Hacia finales del siglo XIX algunos protestantes americanos trataron de afirmar lo esencial de la fe estrictamente conservadora frente al liberalismo y el modernismo. Coincidían en las siguientes afirmaciones: la inerrancia de la Biblia, la divinidad de Jesucristo, su nacimiento virginal, el carácter de expiación sustitutoria del sacrificio de Cristo, su resurrección física y su regreso corporal al final de los tiempos. Estas tesis fueron agresivamente defendidas en una serie de doce folletos titulados The Fundamentals: A Testimony to the Truth (1910-1915), escritos por dos adinerados hermanos, Lyman y Milton Stewart, y distribuidos gratis; esta serie puede considerarse la «carta magna» del fundamentalismo. A partir de 1920, los cristianos que defendían estos fundamentals fueron conocidos como fundamentalistas.
Dentro de la categoría de los «fundamentalistas» hay una gran variedad de matices, con diferentes raíces que se hunden en el siglo XIX. En la compleja fisonomía del fundamentalismo pueden distinguirse, sin embargo, ciertos rasgos comunes: al oponerse a las tendencias modernas, que se niegan a aceptar, los fundamentalistas están permanentemente en oposición; rechazan además la hermenéutica moderna, ya que para ellos el texto clásico (la Biblia o el Corán) no tiene más que un significado, que es accesible a la gente de buena voluntad; insisten en lo que ellos llaman el «sentido literal» del texto: el texto dice lo que evidentemente dice, de modo que los métodos exegéticos modernos son innecesarios y, por consiguiente, han de ser rechazados; carecen de un verdadero sentido de la historia, como se ve por su creencia de que los textos antiguos no necesitan una adecuada transposición a otras épocas; tienden a rechazar el pluralismo, que ellos identifican con el relativismo o el liberalismo; a menudo tienen una fuerte experiencia de conversión. Los fundamentalistas protestantes niegan la evolución, afirmando el «creacionismo» sobre la base del sentido aparentemente claro de Gén 1-3.
Los fundamentalistas católicos no han mostrado el mismo interés en esta última cuestión. Estos tienden a subrayar lo que consideran la doctrina literal e inmodificable de Trento y del Sílabo de errores antimodernista; o, como el arzobispo >Lefebvre, rechazan los textos del Vaticano II y la renovación que suponen, especialmente en el terreno de la liturgia. Hay también movimientos dentro de la Iglesia católica que las personas que están fuera podrían tener, en mayor o menor grado, por fundamentalistas, aunque los grupos mismos rechazarían esta denominación. El >integrismo puede considerarse una forma de fundamentalismo.
El fundamentalismo puede confundirse a veces con el evangelismo (>Evangélicos), crítica que se le ha hecho a veces al importante estudio del exegeta J. Barr. Hay numerosos estudios sobre la psicología del fundamentalismo. Entre los rasgos comunes que pueden señalarse están: la necesidad de agarrarse a algo; las ansias ante cuestiones complicadas de encontrar respuestas simples y, sobre todo, que ofrezcan certidumbre; ansiedad ante la situación política y/o eclesial; la búsqueda del perfeccionismo.
Se puede describir el fundamentalismo cristiano como «una interpretación del cristianismo en la que un líder carismático sitúa con fácil certidumbre en determinadas palabras, doctrinas y prácticas las acciones milagrosas de un Dios estricto que salva a una elite de un mundo malvado». El fundamentalismo se encuentra, con diferentes orientaciones y matices, en todas las Iglesias cristianas: protestante, ortodoxa y católica.
El diálogo con los fundamentalistas es extremadamente difícil debido a la idea que tienen de estar salvaguardando verdades ignoradas o negadas por la Iglesia principal. El diálogo es problemático también porque la mayoría de los grupos fundamentalistas son anticatólicos, y hay un significativo éxodo de la Iglesia católica —en realidad, de todas las Iglesias principales— a los fundamentalistas que son hostiles a las posiciones de la Iglesia sobre la naturaleza humana, los sacramentos, la tradición y la autoridad eclesiástica. Pero las Iglesias no pueden permitirse ignorar los importantes valores que las posiciones fundamentalistas tratan de preservar: la dedicación a la verdad, una crítica mordaz del liberalismo moderno y del humanismo secular, un auténtico compromiso religioso. Pero, aunque en cierto modo estos valores son necesarios en nuestra época, el fundamentalismo en su conjunto supone una estrechamiento del misterio que constituye el núcleo mismo del cristianismo; al rechazar el pluralismo, conduce muy fácilmente a un cristianismo coactivo e intolerante y a una polarización malsana. Quizá sería necesario que las Iglesias tomaran posiciones más convincentes entre el humanismo y su opuesto, el fundamentalismo. La indudable popularidad de los grupos fundamentalistas supone un interrogante y un desafío para todas las Iglesias.
Pero el fundamentalismo no se limita a las Iglesias. A finales del siglo XX son muchos los síntomas de fundamentalismo en el mundo del >islam, en nuevas religiones japonesas y en otros lugares de Oriente, así como en muchos sitios entre los cristianos. Tiene manifestaciones tanto políticas como religiosas. Los fundamentalistas se consideran a sí mismos en lucha contra las fuerzas del secularismo o del modernismo. En el fundamentalismo político la violencia no es infrecuente, y los símbolos religiosos se usan a menudo con fines políticos.
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