Cabe expresar la libertad en función de la fe; por ser ésta conciencia
del amor de Dios, causa libertad. Cuanto mayor sea la percepción de ese
amor, mayor libertad habrá; por eso pudo escribir san Pablo: "Hay quien
tiene fe para comer de todo; otro, en cambio, que no tiene tanta, como
sólo verduras" (Rom 14,2). El hombre de fe robusta, correlativa a una
experiencia más intensa de Dios, es más libre; su ley no son reglas
exteriores, sino el amor que lo ilumina. Su única norma es contribuir al
bien del individuo y del grupo, o sea el respeto y la responsabilidad
por los otros.
Viene aquí a propósito recordar la controversia de san Pablo con algunos cristianos de Corinto, que en nombre de la libertad se desentendían del prójimo. Se trataba de comer o no la carne sacrificada a los dioses paganos. Los emancipados esgrimían su slogan: "Todo me está permitido" (1 Cor 6,12); liberados gracias a Cristo, se han acabado los escrúpulos en el uso de las cosas. Deducían poder comportarse sin miramientos con nadie.
San Pablo aprueba el principio: es verdad que todo está permitido, es decir, que toda criatura es buena si se usa dando gracias a Dios. Pero ese principio es una abstracción y no tiene en cuenta el contexto en que la acción se desarrolla. Para la conducta concreta, el primer principio es distinguir lo que ayuda de lo que perjudica; esta norma es absoluta, siendlo la aplicación al caso particular del mandamiento de amar al prójimo, cuya exigencia elemental es no dañar a otro: "Uno que ama a su prójimo no le hace daño" (Rom 13,10). Traducida a nuestro lenguaje, esta exigencia se llamaría tener sentido de responsabilidad.
Poco antes hemos expuesto el nexo entre libertad y amor, como si fueran dos realidades diferentes. Podemos intentar ahora un análisis de su conexión intrínseca, que hará comprender la norma y el límite de la libertade.
El amor a los otros se compone de dos elementos: primero, el interés por ellos, que admite grados hasta culminar en la amistad; el que ama se siente responsable de la felicidad y el bien de los demás. El segundo elemento es la disposición o propensión a traducir en obra el buen deseo, tomando una decisión y ejecutando una acción que favorezca al otro; la capacidad de decisión es la libertad; la decisión misma es ya acto libre.
Los dos elementos del amor, benevolencia y beneficiencia, se identifican, por tanto, con la responsabilidad y la libertad del que ama. La responsabilidad por el otro, en toda su gama de interés, estima, cariño o afecto, señala el objetivo a la libertad. Esta busca un prójimo a quien dedicarse, y la responsabilidad se lo muestra. Una libertad irresponsable, que no se preocupa del bien o daño del prójimo, como era el caso de los corintios, cae víctima del egoísmo o es propia de atolondrados que no viven a nivel reflexivo.
Fuera del ámbito de la responsabilidad, que es su área vital, la libertad perjudica a los otros y se destruye a sí misma, de golpe o poco a poco, según la gravedad de las decisiones egoístas que tome. Privada de objetivo cordial, acabará sometiéndose a los propios instintos y ambiciones, que la irán encadenando hasta anularla. Para existir ha de ser responsable o, lo que es lo mismo, ha de vivir como elemento activo del amor. Si sale de esta atmósfera, respira el gas tóxico del egoísmo.
El límite de la libertad es, por tanto, el mismo que el del amor, y éste no conoce límite extrínseco, sino su misma naturaleza, en virtud de su componente de responsabilidad. Pongamos algún ejemplo. Amar a otro es buscar su bien y felicidad en el contexto de un grupo a que también se ama; el amor a todos, por tanto, encauza y limita el amor a cada uno; no se puede procurar el bien de un individuo con daño del resto de la comunidad. Limitándonos ahora al individuo mismo, el amor, que por ser fruto del Espíritu es inteligente, no ha de cerrar su diafragma hasta reducirlo al presente momentáneo; considerando el futuro del individuo, puede exigir la renuncia a beneficios inmediatos. Por otra parte, el amor excluye la amargura, el desánimo y la tristeza: "Espera siempre"; esto no obstante, el bien de la persona puede aconsejar el reproche razonable o la desaprobación manifestada.
Volviendo a los corintios, éstos se engañaban al fomentar su egoísmo bajo capa de libertad. Daban gracias a Dios por los alimentos, pero sin tener en cuenta a los hermanos (1 Cor 8,9-12); separaban a Dios de la responsabilidad por el prójimo, y esa hendidura es la bocacalle del pecado.
