El hecho histórico de la muerte-resurrección de Cristo queda constituido
en centro y punto de inflexión de la historia humana. Lo anterior se
dirige a él; lo sucesivo es despliegue de sus efectos.
Para los judíos, el ápice de la historia se alcanzaba en su desenlace, en la manifestación del reino de Dios al final de los tiempos. En el cristianismo, el ápice ocupa el punto medio de la historia, no el final; la manifestación del reino de Dios no será simplemente el cumplimiento de una promesa, sino el florecimiento de una realidad presente desde ahora.
Todo el Antiguo Testamento se dirige a este centro. La narración bíblica, que empieza con el origen del género humano, se estrecha primero a la historia de Israel, luego a la del residuo e Israel, hasta que en 2º Isaías aparece la figura, colectiva e individual al mismo tiempo, del servidor de Dios, que se realizaría en Cristo, el Hombre, individuo y al mismo tiempo representante de Israel y de la humanidad entera. En él se realiza la salvación del hombre, destinada a la entera raza humana. Oscar Cullmann denomina esta convergencia y divergencia el principio de la concentración hacia Cristo y la dilatación a partir de Cristo; desde la resurrección su reino podría llamarse una estructura anónima del mundo.
La conciencia de una salvación ya efectuada, pero siempre activa, da su fuerza y su importancia al presente. Concebir la salvación como un final grandioso situado en un mundo diverso lleva al desprecio y a la fuga del mundo visible. Al poner la salvación en el centro de la historia y proclamar la soberanía de Cristo sobre la humanidad en camino, el presente adquiere todo su relieve. El reino de Cristo no se sitúa en el más allá, sino en el más acá; es aquí donde tiene que ir venciendo a sus enemigos, donde está empeñada la batalla entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás. El combate decisivo se ganó en la cruz, y el día de la victoria coincidirá con el fin de esta edad, pero entretanto quedan mil escaramuzas, mil recovecos donde el enemigo es todavía fuerte y donde hay que derramar mucha sangre. Esta es la historia presente y a esto llama Cristo al cristiano. Huir de la historia es desertar.
Para los judíos, el ápice de la historia se alcanzaba en su desenlace, en la manifestación del reino de Dios al final de los tiempos. En el cristianismo, el ápice ocupa el punto medio de la historia, no el final; la manifestación del reino de Dios no será simplemente el cumplimiento de una promesa, sino el florecimiento de una realidad presente desde ahora.
Todo el Antiguo Testamento se dirige a este centro. La narración bíblica, que empieza con el origen del género humano, se estrecha primero a la historia de Israel, luego a la del residuo e Israel, hasta que en 2º Isaías aparece la figura, colectiva e individual al mismo tiempo, del servidor de Dios, que se realizaría en Cristo, el Hombre, individuo y al mismo tiempo representante de Israel y de la humanidad entera. En él se realiza la salvación del hombre, destinada a la entera raza humana. Oscar Cullmann denomina esta convergencia y divergencia el principio de la concentración hacia Cristo y la dilatación a partir de Cristo; desde la resurrección su reino podría llamarse una estructura anónima del mundo.
La conciencia de una salvación ya efectuada, pero siempre activa, da su fuerza y su importancia al presente. Concebir la salvación como un final grandioso situado en un mundo diverso lleva al desprecio y a la fuga del mundo visible. Al poner la salvación en el centro de la historia y proclamar la soberanía de Cristo sobre la humanidad en camino, el presente adquiere todo su relieve. El reino de Cristo no se sitúa en el más allá, sino en el más acá; es aquí donde tiene que ir venciendo a sus enemigos, donde está empeñada la batalla entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás. El combate decisivo se ganó en la cruz, y el día de la victoria coincidirá con el fin de esta edad, pero entretanto quedan mil escaramuzas, mil recovecos donde el enemigo es todavía fuerte y donde hay que derramar mucha sangre. Esta es la historia presente y a esto llama Cristo al cristiano. Huir de la historia es desertar.
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