En el pasaje de Flp 2,6-11, antes comentado, se describe la actividad de
Cristo hombre como una obediencia a Dios. Podemos ilustrarlo ahora
desde un punto de vista más positivo considerando el Evangelio de
Marcos.
Según este Evangelio, toda la vida de Jesús es lucha contra el mal, personificado en Satanás. Para san Marcos, la victoria de Jesús contra Satán inaugura la nueva edad del mundo, que resplandecerá en la manifestación del reino de Dios.
Comienza el evangelista presentando la figura de Juan Bautista, apoyada en el testimonio de las profecías. El Antiguo Testamento se acercaba a su culminación, pues Juan preparaba la llegada del Mesías salvador. El mensajero anunciado anuncia a su vez un acontecimiento inminente: está para llegar el más fuerte, el que bautizará con Espíritu Santo. Ese más fuerte es Jesús, portador del Espíritu de Dios: "Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo" (Hch 10,38).
Terminado el bautismo en el río, el Espíritu desciende visiblemente sobre Jesús, que aparece en esta escena situado entre el mundo de la historia y el mundo trascendente, al mismo tiempo en el río Jordán bajo el cielo que se rasga. Mientras se oye la voz del Padre, que lo proclama Hijo, se posa el Espíritu sobre él, dándole la fuerza para luchar con Satanás el fuerte (Mc 3,27), jefe y dios de este mundo (2 Cor 4,4). Con esta descripción pone san Marcos de relieve la intervención decisiva de Dios en la historia humana; Dios mismo habla para subrayar su importancia. El Espíritu, don de los últimos días, está presente; comienza la etapa final del mundo. Un nuevo dinamismo entra en la historia y va a empeñarse la batalla decisiva.
Para su lucha, el Espíritu empuja a Jesús al desierto. Según san Mateo, Satanás tienta a Cristo para desviarlo de su misión como Mesías. En la primera tentación lo incita a satisfacer el hambre usando de su poder, a ejercer su autonomía olvidando a Dios, a hacer historia por su cuenta, sin contar con el designio divino: ateísmo práctico.
Cuando Jesús afirma su dependencia de Dios, Satanás ataca en el sentido opuesto: si hay un designio divino, Jesús puede tomar las iniciativas que quiera, que no le faltará la protección de Dios; si se tira de la torre, Dios enviará a sus ángeles, pues así lo ha prometido. Se trataba de una conducta también autónoma, pero tentando a Dios, instrumentalizándolo. Satanás lo inducía al providencialismo literalista que exime al hombre de toda responsabilidad, como si el poder de Dios estuviera a merced del capricho del hombre.
Las respuestas de Cristo muestran la concepción cristiana de la historia: Dios la va dirigiendo según su designio, pero esto no quita responsabilidad al hombre, que debe "interpretar los signos de los tiempos" (Mt 16,3) para descubrir en ellos "las palabras que salen de la boca de Dios" y colaborar activamente. Responsabilidad sosegada, pues sabe que el fardo de la historia no pesa enteramente sobre sus hombros.
En la tercera tentación se desenmascara Satanás y se juega el todo por el todo. Propone a Jesús la visión de un Mesías triunfante que usa el poder para implantar el reino de Dios en la tierra. Le muestra y le ofrece el "esplendor" de los reinos del mundo, es decir, la riqueza y la pompa, el poder militar y político. AL que poseyera todo eso lo seguirían los hombres, el triunfo estaría asegurado. La única condición que pone el diablo es que Jesús le rinda homenaje, reconociéndolo por soberano. La escena propone esta lección: estimar que el reino de Dios se establece por medio del poder político, del prestigio humano o de la riqueza significa prestar, rendir homenaje al diablo. Son esas precisamente las tres ambiciones que hacen al mundo malo y que Cristo vino a debelar.
