1. Antropología cristiana y sentimiento 1 humano
Según la constante enseñanza de la Iglesia, la razón fundamenta la libre elección, y juntas constituyen la humanidad específica de la persona humana. Las potencias intelectuales del alma humana (el intelecto y la voluntad) distinguen al hombre de todas las formas inferiores de la vida vegetativa y sensitiva. Para evocar esta importante verdad, cita la Gaudium et spes el Sal 8, 5-7: «Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad: le diste poder sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies; todos los rebaños y bueyes, todas las bestias del campo» 2. Santo Tomás, en su tratado sobre la creación del hombre, introduce una distinción entre la substancia del alma y sus potencias 3. Aunque las potencias intelectuales o racionales identifican al ser humano en cuanto tal, el alma humana incluye también las potencias vegetativas (nutrición, crecimiento y generación) y las sensitivas (los cinco sentidos exteriores y los cuatro interiores: memoria, imaginación, sensus communis y vis cogitativa) 4. Aunque santo Tomás se niega a admitir la pluralidad de las formas en la única substancia del ser humano, sostiene, no obstante, una pluralidad de potencias, distintas realmente del alma y entre ellas. Esta concepción de la psicología humana, que la tradición cristiana ha hecho suya ampliamente, no obliga, con todo, a afirmar una esquizofrenia metafísica en nuestra concepción de la persona humana. En efecto, en cada acción que realiza un sujeto, el ser humano, en cuanto substancia única o supuesto, permanece como sujeto individual de la acción, como un agens indiviso o persona agente.
En sentido amplio, cada potencia o capacidad del alma humana se caracteriza por el amor, por un proyectarse hacia aquello que perfecciona alguna potencia particular y, por consiguiente, a la misma persona que actúa. La inteligencia humana ama la verdad; la voluntad humana ama el bien. Esto, con palabras de Dante, «es el Amor que mueve el sol y las otras estrellas» 5. El dinamismo de las potencias apetitivas merece especialmente el nombre de amor. Y en la persona, animal racional, distinguimos el apetito sensitivo –las pasiones o emociones humanas– del apetito intelectual o racional. Para describir de manera cuidadosa las virtudes morales que son circa passiones, esto es, aquellas que moderan las pasiones humanas, sigue siendo central la diferencia entre los apetitos sensitivos y los apetitos intelectivos o racionales.
El amor sensitivo (amor sensitivus) es la complacencia de las potencias sensitivas en sus respectivos objetos, como sucede en los animales brutos. En este contexto, «objeto» es cualquier cosa que conduce a su término y especifica un acto ejecutado (elicited), ya sea cognitivo o afectivo. El apetito sensitivo es provocado por valores sensibles percibidos o imaginados, mientras que la afectividad intelectiva, o voluntad, es el poder de gozar de las cosas que se sitúan en el centro de la comprensión intelectiva6. El amor racional difiere del sensitivo en el hecho de que su objeto es el bien en cuanto conocido por el intelecto. Además, en la elección humana, el bien intencional es el determinado por la misma elección. El historiador medie-val Etienne Gilson explica esta implicación capital de la capacidad humana para amar de manera racional.
En esta vida, sin embargo, el amor humano intelectual, confrontado con una multiplicidad de bienes particulares, goza de ese tipo de libertad que es propio de la libre elección. El hombre escoge libremente los objetos de su propio amor siguiendo el juicio de su intelecto sobre la bondad comparativa y los consiguientes movimientos de su voluntad7.
De ahí se desprende que la persona humana puede ser libre, porque, y en tanto que, ningún objeto particular hace necesaria la atención de la mente. La voluntad humana, lo mismo que el apetito intelectivo, se proyecta sobre el bien como una cosa particular y concreta. Por eso, una elección de la voluntad implica a toda la persona, puesto que los orígenes de su vida intelectiva residen en el conocimiento sensible. La elección virtuosa, ejercida a través del mandato inteligente característico de la prudencia, implica, efectivamente, todos los recursos necesarios en la persona, proyectándola hacia la realización de un fin bueno.
Algunos filósofos clásicos han reconocido también la diferencia entre la elección deliberada y los deseos sensitivos. Aristóteles, por ejemplo, en su tratado Sobre el alma (el De anima), distingue las dos potencias del apetito; afirma, además, que los apetitos inferiores de los sentidos pueden participar en un apetito más alto de la razón 8. Y santo Tomás acepta, como plenamente compatible con la revelación cristiana, que el dinamismo apetitivo en el ser humano «está hecho para ser estimulado como resultado de la aprehensión» 9. Aunque la emotividad es sub-racional en sí misma, está ordenada, sin embargo, de modo natural, a ser controlada y dirigida por la razón. De todos modos, la naturaleza humana en sí misma posee recursos limitados para determinar este estado de equilibrio moral, y aunque esta experiencia común parece haber escapado incluso a la atención de un filósofo moral tan importante como Inmanuel Kant, muchos experimentan la absoluta incapacidad de su fuerza de voluntad para guiar las pulsiones de los sentidos.
En la consideración que realiza santo Tomás de la vida emocional, las pasiones sensitivas se sitúan en dos categorías principales: los sentimientos que llevan a la contienda, propios de la potencia irascible, y los sentimientos impulsivos de la potencia concupiscible. En un breve texto resume santo Tomás las líneas maestras de lo que enseña la antropología cristiana sobre los sentimientos:
El objeto de la potencia concupiscible son el bien y el mal de orden sensible tomado en sentido absoluto, es decir, lo agradable y lo desagradable. Pero, en ocasiones, el alma se ve obligada a sufrir algún conflicto o presión para conseguir el bien o para huir del mal. Por eso el mal y el bien, en cuanto se presentan como una tarea ardua o difícil, son objeto del apetito irascible. Algunas emociones, como el amor y el odio, el deseo y la aversión, el placer y el dolor, corresponden al primer apetito, mientras que otras como el valor o el miedo, la esperanza y la desesperación y la ira corresponden al último 10.
El teólogo cristiano no necesita realizar ninguna apología para introducir una consideración adecuada de la vida emocional en la discusión que explica la revelación dinámica de la imagen divina en la persona humana. San Pablo, haciendo uso de un lenguaje y de categorías propias como la del Espíritu y la carne (Rm 8, 5), reconoce la facilidad con que los trastornos emocionales y de otro tipo pueden manifestarse en el cristiano, corroboran-do de este modo que la vida espiritual no es nunca un espíritu puro o desencarnado. De hecho, san Pablo afirma exactamente que los sentidos y las demás potencias pueden rebelarse contra las normas de la ley eterna. Recordemos su comentario a propósito de la existencia humana sin Cristo: «Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo ami alcance, mas no el realizarlo» (Rm 7, 18).
