Esto sucede de modo particular en el campo de la moral económico-social en el que la realidad que ha de ser iluminada por los principios y exigencias éticas es dinámica en alto grado y sometida a una intensa evolución que no hace más que crecer con los años. El movimiento revisionista en el campo de la moral social ha alcanzado también al problema de la moral fiscal. Se suele hablar de un replanteamiento de la moral fiscal a la luz de la tradición teológica superando el impacto liberal del s. XIX. Y esta revisión moral de la cuestión tributaria ha adquirido una importancia excepcional en la segunda mitad del s. XX.
Es cada vez mayor el número de autores que enfrentándose con la realidad existente se inclinan claramente por la obligatoriedad en conciencia, y aun cuando todavía no se ha alcanzado, ni mucho menos, la unanimidad total, nos parece personalmente que se va hacia ella. No nos convence el urgir el pago de los impuestos por justicia conmutativa. Cualquiera que sea el valor que se conceda al contrato o cuasicontrato entre el Estado y el ciudadano, nos parece que teniendo presente la doble función que desempeña en la sociedad de nuestros días la política fiscal, hay que decir que la relación administracióncontribuyente es algo más amplio que una relación de do ut des que supone la concepción del contrato o del cuasicontrato que, a lo sumo, se podría admitir en el marco de la hacienda liberal. Por eso nos inclinamos decididamente por la obligatoriedad en conciencia de las leyes fiscales justas por justicia legal o, si se prefiere, por justicia social.
La filosofía social demuestra ampliamente que tanto la sociedad (v.), en general, como el Estado (v.), en particular, son fenómenos naturales, es decir, postulados por la misma naturaleza social del hombre, que al ser indigente por sí solo para cubrir sus necesidades y para alcanzar el nivel humano conveniente, necesita formar sociedad con otros. Y entre las sociedades naturales a las que su misma sociabilidad le empuja se encuentra la sociedad política o el Estado. Nace, pues, éste como un fenómeno natural y necesario, con una finalidad a llenar o lo que es lo mismo, con un deber a cumplir. Para que el Estado funcione y pueda cumplir ese deber precisa ineludiblemente la aportación, entre otras cosas, de medios materiales o financieros por parte de los ciudadanos. Si el Estado, precisamente porque tiene un deber que cumplir, tiene derecho a exigir de sus ciudadanos los medios financieros necesarios, habrá que concluir que este derecho tiene un deber correlativo, por parte de los ciudadanos, de realizar aquella aportación. El derecho estatal a exigir y el deber ciudadano de pagar tienen su fundamento en el bien común cuyo gestor es el Estado. Hay que caer en la cuenta también que cuando el contribuyente paga un impuesto justo (y la justicia del impuesto supone la justa distribución de la carga impositiva total) hace dos cosas: una, entrega al Estado lo que éste necesita para promover el bien común, y, otra, coopera a que la justicia distributiva se cumpla, ya que si él defrauda al fisco, otro tendrá que pagar más de lo que debe pagar para que el presupuesto de gastos públicos se cubra.
Todo esto vale atendiendo sólo al aspecto puramente fiscal de los impuestos, si se tienen además presentes sus funciones extrafiscales el argumento se refuerza considerablemente. Si el Estado tiene la obligación de alcanzar las metas exigidas por el bien común, habrá que concederle el derecho a usar de los medios aptos para ello, y entre éstos la política fiscal es muchas veces imprescindible. La eficiencia del arma fiscal está supeditada a que no se la esterilice con el f. fiscal.
Además de esta argumentación que pudiéramos llamar de razón, hay quienes también aducen en favor de la obligación de pagar los impuestos en conciencia el argumento escriturístico, citando a S. Pablo en la parte moral de su epístola a los Romanos cuando dice: «Es preciso someterse no sólo por temor al castigo sino por conciencia. Pagadles, pues, los tributos, que son ministros de Dios constantemente ocupados en eso. Pagad a todos lo que debáis; a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a quien honor, honor. No estéis en deuda con nadie, sino amaos los unos a los otros, porque quien ama al prójimo ha cumplido la Ley» (Rom 13,1-9).
Según los comentaristas no se trata aquí de dar ningún precepto positivo nuevo, sino más bien de confirmar un precepto natural y urgir su cumplimiento. Otro pasaje escriturístico que hace relación a nuestra cuestión es el conocido de Mt 22,22: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». El valor de estos argumentos de revelación fue aceptado por casi todos los moralistas clásicos.
