Llamado
el Cicerón cristiano por su elegante manejo de la lengua latina, Lucio Cecilio
Firmiano Lactancio nació en el Norte de Africa, hacia el año 250, de familia
pagana. Recibió una educación esmerada y adquirió cierto renombre como
maestro de Retórica, por lo que el emperador Diocleciano le llamó a Nicomedia,
para enseñar en la escuela que había fundado en la nueva capital del Imperio.
Fue allí donde probablemente abrazó la fe cristiana. Durante la última gran
persecución, hacia el año 303, se vio obligado a abandonar su cátedra y a
exilarse en Bitinia. Después del Edicto de Milán, Constantino le llamó a
Tréveris para confiarle la educación de Crispo, su hijo mayor. Poco más se
sabe de la vida de Lactancio, que debió de morir en torno al año 317.
Entre
sus escritos destacan los siete libros sobre las Instituciones divinas, que
constituye el primer intento de redactar en latín una suma de toda la fe
cristiana. Su enseñanza se desarrolla preferentemente dentro del campo de la
moral natural; es muy inferior en los aspectos estrictamente teológicos.
También por esta razón, Lactancio no es contado en el número de los Padres de
la Iglesia, sino en el de los escritores eclesiásticos.
En
los párrafos que se recogen, muestra—contra las fábulas paganas—que la
sociedad humana tiene su origen en la voluntad de Dios, que ha creado al hombre
a su imagen y semejanza; de ahí deriva el deber de la solidaridad entre los
hombres.
LOARTE
*
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LACTANCIO murió de edad
avanzada después del 317. Es el más importante de estos tres autores. También
africano y retórico, quizás fue discípulo de Arnobio. Fue llamado por
Diocleciano a su corte de Nicomedia para ejercer allí su profesión de maestro de
retórica, durante su estancia se hizo cristiano, y al comenzar la persecución
tuvo que renunciar a su cargo; después de muchas penalidades, Constantino lo
llamó a Tréveris para que se hiciera cargo de la educación de su hijo. Escribió
en griego y en latín, y en esta última lengua su estilo ha sido a veces
comparado al de Cicerón. Su conocimiento de la doctrina cristiana era
imperfecto, como el de Arnobio. Es también milenarista. De las muchas obras
suyas que cita San Jerónimo nos quedan tres; la más importante es las
Instituciones divinas, en la que demuestra las incongruencias y absurdos de
las religiones paganas y trata luego de hacer la primera exposición sistemática
del conjunto de la doctrina cristiana, aunque con el poco éxito que hace suponer
su parcial conocimiento de ella; él mismo resumió esta obra en el Epítome;
la tercera es un opúsculo reducido, Sobre la muerte de los perseguidores,
en que su estilo, siempre amable y lleno de suavidad, se hace amargo y
violento.
MOLINÉ
Solidaridad
entre los hombres
(Instituciones divinas, VI, 10)
(Instituciones divinas, VI, 10)
Después
de haber hablado de los deberes con Dios, trataré ahora de lo que es debido al
hombre, sabiendo que el respeto tributado a éste se rinde en último término a
Dios. En todo caso, el primer oficio de la justicia es obligarnos en relación a
Dios; el segundo, respecto al hombre. Aquél recibe el nombre de religión;
éste, de misericordia o humanidad.
Esta
última virtud es propia de los justos y servidores de Dios, y sólo en ella se
encuentra el fundamento de la vida social. Pues Dios, que negó a los animales
la inteligencia, les concedió defensas naturales contra los peligros que les
acechasen. Pero al hombre, porque lo creó desnudo y débil le dotó de
inteligencia que le instruyera en lo que debía hacer, y además le dio el
afecto de la piedad para que velara, amara, recibiera y prestara auxilio al
hombre contra todos los peligros. La humanidad, pues, es el vínculo máximo que
une a los hombres entre sí, y quien lo viola debe ser tenido como impío y
parricida.
