La sociedad está llena de
contradicciones y paradojas, y la Iglesia no es una excepción como veremos en el relato que sigue a esta afirmación.
En 1358 las jerarquías eclesiásticas
se reunieron en el Concilio de Venecia y una de sus resoluciones fue que la prostitución era absolutamente indispensable para el mundo.
Cierto que los pecados de la carne eran pecados, naturalmente, pero la prostitución
ofrecía a los hombres un desahogo sexual que evitaba males mayores como podían
ser las violaciones a mujeres decentes. ¡Por lo visto las pasiones de los
varones necesariamente necesitaban un escape!
La prostitución, entonces como ahora,
era un fenómeno urbano, un fenómeno que se daba en las ciudades y rara vez en
el campo. Quizás las ciudades, al ser más grandes permitían un mayor anonimato
entre los que requerían los servicios amatorios y aquellas que estaban dispuestas
a complacerles. A los burdeles acudían clientes de todo tipo y de toda condición
social: hombres solteros, hombres casados y clérigos que, a pesar de los
pesares, sentían la llamada urgente de la carne. Pobres y ricos, cada uno en la
medida de sus posibilidades, iban a aquellos establecimientos donde las
meretrices se ajustaban al dinero disponible.
En algunas ciudades este comercio, tolerado
y admitido por todos, se limitó a barrios determinados, lo que resultó contraproducente porque se crearon zonas marginales
que al amparo de la prostitución fomentaron el crimen y los robos.
Al igual que ya se hiciera en la
Grecia clásica, no pocos ayuntamientos decidieron sacar partido a un negocio tan lucrativo como éste y se convirtieron en proxeneta s
legales.
Establecieron burdeles municipales que se regían por normas reguladoras en el ejercicio de la profesión, llegando a obtener pingües beneficios mientras las prostitutas podían ejercer con entera libertad.
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