Según el Nuevo Testamento, la empresa farisea desemboca en un fracaso
cuya raíz es la imposibilidad física de la observancia total. En primer
lugar, el hombre no es capaz de mantener semejante tensión y, en
segundo, no es tan libre como se lo imaginaban los fariseos. La Ley
demuestra ser un ideal no realizable, y la perfección integral por medio
de la observancia, un imposible. Esta es la que san Pablo llama la
"maldición de la Ley": "Los que se apoyan en la observancia de la Ley
llevan encima una maldición, porque dice la Escritura: "Maldito el que
no cumple todo lo escrito en el libro de la Ley"" (Gál 3,10); por tanto,
"nadie podrá justificarse ante Dios aduciendo que ha observado la Ley;
con la Ley sólo se consigue tener conciencia del pecado" (Rom 3,20).
Es más, la Ley fomenta la transgresión. El pecado cristaliza ante la prohibición del precepto; el mandamiento pone en efervescencia el desorden interior que, desafiado por el precepto, se plasma en deseo de transgresión. Es precisamente el mandamiento quien permite al pecado desplegar toda su malicia. "La Ley intervino para que proliferase la culpa" (Rom 5,20); "las pasiones pecaminosas, atizadas por la Ley, activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte" (7,5); "si no fuera por la Ley, no habría conocido el pecado" (7,7), "tomando pie del mandamiento, el pecado despertó en mí toda clase de deseos" (7,8); "el mismo mandamiento, destinado a darme vida, me daba muerte, y, de ese modo, por el mandamiento, el pecado resultó más criminal que nunca" (7,13).
La Ley produce la alienación: por una parte, el hombre comprende que el precepto es justo; por otra, el mismo precepto exacerba su inclinación mala; se encuentra descoyuntado por dos fuerzas antagónicas. Si se identifica con su parte mejor, la voluntad, rechaza con ello sus instintos, que se proyectan como una antipersona enemiga, "el pecado": "el bien que quiero hacer, no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que me sale. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo quien actúa, sino el pecado que llevo dentro" (7,20). Es la esquizofrenia: "Yo, que con mi razón estoy sometido a la Ley de Dios, por mis bajos instintos soy esclavo de la ley del pecado" (7,26).
El intento de lograr la vida practicando la observancia lleva, pues, a la desintegración y a la muerte, por la imposibilidad de alcanzar la meta propuesta.
Pero la maldición de la Ley llega más hondo. La imposibilidad de cumplirla dejaría todavía en buena luz el deseo de la voluntad. San Pablo, en cambio, estima que el mismo deseo de salvarse por la observancia pertenece a la esfera del pecado. En primer lugar, porque hace esclavos; el propósito de obtener la perfección por la fidelidad escrupulosa a una Ley supone una renuncia a la libertad personal, que es contraria al designio de Dios: "Estábamos esclavizados por lo elemental", "prisioneros, custodiados por la Ley" (Gál 4,3; 3,23); la Ley son "rudimentos sin eficacia ni contenido, que hacen al hombre esclavo" (ibíd. 4,9), y el esclavo vive en el temor (Rom 8,15), que impide su desarrollo y borra los trazos de la imagen de Dios en él.
Pero el rasgo que condena radicalmente toda la empresa de justificarse ante Dios por la observancia de una ley es su egocentrismo: encierra al hombre con su perfección, centrándolo en sí mismo y en la fidelidad a su observancia; la conciencia de su esfuerzo crea el orgullo y la propia satisfacción, que se traduce en la idea de mérito. Pretende realizarse y salvarse por el propio conato, bajo la mirada del juez duro y exigente, que lo mantiene en temblorosa vigilancia. Empresa triste, que no consigue su objetivo; dispersiva, por la multiplicidad de lo mandado; alienante, por la escisión interior; aisladora, inmisericorde para con los demás.
Rompe el diálogo con Dios, cuya voz no es llamamiento, sino inquisición; rompe con el hombre, al que juzga y condena en nombre de la propia fidelidad. El hombre de la observancia vive encorvado sobre sí mismo, cegadas las puertas al exterior. Pero tampoco consigo está en paz, pues se constituye en su propio juez.
La exigencia que deriva de la santidad divina -mensaje del profeta- suscita en el hombre una tendencia a la imitación, unificada, personal y continua, una actitud libre y alegre que se enfrenta con las realidades que va encontrando. La misma inaccesibilidad del ideal, "sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre del cielo" (Mt 5,48), constituye un incentivo que elude el escrúpulo, y es garantía de misericordia.