Cundía entre ellos un espíritu individualista que los incitaba a gozar de sus dones a solas, sin ponerlos al servicio ajeno. La persuasión de saber más y mejor que los otros, o como lo expresaban ellos, de "tener conocimiento", los engreía. San Pablo les recuerda que la vocación cristiana es social y que lo constructivo no es el saber individualista, sino el amor que Dios da (ibíd. 8,2-3). El Apóstol no niega la libertad, de la que él tenía más conciencia que nadie, niega una libertad sin norte, irresponsable, que fatalmente se ponía al servicio del egoísmo: "Cuidado con que esa libertad vuestra no haga tropezar a los inseguros..., tu conocimiento llevará al desastre a tu hermano por quien Cristo murió" (ibíd 8.9-11). Su conclusión personal era que la libertad se orienta y se limita a sí misma al sentirse responsable por los demás: "Si por cuestión de alimento peligra un hermano mío, nunca volveré a comer carne" (ibíd. 8,13). Es instructivo observar que Pablo, ante la libertad dañosa de los corintios, no la limita dando normas, la educa suscitando con su argumentación el sentido de responsabilidad por los otros. Educar al hombre no consiste en encerrarlo en preceptos que lo coarten, sino en despertar su estima, respeto e interés por el prójimo, haciéndolo un individuo responsable. Todo otro procedimiento es ineficaz y, a la larga, contraproducente.
La liberación es requisito para la libertad y, por tanto, también para el amor fraterno. Quien está mediatizado por temores, ambiciones o coacciones no puede decidir libremente por el bien del prójimo; sus opciones caen siempre en el lazo de la pusilanimidad, del interés o del sometimiento. Por eso Cristo libera del temor a los hombres, de los cepos de la ambición y de la esclavitud de la Ley: "Para que seamos libres nos ha liberado Cristo" (Gál 5,1).
El concepto de responsabilidad propuesto se tiñe de varios matices, que E. Fromm distingue delicadamente. Apoyándose en el verbo "responder", del que se deriva responsabilidad, señala con ella una característica del amor, la de ser respuesta a las necesidades o demandas expresadas por otro y, muchomás, de las no expresadas; subraya así el tacto y la vigilancia que acompañan al amor verdadero. Otra cualidad que Fromm distingue es la del respeto; significa que nuestra decisión por el bien de los demás no debe en lo más mínimo intentar deformarlos, sino procurar el crecimiento de la persona en la línea suya propia. El amor verdadero reconoce que el otro es imagen original e irrepetible de Dios, diferente de la que uno representa. El derecho de crear a su propia imagen es exclusivo de Dios; cuando el hombre pretende usurparlo y se pone a fabricar imágenes de sí mismo, se convierte en tirano; basta recordar cuántos traumas psicológicos se originan por la torpe pretensión de los padres de amoldar a sus hijos a un patrón preconcebido. El amor cristiano se esfuerza por ayudar al otro a ser él mismo.
Un amor que deforma es pernicioso y, por tanto, no es amor. Es un apego dominador o simbiótico, enreizado en deseos o temores inconfesados. Este falso amor es propio del que no es libre interiormente. La falta de libertad le hace tener miedo o celos de las posibilidades o peculiaridades ajenas y pretende acoplar al otro a su propio molde. Puede también ocultar un egoísmo refinado que puja por mantener al otro en la propia órbita, impidiendo la otra del Espíritu.
Viene aquí a propósito recordar la controversia de san Pablo con algunos cristianos de Corinto, que en nombre de la libertad se desentendían del prójimo. Se trataba de comer o no la carne sacrificada a los dioses paganos. Los emancipados esgrimían su slogan: "Todo me está permitido" (1 Cor 6,12); liberados gracias a Cristo, se han acabado los escrúpulos en el uso de las cosas. Deducían poder comportarse sin miramientos con nadie.
San Pablo aprueba el principio: es verdad que todo está permitido, es decir, que toda criatura es buena si se usa dando gracias a Dios. Pero ese principio es una abstracción y no tiene en cuenta el contexto en que la acción se desarrolla. Para la conducta concreta, el primer principio es distinguir lo que ayuda de lo que perjudica; esta norma es absoluta, siendlo la aplicación al caso particular del mandamiento de amar al prójimo, cuya exigencia elemental es no dañar a otro: "Uno que ama a su prójimo no le hace daño" (Rom 13,10). Traducida a nuestro lenguaje, esta exigencia se llamaría tener sentido de responsabilidad.
Poco antes hemos expuesto el nexo entre libertad y amor, como si fueran dos realidades diferentes. Podemos intentar ahora un análisis de su conexión intrínseca, que hará comprender la norma y el límite de la libertade.
El amor a los otros se compone de dos elementos: primero, el interés por ellos, que admite grados hasta culminar en la amistad; el que ama se siente responsable de la felicidad y el bien de los demás. El segundo elemento es la disposición o propensión a traducir en obra el buen deseo, tomando una decisión y ejecutando una acción que favorezca al otro; la capacidad de decisión es la libertad; la decisión misma es ya acto libre.
Los dos elementos del amor, benevolencia y beneficiencia, se identifican, por tanto, con la responsabilidad y la libertad del que ama. La responsabilidad por el otro, en toda su gama de interés, estima, cariño o afecto, señala el objetivo a la libertad. Esta busca un prójimo a quien dedicarse, y la responsabilidad se lo muestra. Una libertad irresponsable, que no se preocupa del bien o daño del prójimo, como era el caso de los corintios, cae víctima del egoísmo o es propia de atolondrados que no viven a nivel reflexivo.