Si
todos hemos nacido del primer hombre, creado por Dios, somos ciertamente
consanguíneos, y por eso debe considerarse un gran crimen odiar al hombre,
aunque en algún caso éste sea culpable. Dios nos ordena que no demos lugar a
enemistades y odios, y que hagamos lo que esté de nuestra parte para que
desaparezcan; es decir, que socorramos a nuestros enemigos cuando se encuentren
en necesidad. Aún más, si recibimos el alma de un solo Dios, ¿qué somos sino
hermanos? La unión de las almas es más estrecha que la de los cuerpos. Así,
pues, Lucrecio no se engaña cuando afirma que nuestro origen es celestial y
todos tenemos el mismo Padre. En consecuencia, deben considerarse como bestias
feroces los hombres que dañan a otros hombres, ya que contra toda licitud y
derecho de humanidad, les despojan, atormentan, matan y exterminan.
Para
mantener esta hermandad, Dios quiere que hagamos siempre el bien, nunca el mal.
Y Él mismo nos enseña en qué consiste hacer el bien: ayudar a los humildes y
desgraciados, dar de comer a los que no tengan alimento. Siendo piadoso, quiso
que los hombres vivamos en sociedad y que veamos en cada persona nuestra misma
naturaleza. No merecemos ser librados en los peligros si no socorremos a los
demás; ni recibir auxilio si lo negamos nosotros.
Los
filósofos paganos no han dejado ningún precepto sobre la virtud de la
humanidad. Animados de una especie de falsa virtud, excluyeron del ser humano la
misericordia, con lo que aumentaron la miserias del hombre que pretendían
sanar. Aunque reconocían que debía conservarse el vínculo de la sociedad
humana, ellos en realidad lo rompen con el rigor inflexible que atribuyen a la
virtud. También se debe señalar otro error suyo, pues juzgan que no se debe
dar nada a nadie.
Alegan
varias razones por las que los seres humanos se vieron obligados a construir
ciudades. Aseguran que los hombres, nacidos originariamente de la tierra,
llevaban una vida errante por los campos y bosques, sin estar unidos entre sí
por ningún vínculo de derecho o de lengua; que no tenían otro lecho que las
hierbas y el follaje, ni otras casas que los antros y las cavernas, y que
estaban expuestos a los ataques y a ser presa de las bestias y de los animales
feroces. Entonces, los que escaparon de ser despedazados o habían visto que las
fieras devoraban a sus allegados, advertidos del peligro que corrían, buscaron
a otros e imploraron su socorro, haciéndose entender por medio de gestos.
Después —dicen— intentaron comunicarse con sonidos, e imponiendo un nombre
a cada cosa, poco a poco perfeccionaron la facultad de hablar.
Como
no bastaba el ser muchos para defenderse completamente de las fieras, empezaron
a construir murallas, ya para procurarse un reposo tranquilo durante la noche,
ya para librarse de las incursiones de las bestias, no luchando, sino por medio
de las fortificaciones levantadas .
Cuán
necios eran los hombres que inventaron estas insensateces! Qué miserables los
que las transmitieron por escrito o de palabra! Como conocieron que los animales
habían recibido de la naturaleza el instinto de agruparse, de huir de los
peligros, de evitar los males, de refugiarse en las cuevas, juzgaron que los
hombres habían aprendido de su ejemplo lo que debían temer y lo que debían
buscar, y que nunca se habrían reunido ni habrían inventado el lenguaje, a no
ser que algunos de ellos hubiesen sido comidos por las fieras.
Otros
sostuvieron que estas imaginaciones son delirios, como ciertamente así es, y
que el origen de la sociedad no fue el temor a ser despedazados por las fieras,
sino la misma humanidad, pues la naturaleza inclina a los hombres a huir de la
soledad y a buscar la comunicación y la compañía de los demás.