Si atendemos al magisterio de la Iglesia en los últimos tiempos, vemos que los Papas y el Conc. Vaticano II han puesto de relieve el carácter moral de las relaciones fiscales. Así Pío XII en una alocución dirigida a los Congresistas de la Asociación Internacional de Derecho financiero y fiscal el 2 oct. 1956 dice: «No existe duda alguna sobre el deber de cada ciudadano de soportar una parte de los gastos públicos». Y cuando un papa habla de deber no creemos que quiera referirse al solo deber jurídico. Y luan XXIII en la enc. Pacem in terris escribe: «Todos los hombres y todas las entidades intermedias tienen obligación de aportar su contribución específica a la prosecución del bien común. Esto comporta el que persigan sus propios intereses en armonía con las exigencias de aquél y contribuyan al mismo objeto con las prestaciones -en bienes y servicios- que las legítimas autoridades establecen». Y el Conc. Vaticano II en la Const. Gaudium et spes dice: «Entre estos últimos (deberes cívicos) es necesario mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común (n. 75).
5. Aplicación práctica del principio. Llegamos a la conclusión de que el verdadero f. fiscal es inmoral. Es decir, que los impuestos, cuando son justos, obligan en conciencia, siendo esta obligación de justicia legal. Ahora bien, de este principio ¿puede deducirse legítimamente que todo ciudadano debe pagar siempre todos los impuestos que se le exigen? Evidentemente que no. Hemos establecido una condición para que surja la obligación moral y es la justicia de la ley tributaria. Suelen los moralistas señalar tres condiciones para que el impuesto sea justo: 1) que proceda de la autoridad legítima, es decir, de la autoridad que detenta el poder de jurisdicción, único que puede exigir coactivamente y por ley la aportación de los ciudadanos al bien común; 2) que la causa sea justa, o sea, que la finalidad del impuesto esté pedida por el bien común, y 3) que la distribución de la carga fiscal total entre los ciudadanos sea justa. Como de la práctica fiscal actual casi han desaparecido los impuestos específicos o finalistas -los diversos impuestos nutren los ingresos estatales que se aplican al gasto público en general- es difícil llegar a clasificar un impuesto como injusto por el destino que se le da.
Es verdad que el Estado puede entregarse a gastos no reclamados por el bien común, rectamente interpretado, pero esto, a lo sumo, alcanzará a una parte del gasto público total, por lo que difícilmente puede nadie, escudándose en este alegato, eludir el pago de proporciones notables de los impuestos que se le exijan.
Ya aludimos más arriba al desgraciado círculo vicioso que, en algunos países, atenaza las relaciones entre el fisco y los contribuyentes. La Hacienda, si quiere cubrir su presupuesto de gastos no tiene más remedio -en previsión del f. fiscal- que exigir tasas superiores a las justas. Entonces habrá que decir que esas tasas son parcialmente injustas y la evasión de ese exceso sobre lo justo será moralmente permisible, no basándonos en el carácter meramente penal de la ley, sino en la injusticia parcial de la cantidad exigida. De todas formas es ésta una situación anómala y que produce consecuencias desagradables, por lo que todos los esfuerzos que se hagan en superarla estarán justificados.
Además del gasto que supone para el erario público el tener que mantener costosos servicios de inspección y fiscalización, nos encontramos con que no todo el mundo puede eludir de la misma forma el exceso de la tasa sobre lo que es justo. El resultado es que la distribución justa de la carga impositiva global sale malparada. Al argumento de los que dicen que obligar a pagar en conciencia todos los impuestos es echar sobre los hombros de los contribuyentes una carga excesivamente pesada, contestamos diciendo que esa carga o no está pedida por el bien común, y, por tanto, es injusta, o está pedida y entonces habrá que soportarla.
Una cuestión práctica interesante es la de quién tiene que juzgar sobre la justicia de una ley fiscal, o mejor, de una estructura fiscal completa. No hay duda de que la materia es compleja y delicada, y una persona no cualificada no se encontrará en condiciones de emitir un juicio valorativo definitivo, que sólo podrán hacerlo los que por su preparación técnica y contacto con la realidad puedan realizar una apreciación objetiva. Y, en caso de duda, sobre la justicia o injusticia, teniendo en cuenta la forma como se elaboran normalmente las leyes fiscales en el Estado moderno y el ambiente de indisciplina que existe en esta materia, nos inclinamos hacia la presunción en favor de la ley, de tal forma que, mientras no conste de su injusticia, habrá que urgir su cumplimiento en conciencia.