San Marcos, en cambio, es muy parco al narrar la tentación de Jesús; para él lo importante es el hecho mismo, omitiendo los pormenores; lo vital es que hay una lucha entre Cristo y Satán, cuya apuesta es la salvación del mundo. El hombre estaba sometido al diablo; Cristo, el único libre, rechaza a Satanás y sigue fiel a Dios. El Espíritu no empujó a Jesús al desierto para hacerlo un anacoreta ni para separarlo del compromiso histórico, sino para jugar la suerte de la historia. Su vida va a ser una lucha contra el mal, y la empieza enfrentándose con el jefe cósmico del mal. El rasgarse el cielo anunciaba la irrupción de la edad venidera en la presente, por eso el Espíritu del mundo nuevo, que está en Jesús, lo lanza al combate. Había que derrocar al jefe de la edad perversa para inaugurar la nueva edad del reino de Dios.
La victoria de Jesús sobre Satanás acerca el reino de Dios. En el Evangelio de Marcos no es Juan Bautista quien proclama esta cercanía, sino Jesús, después de su bautismo y tentación. Entre la predicación de Juan y la de Jesús ha acontecido algo que ha hecho virar la ruta del mundo; ahora puede anunciarse que el reinado de Dios está cerca. El fuerte está atado, el más fuerte puede arramblar con su ajuar (3,27).
La unidad bautismo-tentación, es decir, la bajada del Espíritu y el cuerpo a cuerpo con Satanás que termina con la victoria de Jesús, es el presupuesto de toda su vida pública. Empieza la hora definitiva, entra en la historia una fuerza nueva: el Espíritu de Dios, que impele hacia el futuro. El presente no puede ya vivir únicamente del pasado, como sucedía en el rígido tradicionalismo de las autoridades judías del tiempo; el pasado está al servicio de la obra presente que camina hacia el porvenir.
La lucha de Jesús contra el mal en su vida pública se manifiesta primeramente en la expulsión de los demonios. El primer sábado que enseña en la sinagoga de Cafarnaún se enfrenta con un poseído y expulsa al espíritu impuro. La posesión diábolica es signo de la presencia del mal en la historia; no es más que le caso extremo y llamativo de la sujeción del hombre al mal. La lucha entre Jesús y Satanás pasa del desierto a lo cotidiano, al conflicto del Hijo de Dios con los endemoniados, víctimas de Satanás. El tono de Jesús hablando a los espíritus impuros es tajante, no hay diálogo alguno; los espíritus gritan, Jesús manda. Se ha declarado la guerra sin cuartel. La acción de los demonios en los hombres es homicida: los retuercen, los hacen echar espumarajos, los dejan como muertos; el demonio tenía el poder de la muerte (Heb 2,15) y llevaba al hombre a su destrucción. Por eso el duelo final entre Satanás y Cristo acabará con la muerte de Jesús, pero esa muerte marcará el fin del que tenía el imperio de la muerte.
La lucha de Jesús contra el mal se libra en tres frentes simultáneos: la liberación de los posesos, la curación de los enfermos y el debate ideológico contra sus adversarios. La posesión es la manifestación visible del dominio de Satanás sobre el mundo; la enfermedad, precursora y anuncio de la muerte, se opone a la salvación que es vida plena; y en los debates con las autoridades judías, Jesús pone en claro el significado, la verdad del momento histórico, atacando la ambigüedad creada por la interesada oposición de los responsables.
