Esta segunda sección abarca desde la mitad del siglo II hasta finales del siglo
III. Defensores de la fe se puede llamar a aquellos Padres y escritores eclesiásticos
que, una vez pasado el tiempo más cercano a los Apóstoles y a sus discípulos
inmediatos, recogieron la antorcha de la enseñanza evangélica y la transmitieron a los
grandes Padres de los siglos IV y V. Se trata de una época especialmente interesante,
porque estos hombres tuvieron que hacer frente a graves peligros, que amenazaban—cada
uno a su modo—la existencia misma de la Iglesia.
Un doble peligro, de carácter externo, está representado por el rechazo del
Evangelio por parte de los judíos y por las cruentas persecuciones de las autoridades
civiles. Frente a las falsas acusaciones de que eran objeto —ateísmo, ser enemigos
del género humano, y otras de más baja ralea—, los cristianos responden con el
ejemplo de su vida y la grandeza de su doctrina. Algunos de ellos, bien preparados
intelectualmente, toman la pluma y escriben extensas apologías—a veces dirigidas a
los mismos emperadores—con la finalidad de confutar esas acusaciones calumniosas.
Brillan los nombres de San Justino, de Atenágoras, de Teófilo..., entre otros muchos.
Otro peligro—más insidioso, y mucho más grave—fue la aparición de
herejías en el seno de la Iglesia. Se trata fundamentalmente de dos errores: el
gnosticismo y el montanismo. Mientras el primero es partidario de un cristianismo adaptado
al ambiente cultural-religioso del momento—y, por tanto, vaciado de su contenido
estrictamente sobrenatural—, los montanistas predicaban la renuncia total al mundo.
Las corrientes gnósticas—con sus variadísimas ramificaciones y formas de
expresión, algunas quizá de raíces anteriores al Cristianismo— constituyen el
primer intento sistemático de dar una explicación racional de la fe, adaptándola a la
cultura de su tiempo y acogiendo los mitos de las religiones orientales. Para eso no dudan
en mutilar gravemente los libros sagrados, rechazan arbitrariamente los pasajes que les
estorban, y se inventan revelaciones de las que sólo ellos serían depositarios, al
margen de la Jerarquía de la Iglesia. Este espíritu gnóstico, en formas diversas, ha
estado siempre presente en la historia, también en la actualidad.
El montanismo, a su vez, incurre—por razones en parte opuestas—en el
mismo rechazo de la Jerarquía. Los montanistas (llamados así a causa de su fundador,
Montano) esperaban de un momento a otro el fin de todas las cosas y proponían a los
cristianos el alejamiento completo del mundo, concebido como lugar de perdición. Se
mostraban muy rigoristas frente a los que habían pecado; y quienes no se adherían a sus
ideas eran considerados como extraños a la Iglesia, que sólo se encontraba—según
ellos—en sus propias comunidades.
Uno y otro error organizaron una propaganda muy eficaz y amenazaron gravemente la
fe y la existencia misma de la Iglesia fundada por Cristo. El montanismo ponía en peligro
su misión y carácter universales; el gnosticismo atacaba su fundamento espiritual y su
carácter religioso, y fue con mucho el más peligroso.
En estas circunstancias, el Espíritu Santo—que asiste invisiblemente a la
Iglesia, según la promesa de Cristo, y le asegura perennidad en el tiempo y fidelidad en
la fe—suscitó hombres de inteligencia privilegiada que, empuñando las armas de la
razón, con un análisis cuidadoso de la Sagrada Escritura, hicieron frente a estos
errores y mostraron el carácter «razonable» de la doctrina cristiana. Comenzaba de este
modo el quehacer propiamente teológico, que tantos frutos daría en la vida de la
Iglesia.
Entre estos Padres y escritores destaca San Ireneo de Lyon, que reúne en su
persona las tradiciones de Oriente y Occidente; luego, en Oriente, Clemente Alejandrino,
Orígenes, y San Gregorio el Taumaturgo; en la Iglesia de Roma, Minucio Félix y San
Hipólito; finalmente, en torno a Cartago, en el norte de Africa, Tertuliano, San Cipriano
y Lactancio.