V. t.: LEYES PENALES; IMPUESTO; AVARICIA.
Ocultar una transacción con una construcción jurídica ficticia para eludir el pago de impuestos será perfectamente lícito si ese procedimiento está permitido por la ley, y los interesados se atienen a todas las consecuencias que se deriven de esa formulación jurídica, pero constituirá f. fiscal si la ficción no es legal y tiene por finalidad la evasión del pago del impuesto.
Entra dentro del f. fiscal el ocultar o falsear la base imponible mediante, p. ej., declaraciones falsas que tienden a engañar a la Hacienda pública. Es evidente que eludir el pago de los impuestos mediante el soborno del funcionario tiene una doble malicia: por una parte, se evita pagar un impuesto, y por esto constituye f. fiscal, y, por otra parte, supone un pecado de colaboración en el pecado que comete el funcionario, que estando ligado con la Administración por un contrato o cuasicontrato falta a una obligación contractual suya, lo que supone quebrantamiento de la justicia conmutativa; e independientemente del juicio moral que se emita sobre el mismo f. fiscal, y aun admitiendo la no obligatoriedad en conciencia de las leyes fiscales, el proceder del que soborna es inmoral y lesivo de la justicia conmutativa por su carácter de cooperación a un pecado de esta especie (v. CORRUPCIÓN; ESPECULACIÓN).
2. Gravedad. Lo que configura la gravedad del f. fiscal desde el punto de vista de la moral no es sólo la extensión del mismo, sino el evidente hecho de la falta de formación de la conciencia que produce, al no plantearse en muchas ocasiones como problema moral el incumplimiento de las leyes fiscales. Y aún añadiríamos un matiz lodavía ni,'¡,, inquietante, y es que no se cumplen esas leyes porque fallan los mismos principios del deber fiscal, es decir, la causa es un fallo doctrinal. Se puede hablar de una deseducación de los contribuyentes, de una indisciplina social, en una materia de excepesional importancia para el buen funcionamiento de la sociedad (v. JUSTICIA IV). Si nos preguntáramos por las causas que han provocado esta situación tendríamos que hacer referencia a estas tres: 1) las oscilaciones de los moralistas en esta cuestión; 2) la explicable -aunque no siempre justificable- psicología del contribuyente, y 3) los mismos abusos de la ley y de los órganos de la Administración. Veamos estas causas en particular.
1) Doctrina de los moralistas. De forma esquemática y en líneas generales puede exponerse así la evolución de la moral fiscal: a) obligatoriedad en conciencia hasta el s. XIII; b) obligatoriedad penal hasta fines del s. XV; c) obligatoriedad en conciencia durante los s. XVI y XVII; d) de nuevo, penalismo en los s. XVIII y XIX, y e) vuelta a la obligación en conciencia a partir del segundo tercio del s. XX.
Los moralistas de nuestros días se dividen en dos grupos. Los que defienden que las leves tributarias son meramente penales (v. LEY VII, 6) y aquellos para los que esas leves entrañan una obligación directa en conciencia. La teoría de las leyes meramente penales ha tenido una amplia aplicación al campo de las leyes fiscales, y hay autores para los que todas las leyes que exigen el pago de impuestos son de este tipo. Las razones que suelen aducir son las generales para defender la existencia de leyes penales (ausencia de deseo de obligar en conciencia en la autoridad, persuasión común, etc.), y otras específicas como el decir que el miedo a la pena es suficiente para garantizar el bien común, como lo prueba el hecho de que el Estado siempre cubre su presupuesto de gastos, y siendo la presión fiscal normalmente crecida en todos los países, supondría una carga pesada el obligar a pagar en conciencia todos los impuestos.
Otros autores adoptan una postura intermedia y defienden que las leyes tributarias que exigen impuestos indirectos son leyes meramente penales, mientras que son obligatorias en conciencia las de impuestos directos.