Fuera del ámbito de la responsabilidad, que es su área vital, la libertad perjudica a los otros y se destruye a sí misma, de golpe o poco a poco, según la gravedad de las decisiones egoístas que tome. Privada de objetivo cordial, acabará sometiéndose a los propios instintos y ambiciones, que la irán encadenando hasta anularla. Para existir ha de ser responsable o, lo que es lo mismo, ha de vivir como elemento activo del amor. Si sale de esta atmósfera, respira el gas tóxico del egoísmo.
El límite de la libertad es, por tanto, el mismo que el del amor, y éste no conoce límite extrínseco, sino su misma naturaleza, en virtud de su componente de responsabilidad. Pongamos algún ejemplo. Amar a otro es buscar su bien y felicidad en el contexto de un grupo a que también se ama; el amor a todos, por tanto, encauza y limita el amor a cada uno; no se puede procurar el bien de un individuo con daño del resto de la comunidad. Limitándonos ahora al individuo mismo, el amor, que por ser fruto del Espíritu es inteligente, no ha de cerrar su diafragma hasta reducirlo al presente momentáneo; considerando el futuro del individuo, puede exigir la renuncia a beneficios inmediatos. Por otra parte, el amor excluye la amargura, el desánimo y la tristeza: "Espera siempre"; esto no obstante, el bien de la persona puede aconsejar el reproche razonable o la desaprobación manifestada.
Volviendo a los corintios, éstos se engañaban al fomentar su egoísmo bajo capa de libertad. Daban gracias a Dios por los alimentos, pero sin tener en cuenta a los hermanos (1 Cor 8,9-12); separaban a Dios de la responsabilidad por el prójimo, y esa hendidura es la bocacalle del pecado.
Cundía entre ellos un espíritu individualista que los incitaba a gozar de sus dones a solas, sin ponerlos al servicio ajeno. La persuasión de saber más y mejor que los otros, o como lo expresaban ellos, de "tener conocimiento", los engreía. San Pablo les recuerda que la vocación cristiana es social y que lo constructivo no es el saber individualista, sino el amor que Dios da (ibíd. 8,2-3). El Apóstol no niega la libertad, de la que él tenía más conciencia que nadie, niega una libertad sin norte, irresponsable, que fatalmente se ponía al servicio del egoísmo: "Cuidado con que esa libertad vuestra no haga tropezar a los inseguros..., tu conocimiento llevará al desastre a tu hermano por quien Cristo murió" (ibíd 8.9-11). Su conclusión personal era que la libertad se orienta y se limita a sí misma al sentirse responsable por los demás: "Si por cuestión de alimento peligra un hermano mío, nunca volveré a comer carne" (ibíd. 8,13). Es instructivo observar que Pablo, ante la libertad dañosa de los corintios, no la limita dando normas, la educa suscitando con su argumentación el sentido de responsabilidad por los otros. Educar al hombre no consiste en encerrarlo en preceptos que lo coarten, sino en despertar su estima, respeto e interés por el prójimo, haciéndolo un individuo responsable. Todo otro procedimiento es ineficaz y, a la larga, contraproducente.
La liberación es requisito para la libertad y, por tanto, también para el amor fraterno. Quien está mediatizado por temores, ambiciones o coacciones no puede decidir libremente por el bien del prójimo; sus opciones caen siempre en el lazo de la pusilanimidad, del interés o del sometimiento. Por eso Cristo libera del temor a los hombres, de los cepos de la ambición y de la esclavitud de la Ley: "Para que seamos libres nos ha liberado Cristo" (Gál 5,1).
El concepto de responsabilidad propuesto se tiñe de varios matices, que E. Fromm distingue delicadamente. Apoyándose en el verbo "responder", del que se deriva responsabilidad, señala con ella una característica del amor, la de ser respuesta a las necesidades o demandas expresadas por otro y, muchomás, de las no expresadas; subraya así el tacto y la vigilancia que acompañan al amor verdadero. Otra cualidad que Fromm distingue es la del respeto; significa que nuestra decisión por el bien de los demás no debe en lo más mínimo intentar deformarlos, sino procurar el crecimiento de la persona en la línea suya propia. El amor verdadero reconoce que el otro es imagen original e irrepetible de Dios, diferente de la que uno representa. El derecho de crear a su propia imagen es exclusivo de Dios; cuando el hombre pretende usurparlo y se pone a fabricar imágenes de sí mismo, se convierte en tirano; basta recordar cuántos traumas psicológicos se originan por la torpe pretensión de los padres de amoldar a sus hijos a un patrón preconcebido. El amor cristiano se esfuerza por ayudar al otro a ser él mismo.
Un amor que deforma es pernicioso y, por tanto, no es amor. Es un apego dominador o simbiótico, enreizado en deseos o temores inconfesados. Este falso amor es propio del que no es libre interiormente. La falta de libertad le hace tener miedo o celos de las posibilidades o peculiaridades ajenas y pretende acoplar al otro a su propio molde. Puede también ocultar un egoísmo refinado que puja por mantener al otro en la propia órbita, impidiendo la otra del Espíritu.
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