Hay otros términos que se refieren, de manera genérica, a los diversos apetitos que gobiernan las interacciones emocionales. Puesto que los apetitos concupiscibles constituyen las pasiones de atracción, son referidos a ve-ces como sentimientos de impulso: en efecto, estos explican las respuestas indolentes que dan las personas cuando se ven confrontadas con un objeto simple, es decir, no complejo, bueno o malo 11. Estos sentimientos de impulso, como hemos dicho, son seis: el amor y el odio, el deseo y la aversión, la alegría y el dolor. Por otra parte, puesto que los apetitos irascibles se suman a las pasiones agresivas, son referidos en ocasiones como sentimientos polémicos; en efecto, estos explican la respuesta humana frente a un bien arduo o especialmente frente a un mal difícil. Asimismo, los sentimientos que contienden son cinco: esperar y desesperar, el temor y el valor, y la ira. La ira representa el cauce de los sentimientos cuando ha acaecido un mal a un sujeto. Puesto que, por definición, el apetito busca refugio en el objeto con el que está comprometido, no representa una contrapartida para la ira con respecto al bien. De hecho, cuando el bien, especialmente el bien definitivo, acontece a la persona, cesan todos los apetitos. En su respectivo orden, la misma consecución del bien sensible, del bien moral y del bien teologal, incluye momentos de reflexión para la persona. En efecto, Dios, infinitamente perfecto y santo en sí mismo, siguiendo un designio de pura bondad, creó libremente a la humanidad, de suerte que los hombres y las mujeres puedan participar en la vida bienaventurada de Dios, en su perfecto permanecer en el bien 12.
La tradición cristiana considera de dos modos los apetitos irascible y concupiscible: primero, en sí mismos, en cuanto constituyen una parte de los apetitos sensitivos; y, en segundo lugar, en cuanto participan de la vida racional, en la que, como observa santo Tomás, las emociones están orientadas a la acción en los animales inteligentes. En virtud de las observaciones teológicas de san Pablo en la carta a los Romanos sobre la pugna entre el Espíritu y la carne, y entre el pecado y la ley —«Pues las tendencias de la carne conducen a la muerte; mas las del espíritu, a la vida y a la paz» (Rm 8, 6)—, la teología cristiana debe dar una explicación adecuada del modo en que incide la razón en la vida emocional. La explicación de santo Tomás sobre la interacción entre razón y vida emocional hace plena justicia a la unidad psicosomática del hombre, y al mismo tiempo ilustra el importante papel que desempeñan las virtudes en una vida de excelencia cristiana.
El modo en que el alma rige al cuerpo es diferente del modo en que la razón dirige el apetito irascible y el concupiscible. En efecto, el cuerpo obedece plenamente al alma sin pugna en aquellas cosas en las que, de modo necesario, debe seguir a la moción: y por eso dice el Filósofo que «el alma dirige el cuerpo con un dominio despótico», es decir, como un amo hace con su esclavo. De ahí que el movimiento del cuerpo se refiera enteramente al alma. Por eso no puede haber virtudes en el cuerpo, sino sólo en el alma. Sin embargo, el apetito irascible y el concupiscible no obedecen plenamente a la razón, sino que tienen movimientos peculiares que contrastan a veces con la razón: de ahí que Aristóteles añada que la razón gobierna el apetito irascible y el concupiscible «con un poder político», es decir, como son gobernadas las personas libres, que, en determinadas cosas, conservan su propia voluntad. Por eso es necesario que también en el apetito irascible y en el concupiscible haya virtudes, para disponerlos bien a sus actos 13.
Por esta comunicación en la vida de la razón, «el apetito irascible y el concupiscible pueden ser sedes de virtudes humanas: ya que, bajo este aspecto, en cuanto partícipes de la razón, son principios de los actos humanos» 14. Aunque el desarrollo virtuoso de los apetitos sensitivos requiere que sean «regulados» por la recta razón, esa regla no es una realidad extra-ña al carácter particular de los apetitos sensitivos. Dado que estos pueden ser formados interiormente por la razón, estas sedes de la emoción humana tienen la capacidad de obrar una auténtica formación virtuosa. Ellas constituyen, por consiguiente, las verdaderas sedes de la virtud, como dicen los teólogos escolásticos.
Una sana teología moral debe proporcionar un fundamento psicológico a su reivindicación de que la virtud puede transformar de manera radical un comportamiento humano de cualquier tipo. Consideremos el ejemplo de las vírgenes mártires de los primeros siglos de la Iglesia. De ordinario, un peligro amenazador para la vida, como la expectativa cierta de una ejecución, puede suscitar la aparición de apetitos sensitivos que llevarían de inmediato a la persona a obrar en el sentido de evitar la muerte. Mas una inteligencia informada por la fe puede descubrir la peculiar verdad moral mediante la cual esta amenaza podría ser soportada por amor al Evangelio. Y, libremente, eligieron estas jóvenes resistir a la presión emotiva de ceder a las peticiones del déspota. Podríamos encontrar también ejemplos de la vida diaria. Por ejemplo, muchos se sienten impulsados a la indulgencia en la lucha con los placeres sexuales no virtuosos, porque los apetitos sensitivos reaccionan espontáneamente frente a objetos de seducción, tanto reales como imaginarios. Pero una conciencia moral bien formada conoce la verdad moral, según la cual el correcto amor de amistad excluye la relación carnal fuera del matrimonio legítimo 15. Y, de este modo, la persona tentada, que, como afirma san Agustín, «ama a Dios con un corazón indiviso, al que no puede hacer vacilar ningún mal», puede optar por resistir a esa seducción y ejercer más bien la libertad de adecuarse a la verdad moral 16. También san Pablo asegura a los romanos: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8, 9). La gracia del Espíritu Santo conforma al cristiano con la plena virtud moral.
Puesto que los sentidos en sí mismos tienden a permanecer racionalmente indiscriminados, nada en los apetitos irascible o concupiscible capacita a estas potencias sensitivas para distinguir si es razonable buscar un bien particular o evitar un mal particular. Sólo la virtud intelectual de la prudencia puede discernir el bien-como-significado, o cómo este particular sentido bueno o sentido malo podría ser hecho de manera virtuosa o valerosamente evitado. Santo Tomás dice que «el intelecto conoce la voluntad, su acto y su objeto, como conoce todos los demás inteligibles particulares, como la piedra, la madera, etc., que entran en los conceptos universales del ser y de la verdad» 17. Esta intuición es posible porque, como enseña el concilio Vaticano II, el ser humano es una «unidad de alma y cuerpo» 18. En consecuencia, es posible afirmar la existencia de una semejanza entre la relación de la prudencia con las virtudes del comportamiento y el modo como el intelecto capta cada objeto cognoscible. Con otras palabras, la virtud introduce la razón en la emoción. La ordenación de las potencias inferiores a las superiores revela el designio divino de la creación; en la persona humana «los elementos del mundo material, que alcanzan su cima en la humanidad, alzan su voz para alabar en libertad al Creador» 19. Cuando la persona humana sigue una vida de valor y moderación, contribuye a este coro de alabanzas y resiste a la «rebelión de la carne». De esta suerte, el concilio Vaticano II puede afirmar que «la misma dignidad del hombre postula que glorifique a Dios en su propio cuerpo y que no permita que este se vuelva esclavo de las inclinaciones perversas del corazón» 20.