Para otros moralistas, todos los impuestos, cuando son justos, se deben pagar en conciencia, habiendo autores para los que esta obligación está urgida por la justicia conmutativa, al darse un cuasicontrato entre la Administración y los contribuyentes por el que aquélla se compromete a promover el bien común y éstos a proporcionarles los medios económicos necesarios para ello.
2) Psicología del contribuyente. La tendencia natural de éste es la evasión tributaria. Entre las causas que la motivan podríamos citar el egoísmo humano que encuentra, no sólo un beneficio monetario al no pagar los impuestos, sino también cierto placer especial en engañar al ser anónimo que es el Estado, máxime cuando no percibe como contraprestación de su impuesto nada concreto y definido. A esto hay que añadir que tratándose de ciertos tipos de gravámenes fiscales, la escrupulosidad moral exige una operación especialmente repugnante para ciertas personas: la declaración de algo considerado como perteneciente al ámbito de la intimidad y del secreto, es decir, los propios beneficios, rentas o riqueza como base imponible.
3) Actuación de la Administración. Históricamente -y esto ha sido en parte la causa de la postura de algunos moralistas- no siempre la autoridad se dejó guiar por criterios de justicia en materia de impuestos. Recordemos la época feudal y el estado absolutista; pero dejando a un lado abusos de pasadas épocas, vemos que tampoco en los tiempos presentes las cosas marchan siempre del todo bien. No todos los sistemas fiscales responden a las exigencias de la justicia distributiva que pide progresividad en la presión fiscal, la cual no siempre se obtiene cuando los impuestos indirectos pesan demasiado en el presupuesto de ingresos públicos. Por otra parte, el destino y la administración de los fondos públicos no aparecen en todos los casos como debieran ser si estuvieran guiados exclusivamente por los intereses del bien común rectamente interpretados.
Pero lo que envenena seriamente las relaciones entre el fisco y los contribuyentes es la existencia de un círculo vicioso, por otra parte muy difícil de romper. El Estado que tiene necesidad imperiosa de cubrir su presupuesto de gastos, contando con el hecho de la evasión fiscal, señala tasas impositivas superiores a las que debieran ser, para que de esta forma la recaudación efectiva sea la requerida. Y el contribuyente, basándose en que el Estado pide más de lo que debiera pedir, porque supone el hecho de la evasión, no tiene más remedio que eludir parte de los impuestos si es que no quiere pagar más de lo que debiera.
3. Finalidad de la política fiscal. Antes de acometer el estudio de la obligatoriedad en conciencia de las leyes fiscales actualmente, nos parece necesario analizar las funciones que de hecho desempeñan en nuestros días los impuestos, porque sólo a la luz de lo que realmente suponen las relaciones entre el Estado y los ciudadanos en materia fiscal será posible emitir un juicio moral.
Los impuestos nacieron con objeto de que el Estado pudiera arbitrar recursos para poder financiar la prestación de los servicios indivisibles prestados a la colectividad. Ésta es la función llamada fiscal de los impuestos y que en el Estado liberal era la única que desempeñaban, ya que éste postulaba la máxima abstención pública en la vida social. Pero el Estado liberal ha dado paso al Estado intervencionista, en el que la autoridad no se inhibe en los procesos económicos y sociales, ni fía la consecución del bien común a las fuerzas ciegas y automáticas del mercado. En la sociedad actual el Estado adopta una posición beligerante, y entre los instrumentos de política económica y social que utiliza uno, y de los más eficaces, es la Hacienda pública en su doble vertiente de ingreso y gasto público. Ya no sirve el impuesto sólo para recaudar dinero para atender a las necesidades públicas; además de esta función, que sigue siendo la principal y primordial, coexisten otras funciones extrafiscales del impuesto.
Se podrían enumerar algunas de estas finalidades a cuyo servicio coloca la autoridad el instrumento fiscal o parafiscal. Así la estabilidad económica con la suavización de los baches de inflación y deflación. El desarrollo económico en el que se requiere provocar ahorro forzoso, siendo uno de los procedimientos de conseguirlo la presión fiscal. Para una política redistribuidora de la renta nacional, necesaria en no pocos casos, tal vez la mejor arma sea la fiscal. Sectores concretos de la vida económica requieren intervenciones públicas que pueden adoptar ventajosamente la forma de política fiscal, así, p. ej., los aranceles protectores de la industria naciente o las desgravaciones fiscales que favorezcan la implantación o localización de nuevas fuentes productivas. La existencia de ciertos programas de ámbito nacional, como la seguridad social, piden la utilización de la llamada por los hacendistas parafiscalidad, que supone allegar coactivamente recursos para fines concretos y específicos desglosados de la contabilidad general del Estado.