Los últimos tiempos han entrado ya en la historia; éste es el punto de vista desde el cual Jesús aclara los casos particulares: existe una situación nueva, un vino nuevo que no puede conservarse en los viejos odres. Se le acusará de blasfemia por perdonar pecados, y él precisará quet iene poder para perdonar pecados en la tierra (Mc 2,10); se le echará en cara que patrocina el pecado comiendo con pecadores, y él responderá que son los enfermos quienes necesitan médico (2,16); se le tachará de irreligiosidad por no ayunar como los fariseos, y responderá que la alegría del reino es incompatible con aquel ayuno cariacontecido (2,19). Se saltará las tradiciones tocantes al sábado y afirmará ser señor del sábado (2,27), invocando el propósito de Dios en la creación. Se comportará de modo semejante a propósito de las reglas sobre el lavarse las manos (7,1-23) o de la casuística sobre el divorcio (10,1-12), volviendo a las prescripciones de Dios mismo, por encima de los desarrollos doctrinales o morales de la tradición judía. Jesús no respeta la tradición si ésta se muestra adversaria del designio de Dios y del espíritu de la nueva edad que comienza. No siente superstición hacia el pasado; el hecho nuevo que es él mismo, exige una actitud diferente y deroga antiguas prescripciones. Distingue diversos grados de validez en el Antiguo Testamento, oponiendo la intención del Creador a las disposiciones del mismo Moisés (10,5-9).
Combate así el confusionismo, la rigidez tradicionalista y el conformismo, porque la fuerza del Espíritu empuja y la nueva edad se abre. Contra el conformismo, expulsa a los mercaderes del templo, proclamándolo casa de oración para todas las naciones (Is 56,7), anatematiznando la cueva de bandidos (Jr 7,11) en que lo habían convertido el abuso perpetuado por las autoridades. El confusionismo es obra de Satanás, que impide al hombre "conocer los signos de los tiempos", y Jesús lo desafía decididamente en este terreno.
La lucha con Satán en el desierto aparece, por tanto, como una interpretación teológica de la historia; toda la vida de Jesús será una continuación de esa lucha en sus manifestaciones concretas. El mal reunirá sus fuerzas para el último ataque y Jesús sucumbirá bajo el odio y el poder de las autoridades paganas y judías. Es el momento de la gran batalla. La muerte de Jesús será la derrota definitiva del reino de la muerte. Aceptada por fidelidad a Dios y para salvar al mundo, Dios la convierte en el triunfo de Cristo, en la vida, el señorío y la plena autoridad sobre el cielo y tierra. La victoria de Cristo sobre Satán era victoria sobre el pecado, su arma para dominar al hombre y, en su última fase, victoria sobre la muerte, fruto y paga del pecado.
Según este Evangelio, toda la vida de Jesús es lucha contra el mal, personificado en Satanás. Para san Marcos, la victoria de Jesús contra Satán inaugura la nueva edad del mundo, que resplandecerá en la manifestación del reino de Dios.
Comienza el evangelista presentando la figura de Juan Bautista, apoyada en el testimonio de las profecías. El Antiguo Testamento se acercaba a su culminación, pues Juan preparaba la llegada del Mesías salvador. El mensajero anunciado anuncia a su vez un acontecimiento inminente: está para llegar el más fuerte, el que bautizará con Espíritu Santo. Ese más fuerte es Jesús, portador del Espíritu de Dios: "Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo" (Hch 10,38).
Terminado el bautismo en el río, el Espíritu desciende visiblemente sobre Jesús, que aparece en esta escena situado entre el mundo de la historia y el mundo trascendente, al mismo tiempo en el río Jordán bajo el cielo que se rasga. Mientras se oye la voz del Padre, que lo proclama Hijo, se posa el Espíritu sobre él, dándole la fuerza para luchar con Satanás el fuerte (Mc 3,27), jefe y dios de este mundo (2 Cor 4,4). Con esta descripción pone san Marcos de relieve la intervención decisiva de Dios en la historia humana; Dios mismo habla para subrayar su importancia. El Espíritu, don de los últimos días, está presente; comienza la etapa final del mundo. Un nuevo dinamismo entra en la historia y va a empeñarse la batalla decisiva.
Para su lucha, el Espíritu empuja a Jesús al desierto. Según san Mateo, Satanás tienta a Cristo para desviarlo de su misión como Mesías. En la primera tentación lo incita a satisfacer el hambre usando de su poder, a ejercer su autonomía olvidando a Dios, a hacer historia por su cuenta, sin contar con el designio divino: ateísmo práctico.