2. Las virtudes de la disciplina personal
El estudio de la virtud cardinal de la fortaleza introduce el complejo de las virtudes morales, que la costumbre cristiana designa como virtudes de la disciplina personal. Naturalmente, por definición, todo habitus virtuoso infunde la disciplina de la razón en diferentes áreas del comportamiento humano, pero dado que las virtudes cardinales de la fortaleza y la templanza moderan de manera inmediata los sentimientos humanos, se dice de ellas que conforman de una manera especial el comportamiento personal. La moral cristiana, al distinguir entre las virtudes de la acción (unidas a la justicia) y las virtudes de la disciplina personal, pone de relieve que la fortaleza y la templanza cardinales forman verdaderamente las virtudes auténticas de los apetitos sensitivos. Y puesto que estas moderan la vida emocional o las pasiones del sentido (en latín las passiones animae), las virtudes de la disciplina personal son tratadas, en ocasiones, como virtudes circa passiones; en cambio, las virtudes de la justicia cardinal, en cuanto guían las interacciones humanas, son llamadas virtudes circa operationes.
Las virtudes morales de la disciplina personal, como cualidades de la vida cristiana, forman y conforman los sentimientos a la medida que corresponde al modo en que Dios conoce que debe ser el mundo. Las virtudes de la disciplina personal, en la psicología moral del cristiano, alcanzan dos objetivos. Por una parte, estas virtudes inciden en el apetito racional o voluntad. Los sentimientos indisciplinados representan una amenaza muy seria para la conservación de una prudencia vigilante. Las virtudes circa passiones mantienen firme a la persona, a fin de que realice la justa elección prudencial, connaturalizando los apetitos irascible y concupiscible para alcanzar los fines realmente buenos de la vida humana. El segundo objetivo influye en los mismos apetitos sensitivos o emociones. Las virtudes circa passiones, en cuanto habitus concretos operativos del alma humana, proporcionan los principios reales operativos destinados a llevar a término todas las acciones buenas. En las situaciones morales que incluyen la vida emocional, la persona moderada y valiente obra a través y realiza, además, las virtudes de la disciplina personal. Aunque, en cierto sentido, las virtudes de la disciplina personal inducen al sujeto a realizar una elección justa, estas virtudes, hablando estrictamente, no suscitan la elección, ya que esta actividad, específicamente humana, pertenece a la misma voluntad. Las virtudes de la disciplina personal facilitan, más bien, la elección virtuosa y, ordenando las pasiones, eliminan las disposiciones emocionales que, de otro modo, podrían ser un obstáculo para la realización de la vida virtuosa. Para explicar esta descripción global de la subjetividad humana, afirmaron los escolásticos que las virtudes de la disciplina personal causan, de manera particular en los apetitos sensitivos, lo que ellos mismos definieron como elección por participación. Con otras palabras, puesto que los sentimientos se conforman a la medida de la virtud, puede decirse que gozan de una cierta voluntariedad; y, en este sentido, también los apetitos sensitivos son fuente de una plena actividad humana.
Los principios de la psicología moral de santo Tomás sostienen la importancia de toda la persona como sujeto adecuado de la actividad humana; su consideración cristiana de cómo se viva una vida moral no supone nunca un criptoespiritualismo en el que (explícitamente o de manera velada) tenga la voluntad un predominio excesivo en la vida moral. Dado que la vida cristiana no debe solamente encarnar un ideal espiritual, el realismo moral rechaza de manera inequívoca todos los tipos de dualismo antropológico. Además, una sana doctrina moral, puesto que afirma que la existencia humana personal incluye la unidad de alma y cuerpo, retiene que los apetitos sensitivo, irascible y concupiscible tienen capacidad para realizar una verdadera formación virtuosa ordenada a las auténticas finalidades tanto de la naturaleza como de la gracia. Entre la exaltación y el abatimiento, entre la temeridad y el miedo a los sentimientos, aún son posibles la moderación, la firmeza y la rectitud. La norma de la razón no se niega a reconocer el bien en el objeto de los apetitos, pero es consciente de que un bien particular debe ser valorado en el contexto de todo el bien humano. Con las limitaciones del tiempo, lugar y modo que permiten los objetos del sentido, los apetitos pueden darse a sí mismos sus objetos apropiados21. También en la vida de la gracia y de la virtud infusa, incluyen los sentimientos la consecución de lo mejor que la vida humana pueda asegurar. Puesto que las diferentes capacidades o potencias del alma racional (potentiae animae) pertenecen todas a un solo sujeto, al que llamamos persona agente, la tradición cristiana incluye la convicción de que la verdad moral atañe a todos los aspectos de la personalidad humana. Explica santo Tomás: «Así pues, es mejor que el hombre, además de querer el bien, lo cumpla asimismo exteriormente; así confiere a la perfección del bien moral el moverse no sólo con la voluntad, sino también con el apetito sensitivo. Tal como dice el Salmo 83, 3: "Mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo"» 22. La gracia penetra la naturaleza, no la destruye ni la abandona a la soledad.
En la actualidad, las teorías morales racionalistas sostienen un punto de vista muy escéptico sobre la posibilidad de conseguir una verdadera humanización de la vida emocional. Eso representa el completo fracaso de lo que el poeta francés Charles Péguy llama el «clima de la gracia». Mas una visión teológica completa, como la que encontramos en los escritos de Von Balthasar, de una manera coherente, sitúa resueltamente el orden de la gracia en el interior del mundo natural 23. Por motivos diferentes, el platonismo cristiano, que se desarrolló en el siglo XII y continuó en el XIII, reaccionó de manera negativa al audaz intento de santo Tomás de asociar, al sistema del comportamiento moral realmente formado por la gracia, las más in-disciplinadas pasiones sensitivas, esto es, la pasión sexual. Además, la tendencia a excluir el poder de la gracia divina del ámbito de la vida sensitiva tiene importantes «santos patrones». Por ejemplo, san Buenaventura no cree que una cosa como la virtud divina e infusa pueda coexistir en las mismas potencias o capacidades como son las pasiones sensitivas y la concupiscencia humana. En efecto, la concupiscencia, según algunas perspectivas teológicas, manifiesta de una manera particular los efectos del pecado original, la principal alienación de la persona respecto a Dios. En consecuencia, san Buenaventura explica la templanza y la fortaleza infusas como disposiciones de la voluntad que sólo influyen en los sentimientos 24. Sin embargo, para santo Tomás, aunque las passiones animae son neutrales en sí mismas, reciben, no obstante, su verdadera caracterización moral de nuestras personales determinaciones, en cuanto que el hombre o la mujer virtuosos guían, de una manera auténtica, las pasiones sensitivas hacia la consecución del bien moral. En suma, el realismo moral rechaza la tesis según la cual la parte racional del alma constituye la única característica significativa de la persona moral. La virtud da forma a todo el compuesto de cuerpo y alma, el per se unum que es la persona, con la consecuencia de que la práctica de la virtud no siempre implica una representación consciente de lo que se debería hacer; en ocasiones la recta ratio agibilium —la verdad sobre lo que debe hacerse aquí y ahora— deriva directamente de las pasiones sensitivas bien ordenadas y plenamente desarrolladas.