J. A. LOARTE
El tesoro de los Padres
Rialp, Madrid, 1998
El tesoro de los Padres
Rialp, Madrid, 1998
Los escritos de los padres apostólicos iban dirigidos a las comunidades
cristianas, para su instrucción y edificación.. Pero a partir del siglo ll aparecen
escritos de autores cristianos dirigidos a un público no cristiano, con el propósito de
deshacer las calumnias que se propalaban acerca del cristianismo y de informar acerca de
la verdadera naturaleza de esta nueva religión. Estos autores se suelen agrupar bajo el
nombre de «apologetas», aunque no siempre su intención se limitaba a la simple
apologética o defensa del cristianismo: en muchos de estos escritos hay además una
verdadera intención misionera y catequética, con el propósito de ganar adeptos para el
cristianismo entre aquellas personas que se interesaban por el peculiar modo de vida de
los cristianos. En este aspecto los apologetas representan el primer intento de
exposición escrita del mensaje cristiano en forma inteligible para los no cristianos.
Algunas veces estos escritos pretenden ir dirigidos a las autoridades o
representantes del Estado que perseguían al cristianismo, intentando mostrar la inocencia
de los cristianos con respecto a los crímenes de que se les acusaba y la inanidad de las
razones en que se fundaba la persecución. En otras ocasiones, tales escritos se dirigían
a un público más general, y pretendían disipar las acusaciones de irracionalidad y de
superstición contra el cristianismo, mostrando a las clases cultas, especialmente a los
filósofos, la razonabilidad, coherencia y bondad intrínseca de los principios
cristianos, o disipando las calumnias groseras que corrían entre las clases populares
acerca del cristianismo. La polémica que surgió muy pronto entre el judaísmo y el
cristianismo tiene también un lugar importante en los escritos de algunos de los
apologetas, los cuales intentan señalar las diferencias entre el judaísmo y el
cristianismo, y la superioridad de este úItimo.
Es natural que al pretender expresar el mensaje cristiano de una manera
inteligible y atractiva para los no cristianos, los apologetas lo hicieran en lo posible
según las categorías mentales propias de la época. La apologética representa así el
primer intento de verter el cristianismo a las categorías y modos de pensar propios del
mundo helenístico. En este intento de adaptar el cristianismo a la mentalidad
grecorromana, se subrayan más aquellos aspectos que podían más fácilmente ser
comprendidos dentro de aquella mentalidad: la bondad de Dios, manifestada en el orden del
universo, que era ya un tema predilecto de la filosofía helenística; su unicidad probada
con argumentos en los que se combinan elementos de la tradición bíblica con otros
provenientes de la filosofía de la época; la excelencia moral de la vida cristiana como
coincidente con el antiguo ideal de la "vida filosófica", basada en la
moderación de las pasiones y en la sumisión a los dictámenes de la recta razón; la
esperanza de una inmortalidad vagamente presentada como la verdadera realidad que
prometían los misterios del paganismo. En cambio, el misterio de la salvación por Cristo
crucificado y resucitado, que los paganos más difícilmente podían comprender, queda un
tanto como en segundo plano o como en tono menor.
Sin embargo, en manera alguna se puede decir que los apologetas presentaran un
«cristianismo desvirtuado», convertido en mera filosofía. Insisten en que mientras toda
filosofía no tiene otra garantía que la de la razón humana falible, el cristianismo se
funda en la revelación de Dios, hecha primero en la Escritura y luego en el mismo Verbo
de Dios encarnado, y en que la salvación que espera el cristiano es un don gratuito de
Dios, más allá de todo lo que puede prometer filosofía alguna. La aportación más
importante de la apologética cristiana primitiva es la de que Dios es el Dios universal y
salvador de todos los pueblos, sin que ante él valga la distinción entre judíos y
griegos. Esto había sido, por una parte, elemento esencial de la predicación de Pablo, y
por otra, era algo que empezaba a ser reconocido por el mejor pensamiento filosófico de
la época. Los apologetas, al recoger la doctrina del Dios único y salvador universal de
todos los hombres, aseguraron el triunfo definitivo del cristianismo frente al politeísmo
pagano.
Con todo, con respecto al paganismo pueden verse en los apologetas dos actitudes
muy distintas. Mientras algunos —Taciano, Teófilo, Hermias— condenan sin más y
en bloque toda la cultura pagana como incompatible con el cristianismo, otros
—Justino, Atenágoras, Arístides— saben estimar positivamente los valores que
los paganos habían alcanzado con la razón natural, y tienden a representar el
cristianismo como complemento y coronación de los mismos.