Cuando Jesús afirma su dependencia de Dios, Satanás ataca en el sentido opuesto: si hay un designio divino, Jesús puede tomar las iniciativas que quiera, que no le faltará la protección de Dios; si se tira de la torre, Dios enviará a sus ángeles, pues así lo ha prometido. Se trataba de una conducta también autónoma, pero tentando a Dios, instrumentalizándolo. Satanás lo inducía al providencialismo literalista que exime al hombre de toda responsabilidad, como si el poder de Dios estuviera a merced del capricho del hombre.
Las respuestas de Cristo muestran la concepción cristiana de la historia: Dios la va dirigiendo según su designio, pero esto no quita responsabilidad al hombre, que debe "interpretar los signos de los tiempos" (Mt 16,3) para descubrir en ellos "las palabras que salen de la boca de Dios" y colaborar activamente. Responsabilidad sosegada, pues sabe que el fardo de la historia no pesa enteramente sobre sus hombros.
En la tercera tentación se desenmascara Satanás y se juega el todo por el todo. Propone a Jesús la visión de un Mesías triunfante que usa el poder para implantar el reino de Dios en la tierra. Le muestra y le ofrece el "esplendor" de los reinos del mundo, es decir, la riqueza y la pompa, el poder militar y político. AL que poseyera todo eso lo seguirían los hombres, el triunfo estaría asegurado. La única condición que pone el diablo es que Jesús le rinda homenaje, reconociéndolo por soberano. La escena propone esta lección: estimar que el reino de Dios se establece por medio del poder político, del prestigio humano o de la riqueza significa prestar, rendir homenaje al diablo. Son esas precisamente las tres ambiciones que hacen al mundo malo y que Cristo vino a debelar.
San Marcos, en cambio, es muy parco al narrar la tentación de Jesús; para él lo importante es el hecho mismo, omitiendo los pormenores; lo vital es que hay una lucha entre Cristo y Satán, cuya apuesta es la salvación del mundo. El hombre estaba sometido al diablo; Cristo, el único libre, rechaza a Satanás y sigue fiel a Dios. El Espíritu no empujó a Jesús al desierto para hacerlo un anacoreta ni para separarlo del compromiso histórico, sino para jugar la suerte de la historia. Su vida va a ser una lucha contra el mal, y la empieza enfrentándose con el jefe cósmico del mal. El rasgarse el cielo anunciaba la irrupción de la edad venidera en la presente, por eso el Espíritu del mundo nuevo, que está en Jesús, lo lanza al combate. Había que derrocar al jefe de la edad perversa para inaugurar la nueva edad del reino de Dios.
La victoria de Jesús sobre Satanás acerca el reino de Dios. En el Evangelio de Marcos no es Juan Bautista quien proclama esta cercanía, sino Jesús, después de su bautismo y tentación. Entre la predicación de Juan y la de Jesús ha acontecido algo que ha hecho virar la ruta del mundo; ahora puede anunciarse que el reinado de Dios está cerca. El fuerte está atado, el más fuerte puede arramblar con su ajuar (3,27).
La unidad bautismo-tentación, es decir, la bajada del Espíritu y el cuerpo a cuerpo con Satanás que termina con la victoria de Jesús, es el presupuesto de toda su vida pública. Empieza la hora definitiva, entra en la historia una fuerza nueva: el Espíritu de Dios, que impele hacia el futuro. El presente no puede ya vivir únicamente del pasado, como sucedía en el rígido tradicionalismo de las autoridades judías del tiempo; el pasado está al servicio de la obra presente que camina hacia el porvenir.
