El reino que Dios anuncia y promete se define como la sociedad de los
hombres, relacionados entre sí con vínculos de hermandad; a esta tarea
están llamados los cristianos a colaborar. Aquí aparece otra diferencia
con las "religiones". Estas ofrecen la salvación al individuo y orientan
su vida para conseguirla; Cristo, en cambio, empieza otorgando la
salvación y llama al hombre a una tarea social. Por su insistencia en la
salvación personal, las religiones favorecen el individualismo; el
cristianismo, por el contrario, siendo profundamente personal, es
radicalmente antiindividualista; el hombre no ha de vivir para sí, sino
para los demás; la Iglesia no existe para sí, sino para el mundo. Y esto
significa ser fermento de cambio social, dinamismo en la historia
humana, impulso hacia la meta del reino.
La salvación que las religiones prometían se realiza para el cristiano en el bautismo; en él empieza la nueva condición humana de salud y vida, de paz, alegría y dinamismo. Esta vida no la guarda para sí, debe comunicarla a los demás; la Iglesia no es un conventículo de iniciados celosos de su privilegio ni un cenáculo de selectos que profundizan su espiritualidad; es un grupo de hombres que trata de crear una isla de salud en un mundo enfermo, un equipo que contribuye, cada uno en su puesto y vocación particular, a que la sociedad sea de verdad humana. Mezclado como la sal, procura dar al mundo un gusto nuevo, de sinceridad y transparencia. Su trabajo es la reconciliación y la paz entre todos los hombres, no sólo entre los que se profesan cristianos. La construcción de una sociedad nueva es su tarea, su ideal y su razón de existir.
De aquí la importancia que para el cristiano asume la historia, instrumento del designio divino. No espera emigrar a otro mundo, sino la nueva creación de este universo; su ciudad futura no está en lo alto, será un don de Dios a esta tierra (Ap 21,2); su expectación no es la etérea inmortalidad de almas, sino la tangible resurrección de cuerpos, es decir, la vida de ser entero, libre para siempre de limitación, miseria y decadencia (1 Cor 15,13-14.16-17). Su ideal es la gran utopía para este mundo, pero esa utopía está prometida y garantizada: Cristo, el pionero de la salvación (Heb 2,10), ya vive en ella y continúa su obra hasta que, vencido el último enemigo, la muerte, Dios reine completamente en todo (1 Cor 15,28).
Las religiones prometían un paraíso tranestelar o una emigración a esferas espirituales, cuando no reducían al hombre al estado de sombra exangüe que merodeaba envidiando a los vivos. Nada de eso enseña Cristo; él ha vencido a la muerte y ha salvado al mundo, humano e incluso físico. El amor del cristiano a este mundo está justificado y su compromiso en la historia es consecuencia necesaria de su fe; ella es "anticipo" de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven" (Heb 11,1), del cielo nuevo y la tierra nueva, de la ciudad en que Dios habitará con los hombres (Ap 21).
La salvación que las religiones prometían se realiza para el cristiano en el bautismo; en él empieza la nueva condición humana de salud y vida, de paz, alegría y dinamismo. Esta vida no la guarda para sí, debe comunicarla a los demás; la Iglesia no es un conventículo de iniciados celosos de su privilegio ni un cenáculo de selectos que profundizan su espiritualidad; es un grupo de hombres que trata de crear una isla de salud en un mundo enfermo, un equipo que contribuye, cada uno en su puesto y vocación particular, a que la sociedad sea de verdad humana. Mezclado como la sal, procura dar al mundo un gusto nuevo, de sinceridad y transparencia. Su trabajo es la reconciliación y la paz entre todos los hombres, no sólo entre los que se profesan cristianos. La construcción de una sociedad nueva es su tarea, su ideal y su razón de existir.
De aquí la importancia que para el cristiano asume la historia, instrumento del designio divino. No espera emigrar a otro mundo, sino la nueva creación de este universo; su ciudad futura no está en lo alto, será un don de Dios a esta tierra (Ap 21,2); su expectación no es la etérea inmortalidad de almas, sino la tangible resurrección de cuerpos, es decir, la vida de ser entero, libre para siempre de limitación, miseria y decadencia (1 Cor 15,13-14.16-17). Su ideal es la gran utopía para este mundo, pero esa utopía está prometida y garantizada: Cristo, el pionero de la salvación (Heb 2,10), ya vive en ella y continúa su obra hasta que, vencido el último enemigo, la muerte, Dios reine completamente en todo (1 Cor 15,28).
Las religiones prometían un paraíso tranestelar o una emigración a esferas espirituales, cuando no reducían al hombre al estado de sombra exangüe que merodeaba envidiando a los vivos. Nada de eso enseña Cristo; él ha vencido a la muerte y ha salvado al mundo, humano e incluso físico. El amor del cristiano a este mundo está justificado y su compromiso en la historia es consecuencia necesaria de su fe; ella es "anticipo" de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven" (Heb 11,1), del cielo nuevo y la tierra nueva, de la ciudad en que Dios habitará con los hombres (Ap 21).
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