JOSEP VIVES
Los Padres de la Iglesia
Ed. Herder, Barcelona, 1982
Los Padres de la Iglesia
Ed. Herder, Barcelona, 1982
LOS APOLOGISTAS GRIEGOS
La opinión pública sobre los cristianos
A medida que
avanzaba el siglo II, los cristianos, a pesar de que eran una minoría
insignificante, comenzaban a ser bastante conocidos; o, mejor dicho, mal
conocidos.
No debían de llevar
muchos años en Roma cuando ya habían sido oficialmente acusados de haber
provocado el pavoroso incendio que asoló la ciudad en tiempos de Nerón y que los
contemporáneos llegaron a sospechar si no habría sido ordenado por el propio
emperador.
Esta acusación
oficial y maliciosa apunta a la difusión previa de otras calumnias en los
ámbitos palatinos; calumnias que fueron posiblemente lanzadas o fomentadas por
judíos influyentes en aquellos círculos, ya que para muchos de ellos, como le
había ocurrido antes a San Pablo, el cristianismo era una herejía peligrosa que
había que erradicar como fuera.
La llamada
persecución de Nerón, del año 64, consecuencia del incendio de Roma, fue una
explosión súbita aunque breve, y de gran crueldad aunque limitada a la ciudad de
Roma; según la tradición, en ella sufrieron el martirio San Pedro y San Pablo.
Pero actuó además como poderoso altavoz de las calumnias contra los cristianos,
a las que parecía dar un refrendo oficial.
Tácito, al
hablarnos de este suceso, describe a los cristianos como gente culpable de
muchos crímenes, que se pueden resumir, dice, en el desprecio que sienten
por el género humano. La imagen pública que se extenderá a partir de este
momento va a ser de este estilo: los cristianos son gente reclutada entre lo
peor de la sociedad que, llevados de su misantropía, se retiran de la vida
ordinaria y normal; desprecian los ideales, costumbres y religión de sus
mayores y se convierten por tanto en un cáncer para la sociedad; viven
además de una manera desarreglada; y por todas estas cosas han de engendrar
la ira de los dioses sobre la sociedad que los tolera en su seno.
La imaginación
popular añadiría pronto algunos adornos. Tenemos testimonios repetidos de la
tenacidad con que el vulgo, y algunos que no lo eran, retenían unos
infundios que se habían extendido tempranamente: en sus reuniones, los
cristianos escondían un recién nacido bajo un montón de harina y, al que iba
a ingresar en la secta, vendándole los ojos, le hacían dar cuchilladas a la
harina que después, con horror, veía teñida de sangre; celebraban sus
fiestas con estos banquetes, que terminaban, con las luces apagadas, en una
orgía general; además, adoraban la cabeza de un asno, cosa que también se
decía de los judíos. Una y otra vez, pese a su disgusto, se verán obligados
los cristianos a aludir a estas monstruosidades para negarlas.
En adelante
será cada vez más frecuente que la primera información que el hombre de la
calle reciba sobre los cristianos sea la que corresponde a estas
perspectivas no ya deformadas o caricaturescas, sino completamente falsas.
Por lo que
sabemos, la atención de los intelectuales comenzó a ser atraída algo más
tarde, y conocemos las opiniones de algunos de ellos. Hacia la mitad del
siglo II, Frontón de Cirte, en Cirene, el preceptor de los emperadores
Antonino Pío y Marco Aurelio, repetía las mismas habladurías con gran
seguridad, poco menos que como si él mismo hubiera sido testigo presencial
de esos desmanes.
Por ese mismo
tiempo, Luciano de Samosata se burlaba de los cristianos, como había hecho
de tantas otras cosas y personas, en un escrito satírico,
Sobre la muerte de Peregrino.
Peregrino es un vividor que se
introduce entre los cristianos; con sus supercherías, se convierte en un
gran personaje de la secta; y acaba por pasar como confesor de la fe,
rodeado del fervor popular, cuando en realidad el motivo de que esté en la
cárcel es el asesinato de su padre; sin embargo, los cristianos sólo le
abandonan cuando descubren que ha incumplido una de sus reglas. No hay
acritud en la burla de Luciano; los cristianos no son gente peligrosa, sino
unos pobres infelices. De hecho, Luciano no sabe casi nada de ellos, excepto
las habladurías que sin duda corrían por la plaza pública. Marco Aurelio, el
emperador filósofo, iba a ser más o menos de la misma opinión que Luciano,
aunque fue más allá, y su desprecio le llevó a decir que estos hombres eran
merecedores de la muerte por su espíritu de rebeldía y por su tonta
terquedad.