3. La virtud y las teorías del libre valor
El acercamiento empirista a la psicología del hombre explica los sentimientos humanos de una manera que difiere, considerablemente, de la explicación de la antropología y de la teología clásicas. Una diferencia significativa estriba en el modo en que las dos escuelas valoran el sentimiento. Dado que la teología clásica reconoce la neutralidad moral de los sentimientos humanos en cuanto tales, cada expresión particular del sentimiento es buena o mala en función de cómo se adecua esta a la norma de la prudencia; las determinaciones empíricas del libre valor, por otra parte, son las efectuadas sin una relación estable con el bien moral. Pero las opiniones sobre aquello que constituye la verdadera naturaleza de la persona distinguen, muy claramente, entre los puntos de vista clínicos sobre los sentimientos humanos y el que mantiene la teología cristiana. Puesto que no existe acuerdo sobre lo que constituye la realización plena del hombre, los médicos seculares son libres de establecer su propia jerarquía de valores. Y dado que tampoco existe consenso entre los pensadores seculares en cuanto a lo que promueve el bienestar humano, los psicólogos profesionales tienen diferentes opiniones respecto a qué tipo de vida emocional se adapta a la madurez moral humana. Los psicólogos clínicos han dejado de afirmar solamente si una particular tendencia emocional es constructiva o destructiva para una determinada persona. Naturalmente, la revelación cristiana, como puede comunicar la verdad sobre el ser humano y el obrar bueno, requiere que el creyente juzgue el valor moral de las pasiones sensitivas siguiendo la medida de la recta razón. La ley eterna establece la norma o el modelo para el comportamiento humano justo. Como resultado, el teólogo moralista cristiano puede no supeditar un juicio de verdad moral al fin de conciliar las teorías psicológicas del libre valor sobre la vida emocional.
Puesto que los apetitos sensitivos son las verdaderas sedes de las virtudes, la prudencia da forma a estas poderosas fuentes de la actividad humana, de cara al cumplimiento del fin de la prosperidad humana. En la persona, la conformidad del apetito sensitivo con la razón se transforma en libertad, y no de una manera vitalista o mecanicista, como si el hombre fuera un motor a vapor, que requiere saludables liberaciones para evitar explotar. La tradición cristiana, realizando un acercamiento razonable e integral a los sentimientos humanos, evita más bien el reduccionismo que identifica a la persona con la suma de sus pasiones sensitivas.
La virtud de la disciplina personal se dirige a dos campos generales de la actividad para la preservación de la vida humana. La virtud cardinal de la templanza, junto con las virtudes que le están unidas, se dirige, principal-mente, a las diferentes formas de particular restricción en la vida moral, mientras que la virtud cardinal de la fortaleza, y las virtudes que le están unidas, refuerza o sostiene principalmente la vida emocional. Natural-mente, puesto que la persona –el per se unum– fundamenta toda respuesta emocional en la unidad de la persona creada, estas características generales o cualidades particulares de la vida emocional permanecen unidas en grado sumo. Sin embargo, la distinción formal entre dominar y reforzar ayuda a los objetivos de la metodología y de la pedagogía. En particular, la fortaleza y la templanza proporcionan al teólogo cristiano el modo de explicar los numerosos textos de la Sagrada Escritura que exhortan al creyente cristiano a controlar sus pasiones. «Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente» (Tt 2, 11-12).
Como Dios ha enviado a su Hijo en «una carne semejante a la del peca-do» (Rm 8, 3), el auténtico humanismo cristiano debe explicar la absoluta transformación de todas las capacidades humanas. Cristo mismo, en cuanto hombre, goza de una vida emocional plenamente desarrollada, aunque totalmente correcta. Además, como todo lo que el Hijo de Dios ha asumido entra a formar parte del misterio de nuestra redención, los cristianos creen que el Evangelio, la verdad y la virtud tienen un impacto en la vida humana emocional. Sólo una transformación de este tipo podría hacer justicia a la «nueva creación» (2 Co 5, 17) que viene con la gracia del bautismo. Sobre este fundamento, podemos concluir que la teología cristiana no adecua bien con ciertos espíritus filosóficos predominantes. Tres escuelas filosóficas, en particular, mantienen una especial resistencia frente a una teología moral centrada en la virtud que se dirige efectivamente a la vida emocional: el platonismo, el estoicismo y el cartesianismo.
En primer lugar, el platonismo. Aunque la Iglesia antigua intentara llevar a cabo una adaptación de las antropologías platónicas a la teología cristiana, desde el siglo XIII se ha producido un acuerdo general por el que, sin modificaciones significativas, una verdadera y propia antropología platónica no parece ser utilizable para las afirmaciones centrales del mensaje cristiano. En efecto, el platonismo concibe el alma como un motor para el cuerpo humano, en vez de como su forma substancial. Esta perspectiva deja poco espacio a una doctrina sobre la humanización de las estructuras biológicas humanas, especialmente a las pasiones sensitivas; por otra parte, las espiritualidades inspiradas en el platonismo evitan considerar los sentimientos como realidades convenientes para una formación virtuosa. En segundo lugar, el estoicismo. Puesto que esta visión popular del mundo considera la potencial indisciplina de los sentimientos como motivo de precauciones particulares y también de represión, la perspectiva estoica, a despecho de sus mejores esfuerzos sobre su utilidad por parte de ciertos ascetas cristianos, poco ofrece para ayudar a desarrollar la virtud auténtica en la vida emocional. Santo Tomás demuestra, en particular, la incompatibilidad del realismo moral cristiano con la idea estoica de la ataraxia y de la apatheia, cuando subraya el posible valor moral de la ira. «Es propio de la ira», escribe el santo, «lanzarse contra lo que entristece, y por eso, en la agresión, colabora directamente con la fortaleza» 25. Finalmente, una auténtica doctrina cristiana sobre la vida emocional encuentra dificultades para conciliarse con las principales características antropológicas del cartesianismo. El espíritu cartesiano une fuertemente, en filosofía, la personalidad humana con la conciencia, acentuando de este modo la racionalidad como elemento constitutivo delhumanum. Como resultado, los pensadores influenciados por la filosofía cartesiana tienden a identificar el proceso de humanización con la capacidad del hombre para proporcionar una expresión racional a cada experiencia. (Un ejemplo de esto se encuentra en la orientación que considera la educación como el mejor remedio para el de-
sorden moral). Dado que la verdad moral, no sólo corrige las reflexiones de la razón, sino también los dinamismos de los sentimientos, el realismo moral cristiano brinda una perspectiva muy diferente frente a los sentimientos en el interior de la vida cristiana.
4. La virtud cardinal de la fortaleza
La fortaleza, como todas las virtudes circa passiones, está ordenada a la humanización de los apetitos sensitivos, es decir, a volver los apetitos con-formes con el bien racional 26. El valor, en particular, nos impide ser abatidos irracionalmente por las dificultades. Santo Tomás desarrolla en profundidad, más que cualquier otro autor cristiano, una reflexión sistemática sobre la virtud de la fortaleza 27. Por otra parte, puesto que discurre sobre la fortaleza cristiana, muestra especialmente que la noción de valor de Aristóteles no logra proporcionar un paradigma que pueda ser acogido, de manera clara, en una visión completa del humanismo cristiano. Alguien, es cierto, puede gozar de una estatura física que le hace apto para el combate, pero santo Tomás insiste en el hecho de que la verdadera fortaleza cristiana es un tipo de valor, de audacia espiritual. Josef Pieper, basándose en las perspectivas de santo Tomás, usa esta concepción de la fortaleza para desafiar la posición, frecuentemente repetida, aunque totalmente errada, de Nietzsche, según la cual la cristiandad equivale a una religión de esclavos y la enseñanza sobre la verdad evangélica favorece una inmoral actitud psicológica de sumisión 28.