El empeño fariseo de perfección, minucioso y atomizado, pretende alcanzarla centímetro por centímetro; planifica la vida según las observancias particulares, cuadrícula la existencia, ahogando su libertad. El ideal está en el hombre mismo y cortado a su medida. En su interior, él mismo es su fiscal; lo estima todo con valoración jurídica, con examen y sentencia continuos y análisis interminable de la pureza de intención. No da la primacía a la mirada de Dios, sino al propio juicio.
El pecado denunciado por el profeta es una crisis en la relación con Dios; buscando el diálogo, obtiene el perdón. La culpa farisea, por el contrario, es sentencia pronunciada en el propio tribunal; como éste es la última instancia, no deja lugar a la espontaneidad de Dios y así no encuentra la misericordia. El hombre, con su examen continuo y obsesivo, se sabe irremediablemente culpable y, por tanto, objeto de la "ira" divina. Su doctrina de la libertad sin límites, además, enseñándole que ser bueno depende sólo de él mismo, lo lleva a la desesperación.
Para salir de su laberinto, tensa el esfuerzo de observancia, pero sólo consigue aumentar el sentido de culpa. Busca entonces ritos expiatorios o absolutorios que le procuren alivio. Con esto, además de la observancia, se impone la carga del ritual, y la exactitud que éste requiere es nuevo motivo de preocupación y nueva fuente de culpabilidad.
El hombre vive así encerrado en sí mismo, abrumado por su vana tentativa de perfección. En fin de cuentas, es un conato superficial, que pretende curar la enfermedad atacando los síntomas, sin acabar con el virus que la produce; es más, el virus prolifera.
Construye sobre una base falsa: la ilusión de su libertad y responsabilidad plenas. A pesar de su fracaso continuo, se enorgullece de la tenacidad de su esfuerzo y de la aceptación integra de la propia responsabilidad. Es casi un desafío a Dios, inconsciente por supuesto: basta con que él me diga cómo tengo que vivir, que yo me encargo de cumplirlo. Presume de una autonomía total en el terreno de la ejecución; si Dios no existiera, no lo echaría de menos. Enfrentándose con los fariseos, la primera bienaventuranza muestra el verdadero cimiento de la perfección humana: "Dichosos los que se saben pobres" (Mt 5,3); es precisamente el realismo respecto a la propia limitación el que obliga a salir de sí mismo y buscar la salvación en Dios; y "todo el que busca encuentra" (Mt 7,8).
El hombre es sujeto de relación personal; en ella encuentra su felicidad y por ella alcanza su pleno ser de hombre. Para ser capaz de entablar relación se requiere apertura a la interpelación y al encuentro. El mal del hombre es la cerrazón, la autonomía orgullosa y aisladora que se reserva la propia vida y se erige en valor supremo. La pretensión de autonomía respecto al Dios vivo y dador de vida es la gran ruina del hombre, él mismo se condena a la muerte. Porque además Dios no quiere al hombre para reservárselo; al contrario, el impacto del Espíritu derriba su cerca y lo abre a los otros.
Uno de los modos más sutiles de autonomía es el propósito de obtener la perfección por la observancia de una Ley. Por eso el deseo de "justificarse por la Ley" pertenece a la esfera del pecado, por bueno y laudable que parezca.
El mal del hombre es vivir sin relación; el bien, vivir en relación con Dios y su prójimo. No pensemos, sin embargo, que Dios busca "imponer sus derechos". El no creó al hombre para tener súbditos a quienes mandar, sino hijos a quienes amar. Dios, que dio vida al hombre, quiere llevarla hasta el cabo. No trata de ejercitar dominio, sino de comunicar su vida. Por eso, el espíritu de esclavitud y temor propio del que vive según la Ley está excluido del cristianismo. Con Cristo ha llegado el momento de la mayoría de edad (Gál 4,1-5); a los ojos de Dios, el hombre no es ya un niño a quien se manda, sino un hijo adulto a quien se confía una misión responsable.