Es algo más
tardío, de las últimas décadas del siglo, el más serio ataque intelectual al
cristianismo. Nos referimos al
Discurso de la doctrina verdadera,
de Celso, obra conocida por los numerosos y
amplios pasajes que unos setenta años más tarde copió Orígenes, al refutarla
párrafo por párrafo en su
Contra Celso. No consta que
el escrito tuviera un gran eco en su tiempo, pero sí se trata de un ataque
muy meditado. Celso conoce mejor el cristianismo; ha hablado con cristianos;
ha leído los Evangelios y parte del Antiguo Testamento, y está familiarizado
con otros escritos cristianos; expone las doctrinas de esos hombres y lo
que, según él, se deduce de ellas; y su juicio es completamente negativo y
lleno de agresividad. Jesús y sus Apóstoles no eran más que unos vagabundos
hinchados con su propia importancia, sus doctrinas son un desafortunado
revoltijo de verdades ya sabidas, y su actitud no deja de ser un peligro
para la sociedad. Es absurdo que el mundo pueda ser creado de la nada, o que
Dios hable a los hombres, y aún más que baje a la Tierra, pues Dios es
absolutamente trascendente e inmutable; Jesús era, como mucho, un mago que
conocía la magia de Egipto. Además, los cristianos se niegan a razonar, y
muestran su propia insensatez al creer firmemente en cosas indemostrables;
hacen sus prosélitos entre lo más bajo e ignorante de la población;
ridiculizan la religión de sus mayores; su palabra sólo la escuchan los
criminales, que así se animan a seguir con sus crímenes; y, por tanto, no
hay que tenerles ninguna compasión cuando el poder los persigue.
La rectificación:
la fe y las costumbres de los cristianos son admirables
Éste es más o
menos el ambiente en el que surgieron los escritos de defensa
o apologías
(del griego apología, defensa). Estos
escritos van por tanto destinados a un público muy diferente a aquel para el
que escribían los Padres apostólicos. Las apologías se dirigen a los paganos
o, a veces, a los judíos; no se dirigen a los cristianos, a los que sin
embargo debía de reconfortar su lectura, al comprobar que sus doctrinas y su
género de vida eran defendidas con argumentos aceptables para cualquier
hombre de buena voluntad.
Los temas que
se abordan en las apologías corresponden a los infundios del ambiente; unos
cuantos de entre ellos suelen aparecer en la mayoría de las apologías,
aunque con distinto énfasis. Así por ejemplo: los cristianos no son ateos,
sino que adoran al único Dios, el mismo que los mejores de los filósofos
paganos llegaron a descubrir; no son infieles al Estado, aunque se nieguen a
adorar a los dioses falsos o al mismo emperador, a quien sin embargo pagan
los impuestos y sirven; no atraen males a la sociedad por no adorar a los
dioses, pues éstos no son nada, o son demonios, ya que enseñan y fomentan el
mal con el culto a menudo depravado que se les da; por el contrario, atraen
bienes, al orar al verdadero Dios por el mismo Estado y sus autoridades.
Los cristianos
no sólo son inocentes de las inmoralidades que se les achacan, sino que su
comportamiento, entre ellos y con los que no son cristianos, es moralmente
mucho más elevado que el de los paganos; no son tampoco gente rara que huye
del mundo, sino que comparten todos los afanes de sus conciudadanos, a
quienes procuran ayudar en todo.
También se
protesta de la inicua ley que condena a los cristianos por el mero hecho de
serlo; no se puede condenar por un nombre, sin averiguar qué significa, sin
molestarse en saber qué son y cómo viven los cristianos y qué es lo que
hacen o dicen que merezca el castigo: esto no es un comportamiento
ilustrado, digno de emperadores que cultivan la filosofía.
A todo esto
suelen unir los apologistas, de manera y con intensidad variada, la
acusación de que a menudo entre los paganos sí que se dan los vicios de que
ellos acusan a los cristianos, y aun peores; otras veces su actitud es más
amable, y procuran en cambio convencer al lector pagano sin herirle; y otras
hacen ambas cosas.
También varía
la actitud de los apologistas ante la filosofía pagana, ante el saber en
general y el arte; unas veces es de aprecio, como en San Justino, y otras de
repudio, como en Taciano.
En general se
puede sin embargo decir que las apologías del grupo de los llamados
apologistas griegos son griegas hasta en su concepción, y tratan de mostrar
que el cristiano no sólo se conforma con los ideales aceptados por el
helenismo, sino que el cristiano es el único capaz de encarnar de verdad ese
ideal.