La fortaleza es una virtud del apetito irascible o de contienda. Los apetitos irascibles entran en juego cuando nos encontramos frente a situaciones complejas y difíciles, como aquellas que requieren hacer frente a males particulares. En el estudio de la esperanza teologal, mostramos que se plantean dos alternativas al sujeto que se encuentra ante un bien difícil. Una es la esperanza, una inclinación confiada frente a un arduo y futuro bien posible; otra es la desesperación, alejarse de un bien considerado como imposible de conseguir. La esperanza y la desesperación, en sus formas fundamentales, son dinamismos del apetito irascible elícito29 debidos a la presencia de bienes sensibles difíciles de obtener. Pero frente a un mal difícil, se dan diferentes reacciones emocionales. En la perspectiva cristiana, la virtud de la fortaleza se dirige, principalmente, al «temor a las cosas difíciles, capaces de retraer a la voluntad de seguir a la razón» 30. El cristiano, dice san Agustín, «ama a Dios con un corazón indiviso, al que ningún mal puede hacer vacilar» 31.
La persona fuerte, como ocurre con toda verdadera práctica de la virtud moral, debe contar con la verdadera prudencia, a fin de comprender el desarrollo propio de la acción valerosa 32. Puesto que la prudencia cristiana actúa en todas las virtudes que rigen la conducta, la fortaleza no imita la audacia del soldado no profesional citado por Aristóteles 33. Hay, por lo menos, cinco situaciones diferentes que brindan la oportunidad de que se dé un valor fingido: cuando alguien ignora un peligro oscuro, cuando es demasiado optimista sobre la naturaleza del peligro, cuando está excesivamente convencido de sus capacidades, cuando está inducido por sentimientos contrarios de ira o depresión, o bien cuando está excesivamente estimulado por la búsqueda del premio. En estos casos, es posible realizar, efectivamente, acciones valerosas, pero estas no poseen la virtud de la fortaleza. Además, puesto que carecen de la dirección propia, que sólo la prudencia puede indicar, en estas situaciones las acciones no forman el carácter.
La virtud de la fortaleza domina nuestros miedos —cohibitiva timorum—, en cuanto frena el impulso a abandonar las acciones dirigidas a la búsqueda del bien frente a los obstáculos. Al mismo tiempo, la fortaleza modera las acciones atrevidas y audaces —moderativa audaciarum—.Así, la fortaleza se ocupa del miedo y de la audacia, impidiendo el primero e imponiendo un equilibrio a la segunda.
Definíamos la virtud a partir del máximo que esta puede alcanzar. Escribe santo Tomás: «La fortaleza sirve para comportarse bien en todas las adversidades. Pero un hombre no es calificado de fuerte, en sentido absoluto, porque soporta cualquier adversidad, sino sólo porque soporta los males más graves» 34. El miedo a los peligros ligados a la muerte, tiene que ver especialmente con la fortaleza cardinal. La ley natural inclina al hombre a defender el ser concreto de la humana naturaleza individual. Sin embargo, cuando un sujeto se encuentra frente a la perspectiva de morir por alguna buena causa superior, sea en defensa de la patria o por la fe cristiana, la fortaleza supera incluso al amor a la propia vida. Dado que nadie se libra de la muerte, la fortaleza es patrimonio tanto de los hombres como de las mujeres; además, la inevitable amenaza de la muerte determina el papel indispensable que desempeña la fortaleza en la vida humana.
La guerra entraña, de manera particular, el riesgo de la muerte. Dado que la tradición cristiana no ha sancionado nunca el pacifismo como la única respuesta posible frente a una agresión injusta, la guerra justa, que asuma la defensa del bien común, sigue siendo una posibilidad teorética, aun cuando la fuerza destructora de las armas modernas vuelva sobremanera necesaria la decisión prudente sobre la conveniencia de la guerra. Por otra parte, los hombres se ven envueltos, a veces, en situaciones peligrosas, a fin de mantener el buen orden de la paz. Por esta razón sigue manteniendo la Iglesia el valor moral del servicio militar; afirma la Gaudium et spes: «Aquellos que, dedicados al servicio de la patria, ejercen su profesión en las filas del ejército, son considerados también como ministros de la seguridad y de la libertad de sus pueblos y, si cumplen con rectitud su deber, también ellos concurren verdaderamente a la estabilidad de la paz» 35. Para cumplir esta función, aquellos que van voluntarios o son justamente llamados al servicio militar necesitan de una manera especial la fortaleza. Los hagiógrafos cristianos se complacen en recordarnos que los soldados profesionales constituyen la actividad individual más difundida entre los incluidos en las listas del martirologio romano. Y entre las antiguas representaciones pictóricas del Salvador, como el mosaico del vestíbulo de la capilla arzobispal de Ravena, encontramos a Cristo vestido como un guerrero.
Aunque la fortaleza se refiere, de manera principal, a la reacción valerosa frente a la muerte, se extiende también a otras circunstancias de la vida, de manera especial a aquellas que podemos encontrar en el servicio a la virtud:
Sin embargo, los fuertes saben afrontar correctamente los peligros de muerte de cualquier tipo [además de la batalla], especialmente si pensamos que por la virtud se puede hacer frente a cualquier tipo de muerte; como cuando alguien no niega la asistencia a un amigo enfermo por miedo al contagio; o bien cuando no se abstiene de ponerse en camino emprendiendo un viaje piadoso por miedo al naufragio o a los ladrones 36.
Puesto que ningún cristiano pasa por la vida sin tener que enfrentarse con dificultades de este tipo, las virtudes de la fortaleza desempeñan una función vital en toda la vida cristiana. En la iconografía medieval, como su-cede en la capilla de todos los santos de Ratisbona, la imagen que represen-ta a la fortaleza lucha con un león. Esta imagen, como icono de la verdadera fortaleza cristiana, nos recuerda que el creyente debe estar preparado para enfrentarse con los diferentes desafíos que prepara el mundo contra la verdad de la vida –veritas vitae–. El mismo Jesús exhortó a sus discípulos a conservar un espíritu valeroso, porque sabía que aquellos que creyeran en su nombre deberían afrontar muchas situaciones adversas: «Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Puesto que un gran mal provoca un gran miedo, el acto principal de la fortaleza incluye la resistencia; ser audaz significa sostener (sustinere) las fati-gas. El soportar caracteriza más que el agredir la obra de la fortaleza. Como un mal actualmente presente implica su seriedad y sus desafíos, el sentimiento de atrevimiento o valentía cuenta con su propia moderación intrínseca. Así, la virtud de la fortaleza se refiere al agredir (aggredi)sólo de un modo secundario. Sin embargo, la resistencia que deriva de la fortaleza no cultiva una cualidad pasiva del alma; representa más bien una cualidad activa y positiva del carácter, que permite a alguien aferrarse a cualquier bien frente al mal. Como dote especialmente cristiana, «la virtud de la fortaleza», dice Josef Pieper, «preserva al hombre de amar su propia vida de modo que la pierda» 37.
