Según
algunos estudiosos, la homilía La Santa Pascua, de la que se recogen aquí unos
fragmentos, proviene del Asia Menor y fue pronunciada en la segunda mitad del
siglo II. Aunque no se poseen los datos suficientes para identificar al autor
con absoluta precisión, queda fuera de duda su pertenencia al ambiente que
seguía el antiguo cómputo hebraico de la celebración de la Pascua, el 14 de
Nisán.
La
homilía consta de una introducción, dos partes y un epilogo. En la
introducción, el autor proclama la belleza de la Pascua y anuncia los motivos
fundamentales que tratará en el cuerpo del escrito: la ley de Moisés y la
salvación que el Señor nos alcanzó al inmolarse en la Cruz.
Como
Melitón de Sardes, el autor de esta homilía atribuye a la Pascua el sentido de
misterio, distinguiendo tres fases en su desarrollo: los hechos ocurridos en
Egipto, que son figura de la Pascua cristiana; la celebración judaica, querida
por Dios para anunciar su plan de salvación, y el auténtico y perfecto
misterio pascual de los cristianos, en el que nos introduce el Sacramento de la
Eucaristía.
LOARTE
*
* * * *
Los
frutos de la Pasión (La Santa Pascua, 49-55)
Ésta
era la Pascua que Jesús deseaba padecer por nosotros: con la Pasión librarnos
de la pasión, con la Muerte vencer a la muerte, y con el alimento invisible
darnos su vida inmortal.
Éste
era el deseo salvífico de Jesús, éste su amor enteramente espiritual: mostrar
las figuras como figuras y, en su lugar, dar a los discípulos su sagrado
cuerpo: tomad y comed, esto es mi Cuerpo; tomad y bebed, ésta es mi Sangre de
la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados (Mt
26, 26-28). Por eso deseaba, más que comer la Pascua, padecerla, para librarnos
de la pasión contraída comiendo.
Por
eso, sustituye un árbol por otro y, en vez de la mano perversa que al principio
se extendió impíamente, deja enclavar su mano inmaculada con un gesto de
piedad, mostrándose como la verdadera Vida colgada del árbol. Tú, Israel, no
pudiste comer de él; nosotros, en cambio, con un conocimiento espiritual
indestructible, comemos de él y no morimos (cfr. Gn 1, 17; 3, 4-6).
Este
es, para mí, árbol de salvación eterna: de él me nutro y sacio. Por sus
raíces hundo mis raíces, por sus ramas me expando, de su savia me emborracho,
por su espíritu—como de un viento delicioso—soy fecundado. Bajo su sombra
he plantado mi tienda y, huyendo de los grandes calores, encuentro un refugio
lleno de rocío. Por sus flores florezco, con sus frutos me deleito y los tomo
libremente porque están destinados a mí desde el principio.
Este
árbol es alimento para saciar mi hambre, manantial para mi sed vestido para mi
desnudez; sus hojas son espíritu de vida, y nunca más hojas de higuera (cfr.
Gn 3, 7). Este árbol es mi protección cuando temo a Dios, mi báculo cuando
vacilo, mi premio cuando combato y mi trofeo cuando venzo. Este árbol es para
mí senda angosta y camino estrecho. Este árbol es la escala de Jacob y la vía
de los ángeles, en cuya cima está verdaderamente apoyado el Señor.
Este
árbol de dimensiones celestiales se eleva desde la tierra hasta los cielos,
hincándose entre el cielo y la tierra como planta eterna, como sostén de todas
las cosas y quicio del universo, como soporte del mundo entero y vínculo
cósmico, que mantiene unida a la mudable naturaleza humana, enclavándola con
los clavos invisibles del Espíritu, para que, sujeta a la divinidad, no se
separe más de ella (...).
Aunque
llena el universo, el Señor se desvistió para luchar desnudo contra las
potencias del aire. Y por un instante gritó que se apartase de Él ese cáliz,
para mostrar verdaderamente que Él es también hombre (cfr. Lc 22, 42); pero
acordándose de su misión y queriendo cumplir el designio de salvación para el
que había sido enviado, gritó de nuevo: no mi voluntad, sino la tuya (Ibid.).
En efecto, el espíritu está pronto, pero la carne es débil (Mt 26, 41).
Como
combatía una batalla victoriosa en favor de la vida, su sagrada cabeza fue
coronada de espinas, borrando así la antigua maldición de la tierra y
extirpando con su divina frente las copiosas espinas producidas por el pecado.
Al beber después la amarga y ácida hiel del dragón, derramó las dulces
fuentes que manan de él.
Queriendo,
en efecto, destruir la obra de la mujer y contraponerse a aquella que al
principio salió del costado de Adán como portadora de muerte, el Señor abrió
su sagrado costado, del cual manó su sagrada sangre y el agua, signos plenos de
las espirituales y místicas bodas, de la adopción y de la regeneración,
según lo que está escrito: Él os bautizará en Espfritu Santo y fuego (Mt 3,
11): el agua como bautismo en el Espíritu, la sangre como bautismo en el fuego.
Entonces
fueron crucificados con Él dos ladrones, que llevaban en sí las señales de
los dos pueblos: uno de ellos se convierte mediante el agradecimiento, confiesa
sinceramente sus culpas y se apiada de su Soberano; el otro, en cambio, se
rebela porque es de dura cerviz, no muestra agradecimiento ni piedad hacia su
Señor y persiste en sus viejos pecados. Estos dos hombres manifiestan también
dos sentimientos del alma: uno de ellos se convierte de sus antiguos pecados, se
desnuda ante su Soberano y obtiene así, mediante la penitencia, misericordia y
recompensa; el otro, en cambio, no tiene excusa, porque, al no querer mudar,
permanece ladrón hasta el final.
Cuando
terminó [Cristo] el combate cósmico, venciendo en todo y por todo, sin ser
exaltado como Dios ni postrado como hombre, se quedó plantado, como límite de
todas las cosas, como trofeo de victoria, llevando en sí mismo un triunfo
contra el enemigo.
Entonces,
frente a su larga resistencia, el universo se llenó de estupor; entonces, los
cielos se conmovieron, y las potencias, los tronos y las leyes celestiales se
estremecieron, al ver colgado al archiestratega de la gran milicia. Poco faltó
para que los astros del cielo cayeran, al contemplar extendido a Aquél que es
anterior a la estrella de la mañana, y durante algún tiempo la llama del sol
se apagó, viendo oscurecerse la gran luz del mundo. Entonces se quebraron las
piedras (cfr. Mt 17, 51 ) de la tierra, para gritar la ingratitud de Israel: tú
no reconociste la piedra espiritual que seguiste y de la cual bebiste (cfr. I
Cor 14, 4); se rasgó el velo del templo, para participar en la Pasión y
señalar al verdadero Sacerdote celeste. Por poco el mundo entero no fue
aplastado y disuelto por el espanto ante la Pasión, si el gran Jesús no
hubiese exhalado su divino Espíritu diciendo: Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu (Lc 23, 46).
Y
mientras todas las cosas eran turbadas y removidas por un estremecimiento de
miedo, inmediatamente, al remontarse el divino Espíritu, el universo casi
reanimado, vivificado y consolidado encontró su estabilidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.