Las apologías
dirigidas a los paganos raramente se apoyan en textos sagrados, que no
tienen ningún valor especial para sus lectores. Por lo mismo, la
presentación que hacen de la doctrina de Cristo se suele ceñir a aquellos de
sus aspectos que de alguna manera se hallan ya cerca de la mentalidad del
público pagano. Se busca conseguir de él una actitud de comprensión y
benevolencia, con la esperanza, a veces claramente manifestada, de su
posterior acercamiento a la fe; pues aunque la intención fundamental de
estos escritos es que se deje vivir en paz a los cristianos, el interés
proselitista no deja de estar presente.
La forma más
usual de las apologías dirigidas a los paganos es la de un alegato dirigido
unas veces al pueblo y otras al emperador o a la suprema autoridad local o
provincial, aunque siempre con la intención de que sea ampliamente leído.
Otras veces, tanto estas apologías como las dirigidas a los judíos, toman en
cambio la forma literaria de un diálogo.
En las
apologías dirigidas a los judíos, la argumentación era lógicamente distinta.
Aquí sí se usa el Antiguo Testamento, y en general se muestra que la
revelación antigua era una preparación de la nueva, y que la ley vieja ha
sido substituida por la nueva del Evangelio; varían de un autor a otro los
términos con que se describe esta abrogación y la culpabilidad que se
atribuye a los judíos que no la han aceptado; en algún caso extremo, de
manera semejante a lo que ocurría en la Epístola de Bernabé que ya hemos
descrito, la repulsión hacia el judaísmo es extrema.
Podríamos
ilustrar lo dicho sobre el contenido de las apologías con el esquema de una
de las más breves y mejor escritas que nos han llegado, el Discurso a
Diogneto.
El autor dirige
su obra a Diogneto, que puede ser un nombre propio pero también un título
dado al emperador («conocido de Zeus»), para responder a su interés por
conocer la doctrina y la vida de los cristianos. Comienza refutando la
idolatría: las imágenes a las que se adora no son dioses, sino objetos
hechos por los hombres y que no pueden valerse por sí mismos; también los
judíos están equivocados, pues aunque adoran al Dios verdadero, lo hacen con
ritos innecesarios y ridículos, a los que conceden gran importancia. Los
cristianos en cambio, que viven en este mismo mundo sin huir de él, que usan
el mismo vestido y la misma lengua y viven en las mismas ciudades, están en
el mundo como si no fueran de él; son como el alma del mundo, aborrecidos
por éste y sin embargo dándole vida. Sus convicciones son tan firmes que no
vacilan en dar la vida para no abandonarlas; pues no se han inventado su
doctrina, sino que la han recibido de Dios, que se ha manifestado
últimamente, enviando a su Hijo amado para que nos revelara lo que desde un
principio tenía preparado para nosotros; además, el Hijo de Dios nos ha
librado de nuestra culpa sufriendo por nuestros pecados. Exhorta después a
Diogneto a conocer a Dios Padre y a amarle a Él y al prójimo para que,
viviendo en la tierra, pueda contemplar al Dios del cielo.
Las apologías
Estudiaremos ahora el grupo de los primeros apologistas, que eran griegos.
Más adelante, a fines del siglo II, nos encontraremos con apologías latinas
(Minucio Félix, Tertuliano) y luego con las de autores más tardíos, pues el
género estaba destinado a tener una larga vida; basta considerar que una de
las obras más importantes de San Agustín, La ciudad de Dios, es en
gran parte una apología. Pasaremos pues revista, con una cierta brevedad, a
las obras de los apologistas griegos, en las que nos limitaremos
a señalar alguna particularidad notable dentro de estas características
generales que hemos avanzado. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que
aun cuando estos autores son fundamentalmente conocidos por sus apologías,
escribieron también otras obras, algunas de las cuales se conservan, y que
serán brevemente descritas bajo el correspondiente autor.
Cronológicamente,
se pueden clasificar como sigue las apologías de los apologistas griegos:
-
hacia los años 123/124, bajo el emperador Adriano, las de CUADRATO (¿Epístola a Diogneto?) y ARÍSTIDES DE ATENAS;
-
bajo el emperador Antonino Pío (138-161), las de ARISTÓN DE PELLA y SAN JUSTINO MÁRTIR;
-
bajo el emperador Marco Aurelio (161-180), las de TACIANO EL SIRIO, MILCÍADES, APOLINAR, ATENÁGORAS DE ATENAS, TEÓFILO DE ANTIOQUÍA, MELITÓN DE SARDES y HERMIAS.