La fortaleza, en cuanto habitus virtuoso, permite soportar el mal de manera pronta, alegre y fácil. Pero el sentimiento de la alegría o deleite, a primera vista, parece incompatible con la experiencia del mal. ¿Con qué se deleita la persona fuerte? Quien tiene la fortaleza se deleita con el ejercicio de la virtud y con su fin. Dice santo Tomás: «Las acciones virtuosas son agradables especialmente en vistas al fin: aunque pueden ser mortificantes por su naturaleza» 38. Y pasa a citar a Aristóteles: «Por tanto, no corresponde a todas las virtudes obrar agradablemente, excepto en lo que se refiere al fin» 39. Pero, en otro sentido, la persona fuerte tiene motivos para afligirse. En efecto, debe valorar la pérdida de la vida o experimentar la pena en el cuerpo. De ahí que la virtud de la fortaleza no incluya necesariamente el deleite consciente; ya es bastante que la persona fuerte no sea abatida por las malas circunstancias que afronta40. Y por eso la Iglesia
no ve ninguna contradicción entre la agonía de Cristo en la cruz, incluida la experiencia del abandono por parte del Padre, y el abrazo gozoso de la santa voluntad de Dios, que confiere a su sufrimiento físico un valor salvífico para la raza humana.
5. La fortaleza y el martirio
El teólogo cristiano admite que la fortaleza corresponde, de manera eminente, a los mártires de la Iglesia. Como implica el término original griego, el mártir da testimonio de algo a alguien. En el testimonio del martirio podemos ver claramente la obra de tres virtudes características: la caridad, la fe y la virtud moral de la fortaleza. Santo Tomás describe esto con las siguientes palabras:
En el acto del martirio la caridad inclina como primer y principal motor, es decir, como virtud imperante (per modum virtutis imperantis); pero la fortaleza inclina a ello como motor propio, es decir, como virtud que lo ejecuta (per modum virtutis elicientis). Por eso, el martirio, por la virtud imperante, pertenece a la caridad, mas, por la ejecución, pertenece a la fortaleza. Esa es la razón de que revele ambas virtudes. Con todo, es la caridad lo que le hace meritorio, como cualquier otra acción virtuosa. Por eso no tiene valor sin la caridad41.
En el lenguaje de los escolásticos, el martirio es un acto ejercitado (elicited) por la fortaleza y un acto ordenado por la fe y la caridad teologales. Con otras palabras, la bondad de Dios se convierte en la fuente y el motivo último del acto del martirio, porque la caridad une a la persona que sufre, por la verdad del Evangelio o por cualquier virtud cristiana, con el verdadero poder del mismo Dios. La fe teologal proporciona esa particular adhesión que distingue al martirio cristiano del asesinato político o de la muerte por un motivo ideológico. Pero el valor necesario para hacer frente a la muerte procede de la virtud infusa de la fortaleza, porque forma parte de la persona fuerte hacer frente a la muerte sin echarse atrás. Consideremos, por ejemplo, la compostura del mártir del Renacimiento inglés Tomás Moro cuando subió al patíbulo.
El autor espiritual francés Louis Bouyer explica que la Iglesia antigua interpretó el martirio como algo más que un ejercicio de virtud moral o incluso teológica. «El mártir cristiano», ha escrito, «se distingue no sólo por su fe en Cristo, sino por el explícito vínculo de su muerte con la de Cristo» 42. A través de la aceptación del martirio, el creyente alcanza la perfecta imitación de Cristo. Tanto es así que, durante la era de las persecuciones, algunos creyentes se mostraron excesivamente entusiastas, hasta el punto de ofrecerse voluntariamente a las autoridades civiles hostiles. Si bien esta práctica fue desaconsejada por los jefes de la Iglesia antigua, demuestra de todos modos el alto grado en que el valor de Cristo inspiró a los cristianos antiguos. «Estos prefirieron reservar el título de mártir a Cristo», nos cuenta Eusebio, «"el Testigo fiel y veraz" (Ap 3, 14), el primogénito entre los muertos, el príncipe de la vida divina» 43.
6. Los vicios y los pecados contra la fortaleza
Los vicios contra la fortaleza incluyen la timidez o cobardía, como sus formas por defecto, y la impavidez y la temeridad irreflexiva, como sus formas por exceso. El cobarde se niega a resistir a las fatigas que comporta hacer el bien, y retrocede ante las incomodidades que acompañan a la realización de toda empresa ardua. Este vicio es especialmente desagradable en la persona que está encargada de predicar el Evangelio y ocuparse de la cura de almas, en cuanto que la timidez de espíritu conduce, frecuentemente, a comprometer el camino de la verdad. También la temeridad irreflexiva pone en peligro la consecución coronada por el éxito de importantes programas, sobre todo cuando disfraza de fanfarronería sofisticada o se presenta bajo forma de espíritu ingenuo. La fortaleza y la prudencia actúan juntas, porque el creyente necesita un espíritu perceptivo cuando se realiza una evaluación cuidadosa de las dificultades que encuentra la predicación del Evangelio. La fortaleza potencia la resolución del cristiano de resistir a las tentaciones y superar las dificultades que se encuentran en el desarrollo de la vida moral.
El vicio capital que corroe la fortaleza es la pereza, un estado de abatimiento que da origen al entorpecimiento de la mente y al desaliento del espíritu. Según W.H. Auden, la época moderna recibe, en ocasiones, el nombre de «época de la ansiedad», en referencia a la amplia difusión de la indolencia, que puede debilitar hasta tal punto la fuerza de una persona, que le hace perder todo deseo concreto de cualquier cosa, hasta por el tipo más simple del bien. Esta aflicción opresiva puede pesar tanto en la mente humana, que cualquier pensamiento encaminado a poner en práctica la virtud produce miedo e inmovilidad. La persona perezosa se vuelve constantemente más sospechosa respecto a todo, exagerando las dificultades y viendo el mal donde no lo hay. El único antídoto contra esta condición de debilitamiento, que aflige en la actualidad a tantas personas, incluso de buena voluntad, es la fortaleza.
La Virgen María, a quien invoca la piedad cristiana como consuelo de los afligidos y causa de nuestra alegría, ayuda como una especial intercesora contra las disposiciones desalentadas y desalentadoras de la pereza. María, al pie de la cruz, comparte la pasión de su Hijo de un modo superior, y de este modo su mediación maternal asume un nuevo y definitivo significado. Dice el papa Juan Pablo II: «las palabras pronunciadas por Jesús desde la cruz significan que la maternidad de su madre encuentra una "nueva" continuación en la Iglesia y mediante la Iglesia, simbolizada y representada por Juan» 44. En el curso de la baja Edad Media, la costumbre de representar a María en un deliquio de muerte, en el momento de la muerte de Cristo, sustituyó la práctica, mucho más antigua, de representarla de una manera serena y compuesta. Cayetano, en su comentario al tratado sobre la fortaleza de santo Tomás, pone objeciones a esta licencia artística. Explica que, dado que la Virgen María comparte la fortaleza de su Hijo, la posición erguida representa mejor que el lánguido desvanecimiento la paciente compostura que mantuvo María mientras se encontraba a los pies de la cruz45. En cuanto Madre de los dolores, María capacita a todos los que invocan su intercesión maternal para soportar con paciencia en el tiempo de las aflicciones, aun cuando fueran las más dolorosas y pesadas.
