Allá por el siglo XIII la Iglesia
romana había acumulado grandes riquezas y a su imperativo moral unía el poder
temporal de los Papas y todo ello se traducía en unos estilos de vida muy poco edificantes en la curia y los eclesiásticos en general. Contra esta
situación iba a reaccionar un joven de rica familia, nacido en Asís alrededor
de 1181 ó 1182. Sería Francisco, el santo que amaba a Dios en todas sus criaturas,
aquel santo que quería llevar una vida conforme al Evangelio, sin ninguna
concesión a lo superfluo, que causó una verdadera revolución, un escándalo en
la sociedad y en la Iglesia del momento.
Francisco fue bautizado con el
nombre de Juan Bautista y durante toda su juventud vivió como los jóvenes de las clases acomodadas: diversiones, bailes, tornas y
justas. Pero su salud era delicada. Sufrió toda su vida de la vista, del estómago y del hígado, y en
un período de grandes sufrimientos físicos, comenzó a plantearse el porqué de
la existencia y la relación del hombre con Dios. Pronto comenzó a despreciar el
dinero y a dedicarse a tareas pías para lo que vendió un lote de magníficos
paños de su padre, que era mercader, y provocó su ira de forma tal que le
encerró encadenado en una cueva. Los buenos oficios de su madre hicieron que lo
liberara y a partir de este momento, Francisco se desnudó ante su padre, le entregó
todas sus ropas renunciando a esa paternidad terrenal y diciendo que sólo era
su padre Aquel que estaba en el cielo.
Durante tres años se dedicó a restaurar
iglesias haciendo de albañil, siguiendo una revelación en la que la voz del
Crucificado le había ordenado reparar su Iglesia. Cuando tendría unos 26 años, oyó
la predicación sobre un texto del Evangelio de San Mateo en que se instaba a
los discípulos de Jesús a predicar el reino de Dios, a atender todas las necesidades
humanas ya no almacenar ni oro ni plata que de poco sirven para alcanzar la
salvación. Francisco se dio cuenta que esas palabras parecían escritas para él,
que representaban lo que sentía y anhelaba desde el fondo de su corazón. Vistió
una túnica de tejido áspero, ceñida por una cuerda de la que colgaba una imagen
de Jesucristo y, descalzo, marchó por los pueblos anunciando la palabra divina.
Muchos, convencidos por el mensaje
y la austeridad de Francisco, comenzaron a seguirle, llamándole el Poverello,
el Pobrecito. Su primer discípulo fue un hombre rico que donó su dinero a los pobres y le siguió; el segundo fue un canónigo y jurista y el
tercero, el hermano Egidio. Pero en ocasiones los tomaban por locos y los apedreaban, porque
aquellos pordioseros, que se mantenían de limosnas, despertaban la desconfianza.
¡Nadie podía ser tan bueno y tan humilde! Una vez, en la que estaban realmente
hambrientos, alguien les regaló una oveja. A todos se les hizo la boca agua ¡pero
en aquel "redil" de santos incipientes, nadie fue capaz de sacrificarla
para comérsela! Y durante muchos años la oveja permaneció con ellos.
Aquel rebaño de almas elegidas, regido
por una regla tan austera, necesitaba la aprobación eclesiástica, necesitaba
una "legalización" y Francisco, con algunos de sus discípulos marchó
a Roma. Pero las cosas no iban a resultarle nada fáciles. Por aquel entonces, se
sentaba el papa Inocencia III en la silla de Pedro, un defensor a ultranza de las
Cruzadas que Francisco había fustigado por la crueldad de sus acciones y por su
intolerancia. No era un buen principio para que el Papa le acogiese con los
brazos abiertos. Le recibió en la magnífica San Juan de Letrán, rodeado de toda
la curia, vestida con los lujosos ropajes eclesiásticos, mientras las joyas
refulgían sobre los dedos enguantados de los prelados. Cuando apareció Francisco
y los suyos, con los toscos sayales, pobres y malolientes, la impresión no pudo
ser más catastrófica por ambas partes.
Inocencio III y Francisco se
entrevistaron tres veces. La primera fue un desastre total. La segunda, cuando
Francisco presentó los estatutos de la Orden eran de una austeridad tal que el Papa los juzgó la obra de un iluminado que podía convertirse en un peligro
para la Iglesia.
Pero, parece que antes de entrevistarse por tercera vez, Inocencio tuvo un sueño en el que veía que San Juan de Letrán se desmoronaba, mientras le sostenía en su derrumbre un religioso pobre y mal vestido. Lo consideró profético y con tales trazas debía ser necesariamente el pobre de Asís. Así que aprobó la regla, pero sólo verbalmente e impuso dos condiciones: los frailes debían obediencia ciega al fundador y Francisco debía obediencia al papado. A él se le ordenó diácono y el resto de sus frailes recibieron la tonsura. Ya era una forma de legalidad la conseguida, pero Francisco siguió aceptando entre los suyos tanto a religiosos como a laicos.
En Asís, a la vuelta de Roma se
alojaron en cabañas y se dedicaron a hacer el bien, curando a leprosos, trabajando
manualmente y alimentándose de aquello que la gente tenía a bien darles.
La
fama de santidad de Francisco fue aumentando y sus discípulos también. Los milagros crecieron en torno al Poverello de manera que no resulta fácil
distinguir la verdad y la leyenda, pero allí donde iba, el pueblo se arremolinaba cerca de él para oír su
predicación y los más osados intentaban hacerse con algún trozo de su túnica como si de una
auténtica reliquia se tratase. No obstante, la actitud y el ejemplo de vida de los primeros
franciscanos eran considerados, todavía, como una extravagancia y casi una provocación
por lo que Francisco redactó una nueva regla que retocaron las autoridades de Roma y que no se
ajustaba a los deseos de pureza del santo. Casi estuvo a punto de abandonar su propia Orden, pero
el mandato divino de no hacerla le mantuvo con los suyos.
EI 14 de septiembre de 1224, meditando
sobre la pasión, se reprodujeron en su cuerpo los estigmas de Cristo. Francisco
se encaminaba hacia el final de sus días. En 1212 una joven noble, también de
Asís, Clara, había huido de su casa con una amiga para seguir a Francisco y éste las acogió, les cortó los cabellos y las vistió de forma parecida a la suya.
Se creó así la rama femenina franciscana, que en un principio se llamó las Pobres Damas y
posteriormente
las clarisas. Sintiéndose muy agotado, Francisco visitó a Clara y en el jardín del convento, estando prácticamente ciego, escribió uno de los más bellos cánticos religiosos que se conocen, al hermano Sol y la hermana Luna, donde se pone de manifiesto su identificación con todo lo creado a través de la obra de Dios.
las clarisas. Sintiéndose muy agotado, Francisco visitó a Clara y en el jardín del convento, estando prácticamente ciego, escribió uno de los más bellos cánticos religiosos que se conocen, al hermano Sol y la hermana Luna, donde se pone de manifiesto su identificación con todo lo creado a través de la obra de Dios.
Poco después dictó su testamento, que,
posiblemente fue respetado, pero que sus sucesores no llevaron a la práctica siguiendo
el auténtico espíritu franciscano. Después de su muerte, aquel hombre humilde, que
siempre despreció cualquier gloria y cualquier riqueza, fue enterrado en una
iglesia suntuosa en una verdadera contradicción con sus deseos.
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