No
existe gran diferencia entre ellos. Por caminos dispares llegan en último
término al mismo resultado. Una y otra explicación son posibles, porque no
repugnan, pero ninguna es verdadera. Los hombres no han nacido de la tierra, ni
de los dientes de un dragón, como dicen los poetas, sino que el primer hombre
fue creado por Dios y de él desciende el género humano; de la misma manera que
se derivó nuevamente de la familia de Noé, después del Diluvio, lo cual no
puede negarse. Todo e] que tenga uso de razón es capaz de entender que nunca se
realizó la reunión de los hombres de la manera que pretenden, ni existieron
jamás hombres que no supieron hablar, excepto en la infancia.
Supongamos,
sin embargo, que son verdad estas fábulas inventadas por ancianos ineptos y
ociosos, a fin de refutarlas con sus mismos argumentos y razones. Si los seres
humanos se juntan para remediar su debilidad con el auxilio mutuo, debe ser
socorrido el hombre que necesita auxilio. Si iniciaron y sancionaron su sociedad
con otros hombres para ayudarse mutuamente, debe considerarse como máximo
crimen violar o no conservar aquella alianza establecida entre ellos. Quien se
niega a prestar auxilio a otros, es necesario que también se niegue a
recibirlo, pues considera que ningún socorro necesita quien se niega a ayudar a
otro. Pero aquél que se disocia y separa del cuerpo social, debe vivir no
según las costumbres humanas, sino como las fieras. Y si esto no puede suceder
debe conservarse siempre el vínculo social, porque el hombre de ningún modo
puede vivir sin el hombre. Pero conservar la sociedad es la comunidad; esto es,
prestar auxilio para que podamos recibirlo.
Si,
como sostienen aquellos otros, la reunión de los hombres se ha realizado a
causa de la misma humanidad, el hombre debe reconocer al hombre. Y si aquellos
hombres rudos y tan ignorantes, que aún no hacían uso de la palabra,
expresaron con gestos su deseo de establecer una comunidad con los demás, los
que llevan una vida ciudadana y están tan acostumbrados al trato de sus
semejantes, que no podrían soportar la soledad, ¿no deben abundar en dicho
sentimiento?
Sobre las instituciones divinas
La
verdadera sabiduría:
La
mano del Creador ha impreso en el corazón del hombre un doble instinto que le
lleva a buscar con esmero la religión y la sabiduría; pero el error de los
hombres viene de que separan la una de la otra, y abrazan la religión sin
estudiar la sabiduría, o se aplican a su estudio sin ocuparse del de la
religión, cuando la una deber marchar con la otra.
Yo
me admiro de cómo, entre tantos filósofos, no se encuentra ni uno solo que haya
llegado a descubrir el soberano bien. Ellos debían partir del principio
fundamental de que el soberano bien debe ser accesible a todos, y, esto sentado,
preguntar: ¿Existe el soberano bien en el placer, en ese placer de que todos los
seres están ansiosos, y de que aun los animales mismos sienten la necesidad? No,
porque lo que hace el placer no es siempre lo honesto. Pues suele suceder que se
cansan de él, se disgustan, y su abuso se hace funesto, porque se pierde con la
edad, no es dado a todos el gozarlo, y muchos desgraciados hay a quienes es
desconocido, y permanecen eternamente privados de él. ¿Está pues en la riqueza?
Menos aún: ella no es el patrimonio sino de algunos elegidos; se la obtiene sin
saber cómo, y jamás se tiene bastante. ¿En el poder real? Mucho menos aún: todos
no pueden ser reyes, pero nadie debe estar excluido de llegar al soberano bien.
¿En la virtud? Es incontestable que ella es un bien al alcance de todos; pero si
no consiste frecuentemente más que en la resignación a los sufrimientos que no
se pueden evitar, ¿cómo puede calificársela de soberano bien? El soberano
bien, este bien absoluto al cual no es posible añadir ni quitar nada, no puede
encontrarse más que en la inmortalidad que nos saca de la esclavitud. Los
principios de la religión nos hacen conocer el fin para que nosotros existamos,
y la virtud nos pone en el camino que debe conducirnos.
Ser feliz e inmortal: éste es pues el término soberano.
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