No sólo la decisión comunitaria, también la individual necesita tener
presentes los resultados de otras experiencias y las luces de otras
sabidurías. Cada uno, al encararse con una situación difícil o ambigua,
no puede juzgarla más que desde su punto de vista personal, faltamente
restringido. Se acerca a ella por un flanco, sin poder abarcarla en toda
su amplitud, y la ve en un momento determinado de su existencia. Pero
ocurre que las realidades son a menudo de tamaño mayor que el natural;
para juzgarlas adecuadamente harían falta los ojos de Dios mismo.
Ante la dificultad que encuentra el individuo para formarse un juicio, algunos sostienen que el Espíritu Santo dará al creyente en cada ocasión la iluminación necesaria y suficiente para decidir sin errar; otros, siguiendo la tendencia contraria, buscan casuísticas detalladas y autoritarias que no dejen escapatoria ni elección. El realismo cristiano tiene menos pretensiones y más independencia; sabe que el individuo no se basta a sí mismo, pero reivindica la decisión personal. Para ello tiene a disposición el juicio sereno de antecesores y contemporáneos, así como un registro de errores cometidos en el pasado y en el presente. De ese modo no está solo. Su deliberación puede aprovechar muchos datos que no podría conocer por sí mismo, y la decisión, que será personal, no dictada, tendrá en cuanto es posible la garantía del Espíritu que obra en él y en la historia.
La experiencia ajena subsana, pues, en gran parte, la limitación del individuo. Pero el hombre no es solamente limitado, tiene además instintos bajos que, tenidos a raya por el Espíritu, no dejan de asomar la oreja de vez en cuando: el primero y central es el egoísmo. Cuántas veces, en la madeja de piadosas motivaciones se esconde una sutil busca del propio interés o una racionalización de ambiciones ocultas. Creyendo firmemente en la realidad de la redención y en el don del Espíritu, el cristiano no es, sin embargo, un iluso: sabe que su ser tiene aún muchas raíces emponzoñadas que producen frutos amargos, tanto más peligrosas cuanto más capilares sean y más disimuladas estén tras devotas actitudes. El pecado está vencido, pero no muerto, y sus guerrillas pueden poner en muchos bretes. Todo hombre sensato sabe poner en cuarentena el propio parecer y tomar consejo en asuntos graves.
De lo expuesto se recaba el papel de los códigos: no son dictados inapelables, sin archivos de experiencia que iluminan y auxilian la decisión, permitiéndole sortear celadas ya encontradas por otros y proporcionando el resultado de una reflexión ponderada.
Ante la dificultad que encuentra el individuo para formarse un juicio, algunos sostienen que el Espíritu Santo dará al creyente en cada ocasión la iluminación necesaria y suficiente para decidir sin errar; otros, siguiendo la tendencia contraria, buscan casuísticas detalladas y autoritarias que no dejen escapatoria ni elección. El realismo cristiano tiene menos pretensiones y más independencia; sabe que el individuo no se basta a sí mismo, pero reivindica la decisión personal. Para ello tiene a disposición el juicio sereno de antecesores y contemporáneos, así como un registro de errores cometidos en el pasado y en el presente. De ese modo no está solo. Su deliberación puede aprovechar muchos datos que no podría conocer por sí mismo, y la decisión, que será personal, no dictada, tendrá en cuanto es posible la garantía del Espíritu que obra en él y en la historia.
La experiencia ajena subsana, pues, en gran parte, la limitación del individuo. Pero el hombre no es solamente limitado, tiene además instintos bajos que, tenidos a raya por el Espíritu, no dejan de asomar la oreja de vez en cuando: el primero y central es el egoísmo. Cuántas veces, en la madeja de piadosas motivaciones se esconde una sutil busca del propio interés o una racionalización de ambiciones ocultas. Creyendo firmemente en la realidad de la redención y en el don del Espíritu, el cristiano no es, sin embargo, un iluso: sabe que su ser tiene aún muchas raíces emponzoñadas que producen frutos amargos, tanto más peligrosas cuanto más capilares sean y más disimuladas estén tras devotas actitudes. El pecado está vencido, pero no muerto, y sus guerrillas pueden poner en muchos bretes. Todo hombre sensato sabe poner en cuarentena el propio parecer y tomar consejo en asuntos graves.
De lo expuesto se recaba el papel de los códigos: no son dictados inapelables, sin archivos de experiencia que iluminan y auxilian la decisión, permitiéndole sortear celadas ya encontradas por otros y proporcionando el resultado de una reflexión ponderada.
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