La observancia escrupulosa, privando al hombre de libertad e iniciativa, lo mantienen en el infantilismo, contra el propósito de Dios. La organización libre de la vida, mirando al bien propio y ajeno y respetando la espontaneidad, es necesaria y cristiana. La esclavitud a una observancia, de cuyo exacto cumplimiento se espera la perfección y el agradar a Dios, es fariseísmo. La fidelidad a los dispuesto por temor al que manda o a su castigo no es cristiana. Siguiendo a los profetas y a Jesucristo, hay que centrar la vida en la relación filial, espontánea, amorosa y libre con el Padre del cielo; la conducta derivará de esa actitud fundamental y la inevitable debilidad se encontrará siempre con la misericordia.
Es más, la Ley fomenta la transgresión. El pecado cristaliza ante la prohibición del precepto; el mandamiento pone en efervescencia el desorden interior que, desafiado por el precepto, se plasma en deseo de transgresión. Es precisamente el mandamiento quien permite al pecado desplegar toda su malicia. "La Ley intervino para que proliferase la culpa" (Rom 5,20); "las pasiones pecaminosas, atizadas por la Ley, activaban en nuestro cuerpo una fecundidad de muerte" (7,5); "si no fuera por la Ley, no habría conocido el pecado" (7,7), "tomando pie del mandamiento, el pecado despertó en mí toda clase de deseos" (7,8); "el mismo mandamiento, destinado a darme vida, me daba muerte, y, de ese modo, por el mandamiento, el pecado resultó más criminal que nunca" (7,13).
La Ley produce la alienación: por una parte, el hombre comprende que el precepto es justo; por otra, el mismo precepto exacerba su inclinación mala; se encuentra descoyuntado por dos fuerzas antagónicas. Si se identifica con su parte mejor, la voluntad, rechaza con ello sus instintos, que se proyectan como una antipersona enemiga, "el pecado": "el bien que quiero hacer, no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que me sale. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo quien actúa, sino el pecado que llevo dentro" (7,20). Es la esquizofrenia: "Yo, que con mi razón estoy sometido a la Ley de Dios, por mis bajos instintos soy esclavo de la ley del pecado" (7,26).
El intento de lograr la vida practicando la observancia lleva, pues, a la desintegración y a la muerte, por la imposibilidad de alcanzar la meta propuesta.
Pero la maldición de la Ley llega más hondo. La imposibilidad de cumplirla dejaría todavía en buena luz el deseo de la voluntad. San Pablo, en cambio, estima que el mismo deseo de salvarse por la observancia pertenece a la esfera del pecado. En primer lugar, porque hace esclavos; el propósito de obtener la perfección por la fidelidad escrupulosa a una Ley supone una renuncia a la libertad personal, que es contraria al designio de Dios: "Estábamos esclavizados por lo elemental", "prisioneros, custodiados por la Ley" (Gál 4,3; 3,23); la Ley son "rudimentos sin eficacia ni contenido, que hacen al hombre esclavo" (ibíd. 4,9), y el esclavo vive en el temor (Rom 8,15), que impide su desarrollo y borra los trazos de la imagen de Dios en él.
Pero el rasgo que condena radicalmente toda la empresa de justificarse ante Dios por la observancia de una ley es su egocentrismo: encierra al hombre con su perfección, centrándolo en sí mismo y en la fidelidad a su observancia; la conciencia de su esfuerzo crea el orgullo y la propia satisfacción, que se traduce en la idea de mérito. Pretende realizarse y salvarse por el propio conato, bajo la mirada del juez duro y exigente, que lo mantiene en temblorosa vigilancia. Empresa triste, que no consigue su objetivo; dispersiva, por la multiplicidad de lo mandado; alienante, por la escisión interior; aisladora, inmisericorde para con los demás.
Rompe el diálogo con Dios, cuya voz no es llamamiento, sino inquisición; rompe con el hombre, al que juzga y condena en nombre de la propia fidelidad. El hombre de la observancia vive encorvado sobre sí mismo, cegadas las puertas al exterior. Pero tampoco consigo está en paz, pues se constituye en su propio juez.
La exigencia que deriva de la santidad divina -mensaje del profeta- suscita en el hombre una tendencia a la imitación, unificada, personal y continua, una actitud libre y alegre que se enfrenta con las realidades que va encontrando. La misma inaccesibilidad del ideal, "sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre del cielo" (Mt 5,48), constituye un incentivo que elude el escrúpulo, y es garantía de misericordia.
El empeño fariseo de perfección, minucioso y atomizado, pretende alcanzarla centímetro por centímetro; planifica la vida según las observancias particulares, cuadrícula la existencia, ahogando su libertad. El ideal está en el hombre mismo y cortado a su medida. En su interior, él mismo es su fiscal; lo estima todo con valoración jurídica, con examen y sentencia continuos y análisis interminable de la pureza de intención. No da la primacía a la mirada de Dios, sino al propio juicio.