La lucha de Jesús contra el mal en su vida pública se manifiesta primeramente en la expulsión de los demonios. El primer sábado que enseña en la sinagoga de Cafarnaún se enfrenta con un poseído y expulsa al espíritu impuro. La posesión diábolica es signo de la presencia del mal en la historia; no es más que le caso extremo y llamativo de la sujeción del hombre al mal. La lucha entre Jesús y Satanás pasa del desierto a lo cotidiano, al conflicto del Hijo de Dios con los endemoniados, víctimas de Satanás. El tono de Jesús hablando a los espíritus impuros es tajante, no hay diálogo alguno; los espíritus gritan, Jesús manda. Se ha declarado la guerra sin cuartel. La acción de los demonios en los hombres es homicida: los retuercen, los hacen echar espumarajos, los dejan como muertos; el demonio tenía el poder de la muerte (Heb 2,15) y llevaba al hombre a su destrucción. Por eso el duelo final entre Satanás y Cristo acabará con la muerte de Jesús, pero esa muerte marcará el fin del que tenía el imperio de la muerte.
La lucha de Jesús contra el mal se libra en tres frentes simultáneos: la liberación de los posesos, la curación de los enfermos y el debate ideológico contra sus adversarios. La posesión es la manifestación visible del dominio de Satanás sobre el mundo; la enfermedad, precursora y anuncio de la muerte, se opone a la salvación que es vida plena; y en los debates con las autoridades judías, Jesús pone en claro el significado, la verdad del momento histórico, atacando la ambigüedad creada por la interesada oposición de los responsables.
Los últimos tiempos han entrado ya en la historia; éste es el punto de vista desde el cual Jesús aclara los casos particulares: existe una situación nueva, un vino nuevo que no puede conservarse en los viejos odres. Se le acusará de blasfemia por perdonar pecados, y él precisará quet iene poder para perdonar pecados en la tierra (Mc 2,10); se le echará en cara que patrocina el pecado comiendo con pecadores, y él responderá que son los enfermos quienes necesitan médico (2,16); se le tachará de irreligiosidad por no ayunar como los fariseos, y responderá que la alegría del reino es incompatible con aquel ayuno cariacontecido (2,19). Se saltará las tradiciones tocantes al sábado y afirmará ser señor del sábado (2,27), invocando el propósito de Dios en la creación. Se comportará de modo semejante a propósito de las reglas sobre el lavarse las manos (7,1-23) o de la casuística sobre el divorcio (10,1-12), volviendo a las prescripciones de Dios mismo, por encima de los desarrollos doctrinales o morales de la tradición judía. Jesús no respeta la tradición si ésta se muestra adversaria del designio de Dios y del espíritu de la nueva edad que comienza. No siente superstición hacia el pasado; el hecho nuevo que es él mismo, exige una actitud diferente y deroga antiguas prescripciones. Distingue diversos grados de validez en el Antiguo Testamento, oponiendo la intención del Creador a las disposiciones del mismo Moisés (10,5-9).
Combate así el confusionismo, la rigidez tradicionalista y el conformismo, porque la fuerza del Espíritu empuja y la nueva edad se abre. Contra el conformismo, expulsa a los mercaderes del templo, proclamándolo casa de oración para todas las naciones (Is 56,7), anatematiznando la cueva de bandidos (Jr 7,11) en que lo habían convertido el abuso perpetuado por las autoridades. El confusionismo es obra de Satanás, que impide al hombre "conocer los signos de los tiempos", y Jesús lo desafía decididamente en este terreno.
La lucha con Satán en el desierto aparece, por tanto, como una interpretación teológica de la historia; toda la vida de Jesús será una continuación de esa lucha en sus manifestaciones concretas. El mal reunirá sus fuerzas para el último ataque y Jesús sucumbirá bajo el odio y el poder de las autoridades paganas y judías. Es el momento de la gran batalla. La muerte de Jesús será la derrota definitiva del reino de la muerte. Aceptada por fidelidad a Dios y para salvar al mundo, Dios la convierte en el triunfo de Cristo, en la vida, el señorío y la plena autoridad sobre el cielo y tierra. La victoria de Cristo sobre Satán era victoria sobre el pecado, su arma para dominar al hombre y, en su última fase, victoria sobre la muerte, fruto y paga del pecado.
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