Los primeros apologistas
En los años 123
ó 124, CUADRATO presentó en Atenas una apología al emperador Adriano
(117-138) que se ha perdido. Es posible que esta apología sea precisamente
la Epístola a Diogneto que hemos resumido más arriba, y que hasta
hace poco se solía poner en una fecha más avanzada del siglo, hacia su
final. A menudo, esta carta se clasifica también entre los escritos de los
Padres Apostólicos.
Por los mismos
años 123 ó 124, ARÍSTIDES DE ATENAS, filósofo, también dirigió una apología
a Adriano. El autor dice de sí mismo que llegó al conocimiento de Dios por
la necesidad de explicarse el orden del universo; expone los errores de
bárbaros, griegos y judíos, en contraste con la verdad de los cristianos y
con la elevación de sus costumbres.
Los apologistas del tiempo de Antonino Pío
En tiempos del
emperador Antonino Pío (138-161) hay registrados dos autores. Uno es ARISTÓN
DE PELLA, que hacia el 140 escribió la primera apología contra los judíos,
titulada Discusión entre Jasón y Papisco sobre Cristo, que se ha
perdido.
El otro, SAN
JUSTINO MÁRTIR, es el más importante de los apologistas griegos, y su obra
no se limita a las apologías. Justino nació en Palestina, en la antigua
Siquem, de padres paganos, y parece que su conocimiento del judaísmo lo
adquirió más tarde. Él mismo nos cuenta su itinerario espiritual en busca de
la verdad, y cómo acudió a diversos maestros de diferentes escuelas
filosóficas, hasta que encontró el cristianismo. Llegado a Roma, puso una
escuela en la que enseñaba su filosofía, la cristiana, y allí, por las
envidias de un maestro pagano que seguía la filosofía cínica, Crescente, fue
denunciado como cristiano y murió mártir, probablemente en el año 165. Se
conserva el relato auténtico de su martirio, basado en actas oficiales.
Obras suyas
fueron un Libro contra todas las herejías, otro Contra Marción,
un Discurso contra los griegos y una Refutación de tema
semejante, un tratado Sobre la soberanía de Dios y otro Sobre el
alma, y aun algún otro. Pero a nosotros nos han llegado sólo tres
escritos: dos apologías contra los paganos (Apologías) y otra contra
los judíos (Diálogo con Trifón).
Las dos
Apologías están dirigidas al emperador Antonino Pío y fueron escritas
alrededor del año 150; probablemente son dos partes de la misma obra, que
luego se desdobló. En ellas se pide al emperador que juzgue de los
cristianos sólo después de escucharles, pues no es sensato condenar a
alguien por un nombre, el de cristiano, sino sólo por crímenes reales.
Expone luego la doctrina cristiana, tanto en lo referente a las creencias
como a la moral y el culto, amonestando de nuevo al emperador y añadiendo
que aun cuando las persecuciones están provocadas por los demonios, no
pueden dañar a los cristianos, que también así llegan a la vida eterna.
El Diálogo
con Trifón es el más importante de estos escritos apologéticos. Trifón
es un judío al que Justino encontró en Éfeso y con quien probablemente trató
de algunas de estas cuestiones, escritas mucho más tarde, después de las dos
Apologías. La argumentación de Justino se apoya mucho ahora en el
Antiguo Testamento, base aceptada por los dos interlocutores; Justino expone
que la ley de Moisés era provisional, mientras que el cristianismo es la ley
nueva, universal y definitiva; explica por qué hay que adorar a Cristo como
a Dios, y describe a los pueblos que siguen a Cristo como el nuevo Israel.
Seguramente el
pensamiento de Justino queda sólo parcialmente reflejado en estas obras de
apología, dirigidas por tanto a los no cristianos. En ellas trata de mostrar
aquellos extremos en que coincide la enseñanza de los filósofos,
especialmente la de los platónicos, y la fe de los cristianos.
Su concepto de
Dios es tan absolutamente trascendente, que piensa que no puede establecer
ningún contacto con el mundo, ni siquiera para crearlo, si no es a través de
un mediador, que es el Logos (en griego, la razón); al principio el Logos
estaba de alguna manera en Dios, pero sin distinguirse realmente de Él;
luego, justo antes de la creación, emanó de Dios con el fin de crear y de
gobernar el mundo; sólo después de esta emanación parece pensar Justino que
se constituye el Logos en persona divina, aunque permanece subordinado («subordinacionismo»)
al Padre. El Logos nos revela al Padre, y es el maestro que nos lleva a Él.