El pecado denunciado por el profeta es una crisis en la relación con Dios; buscando el diálogo, obtiene el perdón. La culpa farisea, por el contrario, es sentencia pronunciada en el propio tribunal; como éste es la última instancia, no deja lugar a la espontaneidad de Dios y así no encuentra la misericordia. El hombre, con su examen continuo y obsesivo, se sabe irremediablemente culpable y, por tanto, objeto de la "ira" divina. Su doctrina de la libertad sin límites, además, enseñándole que ser bueno depende sólo de él mismo, lo lleva a la desesperación.
Para salir de su laberinto, tensa el esfuerzo de observancia, pero sólo consigue aumentar el sentido de culpa. Busca entonces ritos expiatorios o absolutorios que le procuren alivio. Con esto, además de la observancia, se impone la carga del ritual, y la exactitud que éste requiere es nuevo motivo de preocupación y nueva fuente de culpabilidad.
El hombre vive así encerrado en sí mismo, abrumado por su vana tentativa de perfección. En fin de cuentas, es un conato superficial, que pretende curar la enfermedad atacando los síntomas, sin acabar con el virus que la produce; es más, el virus prolifera.
Construye sobre una base falsa: la ilusión de su libertad y responsabilidad plenas. A pesar de su fracaso continuo, se enorgullece de la tenacidad de su esfuerzo y de la aceptación integra de la propia responsabilidad. Es casi un desafío a Dios, inconsciente por supuesto: basta con que él me diga cómo tengo que vivir, que yo me encargo de cumplirlo. Presume de una autonomía total en el terreno de la ejecución; si Dios no existiera, no lo echaría de menos. Enfrentándose con los fariseos, la primera bienaventuranza muestra el verdadero cimiento de la perfección humana: "Dichosos los que se saben pobres" (Mt 5,3); es precisamente el realismo respecto a la propia limitación el que obliga a salir de sí mismo y buscar la salvación en Dios; y "todo el que busca encuentra" (Mt 7,8).
El hombre es sujeto de relación personal; en ella encuentra su felicidad y por ella alcanza su pleno ser de hombre. Para ser capaz de entablar relación se requiere apertura a la interpelación y al encuentro. El mal del hombre es la cerrazón, la autonomía orgullosa y aisladora que se reserva la propia vida y se erige en valor supremo. La pretensión de autonomía respecto al Dios vivo y dador de vida es la gran ruina del hombre, él mismo se condena a la muerte. Porque además Dios no quiere al hombre para reservárselo; al contrario, el impacto del Espíritu derriba su cerca y lo abre a los otros.
Uno de los modos más sutiles de autonomía es el propósito de obtener la perfección por la observancia de una Ley. Por eso el deseo de "justificarse por la Ley" pertenece a la esfera del pecado, por bueno y laudable que parezca.
El mal del hombre es vivir sin relación; el bien, vivir en relación con Dios y su prójimo. No pensemos, sin embargo, que Dios busca "imponer sus derechos". El no creó al hombre para tener súbditos a quienes mandar, sino hijos a quienes amar. Dios, que dio vida al hombre, quiere llevarla hasta el cabo. No trata de ejercitar dominio, sino de comunicar su vida. Por eso, el espíritu de esclavitud y temor propio del que vive según la Ley está excluido del cristianismo. Con Cristo ha llegado el momento de la mayoría de edad (Gál 4,1-5); a los ojos de Dios, el hombre no es ya un niño a quien se manda, sino un hijo adulto a quien se confía una misión responsable.
La observancia escrupulosa, privando al hombre de libertad e iniciativa, lo mantienen en el infantilismo, contra el propósito de Dios. La organización libre de la vida, mirando al bien propio y ajeno y respetando la espontaneidad, es necesaria y cristiana. La esclavitud a una observancia, de cuyo exacto cumplimiento se espera la perfección y el agradar a Dios, es fariseísmo. La fidelidad a los dispuesto por temor al que manda o a su castigo no es cristiana. Siguiendo a los profetas y a Jesucristo, hay que centrar la vida en la relación filial, espontánea, amorosa y libre con el Padre del cielo; la conducta derivará de esa actitud fundamental y la inevitable debilidad se encontrará siempre con la misericordia.
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