7. Los componentes de la fortaleza y el don del Espíritu Santo
Dado que la muerte constituye el objeto formal de la fortaleza, no existen partes subjetivas en esta virtud. Muerte significa muerte, y su ámbito no puede ser limitado. Con todo, la fortaleza posee partes tanto integrantes como potenciales, que pueden ser colocadas bajo dos rúbricas: 1) las virtudes de empresa o de ataque, y 2) las virtudes de apoyo. Las partes integrantes y potenciales o aliadas de la virtud cardinal de la fortaleza llevan el mismo nombre. En cuanto partes integrantes, estas disposiciones se refieren a los rasgos psicológicos que distinguen a una actitud fuerte frente a la muerte.
En cuanto partes potenciales, en cambio, estas mismas disposiciones constituyen habitus distintos, que regulan el mismo control del miedo y la debida moderación de la audacia en aquellas situaciones que no comportan la plena potencia de la amenaza de muerte 46.
Las virtudes aliadas a la fortaleza son las más vigorosas, y desempeñan un importante papel en la vida del cristiano. Las partes potenciales principales de la fortaleza incluyen la magnanimidad, que nos eleva a conseguir una eminente dignidad, y la magnificencia, que nos impulsa en ocasiones a realizar grandes donaciones de dinero. Estas incluyen las virtudes de empresa. Pero las partes potenciales de la fortaleza incluyen asimismo la paciencia, que nos templa contra los diferentes tipos de aflicción, y la perseverancia, que nos ayuda a persistir en el esfuerzo más allá de un largo período de tiempo. Estas incluyen las virtudes de apoyo. En la iglesia de Saint-Germain-en-Laie, situada en la periferia de París, el cenotafio del rey inglés exiliado Jacobo II presenta un epitafio que recapitula la obra de las partes potenciales de la fortaleza: «Magnus in prosperis, in adversis maior». La persona valiente muestra grandeza de espíritu en los buenos tiempos, pero también resoluciones mayores en los tiempos difíciles. Y como las situaciones difíciles pueden extenderse incluso más allá de un largo período de tiempo, la resistencia frente al mal proporciona uno de los bancos de prueba más fuertes destinados a conservar la virtud. Por consiguiente, la perseverancia incluye asimismo la virtud de la longanimidad, que refuerza la aceptación de la dilación del esperado alivio del sufrimiento, y la virtud de la constancia, que asegura contra la amenaza de ulteriores obstáculos que pudieran diferir el encuentro de alivio a las dificultades. A pesar de que cada una de estas virtudes represente virtudes distintas en el interior de la familia de las virtudes de apoyo, todas ellas manifiestan una relación con la paciencia cristiana.
En virtud del ejemplo que el mismo Cristo nos ofrece en los Evangelios, los autores espirituales se inclinan por la paciencia como una virtud que caracteriza a la vida cristiana de modo particular. San Pablo nos dice: «En efecto todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza» (Rm 15, 4). Del mismo modo que Cristo presenta una paciencia constante frente al mal, y demuestra así la compasión divina, también el cristiano conserva una postura paciente frente al mundo. «La virtud del espíritu que llamamos paciencia», escribe san Agustín, «tiene que ser considerada como un don tan grande de Dios, que debe ser proclamada como una huella de Dios que reside en nosotros» 47. Así pues, el cristiano soporta las penas temporales como una manera de reflejar la indulgencia misericordiosa de Dios frente a la estirpe humana frágil y pecaminosa. De este modo, la persona paciente se vuelve santa intercediendo por toda la gran cantidad de personas que rechazan la llamada amorosa de Dios a unirse a El por medio del sufrimiento. «La caridad», insiste san Pablo, «es paciente» (1 Co 13, 4).
La comunidad cristiana no debe resignarse nunca a la mezquindad o la prodigalidad, al desánimo o falta de interés, a una vida cómoda o a la obstinación; estas cosas representan los pecados contra las virtudes aliadas a la fortaleza. Más bien, los que abrazamos la vida cristiana, deberíamos saber cómo mostrar grandeza en la realización del bien y mantenernos firmemente en él, aunque esta actividad comporte espera paciente, persistencia en la fatiga, o proseguir en una valiente acción ya emprendida. Escribe el autor de la carta a los Hebreos: «No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado» (Hb 12, 4).
La espera de la venida del Reino incluye, sobre todo, una paciencia perspicaz y una indulgencia que elude los cálculos ordinarios del hombre. En las Admoniciones de san Francisco de Asís dirigidas a sus primeros seguidores, el santo hombre de Dios subraya mucho el valor de la paciencia y de la humildad para la sequela Christi. «No se puede saber la paciencia y humildad que tiene un siervo de Dios mientras que se le da satisfacción. En cambio, cuando venga el tiempo en que el que le debería dar satisfacción haga lo contrario, la paciencia que muestre en este caso es la que tiene exactamente y no más» 48. Sin embargo, es incontestable que la virtud de esta bondad procede, no del normal esfuerzo humano, sino únicamente de la gracia que Cristo nos da.
El don del Espíritu Santo que llamamos fortaleza proporciona el instinctus o gracia especial que guía a los creyentes en la justa conducta de la acción encaminada a edificar la Iglesia. Además, la tradición de la Iglesia asocia, de manera apropiada, un don del Espíritu Santo a la virtud de la fortaleza, «en ocasiones, efectivamente, está fuera de nuestras posibilidades la realización de nuestras obras, o bien escapar a los peligros, puesto que a veces sucumbimos en ellos con la muerte» 49. Mas el Espíritu Santo, nos asegura santo Tomas, vierte en nuestras mentes una cierta fe en que alcanzaremos la vida eterna y escaparemos de todos los peligros. Puesto que el momento de nuestra muerte es crucial en la historia de la salvación de cada uno, el creyente necesita, especialmente en esta delicada situación, este tipo de ayuda divina.
La tradición asocia la fortaleza con la cuarta bienaventuranza: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados» (Mt 5, 6). Al realizar esta conexión, se nos recuerda que el don de la fortaleza se dirige, principalmente, a la realización de la justicia evangélica en el mundo. La fortaleza se dirige a lo que es arduo. Dice santo Tomás: «Ahora resulta bastante laborioso que alguien no sólo realice obras virtuosas, llamadas generalmente obras de justicia, sino que las realice con un deseo insaciable, que puede ser llamado hambre o sed de justicia» 50. Dado que el Espíritu Santo ayuda a los que se encuentran frente a la adversidad en la consecución de objetivos buenos, este don escatológico asiste a los que trabajan en la viña de la Iglesia.