Pero esta
doctrina sobre el Logos tiene aún otro significado para Justino. El Logos en
toda su plenitud sólo apareció en Cristo, pero de una manera tenue estaba ya
en el mundo, pues en cada inteligencia humana hay una semilla del Logos,
capaz de germinar. De hecho, germinó en los profetas del pueblo de Israel y
en los filósofos griegos; y por este origen común, no puede haber
contradicción entre el cristianismo y la verdadera filosofía; con mayor
razón, dice, puesto que Moisés fue anterior a los filósofos, y éstos tomaron
sus verdades de él.
Justino es el
primer escritor que completa la comparación entre Adán y Cristo de San Pablo
con la comparación entre Eva y María. Es uno de los primeros testimonios del
culto a los ángeles, cuyo pecado interpreta como pecado de la carne, pues
piensa que tienen una cierta corporeidad; también piensa que los demonios no
irán al fuego eterno hasta el momento del juicio final y que hasta entonces
vagan por el mundo tentando a los hombres: especialmente, tratando de
apartarles de Cristo. Justino es también milenarista.
Tiene especial
importancia el testimonio de Justino sobre la Eucaristía. Describe la
celebración eucarística que tiene lugar después de la recepción del
bautismo, y la de todos los domingos; el domingo, dice, se ha elegido porque
en este día creó Dios el mundo y resucitó Cristo. Primero se hace una
lectura de los Evangelios, a la que sigue la homilía; después se dicen unas
oraciones rogando por los cristianos y por todos los hombres, seguidas del
ósculo de paz; luego viene la presentación de las ofrendas, su consagración,
y su distribución por medio de los diáconos. El pan y el vino, consagrados,
son ya el Cuerpo y la Sangre del Señor, y esta ofrenda constituye el
sacrificio puro de la nueva ley, pues los demás sacrificios son indignos de
Dios.
Los apologistas del tiempo de
Marco Aurelio.
Bajo Marco
Aurelio, el emperador filósofo (161-180), tenemos otra serie de apologistas,
algunos de los cuales parece que escribieron en el ambiente creado por la
persecución de este emperador (176-180).
TACIANO EL
SIRIO, nacido de una familia pagana y en Siria, seguramente en la zona
cercana al imperio persa («nacido en tierra de asirios», dice de sí mismo),
y con una gran antipatía hacia todo lo griego, se convirtió quizá en Roma,
donde acudió a la escuela de Justino; como su maestro, había llegado al
cristianismo después de una larga búsqueda de la verdad entre los filósofos.
Pero a diferencia de Justino, Taciano rechaza completamente no sólo la
filosofía de los griegos, sino toda su cultura y sus costumbres. Regresó a
Oriente hacia el 172, y dio origen a una secta rigorista, llamada de los
encratitas, que proscribía el matrimonio, el comer carne y el beber vino,
hasta el punto de que en la misma Eucaristía lo substituyó por agua.
De sus obras
sólo dos se conservan. Una, que al parecer era la más importante de todas y
que se puede reconstruir con las traducciones que tenemos, es el
Diatessaron; se trata de una concordia de los cuatro evangelios, hecha
con objeto de presentarlos en un solo relato continuo; parece que fue muy
utilizado, incluso en la liturgia, durante un largo tiempo; su traducción al
latín fue posiblemente la primera versión latina del Evangelio.
La otra obra es
el Discurso contra los griegos, una apología que, más que una defensa
frente a los paganos, es un ataque virulento y desmesurado contra todo lo
griego, al que añade la exposición de algunos puntos de la religión
cristiana: Dios, el Logos, el pecado original, los demonios y su actividad,
la posibilidad de que el hombre se haga inmortal si sabe rechazar
completamente la materia, el misterio de la encarnación, la conducta de los
cristianos; la religión cristiana, dice, es la más antigua de todas, pues
Moisés es anterior a cualquier pensador griego.
De MILCÍADES,
nacido en Asia Menor y discípulo de Justino, y de APOLINAR, obispo de
Hierápolis, no se conservan las apologías que escribieron por este tiempo,
ni tampoco ningún otro de sus escritos.
