La gran tentativa de perfección moral, con intención de salvar
la distancia entre el hombre y Dios, fue la de los fariseos. Ante la
dureza del pueblo y el fracaso de la predicación profética, que culminó
con la deportación a Babilonia, se buscó un nuevo camino. Desaparecido
como nación, Israel centró su religión y su orgullo en la Ley. En vez de
profetas hubo intérpretes; en vez de inspiración, enseñanza. En este
ambiente va cristalizando el grupo o secta de los fariseos (=separados),
que se proponen realizar la ética de los profetas en el detalle de la
vida. Para ellos, la Ley o Torá es una instrucción divina que enseña al
hombre cómo tiene que vivir; en este supuesto, no queda al fiel más que
estudiar la Ley y ponerla en práctica en todo sector de su existencia.
El ideal que los fariseos se proponen realizar es la heteronomía
integral, en otras palabras, lograr que cada detalle de la vida, pública
o privada, esté regulado por una disposición o estatuto divino,
encontrado en la Ley.
La Ley escrita, sin embargo, no podía prever todas las circunstancias posteriores; para suplir a esta deficiencia se va complementando con una Ley oral que acumula en forma de jurisprudencia series de casos típicos que puedan servir de norma en toda circunstancia. Los diversos estratos de la Ley oral se van sedimentando y constituyen un cuerpo legal que goza de la misma autoridad que la ley escrita. El hombre, por su parte, se compromete a observar íntegramente cada uno de los preceptos de la Ley, escrita u oral, para alcanzar una perfección moral que le permita estar en paz con Dios.
Este empeño de perfección presupone la responsabilidad individual, no sólo colectiva. Fueron Jeremías y Ezequiel, profetas del tiempo del desastre, quienes despertaron esta idea en Israel. Representó un progreso manifiesto de la conciencia; pero los fariseos le acoplaron el concepto de libertad ilimitada, que exacerbó el sentimiento de responsabilidad personal. Según ellos, el hombre es bueno o malo simplemente porque quiere; la perfección le es posible, pues la observancia total está a su alcance.
Consecuencia de esta doctrina fue demarcar la separación entre justos y pecadores: justo es el hombre bueno, porque se ha propuesto serlo y lo cumple; pecador es el malo, por propia decisión. Cada uno es plenamente responsable de su estado, para bien o para mal. Doctrina de voluntarismo despiadado. El mero estudio o ignorancia de la Ley establecía una línea divisoria, pues no podía aspirarse a la perfección sin un conocimiento detallado de las normas; esto explica el desprecio que los doctos sentían por el vulgo: "Esa plebe que no entiende de la Ley, está maldita" (Jn 7.49).
No podían negar los fariseos la existencia de malas inclinaciones en el hombre. Pero, en vez de considerarlas una limitación de la libertad, las explicaban atribuyendo su origen a Dios, quien desea que el hombre las venza y así adquiera méritos.
El concepto de mérito es típicamente fariseo. En el Antiguo Testamento se hablaba de recompensa, no de mérito. La diferencia estriba en que la recompensa depende de la generosidad del donante, mientras que el mérito exige una paga en proporción a la obra realizada y como efecto suyo propio.
El mérito, según los fariseos, produce una plusvalía en el hombre; el pecado, en cambio, lo devalúa, lo mengua. Como Dios aprecia los valores objetivos, se complace en el justo por su valor intrínseco, y detesta al pecador, culpable de su mísero estado. De este supuesto provenía la condenación implacable del prójimo; si Dios condena a los pecadores, también el justo tiene razón en condenarlos.
Otra consecuencia de la concepción farisea de la libertad es la posibilidad del cambio de vida por una simple decisión de la voluntad. Según ella, el hombre, siendo plenamente libre, puede cambiar su rumbo o su conducta cuando quiera. Tampoco hablaban así los libros inspirados: exhortaban a la conversión, es decir, a la vuelta a Dios como respuesta a su llamada; nunca de la media vuelta del hombre dentro de sí, por propia iniciativa y contando únicamente con sus propios recursos.
La Ley escrita, sin embargo, no podía prever todas las circunstancias posteriores; para suplir a esta deficiencia se va complementando con una Ley oral que acumula en forma de jurisprudencia series de casos típicos que puedan servir de norma en toda circunstancia. Los diversos estratos de la Ley oral se van sedimentando y constituyen un cuerpo legal que goza de la misma autoridad que la ley escrita. El hombre, por su parte, se compromete a observar íntegramente cada uno de los preceptos de la Ley, escrita u oral, para alcanzar una perfección moral que le permita estar en paz con Dios.
Este empeño de perfección presupone la responsabilidad individual, no sólo colectiva. Fueron Jeremías y Ezequiel, profetas del tiempo del desastre, quienes despertaron esta idea en Israel. Representó un progreso manifiesto de la conciencia; pero los fariseos le acoplaron el concepto de libertad ilimitada, que exacerbó el sentimiento de responsabilidad personal. Según ellos, el hombre es bueno o malo simplemente porque quiere; la perfección le es posible, pues la observancia total está a su alcance.
Consecuencia de esta doctrina fue demarcar la separación entre justos y pecadores: justo es el hombre bueno, porque se ha propuesto serlo y lo cumple; pecador es el malo, por propia decisión. Cada uno es plenamente responsable de su estado, para bien o para mal. Doctrina de voluntarismo despiadado. El mero estudio o ignorancia de la Ley establecía una línea divisoria, pues no podía aspirarse a la perfección sin un conocimiento detallado de las normas; esto explica el desprecio que los doctos sentían por el vulgo: "Esa plebe que no entiende de la Ley, está maldita" (Jn 7.49).
No podían negar los fariseos la existencia de malas inclinaciones en el hombre. Pero, en vez de considerarlas una limitación de la libertad, las explicaban atribuyendo su origen a Dios, quien desea que el hombre las venza y así adquiera méritos.
El concepto de mérito es típicamente fariseo. En el Antiguo Testamento se hablaba de recompensa, no de mérito. La diferencia estriba en que la recompensa depende de la generosidad del donante, mientras que el mérito exige una paga en proporción a la obra realizada y como efecto suyo propio.
El mérito, según los fariseos, produce una plusvalía en el hombre; el pecado, en cambio, lo devalúa, lo mengua. Como Dios aprecia los valores objetivos, se complace en el justo por su valor intrínseco, y detesta al pecador, culpable de su mísero estado. De este supuesto provenía la condenación implacable del prójimo; si Dios condena a los pecadores, también el justo tiene razón en condenarlos.
Otra consecuencia de la concepción farisea de la libertad es la posibilidad del cambio de vida por una simple decisión de la voluntad. Según ella, el hombre, siendo plenamente libre, puede cambiar su rumbo o su conducta cuando quiera. Tampoco hablaban así los libros inspirados: exhortaban a la conversión, es decir, a la vuelta a Dios como respuesta a su llamada; nunca de la media vuelta del hombre dentro de sí, por propia iniciativa y contando únicamente con sus propios recursos.
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