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- El original inglés dice «emotion». Esta palabra puede ser vertida al castellano por «emoción» y también por «sentimiento». Como el lector no ignora, la diferencia entre ambos elementos de la vida afectiva estriba en el carácter más intenso y breve de la emoción respecto al sentimiento, aunque en ocasiones es difícil emplear una u otra palabra para referirnos a determinadas vivencias afectivas. Hemos optado por traducir «emotion» por sentimiento, salvo en contextos en que se emplea como adjetivo (caso de vida emocional, por ejemplo). (N. del T.).
- Gaudium et spes, n. 14.
- Summa theologiae, Ia, q. 77. El contexto necesario para la discusión de santo Tomás sobre las virtudes morales incluye un conocimiento fundamental de su concepción del hombre y de las capacidades operativas que le pertenecen. Los textos siguientes proporcionan un útil resumen de estos argumentos: Summa theologiae, Ia, qq. 75-83 (este tratado sobre la naturaleza y las capacidades del alma está incluido en el volumen 11 (editado por Timothy Sutton) de la edición Blasckfriars de la Summa); Étienne Gilson, The Christian Philosophy of St Thomas Aquinas, Nueva York 1960, segunda parte, capítulos 4, 5, 6 y 8; W.A. Wallace, OP, The Elements of Philosophy, Nueva York 1977, 71-84, presenta un tratado muy sintético de la materia, pero brinda referencias a los artículos sobre el tema recogidos en la New Catholic Encvclopedia (cfr. p. X).
- Summa theologiae, Ia, q. 78. A continuación, en la q. 79, examina santo Tomás las características generales del intelecto.
- Dante, Paradiso, XXXIII, 145.
- La frase procede de los útiles añadidos de Timothy Sutton, OP, en el volumen 11 de la traducción Blackfriars de la Summa theologiae (Ia, 75-83), Man, 252.
- Étienne Gilson, Elements of Christian Philosophy, Nueva York, 1960, 257 (existe traducción española: Elementos de filosofía cristiana,Rialp, Madrid, 1969 y 1981).
- Santo Tomás cita, efectivamente, la Política, 1. 1, cap. 2 (1254b5) en el texto de la Summa theologiae, la-IIae, q. 56, a. 4, ad 3.
- Summa theologiae, la, q. 80, a. 1.
- Cfr. el desarrollo de este importante tema en la Summa theologiae, la-Ilae, q. 23, a. 1.
- En la Summa theologiae, la-Ilae, q. 23, a. 4, dedica santo Tomás un largo artículo a la explicación de los fundamentos para distinguir las once pasiones del alma.
- Catecismo de la Iglesia Católica, prólogo, n. 1.
- Suinma theologiae, la-Ilae, q. 56, a. 4, ad 3.
- Cfr. Summa theologiae, la-IIae, q. 56, a. 4.
- De hecho, tal como afirma la Summa theologiae, Ia, q. 82, a. 4, existe una diferencia esencial («per se») entre lo que quiere el apetito intelectivo y lo que desean los apetitos sensitivos.
- De moribus Ecclesiae Catholicae,1. 1, cap. 25, n. 46, PL 32, 1330-1331.
- Summa theologiae, Ia, q. 82, a. 4, ad 1.
- Gaudium et spes, n. 14.
- /bid.
- /bid.
- En estas consideraciones sigo a W.D. Hughes, «Virtue in Passion», en Virtue, vol. 23 de la traducción Blasckfriars de la Summa theologiae(Ia-Ilae, 55-67), 245 y 246. Para una ulterior profundización en el modo como comprendieron los escolásticos el sentimiento humano, cfr.Mark D. Jordan, Aquina's Construction of a moral Account of the Passions, en «Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie» 33 (1986), 72-97.
- Summa theologiae, la-Ilae, q. 24, a. 3.
- Hans Urs von Balthasar, Gloria, una estética teológica, 7 vols., Encuentro, Madrid. Cfr. vol. III, Estilos laicales.
24. Para una mayor profundización, cfr. mi obra The Moral Virtues and Theological Ethics, Notre Dame (IN), 1991.
25. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 123, a. 10, ad 3.
- Cayetano nos proporciona un excelente comentario sobre el modo en que se verifica esto. Cfr. su In secundam secundae, q. 123, aa. 1-2.
- Santo Tomás escribió, probablemente, el pequeño tratado de la Summa theologiae, IIa-IIae, qq. 123-140 en Italia, hacia el final de su vida, esto es, en tomo al año 1272. En él completó el comentario y las anotaciones sobre la Ética a Nicómaco de Aristóteles, aunque el mayor influjo sobre este tratado proviene de su meditación sobre la pasión de Cristo y del testimonio de los mártires de Cristo. Cfr. M. J. Congar, Le traité de la force dans la «Somme Théologique» de Saint Thomas d'Aquin, en «Angelicum» 51 (1974).
- Cfr. su obra sobre las virtudes cardinales, publicada en italiano en cuatro volúmenes separados: Sulla giustizia, Brusco 1962; Sulla prudenza, Brusco 1965; Sulla fortezza, Brusco 1965; Sulla tempermua, Brusco 1965 (existe edición española Las virtudes fundamentales,Rialp, 1980).
- Gaudium et spes, n. 79.
- Summa theologiae, IIa-llae, q. 123, a. 5.
- Para el concepto de apetito elícito ver más adelante, p. 218. (N. del T.).
- Summa theologiae, IIa-IIae, q. 123, a. 3.
- De moribus Ecclesiae Catholicae, I. 1, cap. 25, n. 46, PL 32, 1330-1331.
- Santo Tomás admite que hay muchas posibilidades de que se verifique un falso valor; cfr.Sununa theologiae, IIa-IIae, q. 123, a. 1, ad 2.
- Cfr. Ética a Nicómaco, 1. 3, cap. 8 (1116a16).
- Summa theologiae, IIa-IIae, q. 123, a. 4, ad 1.
- Cfr. J. Pieper, o.c., 134 de la versión inglesa.
- Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 123, a. 8.
- Ética a Nicómaco, I.3, cap. 9 (1117b15).
- Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 123, a. 8.
41. Cfr. Summa theologiae, Ila-Ilae, q. 124, a. 2, ad 2.
- Cfr. Louis Bouyer-Lorenzo Dattrino, History of Christian Spirituality I, The Spirituality of the New Testament and the Fathers, trad. por Mary P. Ryan (Londres, 1963), 193 (original en francés y existe versión italiana).
- Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, 5, 2, n. 5.
- Redemptoris Mater, n. 24.
- bi secundara secwulae, q. 123, a. 8, n. II.
46. Santo Tomás trata de las virtudes de empresa (magnanimidad y magnificencia) y de los vicios que obstaculizan su ejercicio, en la Summa theologiae, IIa-Ilae, qq. 129-135. Hace lo mismo con las virtudes de apoyo (paciencia y perseverancia) en las qq. 136-138.
- San Agustín, De patientia 1, PL 40, 611.
- San Francisco de Asís, Le ammonizioni, n. 13 (existe versión española en la BAC).
- Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 139, a. 1.
50. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 139, a. 2.
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