En cambio, de
ATENÁGORAS DE ATENAS, contemporáneo de Taciano, se conserva una Súplica
en favor de los cristianos, escrita hacia el 177 y dirigida a Marco
Aurelio y a su hijo Cómodo, asociado al Imperio; está escrita con elegancia
y moderación, con abundantes citas paganas, y en ella refuta las acusaciones
acostumbradas: los cristianos no son ateos, sino monoteístas, como algunos
de los mejores pensadores paganos; no son culpables de canibalismo, pues
aborrecen el asesinato, y por eso no van al circo y respetan la vida del
niño más pequeño; no sólo no organizan las orgías de que se habla, sino que
tienen en gran aprecio la castidad. De este mismo autor se conserva además
un discurso Sobre la resurrección de los muertos, donde explica que
lejos de ser imposible o inconveniente para Dios que los muertos resuciten,
es muy razonable, para que el cuerpo reciba con el alma el premio o el
castigo de las obras en cuya ejecución también participó.
Trata
Atenágoras, por primera vez, de demostrar filosóficamente que sólo puede
haber un Dios. Explica, con más claridad que los anteriores, la divinidad
del Logos, evitando aun las apariencias de subordinacionismo; utiliza
también alguna expresión especialmente afortunada al hablar de la Trinidad,
aunque usa el término «emanación» al referirse al Espíritu Santo. Habla
también de la existencia de los ángeles. Al explicar cómo los cristianos han
recibido la doctrina que profesan, contrapone la inseguridad de las
enseñanzas de los filósofos con la certeza de la revelación hecha por Dios a
unos hombres elegidos. Trata también del aprecio a la virginidad y de la
indisolubilidad del matrimonio, que está orientado hacia la procreación.
TEóFILO DE
ANTIOQUÍA, según Eusebio de Cesarea, fue el sexto obispo de aquella sede,
nació de padres paganos cerca del Éufrates, en los confines del Imperio
cercanos a Persia, y recibió una educación helenística. Era ya mayor cuando
se convirtió, después de un estudio profundo de las Escrituras.
De sus obras
quedan sólo los tres libros A Autólico, un amigo frente al que
defiende el cristianismo, que fueron escritos poco después del 180. En ellos
trata del Dios verdadero y de la idolatría, contrasta las enseñanzas de los
profetas con las fábulas griegas, y por fin describe la superioridad del
comportamiento moral de los cristianos, refutando de paso las famosas
calumnias. Repite la idea de que Moisés es más antiguo que cualquier
filósofo. Sus otras obras parece que versaban sobre las Sagradas Escrituras
o que atacaban algunas herejías.
Teófilo es el
primero que usa la palabra trías para referirse a las tres personas
divinas juntas. Es también el primero que distingue entre la Palabra
inmanente en Dios (Logos endiácetos) y la Palabra proferida por Dios (Logos
proforikós). Piensa que la inmortalidad del alma no es algo natural, sino un
premio a la obediencia a Dios, idea que volveremos a encontrar alguna vez.
MELITÓN DE
SARDES, obispo de esta ciudad, en Lidia, escribió hacia el 170 una apología
destinada a Marco Aurelio. Esta apología se ha perdido, aunque conocemos un
detalle, por un fragmento conservado: Melitón subraya que desde la aparición
del cristianismo las cosas han ido mucho mejor para el Imperio. De las
muchas obras suyas cuyo título nos es conocido, sólo nos ha llegado una
Homilía sobre la pasión del Señor, descubierta recientemente; en ella
domina la idea de la preexistencia de Cristo, que se encarnó en la Virgen
para rescatar al hombre del pecado, de la muerte y del demonio.
De HERMIAS,
posiblemente del siglo III, se tiene solamente una breve sátira, el
Escarnio de los filósofos paganos.
Puede darnos
una idea de la extensión de las apologías que hemos descrito, el número de
páginas que ocupan en la edición de la BAC que citaremos enseguida en los
textos. La mayor parte se sitúan entre las 15 páginas (Discurso a
Diogneto) y las 70; más largo es el Discurso contra los griegos
de Taciano, con 100 páginas, pero a todas las supera el más importante autor
del grupo, San Justino, cuyo Diálogo con Trifón ocupa 250 páginas, y
su Apología en dos partes otras 100 páginas.
ENRIQUE MOLINÉ
LOS PADRES DE LA IGLESIA
Edic. Palabra. Madrid 2000
LOS PADRES DE LA IGLESIA
Edic. Palabra. Madrid 2000
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