Nos parece que con esta enumeración queda suficientemente demostrado que en la mentalidad de la autoridad y en la realidad, el binomio impuesto-gasto público juega un papel importantísimo, y a veces insustituible, en la consecución de ciertas metas exigidas imperiosamente por el bien común, que no podrían ser alcanzados si los contribuyentes eluden el cumplimiento de la legislación fiscal.
A esto podríamos añadir que, según algunos autores, la presión fiscal es un buen medio para que en un régimen de propiedad privada los bienes cumplan, parcialmente al menos, con su función social. Así se considera el impuesto como la percepción por la colectividad de la parte en el uso de los bienes que le corresponde.
4. Obligación moral. Es a la luz de esta realidad, y bajo la perspectiva de la doble función fiscal y extrafiscal del impuesto, como hay que estudiar el problema de si los impuestos hay que pagarlos en conciencia o sólo se trata de leyes puramente penales.
Analicemos la sentencia de la obligatoriedad puramente penal de las leyes tributarias. Sin necesidad de negar la posibilidad de la existencia de leyes meramente penales se puede llegar a ver que son inaplicables a las leyes fiscales de nuestros días. Es realmente significativo que los dos más grandes sistematizadores de las leyes penales, Suárez y Castro, no las apliquen a las leyes que exigen el pago de impuestos, que para ellos obligan en conciencia. Aun fijándolos en la finalidad puramente fiscal de los impuestos (recaudar fondos para atender a los gastos públicos), es tan íntima e insustituible la conexión de estas leyes con el bien común que no se ve cómo se las puede sacar del ámbito de la obligatoriedad moral directa. Si se tienen en cuenta, además, las múltiples exigencias del bien común cuyo alcance está subordinado al cumplimiento de esas leyes, aparece mucho más insostenible aquella postura. La experiencia prueba abundantemente que el solo miedo a la pena, por grave que ésta sea, no es suficiente para que se garantice suficientemente el cumplimiento de la ley. Hay muchas maneras de evadir la ley y la pena, y son muchos los que burlan completamente el pago de impuestos justos que sobre ellos pesan, con el consiguiente perjuicio para el bien común y los restantes contribuyentes.
Si se arguye diciendo que el f. fiscal no perjudica de hecho al Estado, ya que éste siempre consigue obtener los recursos que necesita y cubrir así su presupuesto de gastos, hay que decir que el argumento no vale, porque tal vez sea verdad que el Estado saca siempre lo que necesita, pero lo que el f. fiscal provoca es una distribución injusta de la carga impositiva global, ya que si unos pagan menos de lo que deben otros pagarán más, y, además, impide en ocasiones el que se puedan conseguir ciertos fines extrafiscales que se pretenden conseguir, ya que, como hemos visto, no se trata siempre exclusivamente de recaudar fondos. Los problemas que pueda plantear la excesiva carga fiscal, si es que se da, habrá que resolverlos por caminos distintos de la afirmación del carácter meramente penal de esas leyes.
La postura de urgir en conciencia el pago de ciertos impuestos y considerar a otros como problema penal nos parece, además de lo indicado, falta de lógica, ya que la diferente forma de cobro de los impuestos es una cuestión de técnica fiscal que no tiene por qué afectar al planteamiento moral. Aun cuando sea evidente que dentro de la moral católica los principios son inmutables, es cierto también que, a veces, los mismos principios aplicados a realidades distintas pueden conducir a conclusiones diferentes. Esto sucede de modo particular en el campo de la moral económico-social en el que la realidad que ha de ser iluminada por los principios y exigencias éticas es dinámica en alto grado y sometida a una intensa evolución que no hace más que crecer con los años. El movimiento revisionista en el campo de la moral social ha alcanzado también al problema de la moral fiscal. Se suele hablar de un replanteamiento de la moral fiscal a la luz de la tradición teológica superando el impacto liberal del s. XIX. Y esta revisión moral de la cuestión tributaria ha adquirido una importancia excepcional en la segunda mitad del s. XX.
