domingo, 8 de junio de 2014

1229: UN HEREJE CRISTIANO EN EL TRONO DE JERUSALÉN.



En los varios siglos que duraron las Cruzadas, diferentes reyes europeos no dudaron en ponerse al frente de las mismas. Todos corrieron una suerte aciaga y ninguno llegó a conseguir la meta propuesta de hacer cristianos los lejanos reinos de Tierra Santa. Pero de entre todos ellos, sí hubo uno que tomó la ciudad de Jerusalén sin derramar una sola gota de sangre. Se trata de un personaje curioso en muchos aspectos, y que, paradójicamente, lo menos que deseaba en esta vida era embarcarse en una aventura como las Cruzadas. Es Federico II, el emperador germano nacido en Italia. 

Federico vino al mundo en Lesi, el 26 de diciembre de 1194, hijo de Enrique IV y Constanza de Sicilia. Era nieto de Federico Barbarroja, que participó y murió en la III Cruzada. Al fallecer su padre, cuando él apenas contaba cuatro años, fue nombrado rey de Sicilia. Pocos meses después moría también su madre y el niño fue puesto bajo la tutela del Papa. Nada hacía presagiar que Federico fuese a moverse de su patria de origen. Sin embargo, el destino le llevó por otros derroteros muy distintos a los que imaginaba el jovencísimo rey. 

El emperador alemán Otón IV fue depuesto y Federico fue el elegido para sustituirle, lo que sólo logró después de un conflicto largo y costoso para el que fue fundamental la ayuda del Papa. En 1220 Federico se coronó rey de Germania. Pero la ayuda papal tenía una contrapartida: la organización de una Cruzada. El Papa era en aquellos momentos Honorio III y el ideal cruzado una de sus prioridades que Federico iba dilatando hasta que se vio entre la espada y la pared. O Cruzada o excomunión. La excomunión de un soberano tenía una importancia enorme pues, de producirse, los súbditos se veían desligados del juramento de fidelidad hacia su rey. 

Federico se armó, en todos los sentidos, y en 1227 partió para Jerusalén con entusiasmo nulo. A los tres días de viaje regresó alegando que se había declarado una epidemia. Al Papa no le sentó nada bien la actitud de su antaño protegido y le excomulgó sin más, lo que tuvo efectos inmediatos porque, al año siguiente, Federico partió de nuevo iniciando la V Cruzada. 

A pesar del poco empeño que ponía Federico en la cuestión tuvo una suerte inmensa y, al llegar a las puertas de Jerusalén, el despliegue de su ejército asustó al sultán que le entregó la ciudad. Era la primera vez en la historia que un caudillo cristiano conquistaba la soñada ciudad sin que se produjera ni un solo disparo de flecha. Árabes y cristianos firmaron una tregua de 10 años y Federico casó con Yolanda, hija de Juan de Brienne, entonces rey de Jerusalén por lo que a la muerte de éste, en 1229, le permitió ceñir la corona de este reino. 

En cuanto pudo regresó a la Italia de sus amores decidido a no moverse de allí. Su conducta comenzó, al decir de la época, a volverse escandalosa y disoluta, por lo que fue excomulgado dos veces más: una por el papa Gregario IX en 1239 y otra en 1245, por el Papa Inocencio IV. Por su parte, sus vasallos alemanes comenzaron a sentir por él una mezcla de miedo y aversión. 

Poco le importó a Federico los dimes y diretes de Papas y vasallos. El rey de Sicilia creó en su entorno una corte culta y refinada, reunió una magnífica biblioteca y fundó en 1224 la Universidad de Nápoles. Corrió el rumor de que se había vuelto un ateo convencido y de que había escrito un libro en el que ridiculizaba a las tres grandes religiones monoteístas: cristianismo, judaismo e islamismo. Tampoco se libró de ser acusado de practicar la magia negra y otras malas artes. Murió en 1250, el 13 de diciembre y durante un siglo largo se mantuvo la leyenda de que seguía vivo, oculto en una cueva de las montañas Kyffhaüser, en Turingia, esperando que lo llamara el pueblo alemán para restaurar la paz del imperio.

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