Es cada vez mayor el número de autores que enfrentándose con la realidad existente se inclinan claramente por la obligatoriedad en conciencia, y aun cuando todavía no se ha alcanzado, ni mucho menos, la unanimidad total, nos parece personalmente que se va hacia ella. No nos convence el urgir el pago de los impuestos por justicia conmutativa. Cualquiera que sea el valor que se conceda al contrato o cuasicontrato entre el Estado y el ciudadano, nos parece que teniendo presente la doble función que desempeña en la sociedad de nuestros días la política fiscal, hay que decir que la relación administracióncontribuyente es algo más amplio que una relación de do ut des que supone la concepción del contrato o del cuasicontrato que, a lo sumo, se podría admitir en el marco de la hacienda liberal. Por eso nos inclinamos decididamente por la obligatoriedad en conciencia de las leyes fiscales justas por justicia legal o, si se prefiere, por justicia social.
La filosofía social demuestra ampliamente que tanto la sociedad (v.), en general, como el Estado (v.), en particular, son fenómenos naturales, es decir, postulados por la misma naturaleza social del hombre, que al ser indigente por sí solo para cubrir sus necesidades y para alcanzar el nivel humano conveniente, necesita formar sociedad con otros. Y entre las sociedades naturales a las que su misma sociabilidad le empuja se encuentra la sociedad política o el Estado. Nace, pues, éste como un fenómeno natural y necesario, con una finalidad a llenar o lo que es lo mismo, con un deber a cumplir. Para que el Estado funcione y pueda cumplir ese deber precisa ineludiblemente la aportación, entre otras cosas, de medios materiales o financieros por parte de los ciudadanos. Si el Estado, precisamente porque tiene un deber que cumplir, tiene derecho a exigir de sus ciudadanos los medios financieros necesarios, habrá que concluir que este derecho tiene un deber correlativo, por parte de los ciudadanos, de realizar aquella aportación. El derecho estatal a exigir y el deber ciudadano de pagar tienen su fundamento en el bien común cuyo gestor es el Estado. Hay que caer en la cuenta también que cuando el contribuyente paga un impuesto justo (y la justicia del impuesto supone la justa distribución de la carga impositiva total) hace dos cosas: una, entrega al Estado lo que éste necesita para promover el bien común, y, otra, coopera a que la justicia distributiva se cumpla, ya que si él defrauda al fisco, otro tendrá que pagar más de lo que debe pagar para que el presupuesto de gastos públicos se cubra.
Todo esto vale atendiendo sólo al aspecto puramente fiscal de los impuestos, si se tienen además presentes sus funciones extrafiscales el argumento se refuerza considerablemente. Si el Estado tiene la obligación de alcanzar las metas exigidas por el bien común, habrá que concederle el derecho a usar de los medios aptos para ello, y entre éstos la política fiscal es muchas veces imprescindible. La eficiencia del arma fiscal está supeditada a que no se la esterilice con el f. fiscal.
Además de esta argumentación que pudiéramos llamar de razón, hay quienes también aducen en favor de la obligación de pagar los impuestos en conciencia el argumento escriturístico, citando a S. Pablo en la parte moral de su epístola a los Romanos cuando dice: «Es preciso someterse no sólo por temor al castigo sino por conciencia. Pagadles, pues, los tributos, que son ministros de Dios constantemente ocupados en eso. Pagad a todos lo que debáis; a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a quien honor, honor. No estéis en deuda con nadie, sino amaos los unos a los otros, porque quien ama al prójimo ha cumplido la Ley» (Rom 13,1-9).
Según los comentaristas no se trata aquí de dar ningún precepto positivo nuevo, sino más bien de confirmar un precepto natural y urgir su cumplimiento. Otro pasaje escriturístico que hace relación a nuestra cuestión es el conocido de Mt 22,22: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». El valor de estos argumentos de revelación fue aceptado por casi todos los moralistas clásicos.
Si atendemos al magisterio de la Iglesia en los últimos tiempos, vemos que los Papas y el Conc. Vaticano II han puesto de relieve el carácter moral de las relaciones fiscales. Así Pío XII en una alocución dirigida a los Congresistas de la Asociación Internacional de Derecho financiero y fiscal el 2 oct. 1956 dice: «No existe duda alguna sobre el deber de cada ciudadano de soportar una parte de los gastos públicos». Y cuando un papa habla de deber no creemos que quiera referirse al solo deber jurídico. Y luan XXIII en la enc. Pacem in terris escribe: «Todos los hombres y todas las entidades intermedias tienen obligación de aportar su contribución específica a la prosecución del bien común. Esto comporta el que persigan sus propios intereses en armonía con las exigencias de aquél y contribuyan al mismo objeto con las prestaciones -en bienes y servicios- que las legítimas autoridades establecen». Y el Conc. Vaticano II en la Const. Gaudium et spes dice: «Entre estos últimos (deberes cívicos) es necesario mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común (n. 75).
5. Aplicación práctica del principio. Llegamos a la conclusión de que el verdadero f. fiscal es inmoral. Es decir, que los impuestos, cuando son justos, obligan en conciencia, siendo esta obligación de justicia legal. Ahora bien, de este principio ¿puede deducirse legítimamente que todo ciudadano debe pagar siempre todos los impuestos que se le exigen? Evidentemente que no. Hemos establecido una condición para que surja la obligación moral y es la justicia de la ley tributaria. Suelen los moralistas señalar tres condiciones para que el impuesto sea justo: 1) que proceda de la autoridad legítima, es decir, de la autoridad que detenta el poder de jurisdicción, único que puede exigir coactivamente y por ley la aportación de los ciudadanos al bien común; 2) que la causa sea justa, o sea, que la finalidad del impuesto esté pedida por el bien común, y 3) que la distribución de la carga fiscal total entre los ciudadanos sea justa. Como de la práctica fiscal actual casi han desaparecido los impuestos específicos o finalistas -los diversos impuestos nutren los ingresos estatales que se aplican al gasto público en general- es difícil llegar a clasificar un impuesto como injusto por el destino que se le da.
Es verdad que el Estado puede entregarse a gastos no reclamados por el bien común, rectamente interpretado, pero esto, a lo sumo, alcanzará a una parte del gasto público total, por lo que difícilmente puede nadie, escudándose en este alegato, eludir el pago de proporciones notables de los impuestos que se le exijan.
Ya aludimos más arriba al desgraciado círculo vicioso que, en algunos países, atenaza las relaciones entre el fisco y los contribuyentes. La Hacienda, si quiere cubrir su presupuesto de gastos no tiene más remedio -en previsión del f. fiscal- que exigir tasas superiores a las justas. Entonces habrá que decir que esas tasas son parcialmente injustas y la evasión de ese exceso sobre lo justo será moralmente permisible, no basándonos en el carácter meramente penal de la ley, sino en la injusticia parcial de la cantidad exigida. De todas formas es ésta una situación anómala y que produce consecuencias desagradables, por lo que todos los esfuerzos que se hagan en superarla estarán justificados.
Además del gasto que supone para el erario público el tener que mantener costosos servicios de inspección y fiscalización, nos encontramos con que no todo el mundo puede eludir de la misma forma el exceso de la tasa sobre lo que es justo. El resultado es que la distribución justa de la carga impositiva global sale malparada. Al argumento de los que dicen que obligar a pagar en conciencia todos los impuestos es echar sobre los hombros de los contribuyentes una carga excesivamente pesada, contestamos diciendo que esa carga o no está pedida por el bien común, y, por tanto, es injusta, o está pedida y entonces habrá que soportarla.
Una cuestión práctica interesante es la de quién tiene que juzgar sobre la justicia de una ley fiscal, o mejor, de una estructura fiscal completa. No hay duda de que la materia es compleja y delicada, y una persona no cualificada no se encontrará en condiciones de emitir un juicio valorativo definitivo, que sólo podrán hacerlo los que por su preparación técnica y contacto con la realidad puedan realizar una apreciación objetiva. Y, en caso de duda, sobre la justicia o injusticia, teniendo en cuenta la forma como se elaboran normalmente las leyes fiscales en el Estado moderno y el ambiente de indisciplina que existe en esta materia, nos inclinamos hacia la presunción en favor de la ley, de tal forma que, mientras no conste de su injusticia, habrá que urgir su cumplimiento en conciencia.
V. t.: LEYES PENALES; IMPUESTO; AVARICIA.
J. M. SOLOZÁBAL BARRENA.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991
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